2. EL AMOR ENTRE PADRES E HIJOS
Al nacer, el infante sentiría miedo de morir si un gracioso destino
no lo protegiera de cualquier conciencia de la angustia implícita en la separación de la madre y de la existencia
intrauterina. Aun después
de nacer, el infante es apenas diferente de lo que era antes del nacimiento; no
puede reconocer objetos, no tiene aún
conciencia de sí mismo,
ni del mundo como algo exterior a él.
Sólo siente la
estimulación positiva del
calor y el alimento, y todavía
no los distingue de su fuente: la madre. La madre es calor, es alimento, la
madre es el estado eufórico
de satisfacción y seguridad. Ese
estado es narcisista, para usar un término
de Freud. La realidad exterior, las personas y las cosas, tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o
frustran el estado interno del cuerpo. Sólo es real lo que está adentro; lo exterior sólo
es real en función de mis necesidades —nunca
en función de sus propias
cualidades o necesidades—.
Cuando el niño crece y se desarrolla, se vuelve capaz de percibir las cosas
como son; la satisfacción
de ser alimentado se distingue del pezón, el pecho de la madre. Eventualmente, el niño experimenta su sed, la leche que le
satisface, el pecho y la madre, como entidades diferentes. Aprende a percibir
muchas otras cosas como diferentes, como poseedoras de una existencia propia:
En ese momento empieza a darles nombres. Al mismo tiempo aprende a manejarlas;
aprende que el fuego es caliente y doloroso, que el cuerpo de la madre es tibio
y placentero, que la mamadera es dura y pesada, que el papel es liviano y se
puede rasgar. Aprende a manejar a la gente; que la mamá sonríe cuando él come; que lo alza en sus brazos cuando llora; que lo alaba
cuando mueve el vientre. Todas esas experiencias se cristalizan o integran en
la experiencia: me aman. Me aman porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque
estoy desvalido. Me aman porque soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre
me necesita. Para utilizar una fórmula
más general: me aman
por lo que soy, o quizá más exactamente, me
aman porque soy. Tal experiencia de ser amado por la madre es pasiva. No tengo
que hacer nada para que me quieran —el
amor de la madre es incondicional—.
Todo lo que necesito es ser —ser
su hijo—. El amor de la
madre significa dicha, paz, no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la
cualidad incondicional del amor materno tiene también un aspecto negativo. No sólo es necesario merecerlo, mas también es imposible conseguirlo, producirlo, controlarlo. Si existe, es
como una bendición; si no existe, es
como si toda la belleza hubiera desaparecido de la vida —y nada puedo hacer para crearla—.
Para la mayoría de los niños
entre los ocho y medio a los diez años[11],
el problema consiste casi exclusivamente en ser amado —en ser amado por lo que se es—. Antes de esa edad, el niño aún no ama; responde con gratitud y alegría al amor que se le brinda. A esa altura del desarrollo infantil,
aparece en el cuadro un nuevo factor: un nuevo sentimiento de producir amor por
medio de la propia actividad. Por primera vez, el niño piensa en dar algo a sus padres, en producir algo —un poema, un dibujo, o lo que fuere—. Por primera vez en la vida del niño, la idea del amor se transforma de ser
amado a amar, en crear amor. Muchos años transcurren desde ese primer comienzo hasta la madurez del
amor. Eventualmente, el niño,
que puede ser ahora un adolescente, ha superado su egocentrismo; la otra
persona ya no es primariamente un medio para satisfacer sus propias
necesidades. Las necesidades de la otra persona son tan importantes como las
propias; en realidad, se han vuelto más importantes. Dar es más satisfactorio, más dichoso que recibir; amar, aún más importante que
ser amado. Al amar, ha abandonado la prisión de soledad y aislamiento que representaba el estado de
narcisismo y autocentrismo. Siente una nueva sensación de unión,
de compartir, de unidad. Más
aún, siente la
potencia de producir amor —antes
que la dependencia de recibir siendo amado—
para lo cual debe ser pequeño, indefenso, enfermo —o
«bueno»—. El amor infantil sigue el principio: «Amo porque me aman». El amor maduro
obedece al principio: «Me aman porque amo». El amor inmaduro dice: «Te amo porque te necesito». El amor maduro dice: «Te necesito porque te amo».
