lunes, 13 de abril de 2015

la enfermedad como camino parte 2





ÍNDICE
PRÓLOGO ........................................................................................ 2
Primera parte
CONDICIONES TEÓRICAS PARA LA COMPRENSIÓN DE LA ENFERMEDAD Y LA CURACIÓN
   I.     ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS .................................................... 2 
   II.    POLARIDAD Y UNIDAD ............................................................. 6 
   III.   LA SOMBRA ............................................................................. 14 
   IV.  BIEN Y MAL.............................................................................. 17 
   V.   EL SER HUMANO ES UN ENFERMO...................................... 21 
   VI.  LA BÚSQUEDA DE LAS CAUSAS ........................................... 23 
   VII. EL MÉTODO DE LA INTERROGACIÓN PROFUNDA..............27 
Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
   I.     LA INFECCIÓN......................................................................... 35 
   II.    EL SISTEMA DE DEFENSA ..................................................... 40 
   III.   LA RESPIRACIÓN.................................................................... 42 
   IV.  LA DIGESTIÓN......................................................................... 46 
   V.   LOS ÓRGANOS SENSORIALES ............................................. 53 
   VI.  DOLOR DE CABEZA ................................................................ 56 
   VII. LA PIEL .................................................................................... 59 
   VIII.         LOS RIÑONES ......................................................................... 62 
   IX.  LA SEXUALIDAD Y EL EMBARAZO ........................................ 66 
   X.   CORAZÓN Y CIRCULACIÓN ................................................... 70 
   XI.  EL AP ARA TO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS .................. 73 
   XII. LOS ACCIDENTES...................................................................79
XIII.SÍNTOMAS PSÍQUICOS.........................................................82 XIV.CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)....................................87 XV. EL SIDA....................................................................................90 XVI.¿QUÉ SE PUEDE HACER? ..................................................... 93
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS....................97
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS....................97


Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
Tú dijiste:
– ¿Cuál es la señal del camino, oh derviche? – Escucha lo que te digo
y, cuando lo oigas, ¡medita!
Ésta es para ti la señal:
la de que, aunque avances,
verás aumentar tu sufrimiento.
FARIDUDDIN ATTAR
I. LA INFECCIÓN
La infección representa una de las causas más frecuentes de los procesos de enfermedad en el cuerpo humano. La mayoría de los síntomas agudos son inflamaciones, desde el resfriado hasta el cólera y la viruela, pasando por la tuberculosis. En la terminología latina, la terminación «–itis» revela proceso inflamatorio (colitis, hepatitis, etc.). Por lo que se refiere a infecciones, la moderna medicina académica ha cosechado grandes éxitos con el descubrimiento de los antibióticos (por ejemplo, la penicilina) y la vacunación. Si antiguamente la mayoría de personas morían de infección, hoy, en los países dotados de buena sanidad, las muertes por infección sólo se dan en casos excepcionales. Esto no quiere decir que actualmente haya menos infecciones sino únicamente que disponemos de buenas armas para combatirlas.
Si esta terminología (por cierto, habitual) resulta al lector un tanto «bélica», recuérdese que en el proceso inflamatorio se trata realmente de una «guerra en el cuerpo»: una fuerza de agentes enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere proporciones peligrosas es atacada y combatida por el sistema de defensas del cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en síntomas tales como hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el cuerpo consigue derrotar a los agentes infiltrados, se ha vencido la infección. Si ganan los invasores, el paciente muere. En este ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación y guerra. Sin que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran, empero, la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo principio, aunque en distinto plano.
El idioma refleja claramente esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la «llama» que puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de imágenes que utilizamos también al referirnos a conflictos armados. La situación se inflama, se prende fuego a la mecha, se arroja la antorcha, Europa quedó envuelta en llamas, etc. Con tanto combustible, más tarde o más temprano se produce la explosión por la que se descarga lo acumulado, como
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observamos no sólo en la guerra, sino también en nuestro cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o grande.
Para nuestro razonamiento, trasladaremos la analogía a otro plano: el psíquico. También una persona puede explotar. Pero con esta expresión no nos referimos a un absceso sino a una reacción emotiva por la que trata de liberarse un conflicto interior. Nos proponemos contemplar sincrónicamente los tres planos «mente–cuerpo–naciones» para apreciar su exacta analogía con «conflicto–inflamación–guerra», la cual encierra ni más ni menos que la clave de la enfermedad.
La polaridad de nuestra mente nos coloca en un conflicto permanente, en el campo de tensión entre dos posibilidades. Constantemente, tenemos que decidirnos (en alemán, ent-scheiden, expresión que originariamente significa «desenvainar»), renunciar a una posibilidad, para realizar la otra. Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos incompletos. Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante tensión, esta conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que, si un conflicto no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al niño que puede hacerse invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a los conflictos les es indiferente ser percibidos o no: ellos están ahí. Pero cuando el individuo no está dispuesto a tomar consciencia de sus conflictos, asumirlos y buscar solución, ellos pasan al plano físico y se manifiestan como una inflamación. Toda infección es un conflicto materializado. El enfrentamiento soslayado en la mente (con todos sus dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma de inflamación.
Examinemos este proceso en los tres planos de inflamación–conflicto– guerra:
1. Estimulo: penetran los agentes. Puede tratarse de bacilos, virus o venenos (toxinas). Esta penetración no depende tanto —como creen muchos profanos— de la presencia de los agentes como de la predisposición del cuerpo a admitirlos. En medicina, se llama a esto falta de inmunidad. El problema de la infección no consiste tanto —como creen los fanáticos de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad de convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente al plano mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el individuo viva en un mundo estéril, libre de gérmenes, es decir, de problemas y de conflictos, sino de que sea capaz de convivir con ellos. Que la inmunidad está condicionada por la mente se reconoce incluso en el campo científico, donde se está profundizando en las investigaciones del estrés.
De todos modos, es mucho más impresionante observar atentamente estas relaciones en uno mismo. Es decir, el que no quiera abrir la mente a un conflicto que le perturbaría, tendrá que abrir el cuerpo a los agentes infecciosos. Estos agentes se instalan en determinados puntos del cuerpo, llamados loci minoris resistentiae, considerados por la medicina académica como debilidades congénitas. El que sea incapaz de pensar analógicamente, al llegar a este punto se embarullará en un conflicto teórico insoluble. La medicina académica limita la propensión de determinados órganos a las infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo cual, aparentemente, descarta cualquier
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otra interpretación. De todos modos, a la psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de problemas se relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud que rebate la teoría de la medicina académica de los loci minoris resistentiae.
De todos modos, esta aparente contradicción se deshace rápidamente cuando contemplamos la batalla desde un tercer ángulo. El cuerpo es expresión visible de la conciencia como una casa es expresión visible de la idea del arquitecto. Idea y manifestación se corresponden, como el positivo y el negativo de una fotografía, sin ser lo mismo. Cada parte y cada órgano del cuerpo corresponde a una determinada zona psíquica, una emoción y una problemática determinada (en estas correspondencias se basan, por ejemplo, la fisionomía, la bioenergética y las técnicas del psicomasaje). El individuo se encarna en una conciencia cuyo estadio es producto de lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae consigo un determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones configurarán el destino, porque carácter + tiempo = destino. El carácter no se hereda ni es configurado por el entorno sino que es «aportado»: es expresión de la conciencia, es lo que se ha encarnado.
Este estadio de la conciencia, con las específicas constelaciones de problemas y misiones, es lo que la astrología representa simbólicamente en el horóscopo mediante la medición del tiempo. (Para más información, véase Schicksal als Chance.) Pero, puesto que el cuerpo es expresión de la conciencia, también él lleva el modelo correspondiente. Es decir, que determinados problemas mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en una determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado en consideración una posible correlación psicológica.
El locus minoris resistentiae es ese órgano que siempre tiene que asumir el proceso de aprendizaje en el plano corporal cuando el individuo no presta atención al problema psíquico que corresponde a ese órgano. El tipo de problema que corresponde a cada órgano es algo que nos proponemos aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta correspondencia aprecia una nueva dimensión en cada proceso patológico, dimensión que escapa a los que no se atreven a liberarse del sistema filosófico causal.
Ahora bien, examinando el proceso inflamatorio en sí, sin asociarlo a un órgano determinado, vemos que en la primera fase (estímulo) los agentes penetran en el cuerpo. Este proceso corresponde, en el plano psíquico, al reto que supone un problema. Un impulso que no hemos atendido hasta ahora penetra a través de las defensas de nuestra conciencia y nos ataca. Inflama la tensión de una polaridad que, desde ahora, nosotros experimentamos conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas psíquicas funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia, somos inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al desarrollo.
También aquí impera la disyuntiva de la polaridad: si renunciamos a la defensa en la conciencia, la inmunidad física se mantiene, pero si nuestra conciencia es inmune a los nuevos impulsos, el cuerpo quedará abierto a los
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atacantes. No podemos sustraernos al ataque, sólo podemos elegir el campo. En la guerra, esta primera fase del conflicto corresponde a la penetración del enemigo en un país (violación de frontera). Naturalmente, el ataque atrae sobre los invasores toda la atención política y militar —todos se movilizan, concentran sus energías en el nuevo problema, forman un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los esfuerzos se dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este proceso se le llama:
2. Fase de exudación: los atacantes se han introducido y formado un foco de inflamación. De todas partes afluye el líquido y experimentamos hinchazón de los tejidos y tensión. Si durante esta segunda fase observamos el conflicto en el plano psíquico, veremos que también en él aumenta la tensión. Toda nuestra atención se centra en el nuevo problema —no podemos pensar en otra cosa—, nos persigue de día y de noche —no sabemos hablar de nada más—, todos nuestros pensamientos giran sin parar en torno al problema. De este modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se alza ante nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha inmovilizado todas nuestras fuerzas psíquicas.
3. Reacción defensiva: el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada tipo de atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula). Los linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de los atacantes, los cuales empiezan a ser devorados por los macrófagos. Por lo tanto, en el plano corporal, la guerra está en su apogeo: los enemigos son rodeados y atacados. Si el conflicto no puede resolverse localmente, se impone la movilización general: todo el país va a la guerra y pone su actividad al servicio de la conflagración. En el cuerpo experimentamos esta situación como 4. Fiebre: las fuerzas defensivas destruyen a los atacantes, y los venenos que con ello se liberan producen la reacción de la fiebre. En la fiebre, todo el cuerpo responde a la inflamación local con una subida general de la temperatura. Por cada grado de fiebre se duplica el índice de actividad del metabolismo, de lo que se deduce en qué medida la fiebre intensifica los procesos defensivos. Por ello la sabiduría popular dice que la fiebre es saludable. La intensidad de la fiebre es, pues, inversamente proporcional a la duración de la enfermedad. Por lo tanto, en lugar de combatir pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la temperatura, deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en los que la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del paciente.
En el plano psíquico, el conflicto, en esta fase, absorbe toda nuestra atención y toda nuestra energía. La similitud entre la fiebre corporal y la excitación psíquica es evidente, por lo que también hablamos de expectación o de angustia febril. (La célebre canción «pop» Fever expresa la ambivalencia de la palabra.) Así, cuando nos excitamos sentimos calor, se aceleran los latidos del corazón, nos sonrojamos (tanto de amor como de indignación...), sudamos de excitación y temblamos de ansiedad. Ello no es precisamente agradable, pero sí saludable. Porque no es sólo que la fiebre sea saludable, es que más saludable aún es afrontar los conflictos —a pesar de lo cual la gente trata de
  
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bajar la fiebre y de sofocar los conflictos— y, además, se ufana de practicar la represión. (Si la represión no resultara tan divertida...)
5. Lisis (resolución): supongamos que ganan las defensas del cuerpo, que ponen en fuga a una parte de los agentes extraños y se incorporan a los demás (devorándolos) con la consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas bajas de ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado porque ahora: a) posee información sobre el enemigo, lo que se llama «inmunidad específica», y b) sus defensas han sido entrenadas y robustecidas: «inmunidad no específica». Desde el punto de vista militar, ello supone el triunfo de uno de los contendientes, con pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor sale del conflicto fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede estar preparado.
6. Muerte: también puede ocurrir que venzan los invasores, lo cual produce la muerte del paciente. El que nosotros consideremos nefasto este resultado se debe exclusivamente a nuestra parcialidad; es como en el fútbol: todo depende de con qué equipo se identifica uno. La victoria siempre es victoria, gane quien gane, y también termina la guerra. Y también se celebra el triunfo, pero en el otro lado.
7. El conflicto crónico: cuando ninguna de las partes consigue resolver el conflicto a su favor, se produce un compromiso entre atacantes y defensas: los gérmenes permanecen en el cuerpo, sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos por él (curación en el sentido de la restitutio ad integrum). Es lo que se llama la enfermedad crónica. Sintomáticamente, la enfermedad crónica se manifiesta en un aumento del número de linfocitos y granulocitos, anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de la sangre y décimas de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en el cuerpo se ha formado un foco que constantemente consume energía, hurtándola al resto del organismo: el paciente se siente abatido, cansado, apático. No está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz, sino en una especie de compromiso que, como todos los compromisos del mundo, apesta. El compromiso es el objetivo de los cobardes, de los «tibios» (Jesús dijo: «Me gustaría escupirlos. Sed ardientes o fríos») que siempre temen las consecuencias de sus actos y la responsabilidad que con ellos deben asumir. El compromiso nunca es solución, porque ni representa el equilibrio absoluto entre dos polos ni posee fuerza unificadora. El compromiso significa pugna permanente, estancamiento. Militarmente, es la guerra de posiciones (por ejemplo, la Primera Guerra Mundial) que consume energía y material con lo que debilita y hasta paraliza los restantes aspectos de la vida de la nación, como la economía, la cultura, etc.
En lo psíquico, el compromiso representa el conflicto permanente. Uno permanece inactivo ante el conflicto, sin valor ni energía para tomar una decisión. Cada decisión supone un sacrificio —en cada caso, sólo podemos hacer o una cosa o la otra— y estos sacrificios necesarios generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan indecisas ante el conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro polo. No hacen más que cavilar cuál puede ser la
  
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decisión correcta y cuál, la equivocada, sin comprender que, en el sentido abstracto, nada es correcto ni erróneo, porque, para estar completos y sanos, necesitamos ambos polos, pero dentro de la polaridad, no podemos realizarlos simultáneamente sino uno después del otro. ¡Empecemos, pues, por uno de ellos y decidámonos ya!
Toda decisión libera. El conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el plano psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora bien, cuando nos decantamos por uno de los polos del conflicto, inmediatamente percibimos la energía liberada por nuestra elección. Como el cuerpo sale de cada infección fortalecido, así también la mente sale de cada conflicto más despejada, ya que al afrontar el problema ha aprendido algo, al enfrentarse con los polos opuestos uno tras otro, ha ampliado fronteras y se ha hecho más consciente. De cada conflicto extraemos información (toma de conciencia) que, análogamente a la inmunidad específica, permite al individuo que en adelante pueda tratar el problema sin peligro.
Además, cada conflicto superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más valentía los problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no específica del plano físico. Si en lo corporal cada solución exige grandes sacrificios, sobre todo, al adversario, también a la mente las decisiones le cuestan sacrificios, y muchas actitudes y opiniones, muchas convicciones y costumbres deben ser enviadas a la muerte. Porque todo lo nuevo exige la muerte de lo viejo. Como los grandes focos de infección suelen dejar cicatrices en el cuerpo, así también en la psiquis quedan cicatrices que, al mirar atrás, vemos como profundos cortes en nuestra vida.
Antiguamente, los padres sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto en su desarrollo. Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que antes. La enfermedad le ha hecho crecer. Pero no sólo las enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano sale más maduro de cada conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen más fuerte y capaz. Todas las grandes culturas nacieron de grandes retos, y el propio Darwin atribuyó la evolución de las especies a la facultad de dominar las condiciones del entorno (¡lo cual no quiere decir que aceptemos el darwinismo!).
«La guerra es la madre de todas las cosas», dice Heráclito, y quien comprenda correctamente la frase sabe que expresa una verdad fundamental. La guerra, el conflicto, la tensión entre los polos, genera energía vital, asegurando con ello el progreso y el desarrollo. Estas frases no suenan bien y se prestan a ser mal interpretadas en una época en la que los lobos se envuelven con piel de cordero y presentan sus agresiones reprimidas como amor a la paz.
Si, paso a paso, hemos comparado el desarrollo de la inflamación con la guerra, es porque queríamos dar al tema el mordiente que acaso impida que se asiente con excesiva facilidad a lo dicho. Vivimos en una época y en una cultura enemigas de los conflictos. El individuo trata de evitar el conflicto en
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todos los campos, sin advertir que esta actitud impide la toma de conciencia. Desde luego, en el mundo polarizado, los seres humanos no pueden evitar los conflictos con medidas funcionales; pero, precisamente por ello, estas tentativas provocan una desviación cada vez más complicada de las descargas a otros planos cuyas coordinaciones internas casi nadie advierte.
Nuestro tema, la enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien en nuestra anterior exposición hemos contemplado en paralelo la estructura del conflicto y la estructura de la inflamación, para señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca) discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que uno de los planos sustituya al otro. Si un impulso consigue vencer las defensas de la conciencia y de este modo hacer que el ser humano tome conocimiento de un conflicto, el proceso resolutivo esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del individuo y, generalmente, la infección somática no se produce. Ahora bien, si el hombre no se abre al conflicto, si rehuye todo aquello que pueda cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático como una inflamación.
La inflamación es el conflicto trasladado al plano material. Pero no por ello debe cometerse el error de restar importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no tengo conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos al conflicto conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más que una mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable que suele ser tan incómoda para la conciencia como la infección lo es para el cuerpo. Y es esta incomodidad lo que queremos evitar en todo momento.
Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento, no importa el plano en el que los experimentemos, ya sea la guerra, la lucha interna o la enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos es lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando reconocemos que no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a plantearse. Quien no se permite a sí mismo estallar psíquicamente, algo le estalla en el cuerpo (un absceso). ¿Cabe entonces preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos hace sinceros.
Sinceros son también, a fin de cuentas, los tan cacareados esfuerzos de nuestra época para evitar los conflictos en todos los órdenes. Después de lo expuesto hasta ahora, vemos a una nueva luz los eficaces esfuerzos realizados para combatir las enfermedades infecciosas. La lucha contra las infecciones es la lucha contra los conflictos, pero en el orden material. Honesto es, por lo menos, el nombre que se dio a las armas: antibióticos. Esta palabra se compone de dos voces griegas, anti = contra y bios = vida. Los antibióticos son, pues «sustancias dirigidas contra la vida». ¡Esto es sinceridad!
