A continuación el más famoso texto "para principiantes" de introducción a los problemas y temas de la ética:
Fernando Savater
Ética Para Amador
AVISO
ANTIPEDAGÓGICO
Este libro no es un manual de
ética para alumnos de bachillerato. No contiene información sobre los más
destacados autores y más importantes movimientos de la teoría moral a lo largo
de la historia. No he intentado poner el imperativo categórico al alcance de
todos los públicos...
Tampoco se trata de un
recetario de respuestas moralizantes a los problemas cotidianos que puede uno
encontrarse en el periódico y en la calle, del aborto a la objeción de
conciencia, pasando por el preservativo. No creo que la ética sirva para zanjar
ningún debate, aunque su oficio sea colaborar a iniciarlos todos...
¿Tiene que hablarse de ética
en la enseñanza media? Desde luego, me parece nefasto que haya una asignatura
así denominada que se presente como alternativa a la hora de adoctrinamiento
religioso. La pobre ética no ha venido al mundo para dedicarse a apuntalar ni a
sustituir catecismos... por lo menos, no debiera hacerlo a estas alturas del
siglo xx. Pero no estoy nada seguro de que deban evitarse unas primeras
consideraciones generales sobre el sentido de la libertad ni que basten a este
respecto unas cuantas consideraciones deontológicas incrustadas en cada una de
las restantes disciplinas. La reflexión moral no es solamente un asunto
especializado más para quienes deseen cursar estudios superiores de filosofía
sino parte esencial de cualquier educación digna de ese nombre.
Este libro no es más que
eso, sólo un libro. Personal y subjetivo, como la relación que une a un padre
con su hijo; pero por eso mismo universal como la relación entre padre e hijo,
la más común de todas. Ha sido pensado y escrito para que puedan leerlo los
adolescentes: probablemente enseñará muy pocas cosas a sus maestros. Su objetivo
no es fabricar ciudadanos bienpensantes (ni mucho menos malpensados) sino
estimular el desarrollo de librepensadores.
Madrid, 26 de enero de 1991
PRÓLOGO
A veces,
Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo,
porque bastantes rollos debo pegarte ya
en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de
filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite.
Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío gallego que cierto día
contemplaba pacíficamente el mar con su chaval de cinco años. El mocoso le
dijo, en tono soñador: «Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tú y yo a dar un
paseo en una barquita, por el mar. » A mi sentimental amigo se le hizo un nudo
en la garganta, justo encima del de la corbata: « ¡Desde luego, hijo mío,
vamos cuando quieras!» «Y cuando estemos muy adentro ‑siguió fantaseando la
tierna criatura‑ os tiraré a los dos al agua para que os ahoguéis. » Del corazón
partido del padre brotó un berrido de dolor: « ¡Pero, hijo mío ... !» «Claro,
papi. ¿Es que no sabes que los papás nos dais mucho la lata?» Fin de la lección
primera.
Si hasta un crío de cinco años
puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince como tú
lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más
motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por
otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el
mejor amigo de sus hijos ». Los chicos debéis tener amigos de vuestra edad:
amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el
mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero
llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de
ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es
probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado
«simpáticos», de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo
y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre
están con que «los jóvenes sois cojonudos», «me siento tan joven como vosotros»
y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un
padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven
para nada. Para joven ya estás tú.
De modo que se me ha ocurrido
escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me
atreví. A un padre soltando el rollo filosófico hay que estarle mirando a la
jeta, mientras se pone cara de cierto interés y se sueña con el liberador
momento de correr a ver la tele. Pero un libro lo puedes leer cuando quieras, a
ratos perdidos y sin necesidad de dar ninguna muestra de respeto: al pasar las páginas
bostezas o te ríes si te apetece, con toda libertad. Como la mayor parte de lo
que voy a decirte tiene mucho que ver precisamente con la libertad, es más
propio para ser leído que para ser escuchado en sermón. Eso sí, tendrás que
prestarme un poco de atención (aproximadamente la mitad de la que dedicas a
aprender un nuevo juego de ordenador) y tener algo de paciencia, sobre todo en
los primeros capítulos. Aunque comprendo que es poner las cosas bastante más
difíciles, no he querido ahorrarte el esfuerzo de pensar paso a paso ni
tratarte como si fueses idiota. Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de
que cuando se trata a alguien como si fuese idiota es muy probable que si no lo
es llegue pronto a serlo...
¿De qué me propongo hablarte? De mi vida y de la tuya,
nada más ni nada menos. 0 si prefieres: de lo que yo hago y de lo que tú estás
empezando a hacer. En cuanto a lo primero, a lo que hago, quisiera contestarte por fin a
una pregunta que me planteaste a bocajarro hace muchos años ‑ya ni te acordarás‑
y que en su día quedó sin respuesta. Debías tener unos seis años y pasábamos el
verano en Torrelodones. Esa tarde, como las otras, yo estaba tecleando con
desgana en mi Olivetti portátil, encerrado en mi cuarto, ante una foto de la
cola de una gran ballena, erguida y chorreante sobre el mar azul. Os oía jugar
a ti y a tus primos en la piscina; os veía correr por el jardín. Perdona la
cursilada confidencial: me sentía pringoso de sudor y de felicidad. De pronto
te llegaste hasta la ventana abierta y me dijiste: «Hola. ¿Qué estás
maquinando?» Contesté cualquier bobada porque no era el caso de empezar a
explicarte que intentaba escribir un libro de ética. Ni a ti te interesaba lo
que pudiera ser la ética ni estabas dispuesto a prestarme atención durante
mucho más de tres minutos. Quizá sólo querías que supiese que estabas ahí:
¡como si yo pudiera olvidarlo alguna vez, entonces o ahora! Pero ya te llamaban
los otros y te fuiste corriendo. Yo seguí maquinando dale que te pego y es
ahora, casi diez años más tarde, cuando me decido por fin a darte explicaciones
sobre esa cosa rara, la ética, de la que me sigo ocupando.
Un par de años más tarde
y también en nuestro miniparaíso de Torrelodones, me contaste un sueño que
habías tenido. ¿A que tampoco te acuerdas? Estabas en un campo muy oscuro, como
de noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las
piedras, pero el huracán te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El
mago de Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi
voz («yo no te veía, pero sabía que eras tú», precisaste) diciendo: « ¡Ten
confianza! ¡Ten confianza! » No sabes el regalo que me hiciste contándome esa
rara pesadilla: ni en mil años que viva podría pagarte el orgullo de aquella
tarde en que supe que mi voz podía darte ánimos. Pues bueno, todo lo que voy a
decirte en las páginas siguientes no son más que repeticiones de ese único
consejo una y otra vez: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún sabio
aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni
diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo. En la
inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de
tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía. Ya ves que esto no es una
novela de misterio, de esas que hay que leer hasta la última página para saber
quién es el criminal. Tengo tanta prisa que empiezo por descubrirte en el
prólogo la última lección.
Quizá sospeches que estoy tratando de comerte el coco y
en cierto sentido no vas desencaminado. Verás, muchos pueblos antropófagos
abren ‑o abrían‑ el cráneo de sus enemigos para comer parte de su cerebro, en
un intento de apropiarse así de su sabiduría, de sus mitos y de su coraje. En
este libro te estoy dando a comer algo de mi propio coco y también aprovecho
para comerte un poco el tuyo. No sé si sacarás mucha pitanza de mis sesos:
quizá sólo unos bocados de la experiencia de un príncipe que no todo lo
aprendió en los libros. Por mi parte, quiero apropiarme a mordiscos de una
buena porción del tesoro que te sobra: juventud intacta. Que nos aproveche a
ambos.
CAPITULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de
saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o
utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él
la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios,
podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy
interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir:
yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que
a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha
impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas
del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia,
disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos
tan contentos.
Lo que quiero decir es
que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz
de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho
que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol,
incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive.
Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse,
nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el
balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de
clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo.
Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino
le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables.
Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos
que no dejan vivir.
En una palabra, entre
todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que
ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos
convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está,
a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es
reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar
rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer
que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los
dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que
nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio,
nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos
conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que
todos intentamos adquirir ‑todos sin excepción‑ por la cuenta que nos trae.
Como he señalado antes, hay
cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o
que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la
sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan
sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen
sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos
aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos
convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan
con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye
la confianza en la palabra ‑y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad‑
y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso
mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a
alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la
verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus
últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece
resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común
inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una
chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al.
que siempre dice la verdad ‑caiga quien caiga‑ suele cogerle manía todo el
mundo; y quien interviene en plan
Indiana Jones para salvar a la chica agredida ‑es más probable que se vea con
la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces
resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo.
Vaya jaleo.
Lo de saber vivir no
resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos
hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios
están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las
opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante,
puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere
una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de
la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros
señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas
opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen
que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no
vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es
un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos
que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más
larga. Etc.
En lo único que a primera
vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero
fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber,
que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que
quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal,
irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido.
Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia
abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de
celdillas exagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de
panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio
natural cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo
para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la
naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su
trampa y se la come. Pero es que 1a araña no lo puede remediar...
Voy a contarte un caso
dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África
levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la
piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza
quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón
colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a
veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un
elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros,
qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas‑obrero se ponen a trabajar para
reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas
se lanzan al asalto. Las termitas‑soldado salen a defender a su tribu e
intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden
competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo
posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van
despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar
otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y
heroicas termitas‑soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las
demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son
valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada,
Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a
pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón
de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente
va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su
familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor
es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del
mismo modo que las termitas‑soldado, cuya gesta millones de veces repetida
ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo
mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más
auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un
caso y otro?
Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas‑soldado
luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña
que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles
porque quiere. Las termitas‑soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni
remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente
por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es
distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a
alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le
tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para
frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser
héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría
escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser
héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente
su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor
es libre y por eso admiramos su valor.
Y así llegamos a la palabra
fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los
minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo
que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo
hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal
disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En
cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la
naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas
nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso
pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento
viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos
impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos
educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas
... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no
otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por
ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacia
que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios
que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que
considerara con afecto a su mujer Andrómaca ‑que le proporcionaba compañía
placentera‑ y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico‑Culturalmente,
se sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las
costumbres y las
tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen
guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo
aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que
se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que
también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin
embargo...
Sin embargo, Héctor
hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer
para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no
combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como
guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado
a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que
luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me
dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien
era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no
son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita
desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca
puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros
seres naturales sí por mucha programación biológica o cultural que tengamos,
los hombres siempre podernos optar finalmente por algo que no esté en el
programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o
no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca
tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me
refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo
que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer
cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a
querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a
la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa
(haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser
atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en
conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa
de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios,
vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las
cavernas, defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que
ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en
elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre
lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de accción tengamos, mejores
resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al
monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en
alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy
libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me
resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi
voluntad (y eso es ser libre) pero no todo
depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay
otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto.
Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo
necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me
escueza.
En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde
terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una
fuerza en el mundo, nuestra fuerza.
Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más
conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán:
«¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿cómo vamos a ser libres, si nos
comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos
manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si
además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En
cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están
quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son
libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como
no somos libres, no podemos tener la culpa
de nada de lo que nos ocurra ... »Pero yo estoy seguro de que nadie ‑nadie‑ cree de veras que no es libre,
nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o
como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas
en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar
en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con
firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer
que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o
lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo
insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido ... »
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres
somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la
antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad
humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que
hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su
fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más! », le decía el otro. Y el
filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy
libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no
gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático. »Hasta que el amigo no
reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no
suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en
último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales...
En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o
inanimados, los hombres podemos inventar
y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos
parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece
malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los
castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece
prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber
vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las
siguientes páginas de este libro.
vete leyendo...
«¿Y si ahora, dejando en el
suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro,
saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los
Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las
cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir
a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento
a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes
existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar el corazón?» (Homero, Ilíada).
«La libertad no es una
filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos
lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su
brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo
contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).
«La vida del hombre no puede
"ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo ‑cada
uno‑ quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado
del paraíso» (Erich Fromm, Ética y
psicoanálisis).
CAPÍTULO SEGUNDO
ÓRDENES,
COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te recuerdo brevemente
donde estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen para vivir y otras
no, pero no siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no
podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a
lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece más al de Héctor que
al de las beneméritas termitas... Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque preferimos hacer eso a hacer otra cosa,
o porque preferimos hacerlo a no hacerlo. ¿Resulta entonces que hacemos siempre
lo que queremos? Hombre, no tanto. A veces las circunstancias nos imponen
elegir entre dos opciones que no hemos elegido: vamos, que hay ocasiones en que
elegimos aunque preferiría no tener que elegir.
Uno de los primeros filósofos
que se ocupó de estas cuestiones, Aristóteles, imaginó el siguiente ejemplo. Un
barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le
sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco
y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de
importante es pesado. El capitán del navío se plantea el problema siguiente:
«¿Debo tirar la mercancía o arriesgarme a capear el temporal con ella en la
bodega, esperando que el tiempo mejore o que la nave resista?» Desde luego, si
arroja el cargamento lo hará porque prefiere
hacer eso a afrontar el riesgo, pero sería injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de veras quiere es llegar a puerto con su barco,
su tripulación y su mercancía: eso es lo que más le conviene. Sin embargo,
dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar su vida y la de su
tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá no se hubiera
levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede elegirla, es cosa que
se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en cambio puede elegir es
el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza. Si tira el cargamento
por la borda lo hace porque quiere... y a la vez sin querer. Quiere vivir,
salvarse y salvar a los hombres que dependen de él, salvar su barco; pero no
quisiera quedarse sin la carga ni el provecho que representa, por lo que no se
desprenderá de ella sino muy a regañadientes. Preferiría sin duda no verse en
el trance de tener que escoger en re la pérdida de sus bienes y la pérdida de
su vida. Sin embargo, no queda más remedio y debe decidirse: elegirá lo que
quiera más, lo que crea más conveniente. Podríamos decir que es libre porque no
le queda otro remedio que serlo, libre de optar en circunstancias que él no ha elegido
padecer.
Casi
siempre que reflexionamos en situaciones difíciles o importantes sobre lo que
vamos a hacer nos encontramos en una situación parecida a la de ese capitán de
barco del que habla Aristóteles. Pero claro, no siempre las cosas se ponen tan
feas. A veces las circunstancias son menos tormentosas y si me empeño en no
ponerte más que ejemplos con ciclón incorporado puedes rebelarte contra ellos,
como hizo aquel aprendiz de aviador. Su profesor de vuelo le preguntó: «Va
usted en un avión, se declara una tormenta y le inutiliza a usted el motor.
¿Qué debe hacer?» Y el estudiante contesta: «Seguiré con el otro motor.»
«Bueno ‑dijo el profesor‑, pero llega otra tormenta y le deja sin ese motor.
¿Cómo se las arregla entonces?» «Pues seguiré con el otro motor.» «También se
lo destruye una tormenta. ¿Y entonces?» «Pues continúo con otro motor.» Vamos a
ver ‑se mosquea el profesor‑, ¿se puede saber de dónde saca usted tantos
motores?» Y el alumno, imperturbable: «Del mismo sitio del que saca usted
tantas tormentas.» No, dejemos de lado el tormento de las tormentas. Veamos qué
ocurre cuando hace buen tiempo.
Por lo general, uno no se pasa
la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer.
Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida como el capitán del
dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser sinceros, tendremos que
reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente,
sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo, por favor, lo que has
hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha sonado el despertador
y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te apetecía, has apagado la
alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas, intentando aprovechar los
últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal. Después has pensado que se
te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para el cole no espera, de modo
que te has levantado con santa resignación. Ya sé que no te gusta demasiado
lavarte los dientes pero como te insisto tanto para que lo hagas has acudido
entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te has duchado casi sin
darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya pertenece a la rutina de
todas las mañanas. Luego te has bebido el café con leche y te has tomado la
habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura calle. Mientras ibas hacia
la parada del autobús repasando mentalmente los problemas de matemáticas ‑¿no
tenías hoy control?‑ has ido dando patadas distraídas a una lata vacía de coca‑cola.
Más tarde el autobús, el colegio, etc.
Francamente, no creo que cada uno de esos actos los
hayas realizado tras angustiosas meditaciones: «¿Me levanto o no me levanto?
¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la cuestión! » La
zozobra del pobre capitán de barco a punto de zozobrar, tratando de decidir a
toda prisa si tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a tus
soñolientas decisiones de esta mañana. Has actuado de manera casi instintiva,
sin plantearte muchos problemas. En el fondo resulta lo más cómodo y lo más
eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos
paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a
decir «ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc.», lo más seguro es que
Pegues un tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora,
retrospectívamente, te preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es
decir: ¿por qué he hecho lo que hice?, ¿por
qué ese gesto y no mejor el contrario o quizá otro cualquiera?
Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya!
¿Que por qué tienes que levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e
ir al colegio? ¿Y yo te lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en
que lo hagas y te doy la lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para
obligarte! ¡Si te quedases en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que
algunos de los gestos reseñados, como ducharte o desayunar, los realizas ya sin
acordarte de mi, porque son cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y
que todo el mundo repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en
calzoncillos, por mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el
autobús, bueno, no tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está
demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un
taxi de ¡da y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues
eso lo haces porque sí, porque te da la gana.
Vamos a detallar entonces la serie de diferentes motivos
que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es u', «motivo»
en el sentido que recibe la palabra en este contexto: es la razón que tienes o
al menos crees tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu
conducta cuando reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor
respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué hago eso?». Pues bien, uno
de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal
o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras ocasiones el
motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi sin
pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así
habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos ‑los
puntapiés a la lata, por ejemplo‑ el motivo parece ser la ausencia de motivo,
el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos
comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los que te inducen a aquellos gestos que
haces como puro y directo instrumento para conseguir algo: bajar la escalera
para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana, coger el autobús para
ir al cole, utilizar una taza para tomar
tu café con leche, etc.
Nos limitaremos a examinar los tres primeros tipos de
motivos, es decir las órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos
motivos inclina tu conducta en una
dirección u otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces
frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se
me ocurre plantear sobre ellos es: fuerza te obliga a actuar cada uno Porque no
todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para ir al colegio es más
obligatorio que lavarte los dientes o duchar. te y creo que bastante más que
dar patadas a la lata de coca‑cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos
calzoncillos por mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no?
Lo que quiero decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te
condiciona a su modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del
miedo que puedes tener a las terribles represalias que tomaré contra ti si no
me obedeces; pero también, supongo, al afecto y la confianza que me tienes y
que te‑ lleva a pensar que lo que te mando es para protegerte y mejorarte o,
como suele decirse con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien.
También desde luego porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es
debido: paga, regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la
comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de
no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás. También en las
costumbres hay algo así como una obediencia a ciertos tipos de órdenes: piensa,
por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras, zapatillas,
chapas, etc., que tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre
llevarlas y tú no quieres desentonar!