En estrecha relación con el desarrollo de la capacidad de amar está la evolución del objeto amoroso. En los primeros
meses y años de la vida, la
relación más estrecha del niño es la que tiene con la madre. Esa
relación comienza antes
del nacimiento, cuando madre e hijo son aún uno, aunque sean dos. El nacimiento modifica la situación en algunos aspectos, pero no tanto como
parecería. El niño, si bien vive ahora fuera del vientre
materno, todavía depende por
completo de la madre. Pero día
a día se hace más independiente: aprende a caminar, a
hablar, a explorar el mundo por su cuenta; la relación con la madre pierde algo de su significación vital; en cambio, la relación con el padre se torna cada vez más importante.
Para comprender ese paso de la madre al
padre, debemos considerar las esenciales diferencias cualitativas entre el amor
materno y el paterno. Hemos hablado ya acerca del amor materno. Ese es, por su
misma naturaleza, incondicional. La madre ama al recién nacido porque es su hijo, no porque el niño satisfaga alguna condición específica ni porque llene sus aspiraciones particulares. (Naturalmente,
cuando hablo del amor de la madre y del padre, me refiero a «tipos ideales» —en
el sentido de Max Weber o en el del arquetipo de Jung—
y no significo que todos los padres amen en esa
forma. Me refiero al principio materno y al paterno, representados en la
persona materna y paterna.) El amor incondicional corresponde a uno de los
anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano; por otra parte, que nos amen por los
propios méritos, porque uno
se lo merece, siempre crea dudas; quizá
no complací a la persona que
quiero que me ame, quizás eso, quizás aquello —siempre
existe el temor de que el amor desaparezca—. Además, el amor «merecido» siempre
deja un amargo sentimiento de no ser amado por uno mismo, de que sólo se nos ama cuando somos complacientes,
de que, en último análisis, no se nos ama, sino que se nos
usa. No es extraño, entonces, que
todos nos aferremos al anhelo de amor materno, cuando niños y también cuando adultos. La mayoría de los niños
tienen la suerte de recibir amor materno (más adelante veremos en qué
medida). Cuando adultos, el mismo anhelo es más difícil de satisfacer. En el desarrollo más satisfactorio, permanece como un componente del amor erótico normal; muchas veces encuentra su
expresión en formas
religiosas, pero con mayor frecuencia en formas neuróticas.
La relación con el padre es enteramente distinta. La madre es el hogar de
donde venimos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre no representa un hogar natural de ese tipo. Tiene
escasa relación con el niño durante los primeros años de su vida, y su importancia para éste no puede compararse a la de la madre
en ese primer período. Pero, si bien
el padre no representa el mundo natural, significa el otro polo de la
existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre,
de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es
el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el
mundo.
En estrecha conexión con esa función,
existe otra, vinculada al desarrollo económico-social. Cuando surgió la propiedad
privada, y cuando uno de los hijos pudo heredar la propiedad privada, el padre
comenzó a
seleccionar al hijo a quien legaría
su propiedad. Desde luego, elegía
al que consideraba mejor dotado para convertirse en su sucesor, el hijo que más se le asemejaba y, en consecuencia, el
que prefería. El amor paterno
es condicional. Su principio es «te amo porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu
deber, porque eres como yo». En el amor condicional del padre encontramos, como en el caso
del amor incondicional de la madre, un aspecto negativo y uno positivo. El
aspecto negativo consiste en el hecho mismo de que el amor paterno debe
ganarse, de que puede perderse si uno no hace lo que de uno se espera. A la
naturaleza del amor paterno débese
el hecho de que la obediencia constituya la principal virtud, la desobediencia
el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del amor del padre. El aspecto positivo es igualmente
importante. Puesto que el amor de mi padre es condicional, es posible hacer
algo por conseguirlo; su amor no está fuera de mi control, como ocurre con el de mi madre.
Las actitudes del padre y de la madre hacia
el niño corresponden a
las propias necesidades de ése.
El infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto
fisiológica como psíquicamente. Después de los seis años, el niño
comienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la
sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre
no trata de impedir que el niño
crezca, no intenta hacer una virtud de la desvalidez. La madre debe tener fe en
la vida, y, por ende, no ser exageradamente ansiosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer que el niño se torne independiente y llegue a
separarse de ella debe ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse por
principios y expectaciones; debe ser paciente y tolerante, no amenazador y
autoritario. Debe darle al niño
que crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente
permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la del padre.
Eventualmente, la persona madura llega a la
etapa en que es su propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una
conciencia materna y paterna. La conciencia materna dice: «No hay ningún delito, ningún crimen, que pueda privarte de mi amor,
de mi deseo de que vivas y seas feliz». La conciencia paterna dice: «Obraste mal, no puedes dejar
de aceptar las consecuencias de tu mala acción, y, especialmente, debes cambiar si quieres que te aprecie». La persona madura
se ha liberado de las figuras exteriores de la madre y el padre, y las ha
erigido en su interior. Sin embargo, y en contraste con el concepto freudiano
del superyó, las ha construido
en su interior sin incorporar al padre y a la madre, sino elaborando una
conciencia materna sobre su propia capacidad de amar, y una conciencia paterna
fundada en su razón y su
discernimiento. Además,
la persona madura ama tanto con la conciencia materna como con la paterna, a
pesar de que ambas parecen contradecirse mutuamente. Si un individuo conservara
sólo la conciencia
paterna, se tornaría áspero e inhumano.
Si retuviera únicamente la
conciencia materna, podría
perder su criterio y obstaculizar su propio desarrollo o el de los demás.
En esa evolución de la relación
centrada en la madre a la centrada en el padre, y su eventual síntesis, se encuentra la base de la salud
mental y el logro de la madurez. El fracaso de dicho desarrollo constituye la
causa básica de la
neurosis. Si bien está más allá de los propósitos de este libro examinar más profundamente este punto, algunas
breves observaciones servirán
para aclarar esa afirmación.
Una de las causas del desarrollo neurótico puede radicar en que el niño tiene una madre amante, pero demasiado
indulgente o dominadora, y un padre débil e indiferente. En tal caso, puede permanecer fijado a una
temprana relación con la madre, y
convertirse en un individuo dependiente de la madre, que se siente desamparado,
posee los impulsos característicos
de la persona receptiva, es decir, de recibir, de ser protegido y cuidado, y
que carece de las cualidades paternas —disciplina, independencia, habilidad de dominar la vida por sí mismo—. Puede tratar de encontrar «madres» en todo el mundo, a
veces en las mujeres y a veces en los hombres que ocupan una posición de autoridad y poder. Si, por el
contrario, la madre es fría,
indiferente y dominadora, puede transferir la necesidad de protección materna al padre y a subsiguientes
figuras paternas, en cuyo caso el resultado final es similar al caso anterior,
o se convierte en una persona de orientación unilateralmente paterna, enteramente entregado a los principios
de la ley, el orden y la autoridad, y carente de la capacidad de esperar o
recibir amor incondicional. Ese desarrollo se ve intensificado si el padre es
autoritario y, al mismo tiempo, muy apegado al hijo. Lo característico de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que un principio, el
paterno o el materno, no alcanza a desarrollarse, o bien —como ocurre en muchas neurosis serias— que los papeles de
la madre y el padre se tornan confusos tanto en lo relativo a las personas
exteriores como a dichos papeles dentro de la persona. Un examen más profundo puede mostrar que ciertos
tipos de neurosis, las obsesivas, por ejemplo, se desarrollan especialmente
sobre la base de un apego unilateral al padre, mientras que otras, como la
histeria, el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse y de enfrentar la
vida en forma realista, y las depresiones, son el resultado de una relación centrada en la madre.