Esta hostilidad de los antibióticos a la vida se funda en dos fases. Si recordamos que el conflicto es el verdadero motor del desarrollo, es decir, de la vida, toda represión de un conflicto es también un ataque contra la dinámica de la vida en sí.
Pero también en el sentido puramente médico los antibióticos son hostiles a la vida. Las inflamaciones representan unos procesos resolutivos agudos y
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rápidos que, por medio de la superación, eliminan toxinas del cuerpo. Si estos procesos resolutivos se cortan frecuente y prolongadamente por medio de antibióticos, las toxinas tienen que almacenarse en el cuerpo (principalmente, en los tejidos conjuntivos) lo cual determina el incremento de posibilidades para el proceso canceroso. Es el llamado efecto del cubo de la basura: se puede vaciar el cubo con frecuencia (infección) o acumular la basura dejando que críe una vida propia que acabará por amenazar toda la casa (cáncer). Los antibióticos son sustancias extrañas que el individuo no ha elaborado con su propio esfuerzo y que, por lo tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad: la información que proporciona el enfrentamiento.
Desde este ángulo cabe examinar también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos tipos básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la inmunización pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros cuerpos. Se recurre a esta forma de vacunación cuando la enfermedad ya se ha declarado (por ejemplo, la gamma tetánica contra el vacilo del tétanos). En el plano psíquico, ello correspondería a la adopción de soluciones de problemas convencionales: mandamientos y preceptos morales. El individuo adopta fórmulas ajenas, con lo que evita el conflicto y la experimentación: es una vía cómoda pero estéril.
En la inmunización activa se inoculan agentes debilitados, a fin de estimular el cuerpo a fabricar anticuerpos por sí mismo. A este grupo pertenecen todas las vacunaciones preventivas, como la antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc. En el terreno psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución de conflictos hipotéticos (algo así como las maniobras militares). Muchos sistemas pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo quedan dentro de este campo. Se trata de aprender y asimilar estrategias en casos leves, que capaciten al ser humano a tratar los conflictos más serios con mayor eficacia.
Estas consideraciones no deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no vacunarse» ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas, es completamente indiferente lo que haga el individuo, siempre y cuando sepa lo que hace. Lo que buscamos es el conocimiento, no unos mandamientos o prohibiciones prefabricados.
Se suscita la pregunta de si, básicamente, el proceso de la enfermedad corporal puede sustituir a un proceso psíquico. No es fácil responder a esto, ya que la división entre conciencia y cuerpo es sólo una herramienta de argumentación, pues en la realidad el linde no está muy marcado. Porque aquello que se produce en el cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en la psiquis. Cuando nos golpeamos el dedo con un martillo, decimos: me duele el dedo. Pero ello no es exacto, ya que el dolor está sólo en la mente, no en el dedo. Lo que hacemos es sólo proyectar la sensación psíquica de «dolor» al dedo.
Precisamente por ser el dolor un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia: mediante la distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura. (¡El que considere exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno del dolor fantasma!) T odo lo que experimentamos y sufrimos en un proceso de
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enfermedad física ocurre sólo en nuestra mente. La definición «psíquica» o «somática» se refiere sólo a la superficie de proyección. Si una persona está enferma de amor, proyecta sus sensaciones sobre algo incorpóreo, es decir, el amor, mientras que el que tiene anginas las proyecta en la garganta, pero uno y otro sólo pueden sufrir en la mente. La materia —y, por lo tanto, también el cuerpo— sólo pueden servir de superficie de proyección, pero en sí nunca es el lugar en el que surge un problema y, por consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda resolverse. El cuerpo, como superficie de proyección, puede representar un excelente auxiliar para un mejor discernimiento, pero las soluciones sólo puede darlas el conocimiento. Por lo tanto, cada proceso patológico corporal representa únicamente el desarrollo simbólico de un problema cuya experiencia enriquecerá la conciencia. Ésta es también la razón por la que cada enfermedad supone una fase de maduración.
Es decir, entre el tratamiento corporal y psíquico de un problema se establece un ritmo. Si el problema no puede ser resuelto sólo en la conciencia, entonces entra en funciones el cuerpo, escenario material en el que se dramatiza en forma simbólica el problema no resuelto. La experiencia recogida, una vez superada la enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las experiencias recogidas, la conciencia sigue siendo incapaz de captar el problema, éste volverá al cuerpo, para que siga generando experiencias prácticas. Esta alternancia se repetirá hasta que las experiencias recogidas permitan a la conciencia resolver definitivamente el problema o el conflicto.
Podemos representarnos este proceso con la imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a calcular mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede resolverla mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El proyecta el problema en la tabla y, por este medio (y también por la mente) halla el resultado. A continuación le ponemos otra cuenta, que debe resolver sin la tabla. Si no lo consigue, volvemos a darle el medio, y esto se repite hasta que el niño ha aprendido a calcular mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la tabla. En realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la tabla, pero la proyección del problema sobre el plano visible facilita el aprendizaje.
Si me extiendo tanto sobre este particular es porque de la buena comprensión de esta relación entre el cuerpo y la mente se deriva una consecuencia que no consideramos sobrentendida: la de que el cuerpo no es el lugar en el que puede resolverse un problema. Sin embargo, toda la medicina académica se orienta hacia este objetivo. Todos miran fascinados los procesos fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el plano corporal.
Y aquí no hay nada que resolver. Sería como tratar de modificar la tabla de cálculo a cada dificultad que encontrara nuestro colegial. La experiencia humana se produce en la conciencia y se refleja en el cuerpo. Limpiar constantemente el espejo, no mejora al que se mira en él (¡ojalá fuera tan fácil!). En lugar de buscar en el espejo la causa y la solución de todos los problemas reflejados en él, debemos utilizarlo para reconocernos a nosotros mismos.
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INFECCIÓN = UN CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL
La persona propensa a las inflamaciones trata de rehuir los conflictos.
En caso de enfermedad infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué conflicto hay en mi vida, que yo no veo? 2. ¿Qué conflicto rehuyo?
3. ¿Qué conflicto me niego a reconocer?
Para hallar el tema del conflicto, debe estudiarse atentamente el simbolismo del órgano o parte del cuerpo afectada.
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II. EL SISTEMA DE DEFENSA
Defender equivale a rechazar. El polo opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde multitud de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor puede reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano abre barreras y deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas barreras solemos llamar Yo (ego) y todo aquello que queda fuera de la propia identificación es para nosotros Tú (el otro). En el amor, esta barrera se abre para admitir a un Tú que, con la unión, se convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera rechazamos y donde quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la expresión de «mecanismo de defensa» para designar los resortes de la conciencia que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del subconsciente.
Aquí conviene insistir en la ecuación microcosmos = macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de una manifestación procedente del entorno es siempre expresión externa de un rechazo psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa la separación. Por ello al ser humano la negación le resulta considerablemente más grata que la afirmación. Cada «no», cada resistencia, nos permite sentir nuestra frontera, nuestro Yo, mientras que, en cada «comunión» esta frontera se difumina: no nos sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar con palabras lo que son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede describir aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser perfectos y completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el camino de la iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que es y serás uno con todo lo que es. Éste es el camino del amor.
Cada «sí, pero...» es una defensa que nos impide conseguir la unidad. Ahora empiezan las pintorescas estratagemas del ego que, en su afán de separación, no se priva de esgrimir las más piadosas, hábiles y nobles teorías. Y así le hacemos el juego al mundo.
Los espíritus sagaces aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la defensa tiene que serlo. Desde luego, lo es, pues nos hace experimentar tanta fricción en un mundo polarizado que, para seguir adelante, no tenemos más remedio que discriminar, pero, a lo sumo, no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma. En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que nosotros deseamos transmutar en salud cuanto antes.
Como las defensas psíquicas apuntan contra elementos del subconsciente catalogados de peligrosos y que, por lo tanto, tienen vedado el paso a la conciencia, así las defensas físicas se orientan contra enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas. Estamos tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de valores montados por nosotros mismos que hemos llegado a convencernos de que son patrones absolutos. Pero en realidad no hay más enemigo que aquel al que nosotros declaramos como tal. (Basta leer a los distintos apóstoles de la dietética para descubrir los más diversos criterios en el señalamiento de enemigos. Los mismos alimentos
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que un método tacha de absolutamente perniciosos, otro los califica de muy saludables. La dieta que nosotros recomendamos es: leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que a uno le apetezca.) Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal modo por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más remedio que declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos.
Alergia: la alergia es una reacción exagerada a una sustancia que reconocemos como nociva. Desde luego, la actuación del sistema de defensas del organismo está justificada cuando se trata de supervivencia. El sistema inmunizador del cuerpo produce anticuerpos para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa contra invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es irreprochable. En los alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se desorbita. El alérgico construye un gran parapeto y constantemente alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son más numerosas las sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que fabricar más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así también la alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva que ha sido reprimida y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico tiene problemas de agresividad que, en la mayoría de casos, no reconoce y, por lo tanto, no puede asumir.
(Para evitar malas interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico reprimido nos referimos al que no es conscientemente reconocido por el individuo. Puede ser que la persona viva plenamente este aspecto sin reconocer en sí mismo tal propiedad. Pero también, que la propiedad haya sido reprimida de modo tan absoluto que la persona no la viva. Por lo tanto, la represión puede existir tanto en un sujeto agresivo como en el más manso de los mortales.)
En el alérgico, la agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se expansiona a placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias. Para que la diversión no termine por falta de enemigos, se declara la guerra a las cosas más inofensivas: el polen de las flores, el pelo de los gatos o de los caballos, el polvo, los artículos de limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates. La variedad es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar contra todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos elementos cargados de simbolismo.
Es sabido que la agresividad casi siempre va ligada al miedo. Sólo se combate lo que se teme. Si examinamos atentamente los alergenos** elegidos, en casi todos los casos, descubriremos enseguida cuáles son los temas que atemorizan al alérgico de tal modo que tiene que combatirlos encarnecidamente en el símbolo. En primer lugar, está el pelo de los animales domésticos, especialmente el de los gatos. Al pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias y los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante, «animal». Es un símbolo del amor y tiene una connotación sexual (véanse los animales de felpa que los niños se llevan a la cama). Algo parecido puede decirse de la piel del conejo. En el caballo está más acentuado el
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componente sensual y, en el perro, el agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya que un símbolo nunca tiene límites muy marcados.
El mismo tema es representado por el polen de las flores, alergeno predilecto de los que sufren la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y procreación, y la «grávida» primavera es la estación en la que los enfermos de fiebre del heno más «padecen». Las pieles de los animales y el polen actuando como alergenos indican que los temas de «amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad» suscitan ansiedad y, por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son admitidos.
* Un antígeno es una sustancia extraña, generalmente una proteína, que es capaz de estimular el sistema inmunizador. (N. del T.)
** Alergeno es el antígeno de una reacción alérgica. (Alergia = reactividad alterada por hipersensibilidad. (N. del T.)
Algo similar ocurre con el miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que se manifiesta en la alergia al polvo doméstico. (Recordar expresiones como: chiste guarro, sacar los trapos sucios, llevar una vida limpia, etc.). El alérgico trata de evitar con el mismo empeño los alergenos y las situaciones asociadas con ellos, en lo cual le ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el entorno. Nadie se resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos son eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía sobre el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le permite desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas.
El método de la «desensibilización» es bueno en sí, pero, para obtener buenos resultados, habría que aplicarlo no al plano corporal sino al psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación cuando aprenda a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor ayudándole en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse con sus enemigos, aprender a quererlos. Que los alergenos ejercen exclusivamente un efecto simbólico y nunca un efecto material o químico es algo que debe quedar perfectamente claro, incluso para el materialista más empedernido, cuando comprenda que una alergia, para manifestarse, necesita el concurso de la mente. Por ejemplo, en la narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis, desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple imagen, como por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de una locomotora que echa humo en una película desencadenan el ataque en el asmático. La reacción alérgica es absolutamente independiente de la materia de los alergenos.
La mayoría de los alergenos sugieren vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero precisamente esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en el alérgico. Y es que su actitud es contraria a la vida. Su ideal es una vida estéril, sin gérmenes, exenta de sensualidad y agresiones: estado que
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apenas merece el nombre de «vida». Por consiguiente, no sorprende que en muchos casos las alergias puedan degenerar en autoagresiones que llegan a ser mortales, en las que el cuerpo de estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra largas y encarnizadas batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la resistencia, la autoexclusión, el autoencapsulado alcanza su forma suprema y su plena realización en el ataúd, cámara exenta de todo alergeno.
ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
El alérgico debe hacerse las siguientes preguntas:
1. 2. 3.
4. 5.
¿Por qué no asumo mi agresividad con la conciencia en vez de obligarla a realizar un trabajo corporal?
¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de evitarlos por todos los medios?
¿A qué tema apuntan mis alergenos? Sexualidad, instinto, agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del lado oscuro de la vida.
¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno? ¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
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III. LA RESPIRACIÓN
La respiración es un acto rítmico. Se compone de dos fases, inhalación y exhalación. La respiración es un buen ejemplo de la ley de la polaridad: los dos polos, inspiración y espiración, forman, con su constante alternancia, un ritmo. Un polo depende de su opuesto, y así la inspiración provoca la espiración, etc. También podemos decir que un polo no puede vivir sin el polo opuesto, porque, si destruimos una fase, desaparece también la otra. Un polo compensa el otro polo y los dos juntos forman un todo. Respiración es ritmo, el ritmo es la base de toda la vida. También podemos sustituir los dos polos de la respiración por los conceptos de contracción y relajación. Esta relación de inspiración–contracción y espiración–relajación se muestra claramente cuando suspiramos. Hay un suspiro de inspiración que provoca contracción y un suspiro de espiración que provoca relajación.
Por lo que se refiere al cuerpo, la función central de la respiración es un proceso de intercambio: por la inspiración el oxígeno contenido en el aire es conducido a los glóbulos rojos y en la espiración expulsamos el anhídrido carbónico. La respiración encierra la polaridad de acoger y expulsar, de tomar y dar. Con esto hemos hallado la simbología más importante de la respiración. Goethe escribió:
En la respiración hay dos mercedes, una inspirar, la otra soltar el aire, aquélla colma, ésta refresca,
es la combinación maravillosa de la vida
Todas las lenguas antiguas utilizan para designar el aliento la misma palabra que para alma o espíritu. Respirar viene del latín spirare y espíritu, de spiritus, raíz de la que se deriva también inspiración tanto en el sentido lato como en el figurado. En griego psyke significa tanto hálito como alma. En indostánico encontramos la palabra atman que tiene evidente parentesco con el atmen (respirar) alemán. En la India al hombre que alcanza la perfección se le llama Mahatma, que textualmente significa tanto «alma grande» como «aliento grande». La doctrina hindú nos enseña, también, que la respiración es portadora de la auténtica fuerza vital que el indio llama prana. En el relato bíblico de la Creación se nos cuenta que Dios infundió su aliento divino en la figura de barro convirtiéndola en una criatura «viva», dotada de alma.
Esta imagen indica bellamente cómo al cuerpo material, a la forma, se le infunde algo que no procede de la Creación: el aliento divino. Es este aliento, que viene de más allá de lo creado, lo que hace del hombre un ser vivo y dotado de alma. Ya estamos llegando al misterio de la respiración. La respiración actúa en nosotros, pero no nos pertenece. El aliento no está en nosotros, sino que nosotros estamos en el aliento. Por medio del aliento, nos hallamos constantemente unidos a algo que se encuentra más allá de lo creado, más allá de la forma. El aliento hace que esta unión con el ámbito metafísico (literalmente: con lo que está Detrás de la Naturaleza) no se rompa. Vivimos en el aliento como dentro de un gran claustro
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materno que abarca mucho más que nuestro ser pequeño y limitado —es la vida, ese secreto supremo que el ser humano no puede definir, no puede explicar— la vida sólo se experimenta abriéndose a ella y dejándose inundar por ella. La respiración es el cordón umbilical por el que esta vida viene a nosotros. La respiración hace que nos mantengamos en esta unión.
Aquí reside su importancia: la respiración impide que el ser humano se cierre del todo, se aísle, que haga impenetrable la frontera de su yo. Por muy deseoso que el ser humano esté de encapsularse en su ego, la respiración le obliga a mantener la unión con lo ajeno al yo. Recordemos que nosotros respiramos el mismo aire que respira nuestro enemigo. Es el mismo aire que respiran los animales y las plantas. La respiración nos une constantemente con todo. Por más que el hombre quiera aislarse, la respiración lo une con todo y con todos. El aire que respiramos nos une a unos con otros, nos guste o no. La respiración tiene algo que ver con «contacto» y «relajación».
Este contacto entre lo que viene de fuera y el cuerpo se produce en los alvéolos pulmonares. Nuestro pulmón tiene una superficie interna de unos setenta metros cuadrados, mientras que el área de nuestra piel no mide sino entre metro y medio y dos metros cuadrados. El pulmón es nuestro mayor órgano de contacto. Si observamos con más atención, distinguiremos las diferencias existentes entre los dos órganos de contacto del ser humano: pulmones y piel; el contacto de la piel es inmediato y directo. Es más comprometido y más intenso que el de los pulmones y, además, está sometido a nuestra voluntad. Uno puede tocar a otra persona o no tocarla. El contacto que establecemos con los pulmones es indirecto, pero obligatorio. No podemos evitarlo, ni siquiera cuando una persona nos inspira tanta antipatía que no podemos ni olerla, ni cuando otra nos impresiona tanto que nos deja sin aliento. Existe un síntoma de enfermedad que puede pasar de uno a otro de estos órganos de contacto: una erupción cutánea abortada puede manifestarse en forma de asma que, a su vez, con el correspondiente tratamiento, se convierte en erupción. El asma y la erupción cutánea corresponden al mismo tema: contacto, roce, relación. La resistencia a establecer contacto con todo el mundo por medio de la respiración se manifiesta, por ejemplo, en el espasmo respiratorio del asma.
Si seguimos repasando las frases hechas relacionadas con la respiración y con el aire veremos que hay situaciones en las que a uno le falta el aire, o no puede respirar a sus anchas. Con ello tocamos el tema de la libertad y la cohibición. Con el primer aliento empezamos nuestra vida y con el último la terminamos. Con el primer aliento damos también el primer paso por el mundo exterior al desprendernos de la unión simbiótica con la madre y hacernos autónomos, independientes, libres. Cuando a uno le cuesta respirar; ello suele ser señal de que teme dar por sí mismo los primeros pasos con libertad e independencia. La libertad le corta la respiración, es algo insólito que le produce temor. La misma relación entre libertad y respiración se advierte en el que sale de una situación de agobio y pasa a otra esfera en la que se siente
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«desahogado» o, simplemente, sale al exterior: lo primero que hace es inspirar profundamente, por fin puede respirar con libertad.