Las órdenes y las costumbres ‑tienen una
cosa en común: parece que vienen de fuera, que
se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de
dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en
principio creas imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes
más libre, al cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho,
me dirás que eres más libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y
que no depende de nadie más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor
también el llamado capricho te apetece
porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés, por
ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a
ti solo sin el mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos
a dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente.
Pero antes de acabar
recordemos como despedida otra vez aquel barco griego en la tormenta al que se
refirió Aristóteles. Ya que empezarnos entre olas y truenos bien podemos acabar
lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del barco estaba,
cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para
evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto,
la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus
caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a
riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la
cólera' de sus patronos que al mismo mar furioso!,;',, En circunstancias
normales puede bastar' con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más
prudente es plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer... Después
de todo, el capitán no es como las termitas, que tienen que salir en plan kamikaze quieran o no porque no les
queda otro remedio que «obedecer» los impulsos de su naturaleza.
Y si en la situación en que está las órdenes no le
bastan, la costumbre todavía menos. La costumbre sirve para lo corriente, para
la rutina de todos los días. ¡Francamente, una tempestad en alta mar no es
momento para andarse con rutinas! Tú mismo le pones religiosamente pantalones y
calzoncillos todas las mañanas, pero si en caso de incendio no te diera tiempo
tampoco te sentirías demasiado culpable. Durante el gran terremoto de México de
hace pocos años un amigo mío vio derrumbarse ante sus propios ojos un elevado
edificio; acudió a prestar ayuda e intentó sacar de entre los escombros a una
de las víctimas, que se resistía inexplicablemente a salir de la trampa de
cascotes hasta que confesó: «Es que no llevo nada encima ... » ¡Premio especial
del jurado a la defensa intempestiva del taparrabos! Tanto conformismo ante la
costumbre vigente es un poco morboso, ¿no? Podemos suponer que nuestro capitán
griego era un hombre práctico y que la rutina de conservar la carga no era
suficiente para determinar su comportamiento en caso de peligro. Ni tampoco
para arrojarla, claro está, por mucho que en la mayoría de los casos fuese
habitual desprenderse de ella. Cuando las cosas están de veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a
seguir la moda o el hábito...
Tampoco parece que sea ocasión propicia para entregarse
a los caprichos. Si te dijeran que el capitán de ese barco tiró la carga no
Porque lo considerase prudente, sino por capricho (o que la conservó en la
bodega por el mismo motivo), ¿qué pensarías? Respondo Por ti: que estaba un
poco loco. Arriesgar la fortuna o la vida sin otro móvil que el capricho tiene
mucho de chaladura, y si la extravagancia compromete la fortuna o la vida del
prójimo merece ser calificada aún más duramente. ¿Cómo podría haber llegado a
mandar un barco semejante antojadizo irresponsable? En momentos tempestuosos a
la persona sana se le pasan casi todos los caprichitos y no le queda sino el
deseo intenso de acertar con la línea de conducta más conveniente, o sea: más
racional.
¿Se trata entonces de un simple problema funcional, de encontrar el mejor medio para llegar sanos y salvos a
puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la conclusión de que para
salvarse basta con arrojar cierto peso al
mar, sea peso en mercancías o sea peso en tripulación. Podría entonces intentar
convencer a los marineros de que tirasen por la borda a los cuatro o cinco más
inútiles de entre ellos y así de este modo tendrían una buena oportunidad de
conservar las ganancias del flete. Desde un punto de vista funcional, a lo
mejor era ésta la mejor solución para salvar el pellejo y también para
asegurar las ganancias... Sin embargo, algo me resulta repugnante en tal decisión y su pongo que a ti también. ¿Será
porque me han dado la orden de que tales cosas no deben hacerse, o porque no
tengo costumbre de hacerlas o simplemente porque no me apetece ‑tan caprichoso
soy‑ comportarme de esa manera?
Perdona que te deje en
un suspense digno de Hitchcok, pero
no voy a decirte para acabar qué es lo que a la postre decidió nuestro
zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y tuviera ya buen viento hasta volver a
casa! La verdad es que cuando pienso en él me doy cuenta de que todos vamos en
el mismo barco... Por el momento, nos quedaremos con las preguntas que hemos
planteado y esperemos que vientos favorables nos lleven hasta el próximo
capítulo, donde volveremos a encontrarlas e intentaremos empezar a
responderlas.
Vete leyendo...
«Tanto la virtud como el
vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el
hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no,
lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello,
lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar
cuando es bello, lo estará, asimismo, para no obrar cuando es vergonzoso»
(Aristóteles, Ética para Nicómaco).
«En el arte de vivir, el hombre es al mismo
tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y el mármol, el médico
y el paciente» (Erich Fromm, Ética Y
Psicoanálisis).
Sólo disponemos de
cuatro principios de la moral:
1.
El filosófico: haz
el bien por el bien mismo, Por respeto a la ley.
2.
El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por
amor a Dios.
3.
El humano: hazlo porque tu bienestar lo re. quiere, por
amor propio.
4.
El político: hazlo porque lo requiere la pros. peridad
de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por
consideración a ti (Lichtenberg, Aforismos).
«No hemos de preocupamos de
vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir lar. go
tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es
larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de
su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma» (Séneca, Cartas a
Lucilio).
CAPITULO TERCERO
HAZ LO QUE QUIERAS
Decíamos antes que la mayoría
de las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres cuando se es joven,
los superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se acostumbra a
hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su ejemplo y su
presión ‑miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de aceptación en el
grupo...y otras veces nos la creamos nosotros mismos), porque son un medio para
conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para ir al colegio) o
sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas así, sin más
ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o cuando nos tomamos lo que
vamos a hacer verdaderamente en esto, todas estas motivaciones corrientes
resultan insatisfactorias: vamos, que saben
a poco, como suele decirse.
Cuando tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a
las murallas de Troya desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o
cuando hay que decidir entre tirar al mar la carga para salvar a la tripulación
o tirar a unos cuantos de la tripulación para salvar la carga; o... en casos
semejantes, aun. que no sean tan dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo
votar al político que considero mejor para la mayoría del país, aunque
perjudique con su subida de impuestos mis intereses personales, o apoyar al que
me permite forrarme más a gusto y los demás que espabilen?), ni órdenes ni
costumbres bastan y no son cuestiones de capricho. El comandante nazi del campo
de concentración al que acusan de una matanza de judíos intenta excusarse
diciendo que «cumplió órdenes », pero a mí, sin embargo, no me convence esa
justificación; en ciertos países es costumbre no alquilar un piso a negros por
su color de piel o a homosexuales por su preferencia amorosa, pero por mucho
que sea habitual tal discriminación sigue sin parecerme aceptable; el capricho
de irse a pasar unos días en la playa es muy comprensible, pero si uno tiene a
un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado durante un fin de semana, semejante
capricho ya no resulta simpático sino criminal. ¿No opinas lo mismo que yo en
estos casos?
Todo esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que se
ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder
decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los
demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo
quiero. Libertad es decidir, pero
también, no lo olvides, darte cuenta de
que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse
llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más
remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos
veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu acción la respuesta a la
pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que hemos estudiado últimamente:
lo hago porque me lo mandan, porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana.
Pero si lo piensas por segunda vez,
la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco
lo que me mandan?, ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no
estoy entonces como esclavizado por
quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no
sería aconsejable que procurara Informarme lo suficiente para decidir por mi
mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar
a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» ‑es
decir, no conveniente para mí‑ por mucho que me lo manden, o «bueno» y
conveniente aunque nadie me lo ordene?
Lo
mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una
vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero
¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo
hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que
sean, o de lo que hice ayer, antes de ayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de
gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me
parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre
de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más
vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde
ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco
conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por
segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo
ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me
arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable,
pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar
si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco
aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en
rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me
empeño en hacerlo día tras día?
En resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y
caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene
por qué ser así. Seria un poco idiota querer llevar la contraria a todas las
órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los caprichos, porque a
veces resultarán convenientes o agradables. Pero nunca una acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un
capricho. Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré
que examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser
libre en mi lugar, es decir: nadie Puede dispensarme de elegir y de buscar por
mí mismo. Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la
vida y de la realidad, basta con la obediencia, la rutina o el caprichito. Pero
es Porque todavía se está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por
nosotros. Luego hay que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de vivir la
que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos del todo
porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no (acuérdate
de que el pobre capitán no eligió padecer una tormenta en alta mar ni Aquiles
le pidió a Héctor permiso para atacar Troya ... ). Pero entre las órdenes que
se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre los caprichos
que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá
más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los borregos), que
pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en
ocasiones señaladas.
La palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con
las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la voz latina mores,
y también con las órdenes, pues la mayoría de los preceptos morales suenan así
como «debes hacer tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo,
hay costumbres y órdenes ‑como ya hemos visto que pueden ser malas, o sea
«inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si
queremos profundizar el' la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo
emplear bien la libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste
precisamente la «moral» o «ética» de la que estarnos hablando aquí), más vale
dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro
es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los
premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el
caso es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa
que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un
pobre esclavo. A un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de
su conducta, pero para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa
mentalidad. Hay que orientarse de otro modo. Por cierto, una aclaración
terminológica. Aunque yo voy a utilizar las palabras «moral» y «ética» como
equivalentes, desde un punto de vista técnico (perdona que me ponga más
profesoral que de costumbre) no tienen idéntico significado. «Moral» es el
conjunto de comportamientos Y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean
solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por qué los
consideramos válidos y la comparación con otras «morales» que tienen personas
diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra
indistintamente, siempre como arte de
vivir. Que me perdone la academia...
Te recuerdo que las palabras
«bueno» y «malo» no sólo se aplican
a comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo,
que Maradona o Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo
tenga nada que ver con su tendencia a
ayudar al prójimo fuera del estadio o su propensión a decir siempre la verdad.
Son buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas, sin que entremos en
averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede decirse que una moto es
muy buena sin que ello implique que la tomamos por la Santa Teresa de las
motos: nos referimos a que funciona estupendamente y que tiene todas las
ventajas que a una moto pueden pedirse. En cuestión de futbolistas o de motos,
lo «bueno» ‑es decir, lo que conviene‑ está bastante claro. Seguro que si te
pregunto me explicas muy bien cuáles son los requisitos necesarios para que
algo merezca calificación de sobresaliente en el terreno de juego o en la
carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir del mismo modo lo que se
necesita para ser un hombre bueno?
¿No nos resolvería eso todos los problemas que nos estamos planteando desde
hace ya bastantes páginas?
No es cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos
futbolistas, las buenas motos, los buenos caballos de carreras, etc., la
mayoría de la gente suele estar de acuerdo, pero cuando se trata de determinar
si alguien es bueno o malo en general, como ser humano, las opiniones varían
mucho. Ahí tienes, por ejemplo, el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por
el no va más de la bondad, porque es obediente y modosita, pero en clase todo
el mundo la detesta porque es chismosa y cizañera. Seguro que para sus
superiores el oficial nazi que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es
debido, pero los judíos debían tener sobre él una opinión diferente. A veces
llamarle a alguien «bueno» no indica nada bueno: hasta el punto de que suelen
decirse cosas como «Fulanito es muy bueno, ¡el pobre! » El poeta español
Antonio Machado era consciente de esta ambigüedad y en su autobiografía poética
escribió: «Soy en el buen sentido de la palabra bueno ... » Se refería a que,
en muchos casos, llamarle a uno «bueno» no indica más que docilidad, tendencia
a no llevar la contraria y a no causar problemas, prestarse a cambiar los
discos mientras los demás bailan, cosas así.
Para unos, ser bueno significará ser resignado y
paciente, pero otros llamarán bueno a la persona emprendedora, original, que no
se acobarda a la hora de decir lo que piensa aunque pueda molestar a alguien.
En países como Sudáfrica, por ejemplo, unos tendrán Por bueno al negro que no
da la lata y se conforma con el apartheid,
mientras que otros no llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela.
¿Y sabes por qué no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y
cuándo no lo es? Porque no sabemos para
que sirven los seres humanos. Un futbolista sirve para jugar al fútbol de
tal modo que ayude a ganar a su equipo y meta goles al contrario; una moto
sirve para trasladarnos de modo veloz, estable, resistente... Sabemos cuándo un
especialista en algo o cuándo un instrumento funcionan como es debido porque tenemos idea del servicio que deben
prestar, de lo que se espera de ellos. Pero si tomamos al ser humano en general
la cosa se complica: a los humanos se nos reclama a veces resignación y a veces
rebeldía, a veces iniciativa y a veces obediencia, a veces generosidad y otras
previsión del futuro, etc. No es fácil ni siquiera determinar una virtud
cualquiera: que un futbolista meta un gol en la portería contraria sin cometer
falta siempre es bueno, pero decir la verdad puede no serlo. ¿Llamarías «bueno»
a quien le dice por crueldad al moribundo que va a morir o a quien delata dónde
se esconde la víctima al asesino que quiere matarla? Los oficios y los
instrumentos responden a unas normas de utilidad bastante claras, establecidas
desde fuera: si se las cumple, bien; si no, mal y se acabó. No se pide otra
cosa. Nadie exige a un futbolista ‑para ser buen futbolista, no buen ser humano‑
que sea caritativo o veraz; nadie le pide a una moto, para ser buena moto, que
sirva para clavar clavos. Pero cuando se considera a los humanos en general la
cosa no está tan clara, porque no hay un único reglamento para ser buen humano ni el hombre es instrumento para conseguir nada.
Se puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de
muchas maneras y las opiniones que juzgan los comportamientos suelen variar
según las circunstancias. Por eso decimos a veces que Fulano o Menganita son
buenos «a su modo». Admitimos así que hay muchas formas de serlo y que la
cuestión depende del ámbito en que se mueve cada cual. De modo que ya ves que desde fuera no es fácil determinar quién
es bueno y quién malo, quién hace lo conveniente y quién no. Habría que
estudiar no sólo todas las circunstancias de cada caso, sino hasta las intenciones que mueven a cada uno.
Porque Podría pasar que alguien hubiese pretendido hacer algo malo y le saliera
un resultado aparentemente bueno por carambola. Y al que hace lo bueno y
conveniente por chiripa lo le llamaríamos «bueno», ¿verdad? También al revés:
con la mejor voluntad del mundo alguien podría provocar un desastre y ser
tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que por este camino sacaremos
poco en limpio, lo siento.
Pero si ya hemos dicho que ni
órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para guiar. nos en esto de la ética
y ahora resulta que no hay un claro reglamento que enseñe a ser hombre bueno y
a funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las arreglaremos? Voy a contestarte
algo que de seguro te sorprende y quizá hasta te escandalice. Un divertidísimo
escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, contó en una de las primeras
novelas europeas las aventuras del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel.
Muchas cosas podría contarte de ese libro, pero prefiero que antes o después te
decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te diré que en una ocasión Gargantúa decide
fundar una orden más o menos religiosa e instalarla en una abadía, la abadía de
Theleme, sobre cuya puerta está escrito este único precepto: « Haz lo que
quieras. » Y todos los habitantes de esa santa casa no hacen precisamente más
que eso, lo que quieren. ¿Qué te parecería si ahora te digo que a la puerta de
la ética bien entendida no está escrita más que esa misma consigna: haz lo que quieras? A lo mejor te indignas
conmigo: ¡vaya, pues sí que es moral la conclusión a la que hemos llegado!, ¡la
que se armaría si todo el mundo hiciese sin más ni más lo que quisiera!, ¿para
eso hemos perdido tanto tiempo y nos hemos comido tanto el coco? Espera,
espera, no te enfades. Dame otra oportunidad: hazme el favor de pasar al
capítulo siguiente...
vete leyendo...
«Los congregados en Theleme
empleaban su vida, no en atenerse a leyes, reglas o estatutos, sino en ejecutar
su voluntad y libre albedrío. Levantábanse del lecho cuando les parecía bien, y
bebían, comían, trabajaban y dormían cuando sentían deseo de hacerlo. Nadie les
despertaba, ni le forzaba a beber, o comer, ni a nada.» Así lo había dispuesto
Gargantúa. La única regla de la Orden era ésta:
HAZ LO QUE QUIERAS
»Y era razonable, porque las
gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas
honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y
acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor.
»Pero cuando las mismas gentes
se ven refrenadas Y constreñidas, tienden a rebelarse y romper el yugo que las
abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo prohibido y a codiciar lo
que se nos niega» François Rebelais, Gargantúa y Pantagruel.
» La ética humanista,
en contraste con la ética autoritaria,
puede distinguirse de ella por un criterio formal Y otro material.
Formalmente se basa en el Principio de que sólo el hombre por sí mismo puede
determinar el criterio sobre virtud y pecado, y no Una autoridad que lo
trascienda. Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno"
es aquello que es bueno para el hombre y "malo" lo que le es nocivo,
siendo el único criterio de valor ético
el bienestar del hombre» (Erich Fromm, Ética
y psicoanálisis).
«Pero, aunque la razón
basta, cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada, para instruimos de
las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las acciones, no basta,
por sí misma, para producir la censura o la aprobación moral. La utilidad no es
más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin nos fuese totalmente
indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Es preciso
necesariamente que un sentimiento se
manifieste aquí, para hacernos preferir las tendencias útiles a las tendencias
dañinas. Ese sentimiento no puede ser más que una simpatía por la felicidad de
los hombres o un eco de su desdicha, puesto que éstos son los diferentes fines
que la virtud y el vicio tienen tendencia a promover. Así pues, la razón nos
instruye acerca de las diversas tendencias de las acciones y la humanidad hace
una distinción a favor de las tendencias útiles y beneficiosas» (David Hume,
Investigación sobre los principios de la moral).
CAPITULO CUARTO
DATE LA BUENA VIDA
¿Qué pretendo decirte poniendo
un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la que vamos
tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan sencillo,
me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres, de premios y castigos, en
una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera' y que tienes que plantearte
todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu voluntad. No le
preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: pregúntatelo a ti
mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas
poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, Por buenos,
sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad... a la
libertad misma.
Claro, como eres chico listo puede que te estés dando ya
cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si te digo «haz lo que
quieras» parece que te estoy dando de todas formas una orden, «haz eso y no lo
otro», aunque sea la orden de que actúes libremente. ¡Vaya orden más
complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la desobedeces
(porque no haces lo que quieres, sino lo que quiero yo que te lo mando); si la
desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar de lo que yo
te mando... ¡pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!). Créeme, no
pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la sección de
pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto sonriendo para
que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se trata de pasar
el tiempo, sino de vivirlo bien. La aparente contradicción que encierra ese
«haz lo que quieras » no es sino un reflejo del problema esencial de la
libertad misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no tenemos
más remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto y que
no quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al mejor
postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano? Pues
lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o te
dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no renunciarás a
elegir, sino que habrás elegido ,lo elegir por ti mismo. Por eso un filósofo
francés de nuestro siglo, Jean‑Paul Sartre, dijo que «estamos condenados a la
libertad». Para esa condena, no hay indulto que valga...