3. LOS OBJETOS AMOROSOS
El amor no es esencialmente una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un «objeto» amoroso. Si una persona ama sólo
a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino
una relación simbiótica, o un egotismo ampliado. Sin
embargo, la mayoría de la gente
supone que el amor está constituido por el objeto, no por la facultad. En realidad, llegan
a creer que el hecho de que no amen sino a una determinada persona prueba la intensidad
de su amor. Trátase aquí de la misma falacia
que mencionamos antes. Como no comprenden que el amor es una actividad, un
poder del alma, creen que lo único
necesario es encontrar un objeto adecuado —y que después
todo viene solo—. Puede compararse
esa actitud con la de un hombre que quiere pintar, pero que en lugar de
aprender el arte sostiene que debe esperar el objeto adecuado, y que pintará maravillosamente
bien cuando lo encuentre. Si amo realmente a una persona, amo a todas las
personas, amo al mundo, amo la vida. Si puedo decirle a alguien «Te amo», debo poder decir «Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí mismo».
Decir que el amor es una orientación que se refiere a todos y no a uno no
implica, empero, la idea de que no hay diferencias entre los diversos tipos de
amor, que dependen de la clase de objeto que se ama.
a. Amor fraternal
La clase más fundamental de amor, básica en todos los tipos de amor, es el amor fraternal. Por él se entiende el sentido de responsabilidad,
cuidado, respeto y conocimiento con respecto a cualquier otro ser humano, el
deseo de promover su vida. A esta clase de amor se refiere la Biblia cuando
dice: ama a tu prójimo como a ti
mismo. El amor fraternal es el amor a todos los seres humanos; se caracteriza
por su falta de exclusividad. Si he desarrollado la capacidad de amar, no puedo
dejar de amar a mis hermanos. En el amor fraternal se realiza la experiencia de
unión con todos los
hombres, de solidaridad humana, de reparación humana. El amor fraternal se basa en la experiencia de que todos
somos uno. Las diferencias en talento, inteligencia, conocimiento, son
despreciables en comparación
con la identidad de la esencia humana común a todos los hombres. Para experimentar dicha identidad es
necesario penetrar desde la periferia hacia el núcleo. Si percibo en otra persona nada más que lo superficial, percibo principalmente las diferencias, lo
que nos separa. Si penetro hasta el núcleo, percibo nuestra identidad, el hecho de nuestra hermandad.
Esta relación de centro a
centro —en lugar de la de
periferia a periferia— es una «relación central». O, como lo expresó bellamente Simone Weil: «Las mismas palabras [por ejemplo, un hombre dice a su mujer,
"te amo"] pueden ser triviales o extraordinarias según la forma en que se digan. Y esa forma
depende de la profundidad de la región
en el ser de un hombre de donde procedan, sin que la voluntad pueda hacer nada.
Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha. De tal modo, el que escucha puede
discernir, si tiene alguna capacidad de discernimiento, cuál es el valor de las palabras».[12]
El amor fraternal es amor entre iguales:
pero, sin duda, aun como iguales no somos siempre «iguales»; en la medida en que somos
humanos, todos necesitamos ayuda. Hoy yo, mañana tú. Esa necesidad de
ayuda, empero, no significa que uno sea desvalido y el otro poderoso. La
desvalidez es una condición
transitoria; la capacidad de pararse y caminar sobre los propios pies es común y permanente.
Sin embargo, el amor al desvalido, al pobre
y al desconocido, son el comienzo del amor fraternal. Amar a los de nuestra
propia carne y sangre no es hazaña
alguna. Los animales aman a sus vástagos
y los protegen. El desvalido ama a su dueño, puesto que su vida depende de él; el niño
ama a sus padres, pues los necesita. El amor sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos
para nuestros fines personales. En forma harto significativa, en el Antiguo
Testamento, el objeto central del amor del hombre es el pobre, el extranjero,
la viuda y el huérfano, y,
eventualmente, el enemigo nacional, el egipcio y el edomita. Al tener compasión del desvalido el hombre comienza a
desarrollar amor a su hermano; y al amarse a sí
mismo, ama también al que necesita ayuda, al frágil e inseguro ser humano. La compasión implica el elemento de conocimiento e
identificación. «Tú conoces el corazón del extranjero», dice el Antiguo Testamento, «puesto que fuiste
extranjero en la tierra de Egipto… ¡por lo tanto, ama al extranjero!»[13]
b. Amor materno
Nos hemos referido ya a la naturaleza del
amor materno en un capítulo
anterior, al hablar de la diferencia entre el amor materno y el paterno. El
amor materno, como dije entonces, es una afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesidades. Pero debo hacer aquí
una importante adición a tal descripción.