También el proverbial ahogo que nos aqueja en circunstancias agobiantes es ansia de libertad y de espacio vital.
En resumen, la respiración simboliza los siguientes temas: ritmo, en el sentido de aceptar «tanto lo uno como lo otro»
Contracción – Relajación
Tomar Contacto Libertad
– Dar
– Repudio – Agobio
RESPIRACIÓN = ASIMILACIÓN DE LA VIDA
En las enfermedades respiratorias, procede hacerse las siguientes preguntas:
   1.   ¿ Qué me impide respirar?
   2.   ¿Qué es lo que no quiero admitir?
   3.   ¿Qué es lo que no quiero expulsar?
   4.   ¿Con qué no quiero entrar en contacto?
   5.   ¿Tengo miedo de dar un paso en una nueva libertad?
Asma bronquial
Después de las consideraciones de carácter general hechas acerca de la respiración, deseamos examinar especialmente el cuadro del asma bronquial, afección que siempre fue exponente de las manifestaciones psicosomáticas. «Se llama asma bronquial a una disnea que se presenta en forma de acceso, caracterizada por una espiración sibilante. Se produce un estrechamiento de los bronquios y bronquiolos que puede estar provocada por un espasmo de la musculatura plana, una inflamación de las vías respiratorias y la congestión y secreción de la mucosa» (Brautigam).
El ataque de asma es experimentado por el paciente como un ahogo mortal, el enfermo trata de sorber el aire, jadea y la espiración queda muy dificultada. En el asmático coinciden varios problemas que, a pesar de su afinidad, examinaremos por separado, por motivos didácticos.
1. Tomar y dar:
El asmático trata de tomar demasiado. Inspira profundamente y provoca una excesiva dilatación de los pulmones y un espasmo respiratorio. Uno toma llenándose hasta rebosar y, cuando tiene que dar, llega el espasmo.
Aquí se ve claramente la perturbación del equilibrio; los polos «tomar» y «dar» deben estar equilibrados, a fin de poder formar un ritmo. La ley de la evolución depende del equilibrio interno: toda acumulación impide la fluidez. El flujo respiratorio es interrumpido en el asmático porque se excede al tomar. Ocurre luego que no sabe dar y entonces no puede volver a tomar lo que tanto
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ansía. Al inspirar tomamos oxígeno y al espirar expulsamos anhídrido carbónico. El asmático quiere conservarlo todo y con ello se envenena, ya que no puede expulsar lo usado. Este tomar sin dar produce sensación verdadera de asfixia.
El desequilibrio entre tomar y dar, que de forma tan impresionante se manifiesta en el asma, es un tema que puede aplicarse a muchas personas. Suena muy simple, y, sin embargo, muchos fallan en este punto. Sea lo que fuere lo que uno desea tener—ya sea dinero, fama, ciencia, sabiduría— siempre ha de haber un equilibrio entre el tomar y el dar, o uno se expone a asfixiarse con lo tomado. El ser humano recibe en la medida en que da. Si se suspende el dar, el flujo se interrumpe y tampoco entra nada. ¡ Cuán dignos de compasión son quienes quieren llevarse su saber a la tumba! Guardan avariciosamente lo poco que pudieron adquirir y renuncian a la riqueza que espera a todo el que sabe devolver, transformado, lo que ha recibido. ¡Si la gente pudiera comprender que hay de todo en abundancia para todos!
Si a alguien le falta algo es sólo porque se autoexcluye. Observemos al asmático: él ansía el aire, a pesar de que aire hay tanto. Pero los hay ansiosos.
2. El deseo de inhibirse:
El asma puede provocarse experimentalmente en cualquier individuo haciéndole inspirar gases irritantes, como amoníaco, por ejemplo. A partir de una determinada concentración, en el individuo se produce una reacción de protección, mediante la coordinación de varios reflejos, a saber: inmovilización del diafragma, broncoconstricción y secreción de mucosidad. Es el llamado reflejo de Kretschmer que consiste en un bloqueo para impedir la entrada a algo que viene de fuera. Ante el amoníaco el reflejo es saludable; pero en el asmático se produce con un estímulo mucho más débil. El asmático percibe las sustancias más inofensivas del entorno como peligrosas para la vida y se cierra inmediatamente a ellas. En el capítulo anterior hemos hablado extensamente del significado de la alergia, por lo que aquí será suficiente recordar el tema de rechazo y el temor. Y es que el asma suele estar íntimamente ligada a una alergia.
Asma, en griego, significa «estrechez de pecho», estrecho, en latín, es angustus, voz que recuerda la palabra alemana Angst (miedo). Encontramos también angustus en angina (inflamación de las amígdalas) y en angina pectoris (contracción dolorosa de las arterias del corazón). Es de observar que la estrechez o contracción tiene relación con el miedo. La contracción asmática tiene también mucho que ver con el miedo, con el miedo a admitir ciertos aspectos de la vida, a los que también nos referimos al hablar de los alergenos. El afán de cerrarse persiste en el asmático hasta alcanzar su punto culminante en la muerte. La muerte es la última posibilidad de cerrarse, de encapsularse, de aislarse de lo vivo. (A este respecto puede ser interesante la siguiente observación: se puede enfurecer fácilmente a un asmático diciéndole que su asma no es peligrosa y que nunca podrá causarle la muerte. ¡Y es que para él tiene mucha importancia la malignidad de su enfermedad!)
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3. Afán de dominio e insignificancia:
El asmático tiene un gran afán de dominio que él no reconoce y que, por lo tanto, es transmitido al cuerpo en el que se manifiesta en la «soberbia» del asmático. Esta soberbia muestra claramente la arrogancia y la megalomanía que él ha reprimido cuidadosamente en su conciencia. Por ello gusta de evadirse a lo ideal y formalista. Pero si el asmático se enfrenta con el afán de poder y dominio de otro (la ley del símil) el miedo se le pone en los pulmones y le deja sin habla: el habla que precisamente es modulada por la espiración—. El asmático no puede exhalar: se le corta la respiración.
El asmático se sirve de sus síntomas para ejercer el poder sobre su entorno. Los animales domésticos han de ser eliminados, no puede haber ni una mota de polvo, prohibido fumar, etc.
Este afán de dominio alcanza su punto culminante durante los peligrosos ataques, los cuales se manifiestan precisamente cuando se llama la atención del asmático sobre su afán de dominio. Estos ataques chantajistas son muy peligrosos para el propio enfermo, ya que suponen un peligro de muerte. Es impresionante comprobar cómo puede llegar a perjudicarse un enfermo, con tal de dominar. En psicoterapia se ha observado que el ataque suele ser el último recurso cuando el enfermo se siente muy cerca de la verdad.
Pero ya esta proximidad entre el afán de dominio y la autoinmolación nos hace percibir algo de la ambivalencia de este afán de dominio que se vive inconscientemente. Porque, a medida que aumenta esta pretensión de poder, que se adquieren más ínfulas, crece también el polo opuesto, es decir, la indefensión, la sensación de insignificancia y desamparo. La aceptación y asimilación consciente de esta insignificancia debería ser tarea obligada del asmático.
Después de una enfermedad prolongada, el pecho se dilata y robustece. Ello da un aspecto vigoroso, pero limita Ia capacidad respiratoria, a causa de la pérdida de elasticidad. Imposible plasmar el conflicto con más elocuencia: pretensión y realidad.
En lo de sacar el pecho hay un mucho de agresividad. El asmático no ha aprendido a articular debidamente su agresividad en la fase verbal, pero no puede dar salida a su agresividad con gritos o juramentos y se le queda dentro, en los pulmones. Y estas manifestaciones agresivas regresan al plano corporal y salen a la luz del día en forma de tos y expectoración. Veamos algunas frases hechas: Toser a alguno = escupir en la cara = quedarse sin respiración, del disgusto.
La agresividad se muestra también en las alergias, la mayoría de las cuales están asociadas al asma.
4. Rechazo del lado oscuro de la vida.
El asmático ama lo limpio, lo puro, lo transparente y estéril y evita lo oscuro, profundo y terrenal, lo cual suele expresarse claramente en la elección de los alergenos. Él desea instalarse en el ámbito superior, para no entrar en contacto
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con el polo inferior. Por lo tanto, suele ser una persona cerebral (la doctrina de los elementos atribuye el aire al pensamiento). La sexualidad, que también corresponde al polo- inferior, la desplaza el asmático hacia arriba, al pecho, estimulando con ello la producción de mucosidad, proceso que en realidad debería estar reservado a los órganos sexuales. El asmático expulsa esta mucosidad (producida demasiado arriba) por la boca, solución cuya originalidad apreciará quien vea la correspondencia existente entre los genitales y la boca (en un capítulo posterior examinaremos más detenidamente este extremo).
El asmático anhela el aire puro. Le gustaría vivir en la cima de una montaña (deseo que suele concedérsele bajo el nombre de «climaterapia»). Allí se satisface también su afán de dominio: arriba, contemplando desde la cumbre el turbio acontecer del valle sombrío, a distancia segura, elevado en la esfera donde «el aire todavía es puro», situado por encima de las tierras bajas, con sus impulsos y su fecundidad: arriba, en lo alto de la montaña, donde la vida tiene una pureza mineral. Aquí realiza el asmático el ansiado vuelo a las alturas, por obra y gracia de laboriosos climatólogos. Otro lugar recomendado por sus efectos terapéuticos es el mar, con su aire salobre. Y el mismo simbolismo: sal, símbolo del desierto, símbolo de lo mineral, símbolo de la esterilidad. Es el entorno que ansía el asmático, porque de lo vital tiene miedo.
El asmático es un individuo que tiene sed de amor: quiere amor y por eso inspira tan profundamente. Pero no puede dar amor: tiene dificultad en la espiración.
¿Qué puede ayudarle? Al igual que para todos los síntomas, sólo existe una prescripción: toma de conciencia e implacable sinceridad consigo mismo. Cuando una persona ha reconocido sus temores debe acostumbrarse a no evitar las causas del miedo sino afrontarlas hasta poder quererlas y asumirlas. Este necesario proceso se simboliza perfectamente en una terapia que, si bien es desconocida para la medicina académica, suele aplicarla la naturopatía y es uno de los remedios más eficaces contra el asma y alergia. Consiste en inyectar al enfermo la propia orina por vía intramuscular. Vista con una óptica simbólica esta terapia obliga al paciente a readmitir lo que ha expulsado, la propia inmundicia, batallar con ella e integrársela. ¡Esto cura!
ASM A
Preguntas que debería hacerse el asmático:
   1.   ¿En qué aspectos quiero tomar sin dar?
   2.   ¿Puedo reconocer conscientemente mi agresividad y qué posibilidades 
tengo de exteriorizarla?
   3.   ¿ Cómo me planteo el conflicto «dominio/desvalimiento»?
   4.   ¿Qué aspecto de la vida valoro negativamente y rechazo?
   5.   ¿Puedo sentir algo del miedo que se ha parapetado detrás de mi sistema 
de valoración?
   6.   ¿Qué aspectos de la vida trato de evitar, cuáles considero sucios, bajos e 
inmundos?
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No olvidar: cuando se deja sentir la contracción, ¡es miedo!
El único remedio contra el miedo es la expansión. ¡La expansión se consigue dejando entrar lo que se evitaba!
Resfriados y afecciones gripales
Antes de abandonar el tema de la respiración, examinaremos brevemente los síntomas del resfriado, el cual afecta principalmente a las vías respiratorias. La gripe, al igual que el resfriado, es un proceso inflamatorio agudo, o sea, expresión de la manipulación de un conflicto. Para hacer nuestra interpretación, no queda sino examinar los lugares y las zonas en los que se manifiesta el proceso inflamatorio. Un resfriado siempre se produce en situaciones críticas, cuando uno está hasta las narices o se le hinchan las narices. Tal vez haya quien considere exagerada la expresión de «situación crítica». Naturalmente, no nos referimos a crisis indecisas, las cuales se manifiestan con símbolos de una importancia proporcionada. Al decir «situaciones críticas» nos referimos a aquellas que, no siendo dramáticas, son frecuentes e importantes para la mente, que nos producen sensación de agobio y nos inducen a buscar un motivo legítimo para distanciarnos un poco de una situación que nos exige demasiado. Dado que momentáneamente no estamos dispuestos a reconocer ni la carga que suponen estas «pequeñas» crisis cotidianas ni nuestros deseos de evasión, se produce la somatización: nuestro cuerpo manifiesta ostensiblemente nuestra sensación de estar hasta las narices permitiéndonos alcanzar nuestro inconfesado objetivo, y con la ventaja de que todo el mundo se muestra muy comprensivo, algo impensable si hubiéramos dirimido el conflicto conscientemente. Nuestro resfriado nos permite apartarnos de la situación molesta y pensar un poco más en nosotros mismos. Ahora podemos ejercitar la sensibilidad corporal.
Nos duele la cabeza (en estas circunstancias, no se puede pedir a una persona que se meta a resolver problemas), nos lloran los ojos, estamos congestionados, molidos. Esta sensibilización generalizada puede exacerbarse hasta hacer que nos duela «la punta del pelo». Nadie puede acercársenos, nada ni nadie puede rozarnos siquiera. La nariz está tapada y hace imposible toda comunicación (la respiración es contacto, no se olvide). Con la amenaza: «No te acerques, que estoy resfriado», se saca uno a la gente de delante. Esta actitud defensiva puede reforzarse con estornudos, los cuales convierten la espiración en potente arma defensiva. Incluso la palabra queda disminuida como medio de comunicación, por la irritación de la garganta. Desde luego, no permite enfrascarse en discusiones. La tos de perro denota claramente, por su tono áspero, que el placer de la comunicación se reduce, en el mejor de los casos, a toserle a alguno.
Con tanta actividad defensiva, no es de extrañar que también las amígdalas, que figuran entre las defensas más importantes, echen el resto. Y se inflaman de tal modo que uno casi no puede tragar, estado que debe inducir al paciente a preguntarse qué es en realidad lo que se le ha atragantado. Porque tragar es un acto de admisión, de aceptación. Y esto es precisamente lo que ahora no
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queremos hacer. Este detalle nos revela la táctica del resfriado en todos los aspectos. El dolor de las extremidades y la sensación de abatimiento de la gripe dificultan los movimientos y, concretamente, el de los hombros puede llegar a transmitir la presión del peso de los problemas que gravita sobre ellos y que uno se resiste a seguir soportando.
Nosotros tratamos de expulsar una porción de estos problemas en forma de mucosidad purulenta, y cuanta más expulsamos más alivio sentimos. La abundante mucosidad que al principio todo lo obstruía y que congestionó las vías de comunicación debe diluirse a fin de que algo empiece a moverse y a fluir. Por lo tanto, cada resfriado hace que algo vuelva a moverse y marca un pequeño avance en nuestra evolución. La medicina naturista, muy acertadamente, ve en el resfriado un saludable proceso de limpieza por medio del cual se eliminan toxinas del cuerpo; en el plano psíquico, las toxinas representan problemas que también se resuelven y eliminan. Cuerpo y alma salen de la crisis fortalecidos, para esperar la próxima vez que estemos hasta las narices.
IV. LA DIGESTIÓN
Con la digestión ocurre algo muy parecido a lo de la respiración. Con la respiración tomamos entorno, lo asimilamos y expulsamos lo no asimilable. Otro tanto ocurre durante la digestión, si bien el proceso digestivo se hunde más profundamente en la materia del cuerpo. La respiración está regida por el elemento aire, mientras que la digestión pertenece al elemento tierra, es más material. Pero a la digestión le falta el ritmo perfectamente marcado de la respiración. En el elemento pesado de la tierra, la cadencia del proceso de asimilación y expulsión de los alimentos es menos perceptible y rápida.
La digestión también tiene una similitud con las funciones cerebrales, ya que el cerebro (es decir, la mente) procesa y digiere los elementos inmateriales de este mundo (porque no sólo de pan vive el hombre). Por medio de la digestión, procesamos elementos materiales de este mundo. La digestión abarca, pues:
1. Captación del mundo exterior en forma de elementos materiales. 2. Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
3. Asimilación de las sustancias asimilables.
4. Expulsión de lo no digerible.
Antes de ocuparnos más detenidamente de los problemas que pueden presentarse durante la digestión, es conveniente considerar el simbolismo de la nutrición. Por los alimentos y comidas que prefiere cada cual pueden descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te diré quién eres). Será un buen ejercicio aguzar la mirada y la mente, de manera que, incluso en los procesos más habituales y rutinarios, podamos descubrir las relaciones — nunca fortuitas— que hay detrás de los fenómenos aparentes. Si a una persona le apetece algo determinado, ello expresa una preferencia y nos da un indicio sobre la personalidad del individuo. Cuando algo «no le apetece», esta
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aversión es tan reveladora como una respuesta a un test psicológico. El hambre se mueve por el afán de posesión, deseo de absorción, por una cierta codicia. Comer es satisfacer el deseo por medio de la ingestión, integración y asimilación.
El que tiene hambre de cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el aspecto corporal en forma de hambre de golosinas. El hambre de golosinas siempre expresa un hambre de cariño no saciada. Queda patente el doble significado que se atribuye a lo dulce: cuando de una chica guapa decimos que es un bombón y que está para comérsela. El amor y lo dulce tienen una estrecha relación. El deseo de golosinas en los niños es claro indicio de que no se sienten lo bastante amados. Los padres suelen protestar de semejante imputación diciendo que ellos «harían cualquier cosa por su hijo». Pero «hacer cualquier cosa» no es forzosamente lo mismo que «amar». El que come caramelos anhela amor y seguridad. Es más fiable esta regla que la valoración de la propia capacidad de amar. También hay padres que atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que indican que no están dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan de compensarles de otro modo.
Las personas que realizan un trabajo intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia por los alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores tienen predilección por los alimentos en conserva, especialmente los ahumados y el té cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos ricos en ácido tánico).
Los que gustan de comidas picantes denotan deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los desafíos, a pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas a las que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas personas rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los retos y temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta hacerles adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo del estómago, acerca de cuya personalidad hablaremos más extensamente muy pronto. Las papillas son comidas de bebé, lo que indica claramente que el enfermo del estómago ha experimentado una regresión hasta la indiferenciación de la infancia, en la que no se puede elegir ni cortar y hay que renunciar hasta a morder y masticar (actividades estas en exceso agresivas) la comida. Este individuo evita tragar alimentos sólidos.