De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una
forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que
nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino. No
te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena>> todo este jaleo de
la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres
saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también
estarás queriendo... queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun
a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío,
como dice la copla! Pero no confundamos este «haz lo que quieras» con los
caprichos de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y
otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en
ciertas ocasiones no pueda bastar la pura Y simple gana de algo: al elegir qué
vas a comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen
estómago Y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana... Pero cuidado, que aveces con la «gana» no se
gana sino que se pierde. Ejemplo al canto.
No sé si has leído mucho la
Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso, ya
sabes que yo lo soy más bien poco para apreciarlas. En el primero de sus
libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran
hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo
que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos
tiempos no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a
heredar todas las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de
caza y correr aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita,
preparando de vez en cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú
del campo cansado y hambriento. Jacob había preparado un suculento potaje de
lentejas y a su hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo
la boca agua. Le entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le
invitara. El hermano cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a
cambio del derecho de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son
las lentejas. Lo de heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo. ¡Quién
sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!» Y accedió a cambiar sus futuros
derechos de primogénito por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler
estupendamente esas lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la
panza, se arrepintió del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes
problemas entre los hermanos (dicho sea con el respeto debido, siempre me ha
dado la impresión de que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres
saber cómo acaba la historia, léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa
ejemplificar basta con lo que te he contado.
Como te veo un poco sublevado, no me extrañaría que
intentaras volver esta historia contra lo que te vengo diciendo: «¿No me
recomendabas tú eso tan bonito de "haz lo que quieras"? Pues ahí
tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin
herencia. ¡Menudo éxito! » Sí, claro, pero... ¿eran esas lentejas lo que Esaú
quería de veras o simplemente lo que
le apetecía en aquel momento? Después de todo, ser el primogénito era entonces
una cosa muy rentable y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas
y si no las dejas... Es lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la
primogenitura, un derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o
menos próximo. Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se
hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo
deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus posibilidades de
conseguir lo fundamental. A veces los hombres querernos cosas contradictorias
que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer
prioridades y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece
y lo que en el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a
Esaú...
En el cuento bíblico hay
un detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje
presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si
prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me
voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre... ¿para qué
molestarme en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y
mañana estaré muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó! » Parece como
si a Esaú la certeza de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da igual.
Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte. Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir
como si ya estuviese muerto y todo diese igual. La vida está hecha de
tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos Y esperanzas, pero Esaú vive
como si para él ya no hubiese otra realidad que el aroma de lentejas que le
llega ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está
hecha de relaciones con los demás ‑somos padres, hijos, hermanos, amigos o
enemigos, herederos o heredados, etc.‑, pero Esaú decide que las lentejas (que
son una cosa, no una persona) cuentan más para él que esas
vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora una pregunta:
¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene como
hipnotizado, paralizando y
estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos
de familia. Volvamos a tu caso, que es el que aquí nos interesa. Si te digo que
hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno hacer es que pienses con
detenimiento y a fondo qué es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas
cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a todo el mundo: quieres tener
una moto pero no quieres romperte la crisma por la carretera, quieres tener
amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener dinero pero no quieres
avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber cosas y por ello
comprendes que hay que estudiar pero también quieres divertirte, quieres que yo
no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero también que esté ahí para
ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo
esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías:
«Mira, papi, lo que quiero es darme la
buena vida. » ¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo
quería aconsejarte: cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo
pretendía recomendarte es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas
caso a los tristes ni a los beatos, con perdón: la ética no es más que el
intento racional de averiguar cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse
por la ética es porque nos gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para
esclavo o quien tiene tanto miedo a la muerte que cree que todo da igual se
dedica a las lentejas y vive de cualquier manera...
Quieres darte la buena vida:
estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una
coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una
buena vida humana. Es lo que te
corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no renunciarías por nada del
mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener
relaciones con los otros seres humanos. Si pudieras tener muchísimo dinero, una
casa más suntuosa que un palacio de las mil y una noches, las mejores ropas,
los más exquisitos alimentos (¡muchísimas lentejas!), los más sofisticados
aparatos, etc., pero todo ello a costa de no volver a ver ni a ser visto por
ningún ser humano jamás, ¿estarías contento? ¿Cuánto tiempo podrías vivir así
sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer las cosas a costa de la relación con las personas?
¡Pero si precisamente la gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten ‑o
parecen permitirte‑ relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio
del dinero se espera poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para
gustarles o para que nos envidien; y lo mismo la buena casa, los mejores vinos,
etcétera. Y no digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verles mejor,
el compact para oírles mejor y así
sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la
soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablernente.
La buena vida humana es buena vida entre
seres humanos o de lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena
ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?. Las cosas pueden ser bonitas y
útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero los
hombres lo que querernos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos
también ser tratados como humanos,
porque eso de la humanidad depende en buena medida de lo que los unos hacernos
con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al
mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a
serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una
realidad biológica, natural (como los melocotones o los leopardos), sino
también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para
empezar sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra
humanidad): el lenguaje. El mundo en
el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y
leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros
sino también de captar la significación de
lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría
aprender a comer por sí solo o a mear ‑con perdón‑ por sí solo), porque el
lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base
en nuestra condición biológica, claro está) sino una creación cultural que
heredamos y aprendemos de otros hombres.
Por eso hablar a alguien
y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un
trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de
la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente
lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de
miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que
se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se
las trate como mujeres «objeto» es decir, simples adornos o herramientas; y por
eso cuando insultamos a alguien le llamamos « ¡animal! », como advirtiéndole
que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos
pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo
siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en
lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, ¿te das
cuenta?). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles
humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré
mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas
de dar la buena vida. Piénsalo un
poco, por favor.
Más adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora, para
concluir este capítulo de Modo más relajado, te propongo que nos vayamos al
cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada
Por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la recuerdo brevemente, Kane es un
multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio de Xanadú una
enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo,
sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza para sus fines, como simples
instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de
su mansión, llenos de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen de
solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra:
«¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar el significado de este último
gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un
trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado
de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo
el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que
aquel recuerdo infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era
en verdad lo que Kane quería, la buena
vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en realidad
no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba... Venga,
vámonos al cine: mañana seguiremos.
Vete leyendo...
Y guisó Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo,
cansado, dijo a Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues
estoy muy cansado.
Y Jacob respondió:
Véndeme en este día tu primogenitura.
Entonces dijo Esaú: He
aquí que yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?
«Y dijo Jacob: Júramelo
en este día. Y le juró, y vendió a Jacob su primogenitura.
«Entonces Jacob dio a
Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se
fue. Así menospreció Esaú la primogenitura» (Génesis,
XXV, 27 a 34).
«Quizá el hombre es malo
porque, durante toda la vida, está esperando morir: y así muere mil veces en la
muerte de los otros y de las cosas.
«Pues todo animal
consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, loco
astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador,
loco embrollador, loco asesino» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
«Un hombre libre en nada
piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la
muerte, sino de la vida» (Spinoza, Ética).
«Hombre libre es el que
quiere sin la arrogancia de lo arbitrario. Cree en la realidad, es decir, en el
lazo real que une la dualidad real del Yo y del Tú. Cree en el Destino y cree
que el Destino le necesita... Pues lo que ha de acontecer no acontecerá si no
está resuelto a querer lo que es capaz de querer» (Martin Buber, Yo y tú).
«Ser capaz de prestarse
atención a uno mismo es requisito previo para tener la capacidad de prestar
atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es la condición
necesaria para relacionarse con otros »(Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
CAPÍTULO V
¡ DESPIERTA, BABY!
Breve resumen de lo
anteriormente publicado. El cazador Esaú, convencido de que para cuatro días
que va a vivir uno todo da igual, sigue el consejo de su barriga y renuncia a
su derecho de primogenitura por un buen plato de lentejas (Jacob fue generoso
al menos en eso y le dejó repetir dos veces). El ciudadano Kane, por su parte,
se dedicó durante muchos años a vender a todas las personas para poder comprarse
todas las cosas; al final de su vida reconoce que cambiaría si pudiera su
almacén repleto de cosas carísimas por la única cosa humilde ‑un viejo trineo‑
que le recordaba a cierta persona: a él mismo, antes de dedicarse a la
compraventa, cuando prefería amar y ser amado que poseer o dominar.
Tanto Esaú como Kane estaban convencidos de hacer lo que querían, pero ninguno de ellos
parece que consiguió darse una buena
vida. Y sin embargo, si se les hubiera preguntado qué es lo que deseaban de
veras, habrían respondido lo mismo que tú (o que yo, claro): «Quiero darme la
buena vida.» Conclusión: está bastante claro lo que queremos (darnos la buena
vida) pero no lo está tanto en que consiste eso de «la buena vida». Y es que
querer la buena vida no es un querer cualquiera, como cuando uno quiere
lentejas, cuadros, electrodomésticos o dinero. Todos estos quereres son por
decirlo así simples, se fijan en un solo aspecto de la realidad: no tienen
perspectiva de conjunto. No hay nada malo en querer lentejas cuando se tiene
hambre, desde luego: pero en el mundo hay otras cosas, otras relaciones,
fidelidades debidas al pasado y esperanzas suscitadas por lo venidero, no sé,
mucho más, todo lo que se te ocurra. En una palabra, no sólo de lentejas vive
el hombre. Por conseguir sus lentejas, Esaú sacrificó demasiados aspectos
importantes de su vida, la simplificó más de lo debido. Actuó, como ya te he
dicho, bajo el peso de la inminencia de la muerte. La muerte es una gran
simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas
cosas (la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte
los pulmones una vez más ... ). La vida, en cambio, es siempre complejidad y
casi siempre complicaciones. Si rehúyes
toda complicación y buscas la gran simpleza (¡vengan las lentejas!) no creas
que quieres vivir más y mejor sino morirte de una vez. Y hemos dicho que lo que
realmente deseamos es la buena vida, no la pronta muerte. De modo que Esaú no
nos sirve como maestro.
También Kane simplificaba a su modo la cuestión. A
diferencia de Esaú, no era derrochador, sino acumulador y ambicioso. Lo que
quería era poder para manejar a los hombres y dinero para comprar cosas, muchas
cosas bonitas y seguramente útiles. No tengo nada, figúrate, contra intentar
conseguir dinero ni contra la afición a las cosas hermosas o útiles. No me fío
de esa gente que dice que no se interesa por el dinero y que asegura no
necesitar nada de nada. A lo mejor estoy hecho de barro muy mal cocido, pero no
me hace ninguna gracia quedarme sin blanca y si mañana los ladrones me
desvalijaran la casa y se llevaran mis libros (temo que poco más podrían
llevarse) me sentaría como un tiro. Sin embargo, el deseo de tener más y más
(dinero, cosas ... ) tampoco me parece del todo sano. La verdad es que las
cosas que tenemos nos tienen ellas también a nosotros en contrapartida: lo que
poseemos nos posee. Me explico. Un día, un sabio budista le decía a su
discípulo esto mismo que te estoy diciendo y el discípulo le miraba con la
misma cara rara («este tío está chalao») con la que a lo mejor tú lees esta
página. Entonces el sabio preguntó al discípulo: «¿Qué es lo que más te gusta
de esta habitación?» El avispado alumno señaló una estupenda copa de oro y
marfil que debía costar su buena pasta. «Bueno, cógela», dijo el sabio, y el
muchacho, sin esperar a que se lo dijeran dos veces, agarró firmemente la
joyita con la mano derecha. «No se te ocurra soltarla, ¿eh?», observó el
maestro con cierta guasa; y después añadió: «¿Y no hay ninguna otra cosa que te
guste también?» El discípulo reconoció que la bolsa llena de dinerito contante
y sonante que estaba sobre la mesa tampoco le producía repugnancia. «Pues nada,
¡a por ella!», le animó el otro. Y el chico empuñó fervorosamente la bolsa con
su mano izquierda. «Y ahora ¿qué?», preguntó al maestro con cierto nerviosismo.
Y el sabio repuso: «Ahora ¡ráscate!» No había manera, claro. ¡Y mira que puede
llegar uno a necesitar rascarse cuando le pica alguna parte del cuerpo... o aun
del alma! Con las manos ocupadas, no puede uno rascarse a gusto ni hacer otros
muchos gestos. Lo que tenemos muy agarrado nos agarra también a su modo... o
sea que más vale tener cuidado con no pasarse. En cierta forma, eso es lo que
le ocurrió a Kane: tenía las manos y el alma tan ocupadas con sus posesiones
que de pronto sintió un extraño picor y no supo con qué rascarse. La vida es
más complicada de lo que Kane suponía, porque las manos no sólo sirven par
coger sino también para rascarse o para acariciar. Pero la equivocación
fundamental de ese personaje, si el que se equivoca no soy yo, fue otra.
Obsesionado por conseguir cosas y dinero, trató a la gente como si también
fueran cosas. Consideraba que en eso consiste tener poder sobre ellas. Grave simplificación: la mayor complejidad de la
vida es precisamente ésa, que las personas no son cosas. Al principio no
encontró dificultades: las cosas se compran y se venden y Kane compró y vendió
también personas. De momento no le pareció que hubiese gran diferencia. Las
cosas se usan mientras sirven y luego se tiran: Kane hizo lo mismo con los que
le rodeaban y se diría que todo marchaba bien. Tal como poseía las cosas, Kane
se propuso poseer personas, dominarlas, manejarlas a su gusto. Así se portó con
sus amantes, con sus amigos, con sus empleados, con sus rivales políticos, con
todo bicho viviente. Desde luego hizo mucho daño a los demás, pero lo peor
desde su punto de vista (el punto de vista de alguien que suponemos quería
darse «buena vida», ya sabes) es que se fastidió seriamente a sí mismo. Intentaré
aclararte esto porque me parece de la mayor importancia.
Desengáñate: de una cosa ‑aunque sea la mejor cosa del
mundo‑ sólo pueden sacarse... cosas. Nadie es capaz de dar lo que no
tiene, ¿verdad?, ni mucho menos nada puede dar más de lo que es. Las lentejas
son útiles para quitar el hambre pero no ayudan a aprender francés, por
ejemplo; el dinero, por su parte, sirve para casi todo y sin embargo no puede
comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue servilismo,
compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más). Vamos, que un vídeo le
puede prestar a otro vídeo una pieza pero no puede darle un beso... Si los
hombres fuésemos simples cosas, con lo que las cosas pueden darnos nos
bastaría. Pero ésa es la complicación de que te hablaba: que como no somos puras cosas, necesitamos «cosas» que las cosas no
tienen. Cuando tratamos a los demás como cosas, a la manera en que lo hacía
Kane, lo que recibimos de ellos son también cosas: al estrujarlos sueltan
dinero, nos sirven (como si fueran instrumentos mecánicos), salen, entran, se
frotan contra nosotros o sonríen cuando apretamos el debido botón... Pero de
este modo nunca nos darán esos dones más sutiles que sólo las personas pueden
dar. No conseguiremos así ni amistad, ni respeto, ni mucho menos amor. Ninguna
cosa (ni siquiera un animal, porque la diferencia entre su condición y la
nuestra es demasiado grande) puede brindarnos esa amistad respeto, amor... en
resumen, esa complicidad fundamental
que sólo se da entre iguales y que a ti o a mí o a Kane, que somos personas, no
nos pueden ofrecer más que otras personas a las que tratemos como a tales. Lo
del trato es importante, porque ya hemos dicho que los humanos nos humanizamos
unos a otros. Al tratar a las personas como a personas y no como a cosas (es
decir, al tomar en cuenta lo que quieren o lo que necesitan y no sólo lo que
puedo sacar de ellas) estoy haciendo posible que me devuelvan lo que sólo una
persona puede darle a otra.
A Kane se le olvidó este pequeño detalle y de pronto
(pero demasiado tarde) se dio cuenta de que tenía de todo salvo lo que nadie
más que otra persona puede dar: aprecio sincero o cariño espontáneo o simple compañía inteligente. Como a Kane nunca
nada pareció importarle salvo el dinero, a nadie le importaba nada de Kane salvo
su dinero. Y el gran hombre sabía, además, que era por culpa suya. A veces uno
puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones
o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una:
nosotros mismos. Al no convertir a los otros en cosas defendemos por lo menos
nuestro derecho a no ser cosas para
los otros. Intentamos que el mundo de las personas -ese mundo en el que unas
personas tratan como tales a otras, el único en el que de veras se puede vivir
bien- sea posible. Supongo que la desesperación del ciudadano Kane al final de
su vida no provenía simplemente de haber perdido el tierno conjunto de
relaciones humanas que tuvo en su infancia, sino de haberse empeñado en perderlas
y de haber dedicado su vida entera a estropearlas. No es que no las tuviera
sino que se dio cuenta de que ya ni siquiera las merecía...
Pero al multimillonario Kane seguro que le envidiaba
muchísima gente, me dirás. Seguro que muchos pensaban: «¡Ése sí que sabe
vivir!» Bueno, ¿y qué? ¡Despierta de una vez, criatura! Los demás, desde fuera,
pueden envidiarle a uno y no saber que en ese mismo momento nos estamos
muriendo de cáncer. ¿Vas a preferir darle gusto a los demás que satisfacerte a
ti mismo? Kane consiguió todo lo que había oído decir que hace feliz a una
persona: dinero, poder, influencia, servidumbre... Y descubrió finalmente que a
él, dijeran lo que dijeran, le faltaba lo fundamental: el auténtico afecto, el
auténtico respeto y aun el auténtico amor de personas libres, de personas a las
que él tratara como personas y no como a cosas. Me dirás a lo mejor que ese
Kane era un poco raro, como suelen serlo los protagonistas de las películas.
Mucha gente se hubiera sentido de lo más satisfecha viviendo en semejante
palacio y con tales lujos: la mayoría, me asegurarás en plan cínico, no se
hubiera acordado del trineo «Rosebud» para nada. A lo mejor Kane estaba algo
chalado... ¡mira que sentirse desgraciado con tantas cosas como tenía! Y yo te
digo que dejes a la gente en paz y que sólo pienses en ti mismo. La buena vida
que tú quieres ¿es algo así como la de Kane? ¿Te conformas con el plato de
lentejas de Esaú?
No respondas demasiado de prisa. Precisamente la ética
lo que intenta es averiguar en qué consiste en el fondo, más allá de lo que nos
cuentan o de lo que vemos en los anuncios de la tele, esa dichosa buena vida
que nos gustaría pegarnos. A estas alturas ya sabemos que ninguna buena vida
puede prescindir de las cosas (nos hacen falta lentejas, que tienen mucho
hierro) pero aún menos puede pasarse de personas. A las cosas hay que
manejarlas como a cosas y a las personas hay que tratarlas como personas: de
este modo las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno
fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. ¿Se trata de una
chaladura mía o del ciudadano Kane? A lo mejor ser humanos no es cosa
importante porque queramos o no ya lo somos sin remedio... ¡Pero se puede ser
humano‑cosa o humano‑humano, humano simplemente preocupado en ganarse las cosas
de la vida ‑todas las cosas, cuanto más cosas, mejor‑ y humano dedicado a disfrutar de la humanidad vivida entre
personas! Por favor, no te rebajes; deja
las rebajas para los grandes almacenes, que es lo suyo.