La afirmación de la vida del niño presenta dos aspectos: uno es el
cuidado y la responsabilidad absolutamente necesarios para la conservación de la vida del niño y su crecimiento. El otro aspecto va más allá
de la mera conservación. Es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él el sentimiento: ¡es
bueno estar vivo, es bueno ser una criatura, es bueno estar sobre esta tierra!
Esos dos aspectos del amor materno se expresan muy sucintamente en el relato bíblico de la creación. Dios crea el mundo y el hombre. Esto
corresponde al simple cuidado y afirmación de la existencia. Pero Dios va más allá de
ese requerimiento mínimo. Cada día posterior a la
creación de la naturaleza —y del hombre—
«Dios vio que era
bueno». El amor materno, en su segunda etapa, hace sentir al niño: es una suerte haber nacido; inculca en
el niño el amor a la
vida, y no sólo el deseo de
conservarse vivo. La misma idea se expresa en otro simbolismo bíblico. La tierra prometida (la tierra es
siempre un símbolo materno) se
describe como «plena de leche y miel». La leche es el símbolo
del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la
felicidad de estar vivo. La mayoría
de las madres son capaces de dar «leche», pero sólo unas pocas pueden dar «miel» también. Para estar en condiciones de dar miel,
una madre debe ser no sólo
una «buena madre», sino una persona feliz —y no son muchas las que logran alcanzar esa meta—. No hay peligro de exagerar el efecto
sobre el niño. El amor de la
madre a la vida es tan contagioso como su ansiedad. Ambas actitudes ejercen un
profundo efecto sobre la personalidad total del niño; indudablemente, es posible distinguir, entre los niños —y los adultos— los que sólo
recibieron «leche» y los que recibieron «leche y miel».
En contraste con el amor fraternal y el erótico, que se dan entre iguales, la relación entre madre e hijo es, por su misma
naturaleza, de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la otra la
proporciona. Y es precisamente por su carácter altruista y generoso que el amor materno ha sido considerado
la forma más elevada de amor,
y el más sagrado de todos
los vínculos emocionales.
Parece, sin embargo, que la verdadera realización del amor materno no está
en el amor de la madre al pequeño bebé, sino en su amor por el niño que crece. En realidad, la vasta mayoría de las madres ama a sus hijos mientras éstos son pequeños y dependen por completo de ellas.
La mayoría de las mujeres desea tener hijos, son felices con el recién nacido y vehementes en sus cuidados.
Ello ocurre a pesar del hecho de que no «obtienen» nada del niño
a cambio, excepto una sonrisa o una expresión de satisfacción
en su rostro. Se supone que esa actitud de amor está
parcialmente arraigada en un equipo instintivo que se
encuentra tanto en los animales como en la mujer. Pero cualquiera sea la
gravitación de ese factor,
también existen factores
psicológicos específicamente humanos que determinan este
tipo de amor maternal. Cabe encontrar uno de ellos en el elemento narcisista
del amor materno. En la medida en que sigue sintiendo al niño como una parte suya, el amor y la
infatuación pueden satisfacer
su narcisismo. Otra motivación
radica en el deseo de poder o de posesión de la madre. El niño,
desvalido y sometido por entero a su voluntad, constituye un objeto natural de
satisfacción para una mujer
dominante y posesiva.
Si bien aparecen con frecuencia, tales
motivaciones no son probablemente tan importantes y universales como la que
podemos llamar necesidad de trascendencia. Tal necesidad de trascendencia es
una de las necesidades básicas
del hombre, arraigada en el hecho de su autoconciencia, en el hecho de que no
está satisfecho
con el papel de la criatura, de que no puede aceptarse a sí mismo como un dado
arrojado fuera del cubilete. Necesita sentirse creador, ser alguien que
trasciende el papel pasivo de ser creado. Hay muchas formas de alcanzar esa
satisfacción en la creación; la más natural, y también
la más fácil de lograr, es el amor y el cuidado de
la madre por su creación.