Un temor exagerado a las espinas simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los huesos, miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los macrobióticos. Estas personas van en busca de problemas a los que hincar el diente. Quieren desentrañar las cosas y prefieren los alimentos duros. Llegan hasta evitar los aspectos placenteros: a la hora del postre, eligen algo duro de roer. Los macrobióticos denotan así cierto miedo al amor y la ternura y su incapacidad para aceptar el amor. Algunas personas llevan a tal extremo su afán de huir de los conflictos que acaban teniendo que ser alimentadas por vía intravenosa en una unidad de cuidados intensivos. Ésta es sin duda la forma más segura de vegetar sin tener que molestarse.
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Los dientes
Los alimentos entran por la boca y en ella son triturados por los dientes. Con los dientes mordemos y masticamos. Morder es un acto muy agresivo, expresión de la capacidad de agarrar, sujetar y atacar. El perro enseña los dientes para demostrar su peligrosa agresividad; también nosotros decimos que vamos a «enseñar los dientes» a alguien cuando estamos decididos a defendernos. Una mala dentadura es indicio de que una persona tiene dificultad para manifestar su agresividad.
Esta relación se mantiene, a pesar de que hoy en día casi todo el mundo, incluso los niños, tiene caries. De todos modos, los síntomas colectivos no hacen sino señalar problemas colectivos. En todas las culturas socialmente desarrolladas de nuestra época, la agresividad se ha convertido en un grave problema. Se exige al ciudadano «adaptación social», lo que en realidad quiere decir: «represión de la agresividad». Esta agresividad reprimida de nuestro conciudadano, tan pacífico y socialmente adaptado, vuelve a salir a la luz del día en forma de «enfermedades» y, a la postre, afecta tanto a la comunidad social en esta forma pervertida como en su forma original. Por ello, las clínicas son los modernos campos de batalla de nuestra sociedad. Aquí la agresividad reprimida libra una lucha sin cuartel contra sus poseedores. Aquí las personas sufren los efectos de sus propias maldades que durante toda su vida no se atrevieron a descubrir en sí mismas y a modificar conscientemente.
A nadie debe sorprender que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos tropecemos con la agresividad y la sexualidad. Son las dos problemáticas que el individuo de nuestro tiempo reprime con más fuerza. Quizás alguien argumentará que tanto la creciente criminalidad y la proliferación de la violencia como la ola de sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que responder que tanto la falta como la explosión de la agresividad son síntomas de represión. Una y otra no son sino fases distintas del mismo proceso. Cuando, en lugar de reprimir la agresividad, se le deja una parcela y se experimenta con esta energía, es posible integrar conscientemente la parte agresiva de la personalidad. Una agresividad integrada es energía y vitalidad al servicio de la personalidad total, que no caerá en los extremos de la mansedumbre empalagosa ni de las explosiones furibundas. Pero este término medio tiene que cultivarse. Para ello debe ofrecerse al individuo la posibilidad de madurar por la experiencia. La agresividad reprimida sólo sirve para alimentar la sombra con la que habrá que lidiar después, cuando se presente bajo la forma pervertida de la enfermedad. Lo mismo puede decirse de la sexualidad y de todas las demás funciones psíquicas.
Volvamos a los dientes, que tanto en el cuerpo del animal como en el del ser humano representan agresividad y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas). Generalmente, suele atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos primitivos a la alimentación natural. Pero es que estos pueblos tratan la agresividad de formas muy diferentes. De todos modos, dejando aparte la problemática colectiva, el estado de los dientes también es revelador a escala
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individual. Además de la ya mentada agresividad, los dientes nos indican nuestra vitalidad (agresividad y vitalidad son sólo dos aspectos de una misma fuerza, y no obstante uno y otro concepto suscitan en nosotros asociaciones diferentes). Veamos la expresión: «A caballo regalado no le mires el diente». El refrán se refiere a la costumbre de mirar la boca al caballo que se va a comprar, para calcular la edad y vitalidad del animal por el estado de los dientes. La interpretación psicoanalítica de los sueños atribuye al sueño de la caída de los dientes una pérdida de energía y potencia.
Hay personas que hacen rechinar los dientes mientras duermen, algunas con tanta fuerza que hay que ponerles un aparato en la boca para que no se los desgasten de tanto rechinar. El simbolismo está claro. El rechinar de dientes es sinónimo reconocido de agresividad impotente. El que durante el día no puede ceder al deseo de morder, tiene que rechinar los dientes por la noche hasta desgastarlos y dejarlos romos...
El que tiene mala dentadura carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente a un problema. Por lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los anuncios de dentífricos describen el objetivo con las palabras -«¡...dientes sanos y fuertes para morder mejor!».
La «tercera dentadura» permite simular una vitalidad y una energía de las que el individuo carece. Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede compararse a un aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la verja del jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura postiza es sólo un «mordiente» comprado».
Las encías son la base de los dientes, su lecho. Las encías representan también la base de la vitalidad y agresividad, confianza y seguridad en sí mismo. La persona que carece de esta confianza y seguridad nunca conseguirá afrontar sus problemas de forma activa y vital, nunca tendrá valor para cascar las nueces duras ni militar activamente. La confianza es lo que proporciona el necesario soporte a esta facultad, del mismo modo que la encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que sangran con facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de vida, y la encía sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad, se le va la vida a la confianza y a la seguridad en sí mismo.
Tragar
Una vez triturados los alimentos con los dientes, los ensalivamos y los tragamos. Con el acto de tragar integramos, admitimos: tragar es incorporar. Mientras tenemos algo en la boca podemos escupirlo. Una vez lo hemos tragado, el proceso es difícilmente reversible. Los trozos grandes son difíciles y hasta imposibles de tragar. A veces, en la vida uno tiene que tragar algo contra su voluntad, por ejemplo, un despido. Hay malas noticias que son difíciles de tragar.
Precisamente en estos casos, un poco de líquido puede facilitar la operación, especialmente si se trata de un buen trago. Del alcohólico se dice que traga mucho. Por lo general, el trago alcohólico sirve para facilitar o,
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incluso, sustituir otros tragos. Se traga alcohol porque en la vida hay otras cosas que uno no puede ni quiere tragar. Así, el alcohólico sustituye la comida por la bebida (beber mucho provoca pérdida del apetito), sustituye el trago duro y sólido por el suave y líquido, el trago de la botella.
Hay numerosos trastornos de la deglución, por ejemplo, el nudo en la garganta, o unas anginas, que producen la sensación de no poder tragar. En estos casos, el afectado debe preguntarse: ¿Qué hay actualmente en mi vida que yo no pueda o no quiera tragar? Entre estos trastornos figura el de la «aerofagia», afección que impulsa a tragar aire. Huelgan más explicaciones para descubrir lo que ocurre en estos casos. Hay algo que uno no quiere tragar, no quiere asimilar, pero disimula tragando aire. Esta resistencia encubierta contra la deglución se manifiesta después con eructos y ventosidades (literalmente: «pearse en algo»).
Náuseas y vómitos
Una vez hemos tragado el alimento, éste puede resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra en el estómago. Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la fruta, es símbolo de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el estómago y quitarnos el apetito un problema. El apetito depende en gran medida de la situación psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan esta analogía entre los procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha quitado el apetito, o: Sólo de pensarlo me da mareo. O también: Nada más verlo se me revuelve el estómago. El mareo señala rechazo de algo que, por lo tanto, se nos sienta en la boca del estómago. También comer desordenada y atropelladamente puede producir mareo. Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona también puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y provocarse una indigestión.
La náusea culmina en el vómito del alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones que rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión categórica de defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania después de 1933: «¡No puedo comer todo lo que me gustaría vomitar!»
Vomitar es «no aceptar». Esta relación se expresa claramente en los vómitos del embarazo. Aquí se expresa el rechazo inconsciente de la criatura o del semen que la mujer no quiere «incorporar». Siguiendo el razonamiento, los vómitos del embarazo también pueden expresar un rechazo de la función femenina (la maternidad).
El estómago
El lugar al que a continuación llega el alimento (no vomitado) es el estómago, cuya primera función es la de servir de recipiente. Él recibe todas las impresiones que vienen del exterior, lo que hay que digerir. La capacidad de recibir exige apertura, pasividad y capacidad de entrega. En virtud de estas propiedades, el estómago representa el polo femenino. Mientras que el
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principio masculino está caracterizado por la facultad de irradiar y por la actividad (elemento fuego), el principio femenino engloba la capacidad de aceptación, la abnegación, la sensibilidad y la facultad de recibir y guardar (elemento agua). Lo que representa el elemento femenino en el terreno psíquico es la sensibilidad, el mundo de la percepción. Si un individuo reprime en la mente la capacidad de sentir, esta función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los alimentos, tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso, no es que el amor pase por el estómago sino que sentimos un peso en el estómago que más tarde o más temprano se manifestará como adiposidad.
Además de la facultad de recibir, en el estómago hallamos otra función, correspondiente ésta al polo masculino: producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen, descomponen: son inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un disgusto dirá: Estoy amargado. Si la persona no consigue vencer este furor conscientemente o transmutarlo en agresión y se traga el mal humor, o traga bilis, su agresividad y su amargura se somatizan en ácidos estomacales. El estómago reacciona produciendo un ácido agresivo con el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no materiales, empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido jugo gástrico aumenta porque quiere imponerse.
Pero esto acarrea problemas al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de enfrentarse conscientemente con su mal humor y su agresividad, para resolver de modo responsable conflictos y problemas. El enfermo del estómago o no exterioriza su agresividad (se la traga) o demuestra una agresividad exagerada, pero ni un extremo ni el otro le ayudan a resolver el problema realmente, ya que carece de confianza y seguridad en sí mismo, sentimiento indispensable para que el individuo resuelva su problema, carencia a la que aludimos al tratar del tema Dientes–Encías. Todo el mundo sabe que el alimento mal masticado es difícilmente tolerable por un estómago excitado y con exceso de ácidos. Pero la masticación es agresión. Y cuando falta una buena masticación el estómago tiene que trabajar más y producir más ácidos. El enfermo del estómago es una persona que rehuye conflictos. Inconscientemente, añora la plácida niñez. Su estómago pide papilla. Y el enfermo del estómago se alimenta de cosas que han sido tamizadas por el pasapurés y que, por lo tanto, han demostrado ser inofensivas. Puede haber grumos. Los problemas se han quedado en el tamiz. El enfermo del estómago no tolera los alimentos crudos, por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que él se atreva con los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo proceso de la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene muchos problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la nicotina y los dulces representan un estímulo excesivo para el enfermo del estómago. La vida y la comida tienen que estar exentas de desafíos. El ácido gástrico produce una sensación de opresión que impide registrar nuevas impresiones.
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La ingestión de medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con el consiguiente alivio, ya que eructar es una manifestación agresiva hacia el exterior. Con esto uno ha hecho disminuir un poco la presión. La terapia que suele aplicar la medicina académica (por ejemplo, «Valium») refleja la misma relación: el medicamento interrumpe químicamente la unión entre la mente y el sistema vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo); paso que, en casos graves, se realiza también quirúrgicamente extirpando al enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas encargadas de la producción de ácidos (vagotomía). En ambos tratamientos prescritos por la medicina académica se corta la unión sentimiento–estómago, a fin de que el estómago no tenga que seguir digiriendo somáticamente los sentimientos. El estómago es desconectado de los estímulos exteriores. La estrecha relación existente entre la mente y la secreción gástrica es bien conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de hacer sonar una campana en el momento de poner la comida a los perros, Pávlov consiguió crear en los animales un reflejo condicionado, de manera que al cabo de algún tiempo bastaba el sonido de la campana para desencadenar la secreción gástrica que normalmente provoca la vista de la comida.)
La actitud básica de proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino hacia dentro, contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de estómago. La úlcera es una llaga que se forma en la pared del estómago. El enfermo de úlcera, en lugar de digerir las impresiones del exterior, digiere el propio estómago. En rigor se trata de autofágia. El enfermo de estómago tiene que aprender a tomar conciencia de sus sentimientos, afrontar conscientemente los conflictos y digerir conscientemente las impresiones. Además, el paciente de úlcera debe admitir y reconocer sus deseos de dependencia infantil, de la protección materna y el afán de ser querido y mimado, incluso y precisamente cuando estos deseos estén bien disimulados tras una fachada de independencia, autoridad y aplomo. También aquí el estómago revela la verdad.
TRASTORNOS ESTOMACALES Y DIGESTIVOS
Las personas aquejadas de trastornos estomacales y digestivos deben hacerse las preguntas siguientes:
   1.   ¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar?
   2.   ¿Me consumo interiormente?
   3.   ¿Cómo llevo mis sentimientos?
   4.   ¿Qué me amarga?
   5.   ¿Cómo llevo mi agresividad?
   6.   ¿En qué medida huyo de los conflictos?
   7.   ¿Hay en mi una añoranza reprimida de un paraíso infantil sin conflictos 
en el que se me quería y mimaba sin que yo tuviera que abrirme paso a mordiscos?
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Intestino delgado e intestino grueso
En el intestino delgado se produce la digestión propiamente dicha, mediante división en componentes (análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido existente entre el intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una misión similar: el cerebro digiere las impresiones en el plano mental y el intestino digiere las sustancias materiales. Las afecciones del intestino delgado suscitan la pregunta de si el individuo no estará analizando demasiado, ya que la función característica del intestino delgado es el análisis, la división, el detalle. Las personas con afecciones del intestino delgado suelen tender a un exceso de análisis y crítica, de todo tienen algo que decir. El intestino delgado es también un buen indicador de las angustias vitales; en el intestino delgado el alimento es valorado y «aprovechado». En el fondo de la preocupación por la valoración está la angustia vital, angustia de no recibir lo suficiente y morir de hambre. Más raramente, los problemas del intestino delgado pueden denotar también lo contrario: falta de capacidad de crítica. Éste es el caso de las llamadas [Fettstuhlen] de la insuficiencia pancreática.
Uno de los síntomas que con más frecuencia se dan en la zona del intestino delgado es la diarrea. Vulgarmente se dice: Tener caca y también Ése de miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca significa tener miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una problemática de angustia. El que tiene miedo no se entretiene en estudiar analíticamente las impresiones sino que las suelta sin digerir. No hay más remedio. Uno se retira a un lugar tranquilo y solitario donde puede dejar que las cosas sigan su curso. Con ello se pierde mucho líquido, ese líquido símbolo de la flexibilidad que sería necesaria para ampliar la angustiosa frontera del Yo y con ello vencer el miedo. Ya hemos dicho que el miedo siempre está asociado con lo estrecho y con el afán de aferrarse. La terapia del miedo consiste siempre en: soltarse y expandirse, adquirir flexibilidad, observar los acontecimientos: ¡dejarlo correr! El tratamiento de la diarrea suele limitarse a administrar al enfermo gran cantidad de líquidos. Con ello recibe simbólicamente esa fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en los que experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos indica siempre que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos enseña a soltar y dejar correr.
En el intestino grueso, la digestión ya ha terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el agua del resto de los alimentos indigestibles. La afección más generalizada que se produce en esta zona es el estreñimiento. Desde Freud, el psicoanálisis interpreta la defecación como un acto de dar y regalar. Para darnos cuenta de que simbólicamente la deposición tiene algo que ver con el dinero basta recordar una expresión común en Alemania de Geld– schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de oro que, en lugar de estiércol, defecaba monedas de oro. Popularmente también se asocia el pisar deposiciones de perro con la perspectiva de recibir una suma de dinero. Estas indicaciones deben bastar para poner de manifiesto, sin recurrir a complicadas teorías, la relación simbólica existente entre excremento y dinero o entre
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defecar y dar. Estreñimiento es expresión de la resistencia a dar, del afán de retener y está relacionado con la problemática de la avaricia. En nuestra época el estreñimiento es un síntoma muy extendido que padece la mayor parte de la gente. Indica claramente un exagerado afán de aferrarse a lo material y la incapacidad de ceder.
Pero al intestino grueso corresponde otro importante significado simbólico. Si el intestino delgado se relaciona con el pensamiento analítico consciente, el intestino grueso corresponde al inconsciente, en el sentido literal, al «submundo». El inconsciente es, desde el punto de vista mitológico, el reino de los muertos. El intestino grueso es también un reino de los muertos, ya que en él se encuentran las sustancias que no pueden ser convertidas en vida, es el lugar en el que puede producirse la fermentación. La fermentación es también un proceso de putrefacción y muerte. Si el intestino grueso simboliza el inconsciente, el lado nocturno del cuerpo, el excremento representa el contenido del inconsciente. Y ahora reconocemos claramente el otro significado del estreñimiento: es el miedo a dejar salir a la luz el contenido del inconsciente. Es la tentativa de retener fondos reprimidos. Las impresiones espirituales se acumulan y uno no consigue distanciarse de ellas. El paciente estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí. Por ello para la psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el contenido del inconsciente haciendo que se manifieste, del mismo modo que se desbloquea el atasco corporal. El estreñimiento nos indica que tenemos dificultades para dar y soltar, que queremos retener tanto las cosas materiales como el contenido del inconsciente y no queremos que nada salga a la luz. Se llama colitis ulcerosa a una inflamación del intestino grueso que se manifiesta en forma aguda y tiende a hacerse crónica y produce dolores y frecuentes deposiciones de mucosidades sanguinolentas. También aquí la voz popular demuestra sus grandes conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama vulgarmente Schleimscheisser o Schleimer, es decir, «caga moco», al individuo hipócrita, obsequioso y adulador capaz de todo por congraciarse, incluso de sacrificar su personalidad, de renunciar a su vida propia a fin de vivir la vida de otro en una especie de unidad simbiótica. La sangre y la mucosidad son sustancias vitales, símbolos de la vida. (Los mitos de numerosos pueblos primitivos cuentan que la vida surgió del lodo o mucílago.) Sangre y moco pierde el que teme asumir su propia vida y su propia personalidad. Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse del otro, lo cual provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De esto tiene miedo el que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por el intestino. Por el intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio los símbolos de su propia vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle reconocer que cada cual ha de vivir su propia vida de forma responsable, porque, si no, la pierde.