Estoy de acuerdo en que muchos
a primera vista no le conceden demasiada importancia a lo que estoy diciendo. ¿
Son de fiar? ¿Son los más listos o simplemente los que menos atención le
prestan al asunto más importante, a su vida? Se puede ser listo para los
negocios o para la política y un solemne borrico para cosas más serias, como lo
de vivir bien o no. Kane era enormemente listo en lo que se refería al dinero y
la manipulación de la gente, pero al final se dio cuenta de que estaba
equivocado en lo fundamental. Metió la pata en donde más le convenía acertar.
Te repito una palabra que me parece crucial para este asunto: atención. No me refiero a la atención
del búho, que no habla pero se fija mucho (según el viejo chiste, ya sabes),
sino a la disposición a reflexionar sobre lo que se hace y a intentar precisar
lo mejor posible el sentido de esa «buena vida» que queremos vivir. Sin cómodas pero peligrosas simplificaciones,
procurando comprender toda la complejidad del asunto este de vivir (me refiero
a vivir humanamente), que se las
trae.
Yo creo que la primera e
indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier
modo: estar convencido de que no todo da igual aunque antes o después vayamos a
morirnos. Cuando se habla de «moral» la gente suele referirse a esas órdenes y
costumbres que suelen respetarse, por lo menos aparentemente y a veces sin
saber muy bien por qué. Pero quizá el verdadero intríngulis no esté en
someterse a un código o en llevar la contraria a lo establecido (que es también
someterse a un código, pero al revés) sino
en intentar comprender. Comprender
por qué ciertos comportamientos nos convienen y otros no, comprender de qué va
la vida y qué es lo que puede hacerla «buena» para nosotros los humanos. Ante
todo, nada de contentarse con ser tenido
por bueno, con quedar bien ante
los demás, con que nos den aprobado... Desde
luego, para ello será preciso no sólo fijarse en plan búho o con timorata
obediencia de robot, sino también hablar con los demás, dar razones y
escucharlas. Pero el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual
en solitario: nadie puede ser libre por
ti. De momento te dejo dos cuestiones para que vayas rumiando. La primera
es ésta: ¿Por qué está mal lo que
está mal? Y la segunda es todavía más bonita: ¿en qué consiste lo de tratar a
las personas como a personas? Si sigues teniendo paciencia conmigo,
intentaremos empezar a responder en los dos próximos capítulos.
Vete leyendo...
«Es la debilidad del
hombre lo que le hace sociable; son nuestras comunes miserias las que inclinan
nuestros corazones a la humanidad; si no fuésemos hombres, no le deberíamos
nada. Todo apego es un signo de insuficiencia: si cada uno de nosotros no
tuviese ninguna necesidad de los demás, ni siquiera pensaría en unirse a ellos.
Así de nuestra misma deficiencia nace nuestra frágil dicha. Un ser
verdaderamente feliz es un ser solitario: sólo Dios goza de una felicidad
absoluta; pero ¿quién de nosotros tiene idea de cosa semejante? Si alguien
imperfecto pudiese bastarse a sí mismo, ¿de qué gozaría, según nosotros?
Estaría solo, sería desdichado. Yo no concibo que quien no tiene necesidad de
nada pueda amar algo: y no concibo que quien no ame nada pueda ser feliz» (Jean‑Jacques
Rousseau, Emilio).
«En efecto, por lo que
respecta a aquellos cuya atareada pobreza ha usurpado el nombre de riqueza,
tienen su riqueza como nosotros decimos que tenemos fiebre, siendo así que es
ella la que nos tiene cogidos» (Séneca, Cartas a Lucilio). .
«Como la razón no exige
nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual
se ame a sí mismo, busque su utilidad propia ‑10 que realmente le sea útil‑,
apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y,
en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano por
conservar su ser. ( ... ). Y así, nada es más útil al hombre que el hombre;
quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la
conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que
las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo
cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser y
buscando todos a una la común utilidad, de donde se sigue que los hombres que
se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la
guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás
hombres, y, por ello, son justos, dignos de confianza y honestos» (Spinoza,
Ética).
CAPÍTULO VI
APARECE PEPITO GRILLO
¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida?
Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más sustanciosa de lo que
parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que significa «bastón»: el imbécil es el que necesita
bastón para caminar. Que no se enfaden con nosotros los cojos ni los
ancianitos, porque el bastón al que nos referimos no es el que se usa muy
legítimamente para ayudar a sostenerse y dar pasitos a un cuerpo quebrantado
por algún accidente o por la edad. El imbécil puede ser todo lo ágil que se
quiera y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata de eso. Si el
imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu el debilucho y
cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago. Hay imbéciles de
varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere nada, elque dice que todo
le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque
tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo
quiere todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le
presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar
besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que
quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les
lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión
mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin
causa.
d) El que sabe que
quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo
quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre
haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si
entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y
ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la
realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con
aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de
imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera,
ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias.
Siento decirte que los imbéciles suelen acabar bastante mal, crea lo que crea
la opinión vulgar. Cuando digo que «acaban mal» no me refiero a que terminen en
la cárcel o fulminados por un rayo (eso sólo suele pasar en las películas),
sino que te aviso de que suelen fastidiarse a sí mismos y nunca logran vivir la
buena vida esa que tanto nos apetece a ti y a mí. Y todavía siento más tener
que informarte qué síntomas de imbecilidad solemos tener casi todos; vamos, por
lo menos yo me los encuentro un día sí y otro también, ojalá a ti te vaya mejor
en el invento... Conclusión: ¡alerta!, ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y
no perdona!
Por favor, no vayas a confundir la imbecilidad de la que
te hablo con lo que a menudo se llama ser «imbécil», es decir, ser tonto, saber
pocas cosas, no entender la trigonometría o ser incapaz de aprenderse el
subjuntivo del verbo francés aimer. Uno
puede ser imbécil para las matemáticas (mea
culpa y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y al revés:
los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos para
cuestiones de ética. Seguro que el mundo está lleno de premios Nobel,
listísimos en lo suyo, pero que van dando tropezones y bastonazos en la
cuestión que aquí nos preocupa. Desde luego, para evitar la imbecilidad en
cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo
anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos
coinciden la física o la arqueología y la ética. Pero el negocio de vivir bien
no es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos
es cosa preciosa, sin duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que
puede librarle del gran batacazo. Por cierto, ahora que lo pienso... ¿cuánto
son dos y dos?
Lo contrario de ser
moralmente imbécil es tener conciencia. Pero
la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del
cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde
pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero
este «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica
(lo mismo que el oído musical y el buen gusto estético). ¿Y si alguien carece
en absoluto de semejante «oído» o «buen gusto» en cuestiones de bien vivir?
Pues, chico, mal remedio le veo a su caso. Uno puede dar muchas razones
estéticas, basadas en la historia, la armonía de formas y colores, en lo que
quieras, para justificar que un cuadro de Velázquez tiene mayor mérito
artístico que un cromo de las tortugas Ninja. Pero si después de mucho hablar
alguien dice que prefiere el cromito a Las Meninas
no sé cómo vamos a arreglárnoslas para sacarle de su error. Del mismo modo,
si alguien no ve malicia ninguna en matar a martillazos a un niño para robarle
el chupete, me temo que nos quedaremos roncos antes de lograr convencerle...
Bueno, admito que para
lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para
apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán
favorables ciertos requisitos sociales y económicos, pues a quien se ha visto
desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la
misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor
suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero
una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y
esfuerzo de cada cual. ¿En qué consiste esa conciencia que nos curará de la
imbecilidad moral? Fundamentalmente en los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente
vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos
en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral, de tal modo que haya
ciertas cosas que nos repugne espontánea
mente hacer (por ejemplo, que le dé a uno «asco» mentir como nos da asco por lo
general mear en la sopera de la que vamos a servirnos de inmediato ... ).
d) Renunciar a buscar
coartadas que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias de
nuestros actos.
Como verás, no invoco en estos
rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo de aquí a lo de allá, la
conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho. ¿Por qué está mal lo que llamamos «malo»? Porque no le
deja a uno vivir la buena vida que queremos. ¿Resulta pues que hay que evitar
el mal por una especie de egoísmo? Ni
más ni menos. Por lo general la palabra «egoísmo» suele tener mala prensa: se
llama «egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás,
hasta el punto de fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún
beneficio. En este sentido diríamos que el ciudadano Kane era un «egoísta» o
también Calígula, aquel emperador romano capaz de cometer cualquier crimen por
satisfacer el más simple de sus caprichos. Estos personajes y otros parecidos
suelen ser considerados egoístas (incluso monstruosamente
egoístas) y desde luego no se distinguen por lo exquisito de su conciencia
ética ni por su empeño en evitar hacer el mal...
De acuerdo, pero ¿son tan
egoístas como parece estos llamados «egoístas»? ¿Quién es el verdadero egoísta?
Es decir: ¿quién puede ser egoísta sin ser imbécil? La respuesta me parece
obvia: el que quiere lo mejor para sí
mismo. Y ¿qué es lo mejor? Pues eso que hemos llamado «buena vida». ¿Se dio
una buena vida Kane? Si hemos de creer lo que nos cuenta Orson Welles, no
parece. Se empeñó en tratar a las personas como si fueran cosas y de este modo
se quedó sin los regalos humanamente más apetecibles de la vida, como el cariño
sincero de los otros o su amistad sin cálculo. Y Calígula, no digamos. ¡Vaya
vida que se infligió el pobre chico! Los únicos sentimientos sinceros que
consiguió despertar en su prójimo fueron el terror y el odio. ¡Hay que ser
imbécil, moralmente imbécil, para suponer que es mejor vivir rodeado de pánico
y crueldad que entre amor y agradecimiento! Para concluir, al despistado de
Calígula se lo cargaron sus propios guardias, claro: ¡menuda birria de egoísta
estaba hecho si lo que quiso es darse la buena vida a base de fechorías! Si
hubiera pensado de veras en sí mismo (es decir, si hubiese tenido conciencia)
se habría dado cuenta de que los humanos necesitamos para vivir bien algo que
sólo los otros humanos pueden darnos si nos lo ganamos pero que es imposible de
robar por la fuerza o los engaños.
Cuando se roba, ese algo
(respeto, amistad, amor) pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en
veneno. Los «egoístas» del tipo de Kane o Calígula se parecen a esos
concursantes del Un, dos, tres o de
El precio justo que quieren conseguir
el premio mayor pero se equivocan y piden la calabaza que no vale nada...
Sólo deberíamos llamar egoísta
consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se
esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio,
caprichos criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el
fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece
al gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para
que se amase mejor a sí mismo. Porque el pobrecillo (aunque sea un pobrecillo
millonario o un pobrecillo emperador) cree que se ama a sí mismo pero se fija
tan poco en lo que de veras le conviene que termina portándose como si fuese su
peor enemigo. Así lo reconoce un célebre villano de la literatura universal, el
Ricardo III de Shakespeare en la tragedia de ese mismo título. Para llegar a
convertirse en rey, el conde de Gloucester (que finalmente será coronado como
Ricardo III) elimina a todos los parientes varones que se interponen entre el
trono y él, incluyendo hasta niños. Gloucester ha nacido muy listo, pero
contrahecho, lo que ha sido un constante sufrimiento para su amor propio;
supone que el poder real compensará en cierto modo su joroba y su pierna renga,
logrando así inspirar el respeto que
no consigue por medio de su aspecto físico. En el fondo, Gloucester quiere ser amado, se siente aislado por su
malformación y cree que el afecto puede imponerse
a los demás... ¡a la fuerza, por medio del poder! Fracasa, claro está:
consigue el trono, pero no inspira a nadie cariño sino horror y después odio. Y
lo peor de todo es que él mismo, que había cometido todos sus crímenes por amor
propio desesperado, siente ahora horror y odio por sí mismo: ¡no sólo no ha
ganado ningún nuevo amigo sino que ha perdido el único amor que creía seguro!
Es entonces cuando pronuncia el espantoso y profético diagnóstico de su caso
clínico: «Me lanzaré con negra desesperación contra mi alma y acabaré
convertido en enemigo de mí mismo. »
¿Por qué termina Gloucester
vuelto un «enemigo de sí mismo»? ¿Acaso no ha conseguido lo que quería, el
trono? Sí, pero al precio de estropear su verdadera posibilidad de ser amado y
respetado por el resto de sus compañeros humanos. Un trono no concede
automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza adulación, temor y
servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de fechorías, como en el caso
de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su deformación física,
Gloucester se deforma también por dentro.
Ni de su joroba ni de su cojera tenía él la culpa, por lo que no había
razón para avergonzarse de esas casualidades infortunadas: los que se rieran de
él o le despreciaran por ellas son quienes hubieran debido avergonzarse. Por
fuera los demás le veían contrahecho, pero él por dentro podía haberse sabido
inteligente, generoso y digno de afecto; si se hubiera amado de verdad a sí
mismo, debería haber intentado exteriorizar por medio de su conducta ese
interior limpio y recto, su verdadero yo. Por el contrario, sus crímenes le
convierten ante sus propios ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí
donde nadie más que él es testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier
contrahecho físico. ¿Por qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él
mismo responsable, a diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza.
La corona manchada de traición y de sangre no le hace más amable, ni mucho menos: ahora se sabe menos digno de amor que nunca
y ni él mismo se quiere ya. ¿Llamaremos « egoísta » a alguien que se hace tanta
pupa a sí mismo?
En el párrafo anterior he utilizado unas palabras
severas que quizá no se te hayan escapado (si se te han escapado, mala suerte):
palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente se
relaciona con la conciencia, ¿no?, lo de Pepito Grillo y demás. No me ha
faltado más que mencionar el mas «feo» de esos títulos: remordimiento. Sin duda lo que amarga la existencia a Gloucester y
no le deja disfrutar de su trono ni de su poder son ante todo los
remordimientos de su conciencia. Y ahora yo te pregunto: ¿sabes de dónde vienen
los remordimientos? En algunos casos, me dirás, son reflejos íntimos del miedo que sentimos ante el castigo que
puede merecer ‑en este mundo o en otro después de la muerte, si es que lo hay nuestro
mal comportamiento. Pero supongamos que Gloucester no tiene miedo a la venganza
justiciera de los hombres y no cree que haya ningún Dios dispuesto a condenarle
al fuego eterno por sus fechorías. Y, sin embargo, sigue desazonado por los
remordimientos... Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque esté razonablemente seguro de que
nada ni nadie va a tomar represalias contra él. Y es que, al actuar mal y
darnos cuenta de ello, comprendemos que ya estamos siendo castigados, que nos
hemos estropeado a nosotros mismos ‑poco
0 mucho- voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está
boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...
¿Que de dónde vienen los
remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos libres, no podríamos sentirnos culpables (ni
orgullosos, claro) de nada y evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando
sabemos que hemos hecho algo vergonzoso procuramos
asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos elegir: «yo
cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo mismo»,
«perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacia»,
etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo y se rompe el
tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la estantería, grita
lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que, ha sido él; si no fuera así, ni se molestaría en decir
nada y quizá hasta se riese y todo. En cambio, si ha dibujado algo muy bonito
en seguida proclamará: «¡Lo he hecho yo solito, nadie me ha ayudado! »Del mismo
modo, ya mayores, queremos siempre ser libres para atribuirnos el mérito de lo
que logramos pero preferimos confesarnos «esclavos de las circunstancias»
cuando nuestros actos no son precisamente gloriosos.
Despachemos con viento
fresco al pelmazo de Pepito Grillo: la verdad es que me ha resultado siempre tan
poco simpático como aquel otro insecto detestable, la hormiga de la fábula que
deja a la locuela cigarra sin comida ni cobijo en invierno sólo para darle una
lección, la muy grosera. De lo que se trata es de tomarse en serio la libertad,
o sea de ser responsable. Y lo serio
de la libertad es que tiene efectos indudables,
que no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Soy libre de comerme
o no comerme el pastel que tengo delante; pero una vez que me lo he comido, ya
no soy libre de tenerlo delante o no. Te pongo otro ejemplo, éste de
Aristóteles (ya sabes, aquel viejo griego del barco en la tormenta): si tengo
una piedra en la mano, soy libre de conservarla o de tirarla, pero si la tiro a
lo lejos ya no puedo ordenarle que vuelva para seguir teniéndola en la mano. Y
si con ella le parto la crisma a alguien... pues tú me dirás. Lo serio de la
libertad es que cada acto libre que hago limita mis posibilidades al elegir y
realizar una de ellas. Y no vale la trampa de esperar a ver si el resultado es
bueno o malo antes de asumir si soy o no su responsable. .Quizá pueda engañar
al observador de fuera, como pretende el niño que dice « ¡yo no he sido! »,
pero a mí mismo nunca me puedo engañar del todo. Pregúntaselo a Gloucester...
¡o a Pinocho!
De modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más
que el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal
la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de
veras queremos como seres humanos. Y ser responsable es saberse auténticamente
libre, para bien y para mal: apechugar con las consecuencias de lo que hemos
hecho, enmendar lo malo que pueda enmendarse y aprovechar al máximo lo bueno. A
diferencia del niño malcriado y cobarde, el responsable siempre está dispuesto
a responder de sus actos: « ¡Sí, he
sido yo! » El mundo que nos rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento para
descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo que
sucede parece ser de las circunstancias, de la sociedad en la que vivimos, del
sistema capitalista, del carácter que tengo (¡es que yo soy así), de que no me
educaron bien (o me mimaron demasiado), de los anuncios de la tele, de las tentaciones que se ofrecen
en los escaparates, de los ejemplos irresistibles y perniciosos... Acabo de
usar la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los que quieren dimitir de su responsabilidad
creen en lo irresistible, aquello que avasalla sin remedio, sea propaganda,
droga, apetito, soborno, amenaza, forma de ser... lo que salte. En cuanto
aparece lo irresistible, izas!, deja uno de ser libre y se convierte en
marioneta a la que no se le deben pedir cuentas. Los partidarios del
autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y sostienen que es necesario
prohibir todo lo que puede resultar avasallador: ¡una vez que la policía haya
acabado con todas las tentaciones, ya no habrá más delitos ni pecados! Tampoco
habrá ya libertad, claro, pero el que algo quiere, algo le cuesta... Además
¡qué gran alivio, saber que' si todavía queda por ahí alguna tentación suelta
la responsabilidad de lo que pase es de quien no la prohibió a tiempo y no de
quien cede a ella!
¿Y si yo te dijera que lo «irresistible» no es más que
una superstición, inventada por los
que le tienen miedo a la libertad? ¿Que todas las instituciones y teorías que
nos ofrecen disculpas para la responsabilidad no nos quieren ver más contentos
sino sabernos más esclavos? ¿Que quien espera a que todo en el mundo sea como
es debido para empezar a portarse él mismo como es debido ha nacido para
mentecato, para bribón o para las dos cosas, que también suele pasar? ¿Que por
muchas prohibiciones que se nos impongan y muchos policías que nos vigilen
siempre podremos obrar mal ‑es decir, contra nosotros mismos‑ si queremos? Pues te lo digo, te lo digo
con toda la convicción del mundo.