Ella se trasciende en el niño;
su amor por él da sentido y
significación a su vida. (En la
incapacidad misma del varón
para satisfacer su necesidad de trascendencia concibiendo hijos reside su
impulso a trascenderse por medio de la creación de cosas hechas por el hombre y de ideas.)
Pero el niño debe crecer. Debe emerger del vientre materno, del pecho de la
madre; eventualmente, debe convertirse en un ser humano completamente separado.
La esencia misma del amor materno es cuidar de que el niño crezca, y esto significa desear que el
niño se separe de
ella. Ahí radica
la diferencia básica con respecto
al amor erótico. En este último, dos seres que estaban separados se
convierten en uno solo. En el amor materno, dos seres que estaban unidos se
separan. La madre debe no sólo
tolerar, sino también desear y alentar
la separación del niño. Sólo en esa etapa el amor materno se
convierte en una tarea sumamente difícil,
que requiere generosidad y capacidad de dar todo sin desear nada salvo la
felicidad del ser amado. También
es en esa etapa donde muchas madres fracasan en su tarea de amor materno. La
mujer narcisista, dominadora y posesiva puede llegar a ser una madre «amante» mientras el niño es pequeño. Sólo la mujer que
realmente ama, la mujer que es más feliz dando que tomando, que está firmemente
arraigada en su propia existencia, puede ser una madre amante cuando el niño está en el proceso de la
separación.
El amor maternal por el niño que crece, amor que no desea nada para
sí, es quizá la forma de amor más difícil de lograr, y la más
engañosa, a causa de la
facilidad con que una madre puede amar a su pequeño. Pero, precisamente debido a dicha dificultad, una mujer sólo puede ser una madre verdaderamente
amante si puede amar; si puede amar a su esposo, a otros niños, a los extraños, a todos los seres humanos. La mujer que no es capaz de amar en
ese sentido, puede ser una madre afectuosa mientras su hijo es pequeño, pero no será
una madre amante, y la prueba de ello es la voluntad
de aceptar la separación
—y aun después de la separación seguir amando—.
c. Amor erótico
El amor fraterno es amor entre hermanos; el
amor materno es amor por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en común el hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a una sola persona. Si amo
a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si amo a mi hijo, amo a todos mis
hijos; no, más aún, amo a todos los niños, a todos los que necesitan mi ayuda.
En contraste con ambos tipos de amor está
el amor erótico:
el anhelo de fusión completa, de unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza, es exclusivo y no
universal; es también, quizá, la forma de amor
más engañosa que existe.
En primer lugar, se lo confunde fácilmente con la experiencia explosiva de «enamorarse», el súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos
desconocidos. Pero, como señalamos
antes, tal experiencia de repentina intimidad es, por su misma naturaleza, de
corta duración. Cuando el
desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento
que lograr. Se llega a conocer a la persona «amada» tan bien como a uno
mismo. O, quizá, sería mejor decir tan poco. Si la experiencia
de la otra persona fuera más
profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su personalidad, nunca nos
resultaría tan familiar —y el milagro de salvar las barreras podría renovarse a diario—. Pero para la mayoría de la gente, su propia persona, tanto
como las otras, resulta rápidamente
explorada y agotada. Para ellos, la intimidad se establece principalmente a
través del contacto
sexual. Puesto que experimentan la separatidad de la otra persona
fundamentalmente como separatidad física,
la unión física significa superar la separatidad.
Existen, además, otros factores que para mucha gente significan una superación de la separatidad. Hablar de la propia
vida, de las esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles,
establecer un interés común frente al mundo —se consideran formas de salvar la
separatidad—. Aun la exhibición de enojo, odio, de la absoluta falta de
inhibición, se consideran
pruebas de intimidad, y ello puede explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes
de muchos matrimonios que sólo
parecen íntimos cuando están en la cama o cuando dan rienda suelta a
su odio y a su rabia recíprocos.