El páncreas
El páncreas forma parte del aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la exocrina, que consiste en la producción de los jugos gástricos esenciales, de carácter eminentemente agresivo, y la endocrina. Mediante la
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función endocrina, el páncreas produce la insulina. El déficit de producción de estas células da lugar a una afección muy frecuente: la diabetes (azúcar en la sangre). La palabra diabetes se deriva del verbo griego diabainain, que significa echar o pasar a través. En un principio, en Alemania, se llamó a esta enfermedad Zuckerharnruhr, es decir, literalmente, diarrea de azúcar. Si recordamos el simbolismo de la alimentación expuesto al principio de este capítulo, podemos traducir libremente la diarrea de azúcar por diarrea del amor. El diabético (por falta de insulina) no puede asimilar el azúcar contenido en los alimentos; el azúcar escapa de su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo la palabra azúcar por la palabra amor habremos expuesto con claridad el problema del diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de otras dulzuras. Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias células está el afán no reconocido de la realización amorosa, unido a la incapacidad de aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético —y esto es significativo— tiene que alimentarse de «sucedáneos»: sucedáneos para satisfacer unos deseos auténticos. La diabetes produce la hiperacidulación o avinagramiento de todo el cuerpo y puede provocar incluso un coma. Ya conocemos estos ácidos, símbolo de la agresividad. Una y otra vez, nos encontramos con esta polaridad de amor y agresividad, de azúcar y ácido (en mitología: Venus y Marte). El cuerpo nos enseña: el que no ama se agria; o, formulado más claramente: el que no sabe disfrutar se hace insoportable.
Sólo puede recibir amor el que es capaz de darlo: el diabético da amor sólo en forma de azúcar en la orina. El que no se deja impregnar no retiene el azúcar. El diabético quiere amor (cosas dulces), pero no se atreve a buscarlo activamente («¡A mí lo dulce no me conviene!»). Pero lo desea («¡Qué más quisiera, pero no puedo!»). No puede recibir, puesto que no aprendió a dar, y por lo tanto no retiene el amor en el cuerpo: no asimila el azúcar y tiene que expulsarlo. ¡Cualquiera no se amarga!
El hígado
No es fácil examinar el hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno de los más grandes del ser humano y el principal del metabolismo intermediario, o —expresado gráficamente— el laboratorio de la persona. Repasemos de forma esquemática sus funciones más importantes:
1. Almacenamiento de energía: el hígado produce glucógeno (fuerza) y lo
almacena (unas quinientas kilocalorías). Además, transforma en grasa los hidratos de carbono ingeridos, los cuales son almacenados en los depósitos distribuidos por el cuerpo.
2. Producción de energía: con los aminoácidos y grasas ingeridos con la alimentación, el hígado produce glucosa (= energía). Las grasas van al hígado donde son utilizadas en la combustión, para la obtención de energía.
3. Metabolismo de la albúmina: el hígado puede tanto desintegrar los aminoácidos como sintetizarlos. Por ello, el hígado es el elemento de unión entre la albúmina (proteína) del reino animal y vegetal procedente de los
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alimentos y la del ser humano. La albúmina de cada especie es totalmente individual, pero los elementos que la componen, los aminoácidos, son universales (ejemplo: casas diferentes [albúmina] construidas con idénticos ladrillos [aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales, los animales y los humanos consisten en la ordenación de los aminoácidos; el orden de los aminoácidos está codificado en el ADN.
4. Desintoxicación: las toxinas, tanto las del cuerpo como las ajenas a él, son desactivadas e hidrolizadas en el hígado, para poder ser eliminadas por la vesícula o los riñones. También la bilirrubina (producto de la desintegración de la hemoglobina, el colorante de la sangre) debe ser transformada en el hígado para poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce la ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada por los riñones.
Hasta aquí, una rápida ojeada a las funciones más importantes del polifacético hígado. Empecemos nuestra interpretación simbólica por el punto citado en último lugar: la desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar presupone la facultad de diferenciación y valoración, porque quien no puede diferenciar lo que es tóxico de lo que no lo es, no puede desintoxicar. Los trastornos y afecciones del hígado, por lo tanto, denotan problemas de valoración, es decir, señalan una clasificación errónea de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial (¿alimento o veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que es tolerable y cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente, nunca se producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al hígado: exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol, exceso de drogas, etc. Un hígado enfermo indica que el individuo ingiere con exceso algo que supera su capacidad de proceso, denota inmoderación, exageradas ansias de expansión e ideales demasiado ambiciosos. El hígado es el proveedor de energía. El enfermo del hígado pierde esta energía y vitalidad: pierde su potencia, pierde el apetito. Pierde el ánimo para todo aquello que tenga que ver con las manifestaciones vitales, y así el mismo síntoma corrige y compensa el problema, creado por el exceso. Es la reacción del cuerpo a la incontinencia y a la megalomanía y exhorta a la moderación. Al dejar de formarse coagulante, la sangre —savia vital— se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad, el paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia (sexo, comida y bebida), proceso que ilustra claramente la hepatitis.
Por otra parte, el hígado tiene una marcada relación simbólica con el terreno filosófico y religioso, afinidad quizá difícil de apreciar para muchos. Recordemos la síntesis de la albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se compone de aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir de la albúmina animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando el orden de los aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado, conservando los componentes (aminoácidos), modifica la estructura espacial, con lo que determina un salto cualitativo, es decir, un salto evolutivo desde el
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reino vegetal y animal al humano: pero, al mismo tiempo, se mantiene la identidad de los componentes, asegurando así la unión con el origen. La síntesis de la albúmina es, a escala microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el macrocosmos se llama evolución. Mediante modificación del modelo con los elementos originales, se crea la infinita diversidad de las formas. En virtud de la homogeneidad del «material», todo permanece ligado entre sí, por lo cual los sabios enseñan que todo está en uno y uno está en todo (pars pro toto).
Otra forma de expresión de esta idea es religio, literalmente «religazón». La religión busca la reunión con el principio, con el punto de partida, con el Todo y el Uno, y lo encuentra, porque la pluralidad que nos separa de la unidad no es, en definitiva, más que la ilusión (maja), nacida del juego de la distinta ordenación de unas mismas esencias. Por ello sólo puede hallar el camino del origen aquel que no se deja engañar por la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en este campo de tensión actúa el hígado.
ENFERMEDADES HEPÁTICAS
El enfermo del hígado debe plantearse las siguientes preguntas:
   1.   ¿En qué órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión?
   2.   ¿Cuándo soy incapaz de distinguir entre lo que puedo asimilar y lo que es 
«tóxico» para mí?
   3.   ¿Cuándo he sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar 
demasiado alto (megalomanía), cuándo «me he pasado»?
   4.   ¿Me preocupo del tema de mi «religión», mi religazón, con el origen, o acaso la multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en mi vida los 
temas filosóficos una parcela muy pequeña?
   5.   ¿Me falta confianza?
La vesícula biliar
La vesícula almacena la bilis producida por el hígado. Pero con frecuencia los conductos biliares están obstruidos por cálculos y la bilis no puede llegar a la digestión. La bilis es símbolo de agresividad, tal como nos dice el lenguaje corriente.
Decimos: Ese viene escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado a causa de la biliosa agresividad que almacena.
Llama la atención que los cálculos biliares sean más frecuentes entre las mujeres, mientras que entre los hombres se den más a menudo los de riñón, como corresponde al polo opuesto. Más aún, los cálculos biliares son más frecuentes entre las mujeres casadas y con hijos que entre las solteras. Estas observaciones estadísticas quizá puedan facilitar nuestra interpretación. La energía quiere fluir. Si se obstaculiza el flujo, se produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y concreciones que se producen en el cuerpo humano siempre son manifestación de energía coagulada. Los cálculos
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biliares son agresividad petrificada. (Energía y agresividad son conceptos casi idénticos. Hay que señalar que nosotros no atribuimos una valoración negativa a palabras tales como agresividad: la agresividad nos es tan necesaria como la bilis o los dientes.)
Por ello, no es de extrañar la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres de familia. Estas mujeres sienten su familia como una estructura que les impide dar libre curso a su energía y agresividad. Las situaciones familiares se viven como una coerción de la que la mujer no se atreve a librarse: las energías se coagulan y petrifican. Con el cólico, el paciente es obligado a hacer todo aquello que hasta ahora no se atrevió a hacer: con las convulsiones y los gritos se libera mucha energía reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad!
La anorexia nerviosa
Vamos a cerrar el capítulo sobre la digestión con una enfermedad típicamente psicosomática que extrae su encanto de la combinación de peligrosidad y originalidad (de todos modos, causa la muerte de un veinte por ciento de las pacientes): la anorexia. En esta enfermedad se manifiestan con especial claridad la paradoja y la ironía que entraña toda enfermedad: una persona se niega a comer porque no tiene apetito, y se muere sin llegar a sentirse enferma. ¡Es fabuloso! A los familiares y los médicos de estos pacientes les cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la mayoría de casos, se esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de las ventajas de la alimentación y de la vida, llevando su amor al prójimo hasta la intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad del caso debe de ser un mal espectador del gran teatro del mundo.)
La anorexia se da casi exclusivamente entre las mujeres. Es una enfermedad típicamente femenina. Las pacientes, la mayoría en la pubertad, se distinguen por sus peculiares hábitos de alimentación o de «desnutrición»: se niegan a ingerir alimentos, actitud motivada —consciente o inconscientemente— por el afán de estar delgadas.
De todos modos, a veces, esta rotunda negativa a comer se trueca en todo lo contrario: cuando están solas y saben que nadie puede verlas, engullen enormes cantidades de alimentos. Son capaces de vaciar el frigorífico por la noche, comiendo todo lo que encuentran. Pero no quieren retener el alimento dentro del cuerpo y se provocan el vómito. Ponen en práctica todas las estratagemas imaginables para engañar a su preocupada familia acerca de sus hábitos. Suele ser muy difícil averiguar lo que una paciente come en realidad y lo que deja de comer, cuándo sacia su hambre canina y cuándo no.
Cuando comen, prefieren cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones, manzanas verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas calorías y escaso valor alimenticio. Además, estas pacientes suelen tomar laxantes, a fin de librarse cuanto antes de lo poco que comen. Tienen también mucha necesidad de movimiento. Dan largos pasos y carreras para quemar una grasa que no han ingerido, lo cual, dado la debilidad general de las pacientes, es realmente asombroso. Llama la atención el altruismo de las
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anoréxicas que las hace cocinar con primor para los demás. No les importa guisar, servir y ver comer a los demás, con tal de que no las obliguen a acompañarles. Por lo demás, gustan de la soledad. Muchas anorexicas o no menstruan o tienen problemas con la regla.
Repasando los síntomas, detrás de esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está el antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e instinto. La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las formas. La negativa a comer es la negación de la fisiología. El ideal del anoréxico es la pureza y la espiritualidad. Desea librarse de todo lo grosero y corporal, escapar de la sexualidad y del instinto. El objetivo es la castidad y la condición asexuada. Para conseguirlo, hay que estar lo más delgada posible, porque si no, aparecerían en el cuerpo unas curvas reveladoras de su feminidad. Y ella no quiere ser mujer.
No sólo se tiene miedo a las curvas por ser femeninas, es que, además, un vientre abultado recuerda la posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad y de la sexualidad se manifiesta, también, en la falta de la regla. El ideal supremo de la anoréxica es la desmaterialización. Hay que apartarse de todo lo que tiene que ver con lo bajo y material.
Desde la perspectiva de semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se considera enfermo ni admite medidas terapéuticas dirigidas únicamente al cuerpo, ya que precisamente del cuerpo quiere apartarse. En el hospital, burla la alimentación forzada escamoteando con habilidad, por medios cada vez más refinados, todos los alimentos que se le dan. Rechaza toda ayuda y persigue denodadamente su ideal de dejar tras de sí todo lo corporal, en aras de la espiritualidad. La muerte no se considera amenaza, ya que es precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca. Todo lo redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor; se tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas que sufren anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas. Reunirse alrededor de una mesa para comer juntos es, en todas las culturas, un ritual antiquísimo que fomenta cálida cordialidad y compenetración. Pero precisamente esta compenetración es lo que da miedo a la anoréxica.
Este miedo es alimentado desde la sombra de la paciente, sombra en la que, anhelantes, esperan realizarse los temas que la paciente rehuye con tanto empeño en su vida consciente. La enferma tiene hambre de vida pero, por temor a ser arrastrada por ella, trata de desterrarla por medio del síntoma. De vez en cuando, el hambre reprimida y combatida se impone mediante un acceso de gula. Y devora a escondidas. Después, este «desliz» será neutralizado con el vómito provocado. Por lo tanto, la enferma no encuentra el punto intermedio en su conflicto entre la gula y el ascetismo, entre el hambre y el ayuno, entre el egocentrismo y la abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un egocentrismo disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas pacientes. Uno ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que se niega a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que, angustiados y desesperados, creen su deber obligarle a comer
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y seguir viviendo. Con este truco, ya los niños pequeños pueden meter a toda la familia en un puño.
Al que padece anorexia nerviosa no se le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo sumo, tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene que aprender a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo, su feminidad, sus instintos y su carnalidad. Debe comprender que no podemos superar lo terreno combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que únicamente podemos transmutarlo integrándolo y viviéndolo. Muchas personas pueden sacar enseñanzas del cuadro patológico de la anorexia. No son sólo estos enfermos los que, con una filosofía exigente, tratan de reprimir los deseos del cuerpo, generadores de ansiedad, y de llevar una vida pura y espiritual. Estas personas pasan por alto con facilidad que el ascetismo suele proyectar una sombra, y la sombra se llama deseo.
V. LOS ÓRGANOS SENSORIALES
Los órganos sensoriales son las puertas de la percepción. A través de los órganos sensoriales nos comunicamos con el mundo exterior. Son las ventanas del alma a las que nos asomamos, en definitiva, para vernos a nosotros mismos. Porque ese mundo exterior que «sentimos» y en cuya incuestionable realidad tan firmemente creemos, en realidad no existe.
Vayamos por partes. ¿Cómo funciona nuestra percepción? Cada acto de percepción sensorial puede reducirse a una información producida por la modificación de las vibraciones de las partículas. Miramos, por ejemplo, una barra de hierro y observamos que es negra, la tocamos y notamos que está fría, olemos su olor característico y percibimos su dureza. Calentemos la barra con un soplete y veremos que su color cambia y que se pone roja e incandescente, notaremos el calor que despide y observaremos su ductilidad. ¿Qué ha pasado? Sólo que hemos conducido a la barra una energía que ha provocado el aumento de la velocidad de las partículas. Esta aceleración de las partículas ha provocado cambios en la percepción que describimos con las palabras «rojo», «caliente», «flexible», etc.
Este ejemplo nos indica claramente que nuestra percepción se basa en la frecuencia de la oscilación de las partículas. Las partículas llegan a unos receptores especiales de nuestros órganos de percepción, donde provocan un estímulo que, por medio de impulsos químico–eléctricos, es conducido al cerebro a través del sistema nervioso y allí suscita una imagen compleja que nosotros catalogamos de «roja», «caliente», «olorosa», etc. Entran las partículas y sale una percepción compleja: entre lo uno y lo otro está la elaboración. ¡Y nosotros creemos que las imágenes complejas que nuestra mente elabora con las informaciones de las partículas existen realmente fuera de nosotros! Ahí reside nuestro error. Fuera no hay más que partículas, pero precisamente las partículas no las hemos percibido nunca. Desde luego, nuestra percepción depende de las partículas, pero nosotros no podemos percibirlas. En realidad, nosotros estamos rodeados de imágenes subjetivas.
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Desde luego, estamos convencidos de que los demás (¿existen los demás?) perciben lo mismo, en el caso de que ellos utilicen para la percepción las mismas palabras que nosotros; sin embargo, dos personas nunca pueden comprobar si ven lo mismo cuando dicen «verde». Estamos solos en la esfera de nuestras propias imágenes, pero cerramos los ojos a esta verdad.
Las imágenes parecen tan reales —tan reales como en los sueños—, pero sólo mientras dura el sueño. Un día uno se despierta de este sueño de cada día y se asombra de que este mundo que considerábamos tan real se diluya en la nada: maja, ilusión, velo que nos oculta la verdadera realidad. Quien haya seguido nuestra argumentación puede replicar que aunque el mundo exterior no exista con la forma que nosotros percibimos, existe un mundo exterior formado de partículas. Pues también esto es una ilusión. Porque en el plano de las partículas no se aprecia la divisoria entre el Yo y Los Demás, entre Dentro y Fuera. Mirando una partícula no se aprecia si me pertenece a mí o al entorno. Aquí no hay fronteras. Aquí todo es uno.
Precisamente éste es el significado del viejo principio esotérico «microcosmos = macrocosmos». Este «igual» tiene aquí exactitud matemática. El Yo (Ego) es la ilusión, la frontera artificial que sólo existe en la mente hasta que el ser humano aprende a ofrecer en sacrificio este Yo y averigua, con asombro, que la temida «soledad» no es sino «ser uno con todo». Pero el camino de esta unión, la iniciación a la unidad, es largo y arduo. Sólo estamos unidos a este mundo aparente de la materia por nuestros cinco sentidos, como las cinco llagas que quedaron en Jesús después de que fuera clavado a la cruz del mundo material. Esta cruz sólo puede superarse convirtiéndola en vehículo del «renacimiento espiritual».
Al principio de este capítulo decimos que los órganos de los sentidos son las ventanas de nuestra alma por la que nos contemplamos a nosotros mismos. Lo que llamamos entorno o mundo exterior no son sino reflejo de nuestra alma. Un espejo nos permite mirarnos y reconocernos, porque nos muestra las zonas que sin el reflejo no podríamos ver. Es decir, que nuestro «entorno» es un medio grandioso que debe ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. Dado que la imagen que aparece en el espejo no es siempre halagüeña —porque también nuestra sombra se refleja en él—, nos empeñamos en hacer distinciones entre nosotros y el mundo exterior y protestar que nosotros «no tenemos nada que ver con eso». Sólo ahí reside el peligro. Nosotros proyectamos al exterior nuestra forma de ser y creemos en la independencia de nuestra proyección. Luego, omitimos interiorizar la proyección y aquí empieza la Era de la asistencia social en la que todos se ayudan mutuamente y nadie se ayuda a sí mismo. Para nuestra toma de conciencia, necesitamos el reflejo que viene de fuera. Pero, si queremos estar sanos y enteros, no debemos dejar de admitir dentro de nosotros mismos esa proyección. La mitología judaica nos expone el tema con la imagen de la creación de la mujer. A Adán, criatura perfecta y andrógina, se le quita un costado (Lutero traduce «costilla») al que se da forma independiente. Ahora falta a Adán una mitad que él ve como oponente en la proyección. Ha quedado incompleto y sólo podrá estar otra vez
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entero uniéndose a lo que le falta. Pero esto sólo puede realizarse por medio de lo externo. Si el ser humano deja de reintegrar gradualmente a lo largo de su vida aquello que percibe del exterior, cediendo a la tentadora ilusión de creer que el exterior no tiene nada que ver con él, entonces el destino empieza poco a poco a impedir la percepción.