Un gran poeta y narrador
argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de sus cuentos la
siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron, como a todos los
hombres, malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en tiempos completamente favorables, en los
que resulte sencillo ser hombre y llevar una buena vida. Siempre ha habido
violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas
como verdades porque son agradables de oír... A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie
consigue lo conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo: por eso virtud deriva etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se
impone en el combate contra la mayoría. ¿Te parece un auténtico fastidio? Pues
pide el libro de reclamaciones... Lo único que puedo garantizarte es que nunca
se ha vivido en Jauja y que la decisión de vivir bien la tiene que tomar cada
cual respecto a sí mismo, día a día, sin esperar a que la estadística le sea
favorable o el resto del universo se lo pida por favor.
El meollo de la
responsabilidad, por si te interesa saberlo, no consiste simplemente en tener
la gallardía o la honradez de asumir las propias meteduras de pata sin buscar
excusas a derecha e izquierda. El tipo responsable es consciente de lo real de su libertad. Y empleo «real» en
el doble sentido de «auténtico» o «verdadero» pero también de «propio de un
rey»: el que toma decisiones sin que nadie por encima suyo le dé órdenes.
Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo, me va
definiendo, me va inventando. Al elegir
lo que quiero hacer voy transformándome
poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla
en el mundo que me rodea. Y claro, una vez empleada mi libertad en irme
haciendo un rostro ya no puedo quejarme o asustarme de lo que veo en el espejo
cuando me miro... Si obro bien cada vez me será más difícil obrar mal (y al
revés, por desgracia): por eso lo ideal es ir cogiendo el vicio... de vivir
bien. Cuando al protagonista de la película del oeste le dan la oportunidad de
que dispare al villano por la espalda y él dice: «Yo no puedo hacer eso», todos entendemos lo que quiere decir.
Disparar, lo que se dice
disparar, sí que podría, pero no tiene semejante costumbre. ¡Por algo es el
«bueno» de la historia! Quiere seguir siendo fiel al tipo que ha elegido ser,
al tipo que se ha fabricado libremente desde tiempo atrás.
Perdona si este capítulo me ha salido demasiado largo
pero es que me he entusiasmado un poco y además ¡tengo tantas cosas que
decirte! Lo dejaremos aquí y cogeremos fuerzas, porque mañana me propongo
hablarte de en qué consiste eso de tratar a las personas como a personas, es
decir con realismo o, si prefieres: con bondad.
Vete leyendo...
«¡Oh, cobarde conciencia, cómo me
afliges!... ¡La luz despide resplandores azulencos!... ¡Es la hora de la
medianoche mortal!... ¡Un sudor frío empapa mis temblorosas carnes!... ¡Cómo!
¿Tengo miedo de mí mismo?... Aquí no hay nadie... Ricardo ama a Ricardo ... Eso
es; yo soy yo... ¿Hay aquí algún asesino?... No ... ¡Sí!... ¡Yo!... ¡Huyamos,
pues!... ¡Cómo! ¿De mí mismo?... i Valiente razón!... ¿Por qué?... ¡Del miedo a
la venganza! ¡Cómo! ¿De mí mismo contra mí mismo? ¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué
causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí mismo? ¡Oh, no! ¡Ay de mí!...
¡Más bien debería odiarme por las infames acciones que he cometido! ¡Soy un
miserable! Pero miento: eso no es verdad... ¡Loco, habla bien de ti! ¡Loco, no
te adules! ¡Mi conciencia tiene millares de lenguas, y cada lengua repite su
historia particular, y cada historia me condena como un miserable! ¡El
perjurio, el perjurio en el más alto grado! ¡El asesinato, el horrendo
asesinato hasta el más feroz extremo! Todos los crímenes diversos, todos
cometidos bajo todas las formas, acuden a acusarme, gritando todos: ¡Culpable!
¡Culpable!... ¡Me desesperaré! ¡No hay criatura humana que me ame! ¡Y si muero,
ningún alma tendrá piedad de mí!... ¿Y por qué había de tenerla? ¡Si yo mismo
no he tenido piedad de mí!» (William Shakespeare, La tragedia de Ricardo III).
«" No hagas a los otros
lo que no quieras que te hagan a ti" es uno de los principios más
fundamentales de la ética. Pero es igualmente justificado afirmar: todo lo que
hagas a otros te lo haces también a ti mismo »(Erich Fromm, Ética y
psicoanálisis).
«Todos, cuando favorecen a
otros, se favorecen a sí mismos; y no me refiero al hecho de que el socorrido
querrá socorrer y el defendido proteger, o que el buen ejemplo retorna,
describiendo un círculo, hacia el que lo da ‑como los malos ejemplos recaen
sobre sus autores, y ninguna piedad alcanza a aquellos que padecen injurias
después de haber demostrado con sus actos que podían hacerse‑, sino a que el
valor de toda virtud radica en ella misma, ya que no se practica en orden al
premio: la recompensa de la acción virtuosa es haberla realizado» (Séneca, Cartas a Lucilio).
CAPÍTULO SÉPTIMO
PONTE EN SU LUGAR
Robinson Crusoe pasea por una
de las playas de la isla en la que una inoportuna tormenta con su
correspondiente naufragio le ha confinado. Lleva su loro al hombro y se protege
del sol gracias a la sombrilla fabricada con hojas de palmera que le tiene
justificadamente orgulloso de su habilidad. Piensa que, dadas las
circunstancias, no puede decirse que se las haya arreglado del todo mal. Ahora
tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias del tiempo y del
asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene vestidos que
le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de la isla, los
dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo
arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de naúfrago solitario.
Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le
parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí,
en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar toda su pacífica
existencia: la huella de un pie humano.
¿De quién será? ¿Amigo o
enemigo? ¿Quizá un enemigo al que puede convertir en amigo? ¿Hombre o mujer?
¿Cómo se entenderá con él o ella? ¿Qué trato
le dará? Robinson está ya acostumbrado a hacerse preguntas desde que llegó
a la isla y a resolver los problemas del modo más ingenioso posible: ¿qué
comeré?, ¿dónde me refugiaré?, ¿cómo me protegeré del sol? Pero ahora la
situación no es igual porque ya no tiene que vérselas con acontecimientos
naturales, como el hambre o la lluvia, ni con fieras salvajes, sino con otro ser
humano: es decir, con otro Robinson o con otros Robinsones y Robinsonas. Ante
los elementos o las bestias, Robinson ha podido comportarse sin atender a nada
más que a su necesidad de supervivencia. Se trataba de ver si podía con ellos o
ellos podían con él, sin otras complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa
ya no es tan simple. Debe sobrevivir, desde luego, pero ya no de cualquier modo. Si Robinson se ha
convertido en una fiera como las demás que rondan por la selva, a causa de su
soledad y su desventura, no se preocupará más que de si el desconocido causante
de la huella es un enemigo a eliminar o una presa a devorar. Pero si aún quiere
seguir siendo un hombre... Entonces se las va a ver no ya con una presa o un
simple enemigo, sino con un rival 0 un posible compañero; en cualquier caso,
con un semejante.
Mientras está solo, Robinson
se enfrenta a cuestiones técnicas, mecánicas, higiénicas, incluso científicas,
si me apuras. De lo que se trata es de salvar
la vida en un medio hostil y desconocido. Pero cuando encuentra la huella
de Viernes en la arena de la playa empiezan sus problemas éticos. Ya no se trata solamente de sobrevivir, como una fiera o
como una alcachofa, perdido en la naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir humanamente, es decir, con otros o
contra otros hombres, pero entre hombres.
Lo que hace «humana» a la vida es el transcurrir en compañía de humanos,
hablando con ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado,
amando, haciendo proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando
juntos las cosas comunes, jugando, intercambiando símbolos... La ética no se
ocupa de cómo alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de
protegerse del frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse,
cuestiones todas ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas
circunstancias; lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir bien la vida
humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo arreglárselas
para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo cual sin duda es
un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo que pierde o
malgasta es lo humano de su vida y eso, francamente, tampoco tiene ninguna
gracia.
Antes te dije que la huella en
la arena anunció a Robinson la proximidad comprometedora de un semejante. Pero vamos a ver, ¿hasta qué
punto era Viernes semejante a Robinson? Por un lado, un europeo del siglo XVII,
poseedor de los conocimientos científicos más avanzados de su época, educado en
la religión cristiana, familiarizado con los mitos homéricos y con la imprenta;
por otro, un salvaje caníbal de los mares del Sur, sin más cultura que la
tradición oral de su tribu, creyente en una religión politeísta y desconocedor
de la existencia de las grandes ciudades contemporáneas como Londres o
Amsterdam. Todo era diferente del uno al otro: color de la piel, aficiones
culinarias, entretenimientos... Seguro que por las noches ni siquiera sus
sueños tenían nada en común. Y sin embargo, pese a tantas diferencias, también
había entre ellos rasgos fundamentalmente parecidos, semejanzas esenciales que
Robinson no compartía con ninguna fiera ni con ningún árbol o manantial de la
isla. Para empezar, ambos hablaban, aunque
fuese en lenguas muy distintas. El mundo estaba hecho para ellos de símbolos y
de relaciones entre símbolos, no de puras cosas sin nombre. Y tanto Robinson
como Viernes eran capaces de valorar los
comportamientos, de saber que uno puede hacer ciertas cosas que están «bien» y
otras que son por el contrario «malas». A primera vista, lo que ambos
consideraban «bueno» y «malo» no era ni mucho menos igual, porque sus
valoraciones concretas provenían de culturas muy lejanas: el canibalismo, sin
ir más lejos, era una costumbre razonable y aceptada para Viernes, mientras que
a Robinson ‑como a ti, supongo, por tragaldabas que seas‑ le merecía el más
profundo de os horrores. Y a pesar de ello los dos coincidían en suponer que
hay criterios destinados a justificar
qué es aceptable y qué es horroroso. Aunque tuvieran posiciones muy distintas
desde las que discutir, podían llegar
a discutir y comprender de qué estaban discutiendo. Ya es bastante más de lo
que se suele hacer con un tiburón o con una avalancha de rocas, ¿no?.
Todo eso está muy bien, me dirás, pero lo cierto es que
por muy semejantes que sean los hombres no está claro de antemano cuál sea la
mejor manera de comportarse respecto a ellos. Si la huella en ‑la arena que
encuentra Robinson pertenece a un miembro de la tribu de caníbales que pretende
comérselo estofado, su actitud ante el desconocido no deberá ser la misma que
si se trata del grumete del barco que viene por fin a rescatarle. Precisamente
porque los otros hombres se me parecen mucho pueden resultarme más peligrosos que cualquier animal feroz o
que un terremoto. No hay peor enemigo que un enemigo inteligente, capaz de
hacer planes minuciosos, de tender trampas o de engañarme de mil maneras. Quizá
entonces lo mejor sea tomarles la delantera y ser uno el primero en tratarles,
por medio de violencia o emboscadas, como si ya fuesen efectivamente esos enemigos que pudieran llegar a ser...
Sin embargo, esta actitud no es tan prudente como parece a primera vista: al
comportarme ante mis semejantes como enemigo, aumento sin duda las
posibilidades de que ellos se conviertan sin remedio en enemigos míos también;
y además pierdo la ocasión de ganarme su amistad o de conservarla si en
principio estuviesen dispuestos a ofrecérmela.
Mira este otro
comportamiento posible ante nuestros peligrosos semejantes. Marco Aurelio fue
emperador de Roma y además filósofo, lo cual es bastante raro porque los
gobernantes suelen interesarse poco por las cuestiones que no sean
indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba anotar algo así como
unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose consejos o hasta pegándose
broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez (acudo a la memoria, no al
libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra): «Al levantarte hoy,
piensa que a lo largo del día te encontrarás con algún mentiroso, con algún
ladrón, con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda que has de tratarles
como a hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto te resultan tan
imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la superior.» Para Marco
Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es si su conducta me
parece conveniente o no, sino que ‑en cuanto humanos‑ me convienen y eso nunca debo olvidarlo al tratar con ellos. Por malos
que sean, su humanidad coincide con la mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría
quizá vivir pero no vivir humanamente. Aunque tenga algún diente postizo y dos
o tres con caries, siempre es más conveniente a la hora de comer contar con una
mandíbula inferior que ayude a la superior...
Y es que esa misma semejanza en la inteligencia, en la
capacidad de cálculo y proyecto, en las pasiones y los miedos, eso mismo que
hace tan peligrosos a los hombres para mí cuando quieren serlo, los hace
también supremamente útiles. Cuando un ser humano me viene bien, nada puede
venirme mejor. A ver, ¿qué conoces tú que sea mejor que ser amado? Cuando
alguien quiere dinero, o poder, o prestigio... ¿acaso no apetece esas riquezas
para poder comprar la mitad de lo que cuando uno es amado recibe gratis? Y
¿quién me puede amar de verdad sino otro ser como yo, que funcione igual que
yo, que me quiera en tanto que humano... y a pesar de ello? Ningún bicho, por
cariñoso que sea, puede darme tanto como otro ser humano, incluso aunque sea un
ser humano algo antipático. Es muy cierto que a los hombres debo tratarlos con
cuidado, por si acaso. Pero ese «cuidado» no puede consistir ante todo en
recelo o malicia, sino en el miramiento que se tiene al manejar las cosas
frágiles, las cosas más frágiles de todas... porque no son simples cosas. Ya
que el vínculo de respeto y amistad con los otros humanos es lo más precioso
del mundo para mí, que también lo soy, cuando me las vea con ellos debo tener
principal interés en resguardarlo y hasta mimarlo, si me apuras un poco. Y ni
siquiera a la hora de salvar el pellejo es aconsejable que olvide por completo
esta prioridad.
Marco Aurelio, que era emperador y filósofo pero no
imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes: que hay gente que roba, que
miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por aquello de llevarse bien
con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas. Pero tenía bastante
claras dos cosas que me parecen muy importantes:
primera: que quien roba, miente, traiciona, viola, mata
o abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser humano. Aquí el
lenguaje es engañoso, porque al acuñar el título de infamia («ése es un
ladrón», «aquélla una mentirosa», «tal otro un criminal») nos hace olvidar un
poco que se trata siempre de seres humanos que, sin dejar de serlo, se
comportan de manera poco recomendable. Y quien «ha llegado» a ser algo
detestable, como sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo
en lo más conveniente para nosotros, lo más imprescindible...
Segunda: Una de las características
principales de todos los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor
parte de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás.
Por eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que
conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo
que llamamos «civilización», «cultura», etc., hay un poco de invención y
muchísinio de imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada
hombre debería empezarlo todo desde cero. Por eso es tan importante el ejemplo que damos a nuestros congéneres
sociales: es casi seguro que en la mayoría de los casos nos tratarán tal como
se vean tratados. Si repartimos a troche y moche enemistad, aunque sea
disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor que más
enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los demás
siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué
molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los
canallas? Marco Aurelio te contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya
crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar,
y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por
tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de
lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha?
¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en
lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura? »
Pero estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos
que llamamos « malos »,. es decir, los que tratan a los demás humanos como a
enemigos en lugar de procurar su amistad. Seguro que recuerdas la película Frankenstein, interpretada por ese entrañable
monstruo de monstruos que fue Boris Karloff. Intentamos verla juntos en la tele cuando eras bastante pequeñajo y
tuve que apagar porque, según me dijiste con elegante franqueza, « me parece
que empieza a darme demasiado miedo».
Bueno, pues en la novela de Mary W. Shelley en la que se basa la película, la
criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya
arrepentido inventor: « Soy malo porque soy desgraciado. »Tengo la impresión de
que la mayoría de los supuestos «malos» que corren por el mundo podrían decir
lo mismo cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada
con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad, o porque carecen de
cosas necesarias que otros muchos poseen: desgracias, como verás. 0 porque
padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin
amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor
Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No
conozco gente que sea mala de Puro feliz ni que martirice al prójimo como señal
de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que
abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son Cómplices. Pero la
ignorancia, aunque esté satisfecha de sí misma, también es una forma de
desgracia...
Ahora bien: si cuanto más
feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no será cosa
prudente intentar fomentar todo lo posible la felicidad de los demás en lugar
de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora en la
desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio... se la está buscando. ¡Que
no se queje luego de que haya tantos malos sueltos! A corto plazo, tratar a los
semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está lleno de «pillines» o de descarados
canallas que se consideran sumamente astutos cuando sacan provecho de la buena
intención de los demás y hasta de sus desventuras. Francamente, no me parecen
tan « listos » como ellos se halagan en creer. La mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes no es la
posesión de más cosas (o el dominio sobre más personas tratadas como cosas,
como instrumentos) sino la complicidad y
afecto de más seres libres. Es decir, la ampliación y refuerzo de mi humanidad. «Y eso ¿para qué sirve?»,
preguntará el pillo, creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo que tú
puedes responderle: «No sirve para
nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos
sirven y aquí ya te he dicho que estamos hablando de seres libres.» El problema del canalla es que
no sabe que la libertad no sirve ni gusta de ser servida sino que busca contagiarse. Tiene mentalidad de
esclavo, el pobrecillo... ¡por muy «rico» en cosas que se considere a sí mismo!
Y suspira luego el canalla, ahora ya tembloroso y
reducido a simple pillín: « Si yo no me aprovecho de los otros, ¡seguro que son
los otros los que se aprovechan de mí! » Es una cuestión de ratones‑esclavos y
leones‑Iibres, con las debidas reverencias para ambas especies zoológicas de
mi mayor consideración. Diferencia número uno entre el que ha nacido para
ratón y el que ha nacido para león: el ratón pregunta «¿qué me pasará?» y el
león «¿qué haré?». Número dos: el ratón quiere obligar a los demás a que le
quieran para así ser capaz de quererse a sí mismo y el león se quiere a sí
mismo por lo que es capaz de querer a los demás. Número tres: el ratón está
dispuesto a hacer lo que sea contra los demás para prevenir lo que los demás
pueden hacer contra él, mientras que el león considera que hace a favor de sí
mismo todo lo que hace a favor de los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la
cuestión! Para el león está bastante claro ‑«tenebrosamente claro», como
diría el poeta Antonio Machado‑ que el primer perjudicado cuando intento
perjudicar a mi semejante soy precisamente yo mismo... y en lo que tengo de más
valioso, de menos servil.