Pero la intimidad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El
resultado es que se trata de encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo
desconocido. Este se transforma nuevamente en una persona «íntima», la experiencia de enamorarse
vuelve a ser estimulante e intensa, para tornarse otra vez menos y menos
intensa, y concluye en el deseo de una nueva conquista, un nuevo amor —siempre con la ilusión de que el nuevo amor será distinto de los
anteriores—. El carácter engañoso del deseo sexual contribuye al
mantenimiento de tales ilusiones.
El deseo sexual tiende a la fusión —y no es en modo alguno sólo un apetito físico, el alivio de una tensión penosa—.
Pero el deseo sexual puede ser estimulado por la angustia de la soledad, por el
deseo de conquistar o de ser conquistado, por la vanidad, por el deseo de herir
y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier emoción
intensa, el amor entre otras, puede estimular y fundirse con el deseo sexual.
Como la mayoría de la gente une
el deseo sexual a la idea del amor, con facilidad incurre en el error de creer
que se ama cuando se desea físicamente.
El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal caso, la relación física hállase libre de avidez, del deseo de
conquistar o ser conquistado, pero está
fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no está
estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la ilusión de la unión, pero, sin amor, tal «unión» deja a los
desconocidos tan separados como antes —a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que antes—.
La ternura no es en modo alguno, como creía Freud, una sublimación
del instinto sexual; es el producto directo del amor fraterno, y existe tanto
en las formas físicas del amor,
como en las no físicas.
En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno y en el
materno. Ese carácter exclusivo
requiere un análisis más amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erróneamente como una relación posesiva. Es frecuente encontrar dos
personas «enamoradas»
la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egoísmo à deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que
resuelven el problema de la separatidad convirtiendo al individuo aislado en
dos. Tienen la vivencia de superar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de la humanidad,
siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos; su
experiencia de unión no es más que ilusión. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la
humanidad, a todo lo que vive. Es exclusivo sólo en el sentido de que puedo fundirme plena e intensamente con
una sola persona. El amor erótico
excluye el amor por los demás
sólo en el sentido de
la fusión erótica, de un compromiso total en todos los
aspectos de la vida —pero
no en el sentido de un amor fraterno profundo—.
El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la esencia del ser
—y vivenciar a la
otra persona en la esencia de su ser—.
En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién
amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la
otra persona. Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la
indisolubilidad del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio tradicional, en las que
ninguna de las partes elige a la otra, sino que alguien las elige por ellas, a
pesar de lo cual se espera que se amen mutuamente. En la cultura occidental
contemporánea, tal idea
parece totalmente falsa. Supónese
que el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de la súbita aparición
de un sentimiento irresistible. De acuerdo con ese criterio, sólo se consideran las peculiaridades de
los dos individuos implicados —y
no el hecho de que todos los hombres son parte de Adán y todas las mujeres parte de Eva—. Se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien
no es meramente un sentimiento poderoso —es una decisión,
es un juicio, es una promesa—.
Si el amor no fuera más
que un sentimiento, no existirían
bases para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede
desaparecer. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi
acto no implica juicio y decisión?
Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe
llegar a la conclusión
de que el amor es exclusivamente un acto de la voluntad y un compromiso, y de
que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado quiénes son las dos personas. Sea que el
matrimonio haya sido decidido por terceros, o el resultado de una elección individual, una vez celebrada la boda
el acto de la voluntad debe garantizar la continuación del amor. Tal posición
parece no considerar el carácter paradójico de la naturaleza humana y del amor erótico. Todos somos Uno; no obstante, cada
uno de nosotros es una entidad única e irrepetible. Idéntica paradoja se repite en nuestras relaciones con los otros. En
la medida en que todos somos uno, podemos amar a todos de la misma manera, en
el sentido del amor fraternal. Pero en la medida en que todos también somos diferentes, el amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que
existen entre algunos seres, pero no entre todos.
Ambos puntos de vista, entonces, el del amor
erótico como una
atracción completamente individual, única
entre dos personas específicas,
y el de que el amor erótico
no es otra cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos —o, como sería quizá más exacto, la verdad no es lo uno ni lo
otro—. De ahí que la idea de una
relación que puede
disolverse fácilmente si no
resulta exitosa es tan errónea
como la idea de que tal relación
no debe disolverse bajo ninguna circunstancia.
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