Percibir equivale a tomar conciencia de la verdad. Esto sólo es posible si el ser humano se reconoce a sí mismo en todo lo que percibe. Si se le olvida, entonces las ventanas del alma, los órganos de los sentidos, poco a poco se empañan, pierden la transparencia y obligan al ser humano a volver su percepción hacia dentro. En la medida en que los órganos de los sentidos dejan de funcionar, el hombre aprende a mirar hacia dentro y a escuchar en su interior. El hombre es obligado a recogerse en sí mismo.
Existen técnicas de meditación por las que el ser humano se recoge voluntariamente: se cierran las puertas de los sentidos con los dedos de las dos manos: oídos, ojos y boca, y se medita sobre las percepciones sensoriales internas que, al que llega a adquirir cierta práctica, se le ofrecen como gusto, color y sonido.
Los ojos
Los ojos no sólo recogen impresiones del exterior sino que también dejan pasar algo de dentro afuera: en ellos se ven los sentimientos y estados de ánimo de la persona. Por ello, el individuo indaga en los ojos del otro y trata de leer en su mirada. Los ojos son espejo del alma. También los ojos derraman lágrimas y con ello revelan al exterior una situación psíquica interna. Hasta hoy, el diagnóstico por el iris utiliza el ojo únicamente como espejo del cuerpo, pero también es posible ver en el ojo el carácter y la idiosincrasia de una persona. También el mal de ojo y el mirar con malos ojos nos dan a entender que el ojo es un órgano que no sólo recibe sino que también proyecta. Los ojos actúan cuando se le echa un ojo a alguien. En el lenguaje popular se dice que el amor es ciego, frase que indica que los enamorados no ven claramente la realidad.
Las afecciones más frecuentes de los ojos son la miopía y la presbicia, la primera se manifiesta principalmente en la juventud, mientras que la última es un trastorno de la edad. Esta distinción es justa, ya que los jóvenes sólo acostumbran a ver lo inmediato y les falta la visión de conjunto o de alcance. La vejez se distancia de las cosas. Análogamente, la memoria de los viejos es incapaz de retener hechos recientes pero conserva un recuerdo exacto de sucesos lejanos.
La miopía denota una subjetividad exagerada. El miope lo ve todo desde su óptica y se siente personalmente afectado por cualquier tema. Hay gente que no ve más allá de sus narices, pero no por alargar menos esta limitada visión les permite conocerse mejor a sí mismos. Ahí radica el problema, porque el individuo debería aplicarse a sí mismo aquello que ve, para aprender a verse. Pero el proceso toma el signo contrario cuando la persona se queda encallada en la subjetividad. Esto, en definitiva, quiere decir que, si bien el individuo lo relaciona todo consigo mismo, se niega a verse y reconocerse a sí mismo en
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todo. Entonces la subjetividad desemboca en una susceptibilidad irritable u otras reacciones defensivas sin que la proyección llegue a resolverse.
La miopía compensa esta mala interpretación. Obliga al individuo a mirar de cerca su propio entorno. Acerca el enfoque a los ojos, a la punta de la nariz. Por lo tanto, la miopía denota, en el plano corporal, una gran subjetividad y, al mismo tiempo, desconocimiento de sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos nos hace salir de la subjetividad. Cuando una persona no ve claro, la pregunta clave será: «¿Qué es lo que no quiere ver?» La respuesta siempre es la misma: «A sí mismo».
La magnitud de la resistencia a verse uno mismo tal como es se manifiesta en el número de dioptrías de sus lentes. Los lentes son una prótesis y, por lo tanto, un engaño. Con ellos se rectifica artificialmente el destino y uno hace como si todo estuviera en orden. Este engaño se intensifica con las lentes de contacto, porque en este caso se pretende disimular incluso que uno no ve claro. Imaginemos que de la noche a la mañana se le quitan a la gente sus gafas y lentes de contacto. ¿Qué ocurriría? Pues que aumentaría la sinceridad. Entonces enseguida sabríamos cómo cada cual ve lo mismo y se ve a sí mismo y —lo que es más importante— los afectados asumirían su incapacidad para ver las cosas tal como son. Una incapacidad sólo es útil al que la vive. Entonces más de uno se daría cuenta de lo «poco clara» que es su imagen del mundo, cuán «borroso» lo ve y cuán pequeña es su perspectiva. Quizás entonces a más de uno se le cayera la venda de los ojos y empezara a ver claro.
El viejo, con la experiencia de los años, adquiere sabiduría y visión de conjunto. Lástima que muchos sólo experimenten esta buena visión a distancia cuando la presbicia les impide ver de cerca. El daltonismo indica ceguera para la diversidad y el colorido de la vida: es algo que afecta a las personas que todo lo ven pardo y tienden a arrasar diferencias. En suma, un ser gris.
La conjuntivitis, como todas las inflamaciones, denota conflicto. Produce un dolor que sólo se calma cuando uno cierra los ojos. Así cerramos los ojos ante un conflicto que no queremos afrontar.
Estrabismo:
Para poder ver algo en toda su dimensión, necesitamos dos imágenes. ¿Quién no reconoce en esta frase la ley de la polaridad? Nosotros, para captar la unidad completa, necesitamos siempre dos visiones. Pero si los ejes visuales no están bien alineados, los ojos se desvían, el individuo bizquea, porque en la retina de uno y otro ojo se forman dos imágenes no coincidentes (visión doble). Pero, antes que presentarnos dos imágenes divergentes, el cerebro opta por prescindir de una de ellas (la del ojo desviado). En realidad, entonces se ve con un solo ojo, ya que la imagen del otro ojo no nos es transmitida. Todo se ve plano, sin relieve.
Algo parecido ocurre con la polaridad. El ser humano debería poder ver los dos polos como una sola imagen (por ejemplo, onda y corpúsculo, libertad y autoritarismo, bien y mal). Si no lo consigue, si la visión se desdobla, él elimina
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una de las imágenes (la reprime) y, en lugar de visión completa, tiene visión de tuerto. En realidad, el bizco es tuerto, ya que la imagen del ojo desviado es desechada por el cerebro, lo cual provoca pérdida de relieve de la imagen y da una visión unilateral del mundo.
Cataratas:
La «catarata gris» empaña el cristalino y, por lo tanto, enturbia la visión. No se ve con nitidez. Las cosas que se ven con nitidez poseen un perfil afilado, es decir, son cortantes. Pero, si se difumina el contorno, el mundo se hace más romo, menos hiriente. La visión borrosa proporciona un tranquilizador distanciamiento del entorno, y de uno mismo. La «catarata gris» es como una persiana que se baja para no tener que ver lo que uno no quiere ver. La catarata gris es como un velo que puede llegar a cegar.
En la «catarata verde» (glaucoma), el aumento de la presión interna del ojo provoca una progresiva contracción del campo visual, hasta llegar a la visión tubular. Se pierde la visión de conjunto: sólo se percibe la zona que se enfoca. Detrás de esta afección se halla la presión psíquica de las lágrimas no vertidas (presión interna del ojo).
La forma extrema del no querer ver es la ceguera. La ceguera está considerada por la mayoría de las personas como la pérdida más grave que pueda sufrir una persona en el aspecto físico. La expresión: Está ciego se emplea también en sentido figurado. Al ciego se le arrebata definitivamente la superficie de proyección externa y se le obliga a mirar hacia dentro. La ceguera corporal es sólo la última manifestación de la verdadera ceguera: la ceguera de la mente.
Hace varios años, mediante una nueva técnica quirúrgica se dio la vista a varios jóvenes ciegos. El resultado no fue totalmente halagüeño ya que la mayoría de los operados no acababan de adaptarse a su nueva vida. Este caso puede tratar de explicarse y analizarse desde los más diversos puntos de vista. En nuestra opinión sólo importa el reconocimiento de que, si bien con medidas funcionales pueden modificarse los síntomas, no se eliminan los problemas de fondo que se manifiestan por medio de ellos. Mientras no rectifiquemos la idea de que todo impedimento físico es una perturbación molesta que hay que eliminar o subsanar cuanto antes, no podremos extraer de ella beneficio alguno. Debemos dejarnos perturbar por la perturbación en nuestra vida habitual, consentir que el impedimento nos impida seguir viviendo como hasta ahora. Entonces la enfermedad es la vía que nos conduce a la verdadera salud. Incluso la ceguera, por ejemplo, puede enseñarnos a ver, darnos una visión superior.
Los oídos
Repasemos varias frases hechas que se refieren al oído: Tender el oído = prestar oídos = regalar los oídos = escuchar a alguien. Todas estas frases nos muestran la clara relación existente entre los oídos y el tema de captar, de la receptividad (prestar atención) y de escuchar, también en el sentido de
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obedecer. Comparada con el oído, la vista es una forma de percepción mucho más activa. Y también es más fácil desviar la mirada o cerrar los ojos que taparse los oídos. La facultad de oír es expresión corporal de obediencia y humildad. Así, al niño desobediente le preguntamos: ¿No me has oído? Cuando no se quiere obedecer se hacen oídos sordos. Hay personas que, sencillamente, no oyen lo que no quieren oír. Denota cierto egocentrismo no prestar oídos a los demás, no querer enterarse de nada. Indica falta de humildad y de obediencia. Lo mismo ocurre con la llamada «sordera del altavoz». No es el altavoz lo que daña sino la resistencia psíquica al ruido, el «no querer oír» conduce al «no poder oír». Las otitis y los dolores de oídos se dan con mayor frecuencia en los niños en la edad en que deben aprender a obedecer. La mayoría de las personas de edad avanzada sufren una sordera más o menos acentuada. La dureza de oído, al igual que la pérdida de visión, la rigidez y pesadez de los miembros, son los síntomas somáticos de la edad, todos ellos expresión de la tendencia del ser humano a hacerse más inflexible e intolerante con la edad. El anciano suele perder la capacidad de adaptación y la flexibilidad y está menos dispuesto a obedecer. Este esquema es típico de la vejez, pero, desde luego, no inevitable. La vejez no hace sino poner de relieve los problemas no resueltos y hacernos más sinceros, lo mismo que la enfermedad.
A veces, se produce una brusca pérdida de audición, generalmente unilateral y acusada, del oído interno que puede degenerar en sordera total (es posible perder el otro oído). Para interpretar el significado de esta afección es preciso estudiar atentamente las circunstancias en las que se presenta. La brusca pérdida de audición es una exhortación a tender el oído hacia dentro y escuchar la voz interior. Sólo se queda sordo el que ya hace tiempo que lo estaba para su voz interior.
AFECCIONES DE LA VISTA
Quien tenga problemas visuales lo primero que debería hacer es prescindir durante un día de las gafas (o lentes de contacto) y asumir la situación conscientemente. A continuación, hacer por escrito una descripción de la forma en que durante ese día vieron y experimentaron el mundo, lo que pudieron hacer y lo que no, cómo se las ingeniaron. Este informe debería darles material de reflexión y revelarles su actitud hacia el mundo y hacia sí mismos. Pero ante todo debería uno responderse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué es lo que no quiero ver?
2. ¿Obstaculiza la subjetividad el conocimiento de mi mismo? 3. ¿Evito reconocerme a mi mismo en mis obras?
4. ¿ Utilizo la vista para mejorar mi perspectiva?
5. ¿ Tengo miedo de ver las cosas con nitidez?
6. ¿Puedo ver las cosas tal como son?
7. ¿A qué aspecto de mi personalidad cierro los ojos?
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AFECCIONES DE LOS OÍDOS
Quien tenga problemas con el oído formúlese estas preguntas:
   1.   ¿Por qué no quiero escuchar a cierta persona?
   2.   ¿Qué es lo que no quiero oír?
   3.   ¿Están equilibrados en mí los polos de egocentrismo y humildad?
VI. DOLOR DE CABEZA
El dolor de cabeza era desconocido hasta hace varios siglos. En épocas pretéritas no se daba. El dolor de cabeza toma incremento especialmente en los países más avanzados, en los que el veinte por ciento de la población «sana» reconoce sufrirlo. Las estadísticas indican que la incidencia es mayor entre las mujeres y los «estratos superiores». Esto no sorprende si tratamos de rompernos un poco la cabeza con el simbolismo de esta parte del cuerpo. La cabeza presenta una clara polaridad respecto al cuerpo. Es la instancia suprema de nuestra institución corporal. Con ella nos imponemos. La cabeza representa lo alto mientras que el cuerpo expresa lo bajo.
Consideramos la cabeza como la sede del entendimiento, el conocimiento y el pensamiento. El que pierde la cabeza actúa irracionalmente. Podemos comer el coco a una persona, pero en tal caso no debemos esperar que mantenga la cabeza en su sitio. Por lo tanto, sentimientos irracionales como el «amor» atacan muy especialmente la cabeza: la mayoría de las personas suelen perderla cuando se enamoran (...y, si no la pierden, los dolores de cabeza no acaban). De todos modos, también los hay cabezotas que nunca llegarán a perder la cabeza, ni aun en el caso de que se den con la cabeza contra la pared. Ciertos observadores piensan que esta extraordinaria insensibilidad se debe a que tienen serrín en la cabeza, aunque científicamente no se ha demostrado.
El dolor de cabeza producido por la tensión se inicia de forma difusa, más como una opresión, y puede prolongarse durante horas, días y semanas. Probablemente, el dolor se produce por un exceso de tensión en los vasos sanguíneos. Generalmente, al mismo tiempo se siente una fuerte tensión en la musculatura de la cabeza, los hombros, el cuello y la columna vertebral. Este tipo de dolor de cabeza suele presentarse en situaciones en las que el ser humano se halla sometido a fuerte presión o cuando una crisis va a desbordarle.
Es el «camino ascendente» que conduce fácilmente a una acentuación excesiva del polo superior, es decir, de la cabeza. Suelen padecer este tipo de dolor de cabeza las personas ambiciosas y perfeccionistas que tratan de imponer su voluntad. En tales casos, la ambición y el afán de poder se suben a la cabeza, porque el individuo que sólo atiende a la cabeza, que sólo acepta lo racional, sensato y comprensible, pronto pierde el contacto con el «polo inferior» y, por lo tanto, con sus raíces que son lo único que puede anclarlo en la vida. Es el cerebral. Pero los derechos del cuerpo y sus casi siempre
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inconscientes funciones son más antiguos que la facultad del pensamiento racional, que es una adquisición relativamente reciente del ser humano, con el desarrollo de la corteza cerebral.
El ser humano posee dos centros: corazón y cerebro: sentimiento y pensamiento. El individuo de nuestro tiempo y de nuestra cultura ha desarrollado extraordinariamente las fuerzas cerebrales, por lo que corre peligro de descuidar su otro centro, el corazón. Por ello, tampoco es una solución denostar el pensamiento, la razón y la cabeza. Ningún centro es mejor ni peor que el otro. El ser humano no debe optar por uno de los dos sino buscar el equilibrio.
Las personas «todo sensibilidad» están tan incompletas como las «todo cerebro». Pero nuestra cultura ha favorecido y desarrollado tanto el polo de la cabeza que en muchos casos padecemos un déficit en el polo inferior. A ello se suma el problema de a qué aplicamos nuestra actividad mental. En casi todos los casos, utilizamos nuestras funciones racionales para la consolidación de nuestro Yo. Por medio del modelo filosófico causal, nos prevenimos más y más frente al destino, con objeto de ampliar el dominio de nuestro ego. Esta empresa está condenada al fracaso. En el mejor de los casos, acaba como la torre de Babel, en la confusión. La cabeza no puede independizarse y recorrer su camino sin el cuerpo, sin el corazón. Cuando el pensamiento se disocia de lo de abajo, rompe con sus raíces. Por ejemplo, el pensamiento funcional de la ciencia es un pensamiento sin raíces: le falta religión, el enlace con la causa primitiva. La persona que sólo se rige por la cabeza, sin un anclaje en el suelo, alcanza alturas vertiginosas. No es de extrañar que a veces uno tenga la sensación de que va a estallarle la cabeza. Es una señal de alarma.
La cabeza es, de todos los órganos, el que más rápidamente reacciona al dolor. En todos los demás órganos tienen que producirse alteraciones mucho mayores para que haya dolor. La cabeza es nuestro vigía más despierto. Su dolor indica que nuestro modo de pensar es erróneo, que seguimos un criterio equivocado, que perseguimos objetivos dudosos. Da la alarma cuando nos rompemos la cabeza con cavilaciones estériles en busca de unas seguridades que, en definitiva, no existen. El ser humano, dentro de su forma de existencia material, no puede asegurar nada: en realidad, a cada intento que realiza sólo consigue ponerse en ridículo.
El individuo suele devanarse los sesos, hasta que le sale humo de la cabeza, por cosas intrascendentes. La tensión se descarga por medio de la relajación que, en realidad, no es sino otro modo de llamar al acto de soltar, de desconectarse. Cuando la cabeza da la alarma por medio del dolor, es que ha llegado el momento de desechar la obcecación del «yo quiero», la ambición que nos empuja hacia arriba, la cabezonería y el fanatismo. Es el momento de dirigir la mirada hacia abajo y recordar las raíces. Imposible ayudar a quienes durante años acallan esta alarma a fuerza de analgésicos. Esos arriesgan la cabeza.
Jaqueca
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«La jaqueca (migraña o hemicránea) es un acceso de dolor de cabeza, generalmente hemicraneal, que puede asociarse a trastornos visuales (sensibilidad a la luz, centelleo) o digestivos, como vómitos y diarrea. Estos ataques que generalmente duran varias horas se presentan asociados a un estado de ánimo depresivo e irritable. En el apogeo de la jaqueca, el afectado siente el deseo imperioso de estar solo en una habitación oscura o en la cama» (Brautigam). A diferencia de lo que ocurre con el dolor de cabeza debido a la tensión, en la jaqueca, después de unos espasmos iniciales, se produce una gran dilatación de los vasos sanguíneos. En griego se llama a la cabeza hemikranie (kranion = cráneo) literalmente mitad del cráneo, palabra que denota claramente la unilateralidad del pensamiento que, en los enfermos de jaqueca, es similar a la que se da en las personas que sufren dolor de cabeza provocado por la tensión.
Todo lo dicho respecto a este último síntoma vale también para la migraña, salvo un punto esencial. Mientras que el paciente aquejado de dolor de cabeza trata de aislar la cabeza del tronco, el que sufre jaqueca traslada un tema corporal a la cabeza para vivirlo en ella. Este tema es la sexualidad. La jaqueca siempre es sexualidad desplazada a la cabeza. Se da a la cabeza la función del vientre. Este desplazamiento no es tan incongruente, ya que el aparato genital y la cabeza tienen entre sí una cierta analogía. Son las partes del cuerpo que albergan todos los orificios del ser humano.