Llegamos por fin al
momento de intentar responder a una pregunta cuya contestación directa
(indirectamente y con rodeos hace bastantes páginas que no hablamos de otra
cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar a las
personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar. Reconocer
a alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento
su propio punto de vista. Es algo que sólo de una manera muy novelesca y dudosa
puedo pretender con un murciélago o con un geranio, pero que en cambio se
impone con los seres capaces de manejar símbolos como yo mismo. A fin de
cuentas, siempre que hablamos con
alguien lo que hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora es «yo»
sabe que se convertirá en «tú» y viceversa. Si no admitiésemos que existe algo
fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que
otro es para mí) no podríamos cruzar ni
palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en cierto
modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de
enfrente nos pertenece... Y eso aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque yo
sea hombre y el otro mujer, aunque yo sea blanco y el otro negro, aunque yo sea
tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y el otro enfermo, aunque yo sea
rico y el otro pobre. « Soy humano ‑dijo un antiguo poeta latino‑ y nada de lo
que es humano puede parecerme ajeno.» Es decir: tener conciencia de mi
humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales
diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo dentro de cada uno de mis semejantes.
Para empezar, como palabra...
Y no sólo para poder hablar con ellos, claro está.
Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación
simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones. Pues eso es algo a lo que
todo hombre tiene derecho frente a los demás hombres, aunque sea el peor de
todos: tiene derecho ‑derecho humano‑ a
que alguien intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que
siente. Aunque sea para condenarle en nombre de leyes que toda sociedad debe
admitir. En una palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle en serio, considerarle tan plenamente real como a ti mismo. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano
Kane? ¿O a Gloucester? Se tomaron tan en serio a sí mismos, tuvieron tan en
cuenta sus deseos y ambiciones, que actuaron como si los demás no fuesen de
verdad, como si fuesen simples muñecos o fantasmas: los aprovechaban cuando
les venía bien su colaboración, los desechaban o mataban si ya no les
resultaban utilizables. No hicieron el mínimo esfuerzo por ponerse en su lugar,
por relativizar su interés propio
para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya sabes cómo les fue.
No te estoy diciendo que
haya nada malo en que tengas tus propios intereses,
ni tampoco que debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de
tu vecino. Los tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo
demás son cuentos. Pero fíjate en la palabra misma «interés»: viene del latín
inter esse, lo que está entre varios,
lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de «relativizar» tu interés
quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras
solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras
realidades tan «de verdad» como tú mismo. De modo que todos los intereses que
puedas tener son relativos (según otros intereses, según las circunstancias,
según leyes y costumbres de la sociedad en que vives) salvo un interés, el
único interés absoluto: el interés
de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el
que no puede haber «buena vida». Por mucho que pueda interesarte algo, si miras
bien nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el
lugar de aquellos con los que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su
lugar no sólo debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de
participar de algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores,
anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía
por el otro (o si prefieres compasión,
pues ambas voces tienen etimologías semejantes, la una derivando del
griego y la otra del latín), es decir ser capaz de experimentar en cierta
manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en
su querer. Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea,
pasión y carne. 0 como lo dijo más bella y profundamente Shakespeare: todos
los humanos estamos hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños.
Que se note que nos damos cuenta de ese parentesco.
Tomarte al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte
en su lugar para aceptar prácticamente que es tan real como tú mismo, no
significa que siempre debas darle la razón en lo que reclama o en lo que hace.
Ni tampoco que, como le tienes por tan real como tú mismo y semejante a ti,
debas, comportarte como si fueseis idénticos.
El dramaturgo y humorista Bernard Shaw solía decir: « No siempre hagas a
los demás lo que desees que te hagan a ti: ellos pueden tener gustos
diferentes.» Sin duda los hombres somos semejantes, sin duda sería estupendo
que llegásemos a ser iguales (en cuanto a oportunidades al nacer y luego ante
las leyes), pero desde luego no somos ni tenemos por qué empeñarnos en ser
idénticos. ¡Menudo aburrimiento y menuda tortura generalizada! Ponerte en el
lugar del otro es hacer un esfuerzo de objetividad por ver las cosas como él
las ve, no echar al otro y ocupar tú
su sitio... O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir siendo
tú. El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia de
nuestros vecinos, a ser más o menos raros.
Y no hay derecho a obligar a otro a que deje de ser «raro» por su bien,
salvo que su «rareza» consista en hacer daño al prójimo directa y claramente...
Acabo de emplear la palabra
«derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué?
Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que
ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia.
Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes
establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que
debemos hacer cada uno ‑si querernos vivir bien‑ por entender lo que nuestros
semejantes pueden esperar de
nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo
mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes
conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y nada más. Muchas veces por
muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos
multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el
fondo injusto. Toda ley escrita no es
más que una abreviatura, una simplificación ‑a menudo imperfecta‑ de lo que tu
semejante puede esperar concretamente de ti,
no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las
personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a
menudo demasiado íntimas, como para
que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que
nadie puede ser justo por ti si tú no
te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que
el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es
humano... y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede
imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una
compasión justa.
¡Vaya, me ha salido otro
capítulo larguísimo! Pero tengo la excusa de que éste es el capítulo más
importante de todos. Lo fundamental de la ética de la que quiero hablarte he
intentado decirlo en estas últimas páginas. Me atrevería a pedirte que, si no
estás demasiado harto, lo leyeras otra vez antes de pasar más adelante. Aunque
si no lo haces porque estás algo cansado... ¡bueno, me pongo en tu lugar!
Vete leyendo...
«Un día, cerca del
mediodía, cuando iba a visitar mi canoa, me sorprendió de una manera extraña el
descubrir sobre la arena la reciente huella de un pie descalzo. Me paré de
repente, como herido por un rayo o como si hubiese visto alguna aparición.
Escuché, dirigí la vista alrededor mío, pero nada vi, no oí nada...» (Daniel
Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe).
«Toda vida verdadera es
encuentro» (Martin Buber, Yo y tú).
«Unido con sus
semejantes por el más fuerte de todos los vínculos, el de un destino común, el
hombre libre encuentra que siempre lo acompaña una nueva visión que proyecta
sobre toda tarea cotidiana la luz del amor. La vida del hombre es una larga
marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado por el
cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos pueden esperar alcanzar, y donde
nadie puede detenerse mucho tiempo. Uno tras otro, a medida que avanzan,
nuestros camaradas se alejan de nuestra vista, atrapados por las órdenes
silenciosas de la muerte omnipotente. Muy breve es el lapso durante el cual
podemos ayudarlos, en el que se decide su felicidad o su miseria. ¡Ojalá nos
corresponda derramar luz solar en su senda, iluminar sus penas con el bálsamo
de la simpatía, darles la pura alegría de un afecto que nunca se cansa,
fortalecer su ánimo desfalleciente, inspirarles fe en horas de desesperanza»
(Bertrand Russell, Misticismo y lógica).
«Nunca hubo adepto de la
virtud y enemigo del placer tan triste y tan rígido como para predicar las
vigilias, los trabajos y las austeridades sin ordenar, al mismo tiempo,
dedicarse con todas sus fuerzas a aliviar la pobreza y la miseria de los otros.
Todos estiman que incluso hay que glorificar, con el título de humanidad, el
hecho de que el hombre es para el hombre salvación y consuelo, puesto que es esencialmente
"humano" ‑y ninguna virtud es tan propia del hombre como ésta‑
suavizar lo más posible las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza,
devolver la alegría de vivir, es decir: el placer» (Tomás Moro, Utopía).
CAPÍTULO VIII
TANTO GUSTO
Imagínate que alguien te
informa de que tu amigo Fulanito o tu amiga Zutanita han sido detenidos por
«conducta inmoral» en la vía pública. Puedes estar seguro de que su
«inmoralidad» no ha consistido en saltarse un semáforo en rojo, o en haber
dicho a alguien una mentira muy gorda en plena calle, ni tampoco es que hayan
sustraído una cartera aprovechando las apreturas urbanas. Lo más probable es
que el salido de Fulanito se dedicase a palmear con rudo aprecio el trasero de
las mejores jamonas que se fueran cruzando en su camino o que la descocada de
Zutanita, tras unas cuantas copas, se haya empeñado en mostrar a los viandantes
que su anatomía nada tiene que envidiar a la de Sabrina o Marta Sánchez. Y si
alguna persona de las llamadas «respetables» (¡como si el resto de las personas
no lo fuesen!) te anuncia en tono severo que tal o cual película es «inmoral»,
ya sabes que no se refiere a que aparezcan varios asesinatos en la pantalla o a
que los personajes ganen dinero por medios poco limpios sino a... bueno, tú ya
sabes a lo que se refieren.
Cuando la gente habla de
«moral» y sobre todo de «inmoralidad», el ochenta por cien. to de las veces ‑y
seguro que me quedo corto‑ el sermón trata de algo referente al sexo. Tanto que
algunos creen que la moral se dedica ante todo a juzgar lo que la gente hace
con sus genitales. El disparate no puede ser mayor y supongo que por poca
atención que le hayas dedicado a lo que te vengo diciendo hasta ahora ya no se
te ocurrirá compartirlo. En el sexo, de por sí, no hay nada más «inmoral» que
en la comida o en los paseos por el campo; claro que alguien puede comportarse
inmoralmente en el sexo (utilizándolo para hacer daño a otra persona, por
ejemplo), lo mismo que hay quien se come el bocadillo del vecino o aprovecha
sus paseos para planear atentados terroristas. Y por supuesto, como la relación
sexual puede llegar a establecer vínculos muy poderosos y complicaciones
afectivas muy delicadas entre la gente, es lógico que se consideren
especialmente los miramientos debidos
a los semejantes en tales casos. Pero, por lo demás, te digo rotundamente que
en lo que hace disfrutar a dos y no daña a ninguno no hay nada de malo. El que
de veras está malo es quien cree que hay algo de malo en disfrutar... No sólo
es que «tenernos» un cuerpo, corno suele decirse (casi con resignación), sino
que somos un cuerpo, sin cuya
satisfacción y bienestar no hay vida buena que valga. El que se avergüenza de
las capacidades gozosas de su cuerpo es tan bobo como el que se avergüenza de
haberse aprendido la tabla de multiplicar.
Desde luego, una de las funciones indudablemente
importantes del sexo es la procreación.
¡Qué te voy a contar a ti, que eres hijo mío! Y es una consecuencia que no
puede ser tomada a la ligera, pues impone obligaciones ciertamente éticas:
repasa, si no te acuerdas, lo que te he contado antes sobre la responsabilidad como reverso inevitable
de la libertad. Pero la experiencia sexual no puede limitarse simplemente a la función procreadora. En los seres
humanos, los dispositivos naturales para asegurar la perpetuación de la especie
tienen siempre otras dimensiones que la biología no parece haber previsto. Se
les añaden símbolos y refinarnientos, invenciones preciosas de esa libertad sin
la que los hombres no seríamos hombres. Es paradójico que sean los que ven algo
de « malo » o al menos de «turbio » en el sexo quienes dicen que dedicarse con
demasiado entusiasmo a él animaliza al
hombre.
La verdad es que son precisamente los animales quienes
sólo emplean el sexo para procrear, lo mismo que sólo utilizan la comida para
alimentarse o el ejercicio físico para conservar la salud; los humanos, en
cambio, hemos inventado el erotismo, la gastronomía y el atletismo. El sexo es
un mecanismo de reproducción para los hombres, como también para los ciervos y
los besugos; pero en los hombres produce otros muchos efectos, por ejemplo la
poesía lírica y la institución matrimonial, que ni los ciervos ni los besugos
conocen (no sé si por desgracia o por suerte para ellos). Cuanto más se separa
el sexo de la simple procreación, menos animal y más humano resulta. Claro que
de ello se derivan consecuencias buenas y malas, como siempre que la libertad
está en juego... Pero de ese problema te vengo hablando casi desde la primera
página de este rollo.
Lo que se agazapa en toda esa
obsesión sobre la «inmoralidad» sexual no es ni más ni menos que uno de los más
viejos temores sociales del hombre: el
miedo al placer. Y como el placer sexual destaca entre los más intensos y
vivos que pueden sentirse, por eso se ve rodeado de tan enfáticos recelos y
cautelas. ¿Por qué asusta el placer? Supongo que será porque nos gusta
demasiado. A lo largo de los siglos, las sociedades siempre han intentado
evitar que sus miembros se aficionasen a darle marcha al cuerpo a todas horas,
olvidando el trabajo, la previsión del futuro y la defensa del grupo: la verdad
es que uno nunca se siente tan contento y de acuerdo con la vida como cuando
goza, pero si se olvida de todo lo demás puede no durar mucho vivo. La
existencia humana ha sido en toda época y momento un juego peligroso y eso vale para las primeras tribus que se agruparon
junto al fuego hace millares de años y para quienes hoy tenemos que cruzar la
calle cuando vamos a comprar el periódico. El placer nos distrae a veces más de la cuenta, cosa que puede resultarnos fatal.
Por eso los placeres se han visto siempre acosados por tabúes y restricciones,
cuidadosamente racionados, permitidos sólo en ciertas fechas, etc.: se trata de
precauciones sociales (que a veces perduran aun cuando ya no hacen falta) para
que nadie se distraiga demasiado del peligro de vivir.
Por otro lado están quienes sólo disfrutan no dejando
disfrutar. Tienen tanto miedo a que el placer les resulte irresistible, se
angustian tanto pensando lo que les puede pasar si un día le dan de verdad
gusto al cuerpo, que se convierten en calumniadores
profesionales del placer. Que si el sexo esto, que si la comida y la bebida
lo otro, que si el juego lo de más allá, que si basta de risas Y fiestas con lo
triste que es el mundo, etc.
Tú, ni caso. Todo puede llegar a sentar mal o servir
para hacer el mal, pero nada es malo sólo
por el hecho de que te dé gusto hacerlo. A los calumniadores profesionales
del placer se les llama «puritanos». ¿Sabes quién es puritano? El que asegura
que la señal de que algo es bueno consiste en que no nos gusta hacerlo. El que
sostiene que siempre tiene más mérito sufrir que gozar (cuando en realidad
puede ser más meritorio gozar bien que
sufrir mal). Y lo peor de todo: el
puritano cree que cuando uno vive bien tiene
que pasarlo mal y que cuando uno lo pasa mal
es porque está viviendo bien. Por supuesto, los puritanos se consideran la
gente más «moral» del mundo y además guardianes de la moralidad de sus vecinos.
No quiero ser exagerado, aunque suelo serlo, pero yo te diría que es más
«decente» y más «moral» el sinvergüenza corriente que el puritano oficial. Su
modelo suele ser la señora de aquel cuento... ¿te acuerdas? Llamó a la policía
para protestar de que había unos chicos desnudos bañándose delante de su casa.
La policía alejó a los chicos, pero la señora volvió a llamar diciendo que se
estaban bañando (desnudos, siempre desnudos) un poco más arriba y que seguía el
escándalo. Vuelta a alejarlos la policía y vuelta a protestar la señora. «Pero señora
‑dijo el inspector‑, si los hemos mandado a más de un kilómetro y medio de
distancia ... » Y la puritana contestó, «virtuosamente» indignada: «¡Si, pero
con los gemelos todavía sigo viéndoles! »
Corno a mi juicio el
puritanismo es la actitud más opuesta que puede darse a la ética, no me oirás
ni una palabra contra el placer ni por supuesto intentaré de ningún modo que te
avergüences, aunque sea poquito, por
el apetito de disfrutar lo más posible con cuerpo y alma. Incluso estoy
dispuesto a repetirte con la mayor convicción el consejo de un viejo maestro
francés que mucho te recomiendo, Michel de Montaigne: «Hay que retener con
todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años
nos quitan de entre las manos unos después de otros. » En esa frase de
Montaigne quiero destacarte dos cosas. La primera aparece al final de la
recomendación y dice que los años nos van quitando sin cesar posibilidades de
gozo por lo que no es prudente esperar demasiado para decidirse a pasarlo bien.
Si tardas mucho en pasarlo bien, terminas por pasar de pasarlo bien... Hay que
saber entregarse al saboreo del presente, lo que los romanos (y el un poco
latoso profe‑poeta de El club de los
poetas muertos) resumían en‑el dicho carpe
diem. Pero esto no quiere decir que tengas que buscar hoy todos los
placeres sino que debes buscar todos los
placeres de hoy. Uno de los medios más seguros de estropear los goces del
presente es empeñarte en que cada momento tenga de todo y que te brinde las satisfacciones más dispares e
improbables. No te obsesiones con meter a la fuerza en el instante que vives
los place‑ 1 res que no pegan; procura más bien encontrarle el guiño placentero
a todo lo que hay. Vamos: no dejes que se te enfríe el huevo frito por
esforzarte a contracorriente en conseguir una hamburguesa ni te amargues la
hamburguesa ya servida porque le falta ketchup...
Recuerda que lo placentero no es el huevo, ni la hamburguesa, ni la salsa,
sino lo bien que tú sepas disfrutar
con lo que te rodea.
Lo cual me lleva al
principio de la cita de Montaigne que antes te puse, cuando habla de aferrarse
con uñas y dientes «al uso de los placeres de la vida». Lo bueno es usar los
placeres, es decir, tener siempre cierto control sobre ellos que no les permita
revolverse contra el resto de lo que forma tu existencia personal. Recuerda que
hace bastantes páginas, con motivo de Esaú y sus lentejas recalentadas,
hablamos de la complejidad de la vida
y de lo recomendable que es para vivirla bien no simplificarla más de lo
debido. El placer es muy agradable pero tiene una fastidiosa tendencia a lo
excluyente: si te entregas a él con demasiada generosidad es capaz de irte
dejando sin nada con el pretexto de hacértelo pasar bien. Usar los placeres, como dice Montaigne, es no permitir que cualquiera
de ellos te borre la posibilidad de todos los otros y que ninguno te esconda
por completo el contexto de la vida
nada simple en que cada uno tiene su ocasión. La diferencia entre el «uso» y el
«abuso» es precisamente ésa: cuando usas un placer, enriqueces tu vida y no
sólo el placer sino que la vida misma te gusta cada vez más; es señal de que
estás abusando el notar que el placer te va empobreciendo la vida y que ya no
te interesa la vida sino sólo ese particular placer. 0 sea que el placer ya no
es un ingrediente agradable de la plenitud de la vida, sino un refugio para escapar de la vida, para esconderte de
ella y calumniarla mejor...
A veces decimos eso de «me
muero de gusto». Mientras se trate de lenguaje figurado no hay nada que
objetar, porque uno de los efectos benéficos del placer muy intenso es disolver todas esas armaduras de rutina,
miedo y trivialidad que llevamos puestas y que a menudo nos amargan más de lo
que nos protegen; al perder esas corazas parecernos «morir» respecto a lo que habitualmente
somos, pero para renacer luego más fuertes y animosos. Por eso los franceses,
especialistas delicados en esos temas, llaman al orgasmo «la petite mort», la muertecita...