Los orificios del cuerpo desempeñan un papel preponderante en la sexualidad (amor = admisión: el acto del amor sólo puede realizarse donde el cuerpo se abre). La voz popular desde siempre ha relacionado la boca de la mujer con la vagina (por ejemplo: labios secos [!]) y la nariz del hombre con el pene, y hace las correspondientes deducciones entre uno y otro. También en la sexualidad oral se demuestra claramente la relación y la «intercambiabilidad» entre el vientre y la cabeza. El bajo vientre y la cabeza son polos y detrás de su contraposición está su unidad: así arriba como abajo. Cuán a menudo se utiliza la cabeza como sustitutivo del bajo vientre lo vemos claramente en el acto de sonrojarse. En situaciones embarazosas, que casi siempre tienen una connotación sexual, la sangre sube a la cabeza y la hace enrojecer. Con ello se realiza arriba lo que en realidad debería ocurrir abajo, ya que durante la excitación sexual la sangre normalmente acude al aparato genital y los órganos sexuales se dilatan y enrojecen. La misma transposición entre el aparato genital y la cabeza la encontramos en la impotencia. En el acto sexual, cuanto más hace trabajar la cabeza un hombre, más fácil es que le falte potencia en el bajo vientre, lo cual tiene consecuencias fatales. La misma transposición hacen las personas sexualmente insatisfechas que, en compensación, comen más de lo normal, tratando de saciar por la boca su hambre de amor, y nunca se sienten llenas. Todas estas indicaciones deberían bastar para revelar la analogía existente entre el bajo vientre y la cabeza. El paciente aquejado de jaqueca (la mayoría son mujeres) siempre tiene problemas con la sexualidad.
Como ya dijimos al hablar de otros temas, existen básicamente dos posibilidades de tratar un problema: arrumbarlo y reprimirlo (inhibirse) o
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magnificarlo. Parecen tratamientos opuestos, pero no son sino posibilidades polares de expresión de una misma dificultad. Cuando una persona tiene miedo tanto puede esconderse como empezar a repartir golpes a diestro y siniestro: ambas reacciones denotan debilidad. Así, entre los aquejados de jaqueca encontramos a los que han descartado totalmente de su vida la sexualidad («...eso no va conmigo») como a los que alardean de «falta de prejuicios». Ambas categorías tienen una cosa en común: problemas sexuales. Si uno no reconoce el problema, ya sea porque no tiene vida sexual ya porque uno no tiene problemas de ésos, como todo el mundo puede ver, el problema se instala en la cabeza y se manifiesta en forma de jaqueca. En tal caso, el problema sólo se puede afrontar al más alto nivel.
La jaqueca es un orgasmo en la cabeza. El proceso es idéntico, sólo que tiene lugar más arriba. Durante la fase de excitación sexual, la sangre acude a la zona genital y, en el momento culminante, la tensión cede y se produce la relajación; así discurre también la jaqueca: la sangre acude a la cabeza, se produce una sensación de presión, la tensión se agudiza hasta alcanzar su punto máximo y se produce la distensión (dilatación de los vasos sanguíneos). Cualquier estimulo puede desencadenar la jaqueca: luz, ruido, corriente de aire, el tiempo, la emoción, etc. Una característica de la jaqueca es que el enfermo, después del acceso, experimenta una transitoria sensación de bienestar. En el apogeo del ataque, el paciente desea estar en una habitación a oscuras y en la cama, pero solo.
Todo esto apunta a la temática sexual, al igual que el temor de tratar el tema con otra persona en el plano más adecuado. Ya en 1934 E. Gutheil describía en una revista de psicología el caso de un enfermo cuyos accesos de jaqueca cedían después de experimentar el orgasmo sexual. A veces, el paciente tenía que experimentar varios orgasmos antes de que se produjera el relajamiento y terminara el ataque. En nuestro enfoque encaja también la observación de que entre los síntomas secundarios de la jaqueca figuran en primer lugar los trastornos digestivos y el estreñimiento: uno se cierra por abajo. Uno no quiere saber nada del contenido desconocido (excremento) y se retira hacia las alturas del pensamiento, hasta que le estalla la cabeza. Hay matrimonios que utilizan la jaqueca (palabra con la que habitualmente se designa cualquier dolor de cabeza) como pretexto para rehuir la relación sexual.
En resumen, en los pacientes de jaqueca encontramos el conflicto entre instinto y pensamiento, entre abajo y arriba, entre bajo vientre y cabeza, lo cual conduce al intento de utilizar la cabeza como puerta de escape o campo de maniobras para resolver problemas (cuerpo, sexo, agresividad) que sólo pueden plantearse y resolverse en un plano totalmente distinto. Ya Freud describía el pensamiento como una acción experimental. Al ser humano le parece menos peligroso y comprometido el pensamiento que la acción. Pero no se puede sustituir la acción por el pensamiento sino que lo uno tiene que apoyarse en lo otro. El ser humano ha recibido un cuerpo para, con ayuda de este instrumento, realizarse (hacerse real). Sólo por medio de la realización puede seguir fluyendo la energía. No es casualidad que conceptos como
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entender y comprender contengan ideas alusivas a movimientos corporales. Si se rompe esta combinación, la energía se condensa y acumula y se manifiesta por medio de diferentes grupos de síntomas, en forma de enfermedad. Hagamos un resumen ilustrativo:
Fases de escalada de la energía bloqueada:
   1.    La actividad (sexualidad, agresividad) relegada al pensamiento, se traduce en dolor de cabeza.
   2.    La actividad bloqueada en el plano vegetativo (es decir, en las funciones corporales), provoca hipertensión y un cuadro de atonía vegetativa.
   3.    La actividad bloqueada en el plano nervioso, puede provocar cuadros tales como esclerosis múltiple.
   4.    La actividad reprimida en el campo muscular, produce afecciones del sistema locomotor como reúma y gota. 
Esta división corresponde a las distintas fases de un acto realizado.
Cualquier acto, sea un puñetazo o un coito, se inicia en la imaginación (1) en la que se prepara mentalmente. Después pasa a la preparación vegetativa (2) del cuerpo, con el incremento del riego sanguíneo de los órganos precisos, aceleración del pulso, etc. Finalmente, la actividad imaginada se convierte en acto por el efecto de los nervios (3) en los músculos (4). Pero cuando la idea imaginada no llega a transformarse en acto, la energía forzosamente queda bloqueada en uno de los cuatro campos (mental, vegetativo, nervioso, muscular) y con el tiempo desarrolla los síntomas correspondientes.
El que sufra de jaqueca se halla en la primera etapa: bloquea su sexualidad en la mente. Debe aprender a buscar su problema donde está y situar en su sitio — abajo— lo que se le ha subido a la cabeza. La evolución siempre empieza por abajo, y la cuesta arriba siempre es fatigosa, cuando se sube como es debido.
DOLOR DE CABEZA
En caso de dolor de cabeza o jaqueca deberían hacerse las siguientes preguntas:
   1.   ¿Por qué me caliento la cabeza?
   2.   ¿Existe en mi una interrelación fluida entre arriba y abajo?
   3.   ¿Trato con excesivo afán de ir para arriba? (ambición).
   4.   ¿Soy un cabezota que da con la cabeza contra la pared?
   5.   ¿Pretendo sustituir la acción por el pensamiento?
   6.   ¿Soy sincero frente a mi problemática sexual?
   7.   ¿Por qué traslado el orgasmo a la cabeza?
VII. LA PIEL
La piel es el órgano más grande del ser humano. Realiza múltiples funciones, las más importantes de las cuales son:
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   1.    Delimitación y protección.
   2.    Contacto.
   3.    Expresión.
   4.    Estímulo sexual.
   5.    Respiración.
   6.    Exudación.
   7.    T ermorregulación.
Estas diversas funciones de la piel giran en torno a un tema común que oscila entre los dos polos de separación y contacto. La piel es nuestra frontera material externa y, al mismo tiempo, a través de la piel estamos en contacto con el exterior, con ella tocamos nuestro entorno. En la piel sentimos el mundo que nos rodea y de la piel no podemos salirnos. La piel refleja nuestro modo de ser hacia el exterior y lo hace de dos maneras. Por un lado, la piel es la superficie en la que se reflejan todos los órganos internos. Toda perturbación de uno de nuestros órganos internos se proyecta en la piel y toda afección de una determinada zona de la piel es transmitida al órgano correspondiente. En esta relación se basan todas las terapias de zonas reflejo aplicadas desde hace mucho tiempo por la medicina naturista, de las cuales la medicina académica utiliza sólo unas cuantas (por ejemplo, zonas de Head*). Merecen mención especial la del masaje de las zonas reflejo de los pies, la aplicación de ventosas a la espalda, la terapia de la zona reflejo de la nariz, la audiopuntura, etc.
El médico que posee buen ojo clínico, examinando y palpando la piel averigua el estado de los órganos y trata las afecciones de éstos desde las zonas de su proyección en la piel.
Ni lo que ocurre en la piel, mancha, tumefacción, inflamación, granito, absceso, ni el lugar de su aparición, es casual sino indicación de un proceso interno. Antiguamente se utilizaban sistemas muy sofisticados para tratar de averiguar el carácter de la persona por el lugar en el que aparecían las manchas hepáticas, por ejemplo. La Ilustración echó por la borda estas «tonterías y supersticiones», pero, poco a poco, volvemos a acercarnos a estas prácticas. ¿Es realmente tan difícil comprender que, detrás de todo lo creado, hay un esquema invisible que sólo se manifiesta en el mundo material? Todo lo visible es sólo expresión de lo invisible, como una obra de arte es expresión visible de la idea del artista. De lo visible podemos deducir lo invisible. Es lo que hacemos continuamente en la vida diaria. Entramos en una sala y de lo que allí vemos deducimos el gusto del que la habita. Y otro tanto habríamos podido hacer mirando su armario. No importa dónde uno mire: si una persona tiene mal gusto, éste se mostrará por todas partes.
* Zonas de la piel que corresponden a la proyección de los reflejos víscero– cutáneos. (N. del T.)
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Por ello la información total se muestra siempre en todas partes. En cada parte encontramos el todo (pars pro toto, llamaban los romanos a este fenómeno). De manera que es indiferente la parte del cuerpo que se contemple. En todas puede reconocerse el mismo esquema, el esquema que representa a cada individuo. El esquema se encuentra en el ojo (diagnóstico por el iris), en el pabellón auditivo (auriculopuntura francesa), en la espalda, en los pies, en los meridianos (diagnóstico por los puntos terminales), en cada gota de sangre (prueba de coagulación, dinamolisis capilar, hemodiagnóstico holístico), en cada célula (genética), en la mano (quirología), en la cara y configuración corporal (fisiognomía), en la piel (¡nuestro tema!).
Este libro enseña a conocer al ser humano a través de los síntomas de la enfermedad. Es indiferente dónde se mire: lo que importa es poder mirar. La verdad está en todas partes. Si los especialistas consiguieran olvidarse de su (totalmente inútil) intento de demostrar la casualidad de la relación descubierta por ellos, inmediatamente verían que todas las cosas mantienen entre sí una relación analógica: así arriba como abajo, así dentro como fuera.
La piel no sólo muestra al exterior nuestro estado orgánico interno sino que en ella y por ella se muestran también todos nuestros procesos y reacciones psíquicos. Algunas de estas manifestaciones son tan claras que cualquiera puede observarlas: una persona se pone colorada de vergüenza y blanca de susto; suda de miedo o de excitación; el cabello se le eriza de horror, o se le pone la piel de gallina. Invisible exteriormente, pero mensurable con aparatos electrónicos, es la conductividad eléctrica de la piel. Los primeros experimentos y mediciones de esta clase se remontan a C. G. Jung, quien con sus «experimentos asociativos» exploró este fenómeno. Hoy, gracias a la electrónica, es posible amplificar y registrar las constantes oscilaciones de la conductividad eléctrica de la piel y «dialogar» con la piel de una persona, ya que la piel responde a cada palabra, cada tema, cada pregunta, con una inmediata alteración de su conductividad eléctrica, llamada PGR o ESR.
Todo ello nos confirma que la piel es una gran superficie de proyección en la que se ven tanto procesos somáticos como psíquicos. Pero, puesto que la piel revela tantas cosas de nuestro interior, es fácil caer en la tentación no ya de cuidarla con esmero sino de manipularla. A esta operación de engaño se llama cosmética, y en este arte de la impostura se invierten de buen grado sumas fabulosas. No es el objetivo de estas líneas denostar las artes de embellecimiento de la cosmética, pero sí examinar brevemente el afán que informa la antigua tradición de la pintura corporal. Si la piel es expresión externa de lo que hay en el interior, todo intento de modificar artificialmente esta expresión es, indiscutiblemente, un acto de falsedad. Se trata de disimular o aparentar algo. Se aparenta lo que no se es. Se levanta una fachada falsa y se pierde la coincidencia entre contenido y forma. Es la diferencia entre «ser bonita» y «parecer bonita», o entre ser y parecer. Este intento de mostrar al mundo una máscara empieza por el maquillaje y termina grotescamente por la cirugía estética. La gente se hace estirar la cara; ¡es curioso que tantos se preocupen tan poco de perder la faz!
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Detrás de todos estos afanes por ser lo que no se es, está la realidad de que el ser humano a nadie quiere menos que a sí mismo. Quererse a sí mismo es una de las cosas más difíciles del mundo. El que cree que se gusta y que se quiere, seguramente confunde su «ser» con su pequeño ego. Generalmente, sólo cree que se quiere el que no se conoce. Dado que nuestra personalidad, en conjunto, incluida nuestra sombra, no nos gusta, constantemente estamos tratando de modificar y pulir nuestra imagen. Pero, mientras el ser interior, es decir, el espíritu, no se modifique, esto no pasa de pura «cosmética». Con esto no pretendemos descartar la posibilidad de que, mediante modificaciones de forma, pueda iniciarse un proceso dirigido hacia el interior, como se hace, por ejemplo, en el Hatha Yoga, la Bioenergía y métodos similares. De todos modos, estos métodos se diferencian de la cosmética porque conocen el objetivo. Al más leve contacto, la piel de un individuo ya nos dice algo acerca de su psiquis. Bajo una piel muy sensible hay un alma muy sensible también (tener la piel fina), mientras que una piel áspera nos hace pensar en un pellejo duro, una piel sudorosa nos muestra la inseguridad y el miedo de nuestro oponente y la piel colorada, la excitación. Con la piel nos rozamos y establecemos contacto unos con otros. El contacto, ya sea un puñetazo o una caricia, se establece por la piel. La piel puede romperse desde el interior (por una inflamación, una erupción, un absceso) o desde el exterior (una herida, una operación). En ambos casos, nuestra frontera es atacada. Uno no siempre consigue salvar la piel.
Erupciones
En la erupción, algo atraviesa la frontera, algo quiere salir. La forma más simple de expresar esta idea nos la facilita el acné juvenil. En la pubertad, aflora en el ser humano la sexualidad, pero casi siempre sus imperativos son reprimidos con temor. La pubertad es un buen ejemplo de situación conflictiva. En una fase de aparente tranquilidad, bruscamente, de unas profundidades desconocidas, brota un nuevo deseo que, con una fuerza irresistible, trata de hacerse un lugar en la conciencia y la vida de un ser humano. Pero el nuevo impulso que nos acomete es desconocido e insólito y nos atemoriza. A uno le gustaría eliminarlo y recobrar el familiar estado anterior. Pero no es posible. No se puede dar marcha atrás.
Y uno se encuentra en un conflicto. La atracción de lo nuevo y el temor a lo nuevo tiran de uno casi con igual fuerza. Todos los conflictos se desarrollan según este esquema, sólo cambia el tema. En la pubertad, el tema se llama sexualidad, amor, pareja. Despierta el deseo de hallar un oponente, el Tú, el polo opuesto. Uno desea entrar en contacto con aquello que a uno le falta, y no se atreve. Surgen fantasías sexuales, y uno se avergüenza. Es muy revelador que este conflicto se manifieste como inflamación de la piel. Y es que la piel es la frontera del Yo que uno tiene que cruzar para encontrar el Tú. Al mismo tiempo, la piel es el órgano con el que el ser humano entra en contacto con los demás, lo que el otro puede tocar y acariciar. La piel tiene que gustar para que el otro nos quiera.
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Este tema candente hace que la piel del adolescente se inflame, lo que señala tanto que algo pugna por atravesar la frontera —una nueva energía que quiere salir—, como que uno pretende impedírselo. Es el miedo al instinto recién despertado. Por medio del acné uno se protege a sí mismo, porque el acné obstaculiza toda relación e impide la sexualidad. Se abre un círculo vicioso: la sexualidad no vivida se manifiesta en la piel como acné: el acné impide el sexo. El reprimido deseo de inflamar al prójimo se transforma en una inflamación de la piel. La estrecha relación existente entre el sexo y el acné se demuestra claramente por el lugar de su aparición; la cara y, en algunas chicas, el escote (a veces, también la espalda). Las otras partes del cuerpo no son afectadas, ya que en ellas el acné no tendría ninguna finalidad. La vergüenza por la propia sexualidad se transforma en vergüenza por los granos.
Muchos médicos, contra el acné recetan la píldora, y con buenos resultados. El fondo simbólico del tratamiento es evidente: la píldora simula un embarazo y, desde el momento en que «eso» parece haber ocurrido, el acné desaparece: ya no hay nada que evitar. Generalmente, el acné cede también a los baños de sol y mar, mientras que cuanto más se cubre uno el cuerpo más se agrava. La «segunda piel» que es la ropa acentúa la inhibición y la intangibilidad. El desnudarse, por el contrario, es el primer paso de una apertura, y el sol sustituye de modo inofensivo el ansiado y temido calor del cuerpo ajeno. Todo el mundo sabe que, en última instancia, la sexualidad vivida es el mejor remedio contra el acné.
Todo lo dicho acerca de la pubertad puede aplicarse, a grandes rasgos, a todas las erupciones cutáneas. Una erupción siempre indica que algo que estaba reprimido trata de atravesar la frontera y salir a la luz (al conocimiento). En la erupción se muestra algo que hasta ahora no estaba visible. Ello también indica por qué casi todas las enfermedades de la infancia, como el sarampión, la escarlatina o la roséola, se manifiestan a través de la piel. A cada enfermedad, algo nuevo brota en la vida del niño, por lo que toda enfermedad infantil suele determinar un avance en el desarrollo. Cuanto más violenta la erupción, más rápido es el proceso y el desarrollo. La costra de leche de los lactantes denota que la madre tiene poco contacto físico con la criatura, o que la descuida en el aspecto emotivo. La costra de leche es expresión visible de esta pared invisible y del intento de romper el aislamiento. Muchas veces, las madres utilizan el eccema para justificar su íntimo rechazo del niño. Suelen ser madres especialmente preocupadas por la «estética», que dan mucha importancia a la limpieza de la piel.