Se trata de una «muerte» para vivir más y mejor, que nos hace más sensibles,
más dulce o fieramente apasionados. Sin embargo, en otros casos el gusto que
obtenemos amenaza con matarnos en el sentido más literal e irremediable de la
palabra. 0 mata nuestra salud y nuestro cuerpo, o nos embrutece matando nuestra
humanidad, nuestros miramientos para con los demás y para con el resto de lo
que constituye nuestra vida. No voy a negarte que haya ciertos placeres por los
que pueda merecer la pena jugarse la
vida. El «instinto de conservación» a toda costa está muy bien pero no es más que
eso: un instinto. Y los humanos vivimos un poco más allá de los instintos o si
no la cosa tiene poca gracia. Desde el punto de vista del médico o del
acojonado profesional, ciertos placeres nos hacen daño y suponen un peligro, aunque
para quienes tenemos una perspectiva menos clínica sigan siendo muy respetables
y considerables. Sin embargo, permíteme que desconfíe de todos los placeres
cuyo principal encanto parezca ser el «daño» y el «peligro» que proporcionan.
Una cosa es que te «mueras de gusto» y otra bastante distinta que el gusto
consista en morirse... o al menos en ponerse «a morir». Cuando un placer te
mata, o está siempre ‑para darte gusto‑ a punto de matarte o va matando en ti
lo que en tu vida hay de humano (lo que hace tu existencia ricamente compleja y
te permite ponerte en el lugar de los otros)... es un castigo disfrazado de placer, una vil trampa de nuestra enemiga la
muerte. La ética consiste en apostar a favor de que la vida vale la pena, ya
que hasta las penas de la vida valen la pena. Y valen la pena porque es a
través de ellas como podemos alcanzar los placeres de la vida, siempre
contiguos ‑es el destino‑ a los dolores. De modo que si me das a elegir
obligadamente entre las penas de la vida y los placeres de la muerte, elijo sin
dudar las primeras... ¡precisamente porque lo que me gusta es disfrutar y no
perecer! No quiero placeres que me permitan huir
de la vida, sino que me la hagan más intensamente grata.
Y ahora viene la pregunta del
millón: ¿cuál es la mayor gratificación que
puede darnos algo en la vida? ¿Cuál es la recompensa más alta que podemos
obtener de un esfuerzo, una caricia, una palabra, una música, un conocimiento,
una máquina, o de montañas de dinero, del prestigio, de la gloria, del poder,
del amor, de la ética o de lo que se te ocurra? Te advierto que la respuesta es
tan sencilla que corre el riesgo de decepcionarte: lo máximo que podemos
obtener sea de lo que sea es alegría. Todo
cuanto lleva a la alegría tiene justificación (al menos desde un punto de
vista, aunque no sea absoluto) y todo lo que nos aleja sin remedio de la
alegría es un camino equivocado. ¿Qué es la alegría? Un «sí» espontáneo a la
vida que nos brota de dentro, a veces cuando menos lo esperamos. Un «sí» a lo
que somos, o mejor, a lo que sentimos ser.
Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y no echa de menos nada;
quien no tiene alegría ‑por sabio, guapo, sano, rico, poderoso, santo, etc.,
que sea‑ es un miserable que carece de lo más importante. Pues bien, escucha:
el placer es estupendo y deseable cuando sabemos ponerlo al servicio de la
alegría, pero no cuando la enturbia o la compromete. El límite negativo del
placer no es el dolor, ni siquiera la muerte, sino la alegría: en cuanto
empezamos a perderla por determinado deleite, seguro que estamos disfrutando
con lo que no nos conviene. Y es que la alegría, no sé si vas a entenderme
aunque no logro explicarme mejor, es una experiencia que abarca placer y dolor,
muerte y vida; es la experiencia que definitivamente acepta el placer y el dolor, la muerte y la vida.
Al arte de poner el placer al
servicio de la alegría, es decir, a la virtud que sabe no ir a caer del gusto
en el disgusto, se le suele llamar desde tiempos antiguos templanza.
Se trata de una habilidad
fundamental del hombre libre pero hoy no está muy de moda: se la quiere
sustituir por la abstinencia radical
o por la prohibición policíaca. Antes
que intentar usar bien algo de lo que se puede usar mal (es decir, abusar), los
que han nacido para robots prefieren renunciar por completo a ello y, si es
posible, que se lo prohiban desde fuera, para que así su voluntad tenga que
hacer menos ejercicio. Desconfían de todo lo que les gusta; o, aún peor, creen
que les gusta todo aquello de lo que desconfían. « ¡Que no me dejen entrar en
un bingo, porque me lo jugaré todo! ¡Que no me consientan probar un porro, porque me convertiré en un
esclavo babeante de la droga! » Etc. Son como esa gente que compra una máquina
que les da masajes en la barriga para no tener que hacer flexiones con su
propio esfuerzo. Y claro, cuanto más se privan a la fuerza de las cosas, más
locamente les apetecen, más se entregan a ellas con mala conciencia, dominados
por el más triste de todos los placeres: el placer de sentirse culpables. Desengáñate: cuando a uno le
gusta sentirse «culpable», cuando uno cree que un placer es más placer
auténtico si resulta en cierto modo «criminal», lo que se está pidiendo a
gritos es castigo... El mundo está
lleno de supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo es que les castiguen
por ser libres, que algún poder superior de este mundo o de otro les impida
quedarse a solas con sus tentaciones.
En cambio, la templanza
es amistad inteligente con lo que nos hace disfrutar. A quien te diga que los
placeres son «egoístas» porque siempre hay alguien sufriendo mientras tú gozas,
le respondes que es bueno ayudar al otro en lo posible a dejar de sufrir, pero
que es malsano sentir remordimientos por no estar en ese momento sufriendo
también 0 por estar disfrutando como el otro quisiera poder disfrutar.
Comprender el sufrimiento de quien padece e intentar remediarlo no supone más
que interés porque el otro pueda gozar también, no vergüenza porque tú estés
gozando. Sólo alguien con muchas ganas de amargarse la vida y amargársela a los
demás puede llegar a creer que siempre se goza contra alguien. Y a quien veas
que considera «sucios» y «animales» todos los placeres que no comparte o que no
se atreve a permitirse, te doy permiso para que le tengas por sucio y por
bastante animal. Pero yo creo que esta cuestión ha quedado ya suficientemente
clara, ¿no?
Vete leyendo...
«Lo que el oído desea
oír es música, y la prohibición de oír música se llama obstrucción al oído. Lo
que el ojo desea es ver belleza, y la prohibición de ver belleza es llamada
obstrucción a la vista. Lo que la nariz desea es oler perfume, y la prohibición
de oler perfume es llamada obstrucción al olfato. De lo que la boca quiere
hablar es de lo justo e injusto, y la prohibición de hablar de lo justo e
injusto es llamada obstrucción al entendimiento. Lo que el cuerpo desea
disfrutar son ricos alimentos y bellas ropas, y la prohibición de gozar de
éstos se llama obstrucción a las sensaciones del cuerpo. Lo que la mente quiere
es ser libre, y la prohibición a esta libertad se llama obstrucción a la
naturaleza» (Yang Chu, siglo in d.C.).
«El vicio corrige mejor
que la virtud. Soporta a un vicioso y tomarás horror al vicio. Soporta a un
virtuoso y pronto odiarás a la virtud entera» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
«La moderación presupone
el placer; la abstinencia, no. Por eso hay más abstemios que moderados»
(Lichtenberg, Aforismos).
«La única libertad que
merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino
propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse
por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea
física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a
cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás»
(John Stuart Mill, Sobre la libertad).
CAPÍTULO NOVENO
ELECCIONES GENERALES
Por todas partes te lo van a decir, de modo que no
tendremos más remedio que hablar también un poco de ello. « ¡La política es una
vergüenza, una inmoralidad! ¡Los políticos no tienen ética! »: ¿a que has oído
repetir cosas así un millón de veces? Como primera norma, en estas cuestiones
de las que venimos hablando, lo más prudente es desconfiar de quienes creen que
su «santa» obligación consiste en lanzar siempre rayos y truenos morales contra
la gente en general, sean los
políticos, las mujeres, los judíos, los farmaceúticos o el pobre y simple ser
humano tomado como especie. La ética, ya lo hemos dicho pero nunca viene mal
repetirlo, no es un arma arrojadiza ni munición destinada a pegarle buenos
cañonazos al prójimo en su Propia estima. Y mucho menos al prójimo en general,
igual que si a los humanos nos hiciesen en serie como a los donuts. Para lo único que sirve la ética
es para intentar mejorarse a uno mismo, no para reprender elocuentemente al
vecino; y lo único seguro que sabe la ética es que el vecino, tú, yo y los
demás estamos todos hechos artesanalmente, de uno en uno, con amorosa
diferencia. De modo que a quien nos ruge al oído: « i Todos los... (políticos,
negros, capitalistas, australianos, bomberos, lo que se prefiera) son unos
inmorales y no tienen ni pizca de ética!», se le puede responder amablemente:
«Ocúpate de ti mismo, so capullo, que más te vale», o cosa parecida.
Ahora bien: ¿por qué tienen
tan mala fama los políticos? A fin de cuentas, en una democracia políticos
somos todos, directamente o por representación de otros. Lo más probable es que
los políticos se nos parezcan mucho a quienes les votamos, quizá incluso demasiado; si fuesen muy distintos a
nosotros, mucho peores o exageradamente mejores que el resto, seguro que no les
elegiríamos para representarnos en el gobierno. Sólo los gobernantes que no
llegan al poder por medio de elecciones generales (como los dictadores, los
líderes religiosos o los reyes) basan su prestigio en que se les tenga por diferentes al común de los hombres.
Corno son distintos a los demás (por su fuerza, por inspiración divina, por la
familia a que pertenecen o por lo que sea) se consideran con derecho a mandar
sin someterse a las urnas ni escuchar la opinión de cada uno de sus
conciudadanos. Eso sí, asegurarán muy serios que el «verdadero» pueblo está con
ellos, que la «calle» les apoya con tanto entusiasmo que no hace falta ni
siquiera contar a sus partidarios para saber si son muchos o menos de muchos.
En cambio, quienes desean alcanzar sus cargos por vía electoral procuran
presentarse al público como gente corriente, muy «humanos», con las mismas
aficiones, problemas y hasta pequeños vicios que la mayoría cuyo refrendo
necesitan para gobernar. Por supuesto, ofrecen ideas para mejorar la gestión de
la sociedad y se consideran capaces de ponerlas competentemente en práctica,
pero son ideas que cualquiera debe poder comprender y discutir, así como tienen
que aceptar también la posibilidad de ser sustituidos en sus puestos si no son
tan competentes como dijeron o tan honrados como parecían. Entre esos políticos
los habrá muy decentes y otros caraduras y aprovechados, como ocurre entre los
bomberos, los profesores, los sastres, los futbolistas y cualquier otro gremio.
Entonces, ¿de dónde viene su notoria mala fama?
Para empezar, ocupan lugares
especialmente visibles en la sociedad
y también privilegiados. Sus defectos son más públicos que los de las restantes
personas; además, tienen más ocasiones de incurrir en pequeños o grandes abusos
que la mayoría de los ciudadanos de a pie. El hecho de ser conocidos,
envidiados e incluso temidos tampoco contribuye a que sean tratados con
ecuanimidad. Las sociedades igualitarias, es decir, democráticas, son muy poco
caritativas con quienes escapan a la media por encima o por abajo: al que
sobresale, apetece apedrearle; al que se va al fondo, se le pisa sin
remordimiento. Por otra parte, los políticos suelen estar dispuestos a hacer
más promesas de las que sabrían o querrían cumplir. Su clientela se lo exige:
quien no exagera las posibilidades del futuro ante sus electores y hace mayor
énfasis en las dificultades que en las ilusiones, pronto se queda solo. Jugamos
a creernos que los políticos tienen poderes sobrehumanos y luego no les
perdonamos la decepción inevitable que nos causan. Si confiásemos menos en
ellos desde el principio, no tendríamos que aprender a desconfiar tanto de
ellos más tarde. Aunque a fin de cuentas siempre es mejor que sean regulares, tontorrones
y hasta algo «chorizos», como tú o como yo, mientras sea posible criticarles,
controlarles y cesarles cada cierto tiempo; lo malo es cuando son «Jefes»
perfectos a los cuales, como se suponen a si mismos siempre en posesión de la
verdad, no hay modo de mandarles a casa más que a tiros...
Dejemos en paz a los
señores políticos, que bastantes jaleos provocan ya sin nuestra ayuda. Lo que a
ti y a mí nos importa ahora es si la ética y la política tienen mucho que ver y
cómo se relacionan. En cuanto a su finalidad, ambas parecen fundamentalmente
emparentadas: ¿no se trata de vivir bien en
los dos casos? La ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo
mejor posible; el objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible
la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene.
Como nadie vive aislado (ya te he hablado de que tratar a nuestros semejantes
humanamente es la base de la buena vida), cualquiera que tenga la preocupación
ética de vivir bien no puede desentenderse olímpicamente de la política. Sería
como empeñarse en estar cómodo en una casa pero sin querer saber nada de las
goteras, las ratas, la falta de calefacción y los cimientos carcomidos que
pueden hacer hundirse el edificio entero mientras dormimos...
Sin embargo, tampoco faltan las diferencias importantes
entre ética y política. Para empezar, la ética se ocupa de lo que uno Mismo (tú, yo 0 cualquiera) hace con
su libertad, mientras que la política intenta coordinar de la manera más
provechosa para el conjunto lo que muchos hacen con sus libertades. En la
ética, lo importante es querer bien, porque no se trata más que de lo que cada
cual hace porque quiere (no de lo que le pasa a uno quiera o no, ni de lo que
hace a la fuerza). Para la política, en cambio, lo que cuentan son los
resultados de las acciones, se hagan por lo que se hagan, y el político
intentará presionar con los medios a su alcance ‑incluida la fuerza‑ para
obtener ciertos resultados y evitar otros. Tomemos un caso trivial: el respeto
a las indicaciones de los semáforos. Desde el punto de vista moral, lo positivo
es querer respetar la luz roja (comprendiendo su utilidad general, Poniéndose
en el lugar de otras personas que pueden resultar dañadas si yo infrinjo la
norma, etc.); pero si el asunto se considera políticamente, lo que importa es
que nadie se salte los semáforos, aunque no sea más que por miedo a la multa o
a la cárcel. Para el político, todos los que respetan la luz roja son
igualmente «buenos», lo hagan por miedo, por rutina, por superstición o por
convencimiento racional de que debe ser respetada; a la ética, en cambio, sólo
le merecen aprecio verdadero estos últimos, porque son los que entienden mejor
el uso de la libertad. En una palabra, hay diferencia entre la pregunta ética
que yo me hago a mí mismo (¿cómo quiero ser,
sean como sean los demás?) y la preocupación política por que la mayoría funcione de la manera considerada más
recomendable y armónica.
Detalle importante: la ética no puede esperar a la política. No hagas caso de
quienes te digan que el mundo es políticamente invivible, que está peor que
nunca, que nadie puede pretender llevar una buena vida (éticamente hablando) en
una situación tan injusta, violenta y aberrante como la que vivimos. Eso mismo
se ha asegurado en todas las épocas y con razón, porque las sociedades humanas
nunca han sido nada «del otro mundo», como suele decirse, siempre han sido cosa
de este mundo y por tanto llenas de defectos, de abusos, de crímenes. Pero en
todas las épocas ha habido personas capaces de vivir bien o por lo menos
empeñadas en intentar vivir bien. Cuando podían, colaboraban en mejorar la
sociedad en la que les había tocado desenvolverse; si eso no les era posible,
por lo menos no la empeoraban, lo cual la mayoría de las veces no es poco.
Lucharon ‑y luchan también hoy, no te quepa duda‑ por que las relaciones
humanas políticamente establecidas vayan siendo eso, más humanas (o sea, menos
violentas y más justas); pero nunca han esperado a que todo a su alrededor sea
perfecto y humano para aspirar a la perfección y a la verdadera humanidad.
Quieren ser los primeros de la buena vida, los que arrastran a los demás, y no
los últimos a la zaga de todos. Quizá las circunstancias no les permitan llevar
más que una vida relativamente buena,
peor de lo que ellos desean... Bueno, ¿y qué? ¿Serían más sensatos siendo malos
del todo, para dar gusto a lo peor del mundo y disgusto a lo mejor de sí
mismos? Si estás seguro de que entre los alimentos que se te ofrecen hay muchos
que están adulterados o podridos, ¿intentarás mientras puedas comer cosas
sanas, aún sabiendo que no por ello dejarán de existir venenos en el mercado, o
te envenenarás cuanto antes para seguir la corriente mayoritaria? Ningún orden
político es tan malo que en él ya nadie pueda ser ni medio bueno: por muy
adversas que sean las circunstancias, la responsabilidad final de sus propios
actos la tiene cada uno y lo demás son coartadas. Del mismo modo, también son
ganas de esconder la cabeza bajo el ala los sueños de un orden político tan
impecable (utopía, suelen llamarlo)
que en él todo el mundo fuese «automáticamente» bueno porque las circunstancias
no permitiesen cometer el mal. Por mucho mal que haya suelto, siempre habrá
bien para quien quiera bien; por
mucho bien que hayamos logrado instalar públicamente, el mal siempre estará al
alcance de quien quiera mal. ¿Te
acuerdas? A ésto le venimos llamando «libertad» hace ya no poco rato...
Desde un punto de vista
ético, es decir, desde la perspectiva de, lo que conviene para la vida buena,
¿cómo será la organización política preferible, aquella que hay que esforzarse
por conseguir y defender? Si repasas un poco lo que hemos venido diciendo hasta
aquí (temo, ay, que el rollo vaya siendo demasiado largo para que te acuerdes
de todo) ciertos aspectos de ese ideal se te ocurrirán en cuanto reflexiones
con atención sobre el asunto:
a) Como todo el proyecto ético parte de la libertad, sin la cual no hay vida buena
que valga, el sistema político deseable tendrá que respetar al máximo ‑o limitar
mínimamente, como prefieras las facetas públicas de la libertad humana: la
libertad de reunirse o de separarse de otros, la de expresar las opiniones y la
de inventar belleza o ciencia, la de trabajar de acuerdo con la propia vocación
o interés, la de intervenir en los asuntos públicos, la de trasladarse o
instalarse en un lugar, la libertad de elegir los propios goces de cuerpo y de
alma, etc. Abstenerse dictaduras, sobre todo las que son «por nuestro bien» (o
por «el bien común», que viene a ser lo mismo). Nuestro mayor bien ‑particular
o común‑ es ser libres. Desde luego, un régimen político que conceda la debida
importancia a la libertad insistirá también en la responsabilidad social de las acciones y omisiones de cada uno
(digo omisiones porque a veces se hace también no haciendo). Por regla general, cuanto menos responsable resulte
cada cual de sus méritos o fechorías (y se diga, por ejemplo, que son fruto de
la «historia», la «sociedad establecida», las «reacciones químicas del
organismo», la «propaganda», el «demonio» o cosas así) menos libertad se está
dispuesto a concederle. En los sistemas políticos en que los individuos nunca
son del todo «responsables», tampoco suelen serlo los gobernantes, que siempre
actúan movidos por las «necesidades» históricas o los imperativos de la «razón
de Estado». ¡Cuidado con los políticos para quien todo el mundo es «víctima» de
las circunstancias... o «culpable» de ellas!
b) Principio básico de la vida
buena, como ya hemos visto, es tratar a las personas como a personas, es decir:
ser capaces de ponernos en el lugar de nuestros semejantes y de relativizar
nuestros intereses para armonizarlos con los suyos. Si prefieres decirlo de
otro modo, se trata de aprender a considerar los intereses del otro como si fuesen
tuyos y los tuyos como si fuesen de otro. A esta virtud se le llama justicia y no puede haber régimen
político decente que no pretenda, por medio de leyes e instituciones, fomentar
la justicia entre los miembros de la sociedad. La única razón para limitar la
libertad de los individuos cuando sea indispensable hacerlo es impedir, incluso
por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten a sus semejantes como si no
lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a bestias de carga, a simples
herramientas, a seres inferiores, etc. A la condición que puede exigir cada
humano de ser tratado como semejante a los demás, sea cual fuere su sexo, color
de piel, ideas o gustos, etc., se le llama dignidad.
Y fíjate qué curioso: aunque la dignidad es lo que tenemos todos los
humanos en común, es precisamente lo que sirve para reconocer a cada cual como
único e irrepetible. Las cosas pueden ser «cambiadas» unas por otras, se las
puede «sustituir» por otras parecidas o mejores, en una palabra: tienen su
«precio» (el dinero suele servir para facilitar estos intercambios, midiéndolas
todas por un mismo rasero). Dejemos de lado por el momento que ciertas «cosas»
estén tan vinculadas a las condiciones de la existencia humana que resulten
insustituibles y por lo tanto «que no puedan ser compradas ni por todo el oro
del mundo», como pasa con ciertas obras de arte o ciertos aspectos de la
naturaleza. Pues bien, todo ser
humano tiene dignidad y no precio, es decir, no puede ser sustituido ni se le
debe maltratar con el fin de beneficiar
a otro. Cuando digo que no puede ser sustituido, no me refiero a la función que
realiza (un carpintero puede sustituir en su trabajo a otro carpintero) sino a
su personalidad propia, a lo que verdaderamente es; cuando hablo de «maltratar» quiero decir que, ni siquiera si se
le castiga de acuerdo a la ley o se le tiene políticamente como enemigo, deja
de ser acreedor a unos miramientos y a un respeto. Hasta en la guerra, que es el mayor fracaso del
intento de «buena vida» en común de los hombres, hay comportamientos que
suponen un crimen mayor que el propio crimen organizado que la guerra
representa. Es la dignidad humana lo que nos hace a todos semejantes justamente
porque certifica que cada cual es único, no intercambiable y con los mismos
derechos al reconocimiento social que cualquier otro.
c) La experiencia de la vida
nos revela en carne propia, incluso a los más afortunados, la realidad del
sufrimiento. Tomarse al otro en serio, poniéndonos en su lugar, consiste no
sólo en reconocer su dignidad de semejante sino también en simpatizar con sus
dolores, con las desdichas que por error propio, accidente fortuito o necesidad
biológica le afligen, como antes o después pueden afligimos a todos.
Enfermedades, vejez, debilidad insuperable, abandono, trastorno emocional o
mental, pérdida de lo más querido o de lo más imprescindible, amenazas y
agresiones violentas por parte de los más fuertes o de los menos
escrupulosos... Una comunidad política deseable tiene que garantizar dentro de
lo posible la asistencia comunitaria
a los que sufren y la ayuda a los que por cualquier razón menos pueden ayudarse
a sí mismos. Lo difícil es lograr que esta asistencia no se haga a costa de la
libertad y la dignidad de la persona. A veces el Estado, con el pretexto de
ayudar a los inválidos, termina por tratar como si fuesen inválidos a toda la
población. Las desdichas nos ponen en manos de los demás y aumentan el poder
colectivo sobre el individuo: es muy importante esforzarse porque ese poder no
se emplee más que para remediar carencias y debilidades, no para perpetuarlas
bajo anestesia en nombre de una «compasión» autoritaria.
Quien desee la vida buena para sí mismo, de acuerdo al
proyecto ético, tiene también que desear que la comunidad política de los
hombres se base en la libertad, la justicia y la asistencia. La democracia moderna ha intentado a lo largo de los
dos últimos siglos establecer (primero en la teoría y poco a poco en la
práctica) esas exigencias mínimas que debe cumplir la sociedad política: son
los llamados derechos humanos cuya
lista todavía es hoy, para nuestra vergüenza colectiva, un catálogo de buenos
propósitos más que de logros efectivos. Insistir en reivindicarlos al completo,
en todas partes y para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue
siendo la única empresa política de la que la ética no puede desentenderse.
Respecto a que la etiqueta que vayas a llevar en la solapa mientras tanto haya
de ser de «derechas», de «izquierdas», de «centro» o de lo que sea... bueno, tú
verás, porque yo paso bastante de esa nomenclatura algo anticuada.
Lo que sí me parece evidente
es que muchos de los problemas que hoy se nos presentan a los cinco mil
millones de seres humanos que atiborramos el planeta (y el censo sigue, ay, en
aumento) no pueden ser resueltos, ni siquiera bien planteados, más que de forma
global para todo el mundo. Piensa en el hambre, que hace morir todavía a
tantísimos millones de personas, o el subdesarrollo económico y educativo de
muchos países, o la pervivencia de sistemas políticos brutales que oprimen sin
remilgos a su población y amenazan a sus vecinos, o el derroche de dinero y
ciencia en armamentos, o la simple y llana miseria de demasiada gente incluso
en naciones ricas, etc. Creo que la actual fragmentación política del mundo (de
un mundo ya unificado por la interdependencia económica y la universalización
de las comunicaciones) no hace más que perpetuar estas lacras y entorpecer las
soluciones que se proponen. Otro ejemplo: el militarismo, la inversión
frenética en armamento de recursos que podrían resolver la mayoría de las
carencias que hoy se padecen en el mundo, el cultivo de la guerra agresiva
(arte inmoral de suprimir al otro en lugar de intentar ponerse en su lugar)...
¿Crees tú que hay otro modo de acabar con esa locura que no sea el
establecimiento de una autoridad a escala mundial con fuerza suficiente para
disuadir a cualquier grupo de la afición a jugar a batallitas? Por último,
antes te decía que algunas cosas no son sustituibles como lo son otras: esta
«cosa» en que vivimos, el planeta Tierra, con su equilibrio vegetal y animal,
no parece que tenga sustituto a mano ni que sea posible «comprarnos» otro mundo
si por afán de lucro o por estupidez destruimos éste. Pues bien, la Tierra no
es un conjunto de parches ni de parcelas: mantenerla habitable y hermosa es una
tarea que sólo puede ser asumida por los hombres en cuanto comunidad mundial,
no desde el ventajismo miope de unos contra otros.
A lo que voy: cuanto favorece
la organización de los hombres de acuerdo con su pertenencia a la humanidad y
no por su pertenencia a tribus, me parece en principio políticamente
interesante. La diversidad de formas de vida es algo esencial (¡imagínate qué
aburrimiento si faltase!) pero siempre que haya unas pautas mínimas de tolerancia
entre ellas y que ciertas cuestiones
reúnan los esfuerzos de todos. Si no, lo que conseguiremos es una diversidad de
crímenes y no de culturas. Por ello te confieso que aborrezco las doctrinas que enfrentan sin remedio a un os hombres
con otros: el racismo, que clasifica
a las personas en primera, segunda o tercera clase de acuerdo con fantasías
pseudocientíficas; los nacionalismos feroces,
que consideran que el individuo no es nada y la identidad colectiva lo es todo;
las ideologías fanáticas, religiosas o
civiles, incapaces de respetar el pacífico conflicto entre opiniones, que
exigen a todo el mundo creer y respetar lo que ellas consideran la «verdad» y
sólo eso, etc. Pero no quiero ahora empezar a darte la paliza política ni
contarte mis puntos de vista sobre todo lo divino y lo humano. En este último
capítulo sólo he pretendido señalarte que hay exigencias políticas que ninguna
persona que quiera vivir bien puede dejar de tener. Del resto ya hablaremos...
En otro libro.
Vete leyendo...
«No el Hombre, sino los hombres habitan este
planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra» (Hanna Arendt, La vida del espíritu).
«Si yo supiese algo que
me fuese útil y que fuese perjudicial a
mi familia, lo expulsaría de mi espíritu.
Si yo supiese algo útil para
mi familia y que no lo fuese para mi patria, intentaría olvidarlo. Si yo
supiese algo útil para mi patria y que fuese perjudicial para Europa, o bien
que fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano, lo consideraría
como un crimen, porque soy necesariamente hombre mientras que no soy francés
más que por casualidad» (Montesquieu).
«Aunque los estados
observasen los pactos entre ellos perfectamente, es lamentable que el uso de
ratificarlo todo por un juramento religioso haya entrado en las costumbres ‑como
si dos pueblos separados por un ligero espacio, solamente por una colina o por
un río, no estuviesen unidos por lazos sociales fundados en la propia
naturaleza‑ pues esta práctica hace creer a los hombres que han nacido para ser
adversarios o enemigos, y que tienen el deber de trabajar en su perdición
recíproca, a menos que se lo impidan los tratados. ( ... ). Por el contrario,
nadie debería ser tenido por enemigo, si no hubiese causado un daño real. La
comunidad de naturaleza es el mejor de los tratados y los hombres están más
íntima y más fuertemente unidos por la voluntad de hacerse recíprocamente el
bien que por los pactos, más vinculados por el corazón que por las palabras»
(Tomás Moro, Utopía).
EPILOGO
TENDRAS QUE PENSARTELO
Bien, ya
está. A trancas y barrancas, desde luego, pero lo principal creo que ahí queda
dicho. Me refiero a lo «principal» que yo soy capaz de decirte ahora: otras
cosas mucho más principales tendrás que aprenderlas de otros o, lo que será
mejor, pensarlas por ti mismo. No pretendo que te tomes este libro demasiado en
serio, ¡por nada del mundo! Después de todo, es muy probable que ni siquiera se
trate de un verdadero libro de ética, al menos si Wittgenstein tenía razón.
Este notable filósofo contemporáneo consideraba tan imposible escribir un verdadero libro de ética que afirmó: «Si
un hombre pudiese escribir un libro sobre ética que fuese verdaderamente un
libro sobre ética, ese libro, como una explosión, aniquilaría todos los demás
libros del mundo. »Aquí me tienes, ya acabando estas páginas que te dirijo y
sin haber oído el trueno aniquilador de ninguna explosión. Mis viejos libros
que tanto quiero (incluido ése en el que Wittgenstein expresa la opinión antes
citada) siguen afortunadamente incólumes en los estantes de la biblioteca. Por
lo visto no me ha salido el encantamiento, digo el libro de ética: tú,
tranquilo. Otros muchísimo mejores que yo lo intentaron antes con resultados
que tampoco hicieron volar en añicos el resto de la literatura pero que de
todos modos harás bien en intentar conocer: Aristóteles, Spinoza, Kant,
Nietzsche... Aunque me he propuesto no citártelos a cada rato porque estábamos
hablando entre amigos, te confieso que lo más aprovechable que pueda haber en
las páginas anteriores viene de ellos: a mí sólo me corresponde la paternidad
de las tonterías (¡perdona, no te des por aludido!).
De modo que este libro no tienes por qué tomártelo
demasiado en serio. Entre otras cosas porque la «seriedad» no suele ser una
señal inequívoca de sabiduría, como creen los pelmazos: la inteligencia debe
saber reír... Su tema, en cambio, harás bien en no pasarlo por alto: trata de
lo que puedes hacer con tu vida y si eso no te interesa, ya no sé lo que puede
interesarte. ¿Cómo vivir del mejor modo posible? Esta pregunta me resulta mucho
más sustanciosa que otras aparentemente más tremendas: «¿Tiene sentido la vida?
¿Merece la pena vivir? ¿Hay vida después de la muerte?» Mira, la vida tiene
sentido y sentido único; va hacia adelante, no hay moviola, no se repiten las
jugadas ni suelen poder corregirse. Por eso hay que reflexionar sobre lo que
uno quiere y fijarse en lo que se hace. Después... guardar siempre el ánimo
ante los fallos, porque la suerte también juega y a nadie se le deja acertar en
todas las ocasiones. ¿El sentido de la vida? Primero, procurar no fallar;
luego, procurar fallar sin desfallecer. En cuanto a si merece la pena vivir, te
remito a lo que comentaba a este respecto Samuel Butler, un escritor inglés a
menudo guasón: «Ésa es una pregunta para un embrión, no para un hombre.»
Cualquiera que sea el criterio que elijas para juzgar si la vida vale la pena o
no, lo tendrás que tomar de esa misma vida en la que ya estás sumergido.
Incluso si rechazas la vida, lo harás en nombre de valores vitales, de ideales
o ilusiones que has aprendido durante el oficio de vivir. De modo que es la
vida lo que vale... incluso para quien llega a la conclusión de que no vale la
pena vivir. ¡Más razonable sería preguntarnos si «tiene sentido la muerte», si
la muerte «vale la pena», porque de ésa si que no sabemos nada, ya que todo
nuestro saber y todo lo que para nosotros vale proviene de la vida! Creo que
toda ética digna de ese nombre parte de la vida y se propone reforzarla,
hacerla más rica. Me atreveré a ir más lejos, ahora que nadie nos oye: pienso
que sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte. ¡Ojo! Digo
«antipatía» y no «miedo»; en el miedo siempre hay un inicio de respeto y
bastante sumisión. No creo que la muerte se merezca tanto... Pero ¿hay vida
después de la muerte? Desconfío de todo lo que debe conseguirse gracias a la
muerte, aceptándola, utilizándola, haciendo manitas con ella, sea la gloria en
este mundo o la vida perdurable en algún otro. Lo que me interesa no es si hay
vida después de la muerte, sino que
haya vida antes. Y que esa vida sea
buena, no simple supervivencia o miedo constante a morir.
Me quedo pues con la
pregunta acerca de cómo vivir mejor. A lo largo de todos los capítulos
anteriores he intentado no tanto contestarla como ayudarte a comprenderla más a fondo. En cuanto a la
respuesta, me temo que no vas a tener más remedio que buscártela personalmente.
Y eso por tres razones:
a) Por la propia incompetencia de tu improvisado maestro, o
sea yo. ¿Cómo voy yo a enseñar a vivir bien a nadie si sólo acierto a vivir
regular y gracias? Me siento como un calvo anunciando un crecepelo
insuperable...
b) Porque vivir no es una ciencia exacta, como las
matemáticas, sino un arte, como la
música. De la música se pueden aprender ciertas reglas y se puede escuchar lo
que han creado grandes compositores, pero si no tienes oído, ni ritmo, ni voz,
de poco va a servirte todo eso. Con el arte de vivir pasa lo mismo: lo que
puede enseñarse le viene muy bien a quien tiene condiciones, pero al «sordo» de
nacimiento son cosas que le aburren o le lían aún más de lo que está. Claro que
en este campo la mayoría de los sordos suelen serlo voluntariamente...
c) La buena vida no es
algo general, fabricado en serie, sino que sólo existe a la medida. Cada cual debe ir inventándosela de acuerdo con su
individualidad, única, irrepetible... y frágil. En lo de vivir bien, la
sabiduría o el ejemplo de los demás pueden ayudarnos pero no sustituirnos...
La vida no es como las medicinas, que todas vienen con
su prospecto en el que se explican las contraindicaciones del producto y se
detalla la dosis en que debe ser consumido. Nos la dan sin receta, la vida, y
sin prospecto. La ética no puede suplir del todo esa deficiencia porque no es
más que la crónica de los esfuerzos hechos por los humanos para remediarla. Un
escritor francés muerto no hace mucho, Georges Perec, escribió un libro
titulado así: La vida: instrucciones para
su uso. Pero se trata de una deliciosa e inteligente broma literaria, no de
un sistema de ética. Por eso he renunciado a darte una serie de instrucciones sobre cuestiones
concretas: que si el aborto, que si los preservativos, que si la objeción de
conciencia, que si patatín o que si patatán. Ni mucho menos he tenido el
atrevimiento (¡tan repelentemente típico de quienes se consideran
«moralistas»!) de predicarte en tono lastimero o indignado sobre los «males» de
nuestro siglo: el consumismo, ¡ah!, la insolidaridad, ¡eh!, el afán de dinero,
¡oh!, la violencia, ¡uh!, la crisis de valores, ¡ah, eh, oh, uh! Tengo mis
opiniones sobre esos temas y sobre otros, pero' yo no soy «la ética»: sólo soy
papá. A través de mí, la ética lo único que puede decirte es que busques y
pienses por ti mismo, en libertad sin trampas: responsablemente. He intentado
enseñarte formas de andar, pero ni yo
ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros. ¿Acabo con el último consejo, sin
embargo? Ya que se trata de elegir, procura
elegir siempre aquellas opciones que permiten luego mayor número de otras
opciones posibles, no las que te dejan cara a la pared. Elige lo que te abre: a
los otros, a nuevas experiencias, a diversas alegrías. Evita lo que te encierra
y lo que te entierra. Por lo demás, ¡suerte! Y también aquello otro que una voz
parecida a la mía te gritó aquel día en tu sueño cuando amenazaba arrastrarte
el torbellino: ¡confianza!
Despedida
«Adiós, amigo lector; intenta
no ocupar tu vida en odiar y tener miedo» (Sthendal, Lucien Leuwen).
NDICE
Aviso antipedagógico
.....................
I. De qué va la ética ...... ‑
II. Ordenes, costumbres y
caprichos
III. Haz lo que quieras
...............
IV. Date la buena vida
................
V. ¡Despierta, baby!
..................
VI. Aparece Pepito Grillo
.............
VII. Ponte en su lugar ‑ ‑
VIII. Tanto gusto .........
IX. Elecciones generales
Epílogo. Tendrás que pensártelo
CONTRAPORTADA
Recientemente, en los planes de
estudio de bachillerato se ha debatido la oportunidad de incluir una asignatura
obligatoria de ética como alternativa a la de religión. Con buenas razones se
tiene tal alternativa por injusta, tanto para la religión como para la ética.
Pero ello no quiere decir que el estudio específico de la ética no pueda
figurar, al nivel adecuado, en los planes de bachillerato. Nada menos superfluo
que enseñar las opciones y los valores de la libertad si se quiere educar a
hombres libres. El problema es: ¿cómo hablar de ética a los adolescentes, sin
incurrir en la simple crónica de las ideas morales o en el adoctrinamiento
casuístico sobre cuestiones prácticas? Este libro no pretende resolver tal
dificultad ni se propone como manual escolar de moralidad. Pero intenta
contribuir, filosófica y literariamente, al mejor planteamiento de esa
inquietud. Va dirigido en especial a los lectores de edades comprendidas entre
los catorce y los diecisiete años, no tanto a sus maestros. Su autor es
catedrático de ética en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado
diversos libros sobre la materia, entre los que cabe mencionar La tarea del
héroe (Premio Nacional de Ensayo), Invitación a la ética (Premio Anagrama), El
contenido de la felicidad, Ética como amor propio, Humanismo impenitente, etc.
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