Una de las dermatosis más frecuentes es la psoriasis. Se manifiesta en focos de inflamación de la piel que se cubren de unas escamas de un blanco plateado. En la psoriasis se incrementa exageradamente la fabricación de escamas de la piel. Nos recuerda la formación del caparazón de algunos animales. La protección natural de la piel se trueca en coraza: uno se blinda por los cuatro costados. Uno no quiere que nada entre ni salga. Reich llama muy acertadamente al resultado del deseo de aislamiento psíquico «blindaje
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del carácter». Detrás de toda defensa hay miedo a ser heridos. Cuanto más robusta la defensa y más gruesa la coraza, mayor es la sensibilidad y el miedo.
Ocurre lo mismo entre los animales: si a un crustáceo le quitamos el caparazón, encontraremos una criatura blanda y vulnerable. Las personas aparentemente más ariscas son en realidad las más sensibles. De todos modos, el afán de proteger el alma con una coraza encierra un cierto patetismo. Porque, si bien la coraza protege de las heridas, también impide el acceso al amor y la ternura. El amor exige apertura, pero entonces la defensa queda comprometida. El caparazón aparta al alma del río de la vida y la oprime, y la angustia crece. Es cada vez más difícil sustraerse a este círculo vicioso. Más tarde o más temprano, el ser humano tendrá que resignarse a recibir la temida herida, para descubrir que el alma no sucumbe, ni mucho menos. Hay que hacerse vulnerable, para comprobar la propia resistencia. Este paso se produce sólo bajo presión externa, aplicada ya por el destino y por la psicoterapia.
Si nos hemos extendido en el comentario de la relación entre la vulnerabilidad y el blindaje es porque, en el plano corporal, la psoriasis muestra esta relación: la psoriasis llega a producir ulceración de la piel lo que aumenta el peligro de infección. Con ello vemos cómo los extremos se tocan, cómo vulnerabilidad y autodefensa ponen de manifiesto el conflicto entre el deseo de compenetración y el miedo a la proximidad. Con frecuencia, la psoriasis empieza por los codos. Y es que con los codos uno se abre paso, en los codos uno se apoya. Precisamente en este punto se muestran a un tiempo la callosidad y la vulnerabilidad. En la psoriasis, inhibición y aislamiento llegan al extremo, por lo que obligan al paciente, por lo menos corporalmente, a abrirse y hacerse vulnerable.
Prurito
El prurito es un fenómeno que acompaña a muchas enfermedades de la piel (por ejemplo, urticaria), pero que también puede presentarse solo, sin «causa» alguna. El prurito o picor puede llevar a una persona a la desesperación; continuamente tiene que rascarse algún lugar del cuerpo. El picor y el rascarse también tienen idiomáticamente un significado psíquico: Al que le pique que se rasque. Es decir, al que le «irrite». El picor, con sus sensaciones asociadas de cosquilleo, irritación y ardor, tiene connotaciones sexuales, pero no dejemos que la sexualidad nos haga pasar por alto otros conceptos afines al tema. También, en el sentido agresivo, se puede «picar» a alguien. Se trata, en suma, de un estímulo que puede ser de índole sexual, agresiva o amorosa. Es un estímulo que tiene una valoración ambivalente, que puede ser grato o molesto, pero siempre excitante. La palabra latina prurigo significa, además de picor, alegría y el verbo prurire significa picar.
El picor corporal indica que, en el plano mental, algo nos excita, algo que, evidentemente, hemos pasado por alto, o no habría tenido que manifestarse en forma de prurito. Detrás del picor existe alguna pasión, un ardor, un deseo que está pidiendo ser descubierto. Por eso nos obliga a rascar. El rascarse es una
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forma suave de escarbar o cavar. Como se escarba y se cava en la tierra para sacar algo a la luz, así el que tiene picores rasca su superficie, su piel, en busca de lo que le pica, le hace cosquillas, le excita y le irrita. Cuando lo encuentra, se siente aliviado. Es decir, el prurito siempre anuncia algo que me pica, anuncia algo que no me deja frío, algo que me hace cosquillas: una pasión ardiente, una exaltación, un amor fogoso o, también, la llama de la ira. No es de extrañar que el picor esté acompañado de erupciones cutáneas, manchas rojas e inflamaciones. El lema es: rascar en la conciencia hasta encontrar qué es lo que pica.
ENFERMEDADES DE LA PIEL
En las enfermedades de la piel y erupciones, preguntar:
   1.   ¿Me aíslo excesivamente?
   2.   ¿Cómo llevo mi capacidad de contacto?
   3.   ¿No reprimo con mi actitud distante, el deseo de compenetración?
   4.   ¿ Qué es lo que está tratando de salir a la luz? (Sexualidad, instinto,
pasión, agresividad, entusiasmo.)
5. 6.
VIII.
¿Qué me pica en realidad? ¿Me he retraído al aislamiento?
LOS RIÑONES
Los riñones representan en el cuerpo humano la zona de la convivencia. Los dolores y afecciones de riñón se presentan cuando existen problemas de convivencia. No se trata tanto de la relación sexual como de la capacidad de relacionarse con los semejantes en general. La forma en que una persona se enfrenta con las demás se manifiesta con especial claridad en las relaciones de la pareja, pero es común a todos sus semejantes. Para comprender la relación existente entre los riñones y la comunicación con el prójimo, puede ser conveniente examinar, en primer lugar, el fondo psíquico de las relaciones humanas.
La polaridad de nuestra mente nos impide tener conciencia de nuestra totalidad y hace que nos identifiquemos sólo con una parte del Ser. A esta parte la llamamos Yo. Lo que no vemos es nuestra sombra que nosotros —por definición— desconocemos. El camino que debe seguir el ser humano es el que conduce hacia un mayor conocimiento. El ser humano está obligado constantemente a tomar conciencia de partes de sombra hasta ahora desconocidas e integrarlas en su identidad. Este proceso de aprendizaje no se termina hasta que poseemos el conocimiento total, hasta que estamos «completos». Esta unidad abarca toda la polaridad sin distinciones, es decir, tanto la parte masculina como la femenina.
El individuo completo es andrógino, ha fundido en su alma los aspectos masculino y femenino, para formar la unidad (bodas químicas). No se debe confundir lo andrógino con lo dual; naturalmente, el carácter andrógino se refiere al aspecto psíquico: el cuerpo conserva su sexo. Pero la mente ya no se
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identifica con él (como tampoco el niño pequeño se identifica con el sexo a pesar de que físicamente lo tiene). Este objetivo de bisexualidad también se expresa con el celibato y la indumentaria de los sacerdotes. Ser hombre es identificarse con el polo masculino del alma, con lo que la parte femenina automáticamente pasa a la sombra; por lo tanto, ser mujer es identificarse con el polo femenino, relegando al polo masculino a la sombra. Nuestro objetivo es tomar conciencia de nuestra sombra. Pero esto sólo se consigue a través de la proyección. Debemos buscar y hallar fuera de nosotros lo que nos hace falta y que, en realidad, está dentro de nosotros.
Esto, a primera vista, parece una paradoja: tal vez por ello sean tan pocos los que lo comprenden. Pero el reconocimiento requiere la división entre sujeto y objeto. Por ejemplo, el ojo ve pero no puede verse; para ello necesita de la proyección sobre un objeto. En la misma situación nos hallamos los seres humanos. El hombre sólo puede tomar conciencia de la parte femenina de su alma (C. G. Jung la llama «ánima») a través de su proyección sobre una mujer concreta, y la mujer, viceversa. Nosotros imaginamos la sombra estratificada. Hay capas muy profundas que nos angustian, y hay capas que están cerca de la superficie, esperando ser reconocidas y asumidas. Si encuentro a una persona que exhibe unas cualidades que se hallan en la parte superior de mi sombra, me enamoro de ella. Al decir ella me refiero tanto a la otra persona como a la parte de la propia sombra, puesto que, en definitiva, una y otra son idénticas.
Lo que nosotros amamos o aborrecemos en otra persona está siempre en nosotros mismos. Hablamos de amor cuando el otro refleja una zona de la sombra que en nosotros asumiríamos de buen grado, y hablamos de odio cuando alguien refleja una capa muy profunda de nuestra sombra que no deseamos ver en nosotros. El sexo opuesto nos atrae porque es lo que nos falta. A menudo nos da miedo porque nos es desconocido. El encuentro con la pareja es el encuentro con el aspecto desconocido de nuestra alma. Cuando tengamos claro este mecanismo de proyección en el otro de partes de la sombra propia, veremos todos los problemas de la convivencia a una nueva luz. Todas las dificultades que experimentamos con nuestra pareja son dificultades que tenemos con nosotros mismos.
Nuestra relación con el inconsciente siempre es ambivalente: nos atrae y nos atemoriza. No menos ambivalente suele ser nuestra relación con la pareja: la queremos y la odiamos, deseamos poseerla plenamente y librarnos de ella, la encontramos maravillosa e irritante. En el cúmulo de actividades y fricciones que constituyen una relación no hacemos más que andar a vueltas con nuestra sombra. Por ello, es frecuente que personas de carácter opuesto congenien. Los extremos se atraen: esto lo sabe todo el mundo, y no obstante siempre nos asombra que «se lleven tan bien siendo tan distintas». Mejor se llevarán dos personas cuanto más distintas sean, porque cada una vive la sombra de la otra o —más exactamente— cada una hace que su sombra viva en la otra. Cuando la pareja está formada por personas muy parecidas, aunque las relaciones resulten más apacibles y cómodas, no suelen favorecer mucho el desarrollo de
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quienes la componen: en el otro sólo se refleja la cara que ya conocemos: ello no acarrea complicaciones pero resulta aburrido. Los dos se encuentran mutuamente maravillosos y proyectan la sombra común al entorno, al que juntos rehuyen. En una pareja sólo son fecundas las divergencias, ya que a través de ellas, afrontándose a la propia sombra descubierta en el otro, puede uno encontrarse a sí mismo. Está claro que el objetivo de esta tarea es encontrar la propia identidad total.
El caso ideal es aquel en el que, al término de la convivencia, hay dos personas que se han completado a sí mismas o, por lo menos —renunciando al ideal— se han desarrollado, descubriendo partes ignoradas del alma y asumiéndolas conscientemente. No se trata, desde luego, de la pareja de tórtolos que no pueden vivir el uno sin el otro. La frase de que uno no puede vivir sin el otro sólo indica que uno, por comodidad (también podríamos decir por cobardía), se sirve del otro para hacer que viva la propia sombra, sin reconocerse en la proyección ni asumirla. En estos casos (son la mayoría) el uno no deja que el otro se desarrolle, ya que con ello habría que cuestionarse el papel que cada uno se ha adjudicado. En muchos casos, cuando uno de los dos se somete a psicoterapia, su pareja se queja de lo mucho que ha cambiado... («¡Nosotros sólo queríamos que desapareciera el síntoma!»)
La asociación de la pareja ha alcanzado su objetivo cuando el uno ya no necesita del otro. Sólo en este caso se demuestra que la promesa de «amor eterno» era sincera. El amor es un acto de la conciencia y significa abrir la frontera de la conciencia propia para dejar entrar aquello que se ama. Esto sucede sólo cuando uno acoge en su alma todo lo que la pareja representaba o —dicho de otro modo— cuando uno ha asumido todas las proyecciones y se ha identificado con ellas. Entonces la persona deja de hacer las veces de superficie de proyección —en ella nada nos atrae ni nos repele—, el amor se ha hecho eterno, es decir, independiente del tiempo, ya que se ha realizado en la propia alma. Estas consideraciones siempre producen temor en las personas que tienen proyecciones puramente materiales, que depositan el amor en las formas y no en el fondo de la conciencia. Esta actitud ve en la transitoriedad de lo terrenal una amenaza y se consuela con la esperanza de encontrar a sus «seres queridos» en el más allá. Pero suele pasar por alto que el «más allá» siempre está aquí. El más allá es la zona que trasciende las formas materiales. El individuo no tiene más que transmutar en su mente todo lo visible, y ya está más allá de las formas. Todo lo visible no es más que un símbolo, ¿por qué no habían de serlo también las personas?
Con nuestra manera de vivir tenemos que hacer superfluo el mundo visible, y también a nuestra pareja. Sólo se plantean problemas cuando dos personas «utilizan» su asociación de forma diferente, y mientras una reconoce sus proyecciones y las integra, la otra se limita a proyectarse. En este caso, cuando uno se independiza, el otro se queda con el corazón destrozado. Y cuando ninguno de los dos pasa de la fase de proyección, tenemos un amor de los que duran hasta la muerte, y después, cuando falta la otra mitad, viene el desconsuelo (!). Dichoso del que comprenda que a uno no pueden arrebatarle
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aquello que ha asumido en su interior. El amor o es uno o no es nada. Mientras se deposita en los objetos externos no ha alcanzado su objetivo. Es importante conocer con exactitud esta interrelación de la pareja antes de establecer la analogía con lo que ocurre en los riñones. En el cuerpo hay órganos singulares (estómago, hígado, páncreas) y órganos pares como los pulmones, los testículos y los ovarios. Si examinamos los órganos pares, llama la atención el que todos tengan relación con el tema de «contacto» o «convivencia». Mientras los pulmones representan el contacto y comunicación con el entorno en general y los testículos y los ovarios, órganos sexuales, la relación sexual, los riñones son los órganos que corresponden a la convivencia con los semejantes. Por cierto que estos tres campos representan las tres denominaciones griegas del amor: filia (amistad), eros (amor sexual) y ágape (la progresiva unificación con el todo).
Todas las sustancias que entran en el cuerpo pasan a la sangre. Los riñones actúan como una central de filtrado. Para ello tienen que poder reconocer qué sustancias son tolerables y aprovechables por el organismo y qué residuos y toxinas deben ser expulsados. Para realizar esta difícil tarea, los riñones disponen de diferentes mecanismos que, dada su complejidad, reduciremos a dos funciones básicas: la primera etapa del filtrado funciona como un tamiz mecánico en el que son retenidas las partículas a partir de un tamaño determinado. El poro de este tamiz tiene la luz precisa para retener hasta la más pequeña molécula de albúmina. El segundo paso, bastante más complicado, se basa en una combinación de ósmosis y del principio de la contracorriente. Esencialmente, la ósmosis consiste en el equilibrio de la presión y la concentración de dos líquidos separados entre sí por una membrana semipermeable. El principio de contracorriente hace que los dos líquidos de distinta concentración circulen repetidamente en sentido contrario con lo cual, en caso necesario, los riñones pueden expulsar orina concentrada (por ejemplo, en la micción matinal). Esta compensación osmótica sirve, en definitiva, para retener las sales vitales para el cuerpo, de las que depende, entre otras cosas, el equilibrio entre álcalis y ácidos.
El profano suele ignorar la importancia vital que tiene el equilibrio de los ácidos en el cuerpo, que se expresa numéricamente con el valor PH. Todas las reacciones bioquímicas (como por ejemplo la producción de energía y la síntesis de la albúmina) dependen de un valor PH estable dentro de unos márgenes muy estrechos. La sangre se mantiene en el justo medio entre lo alcalino y lo ácido, entre Yin y Yang. Análogamente, toda sociedad consiste en la tentativa de situar en equilibrio armónico los dos polos, el masculino (Yang, ácido) y el femenino (Yin, alcalino). Como el riñón se encarga de garantizar el equilibrio entre ácido y alcalino, así la sociedad, análogamente, trata de que el individuo, mediante la unión con otra persona que vive la sombra de uno, se perfeccione y se complete. Así la otra mitad (la «media naranja») con su manera de ser, compensa lo que a uno le falta.
De todos modos, el mayor peligro de la pareja estriba en la convicción de que los problemas y perturbaciones se deben únicamente a la convivencia y no
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tienen nada que ver con uno. En este caso, uno se queda atascado en la fase de la proyección y no reconoce la necesidad ni el beneficio de asumir e integrar la parte de la propia sombra reflejada por la pareja, y crecer y madurar con esta toma de conciencia. Si este error se refleja en el plano somático, los riñones dejarán pasar sustancias esenciales para la vida (albúmina, sales) a través del sistema de filtrado, con lo que unos componentes esenciales para el propio desarrollo pasan al mundo exterior (por ejemplo, en el caso de la glomerulonefritis). Los riñones, a su vez, demuestran la misma incapacidad para asimilar las sustancias importantes que manifestó la mente al no reconocer como propios problemas importantes y cargarlos al otro. Como el individuo tiene que reconocerse a sí mismo en el compañero, así también los riñones necesitan la facultad de reconocer la importancia que para la propia realización y desarrollo tienen las sustancias «ajenas», que vienen del exterior. La estrecha relación de los riñones con el tema de la «compenetración» y la «comunicación» se deduce claramente de determinadas costumbres de la vida diaria. En todas las ocasiones en las que las personas se reúnen con el propósito de comunicar, la bebida desempeña papel preponderante. Ello no es de extrañar, ya que la bebida estimula el riñón, «órgano de la comunicación» y, por consiguiente, también la facultad de la comunicación psíquica. Es fácil entrar en contacto haciendo chocar las copas o las jarras de cerveza. Es éste un «choque» sin agresividad. En Alemania, es frecuente iniciar el tuteo con un brindis. Sin la bebida común, el establecimiento de contacto sería casi inconcebible. Tanto en una reunión de sociedad como en una fiesta popular, el individuo bebe para acercarse al prójimo. Por ello, suele mirarse con recelo al que bebe poco o nada, ya que denota que no quiere estimular sus órganos de contacto y que prefiere mantenerse a distancia. En todas estas ocasiones, se da preferencia a las bebidas muy diuréticas que excitan los riñones, como café, té y alcohol. (En las reuniones sociales no sólo se bebe sino que también se fuma. Y es que el tabaco estimula el otro de nuestros órganos de contacto, los pulmones. Sabido que el individuo bebe mucho más en compañía que cuando está solo.) El acto de beber denota deseo de establecer contacto, aunque existe el peligro de que este contacto no pase de sucedáneo de la verdadera comunicación.
Los cálculos se forman por la precipitación y cristalización del exceso de ciertas sustancias de la orina (ácido úrico, fosfato y oxalato cálcico). Influye en la formación de cálculos, además de las condiciones ambientales, la cantidad de líquido que se bebe; el líquido reduce la concentración de una sustancia y aumenta la solubilidad. Cuando se forma un cálculo, se interrumpe el flujo y puede producirse el cólico. El cólico es la tentativa del cuerpo de expulsar el cálculo por medio de movimientos peristálticos del conducto urinario. Es un proceso tan doloroso como un parto. El dolor del cólico produce vivo desasosiego y deseo de movimiento. Si el cólico generado por el propio cuerpo no basta para expulsar la piedra, el médico hace saltar al paciente para ayudar a desalojar el cálculo. El tratamiento que se aplica para acelerar el parto de la piedra consiste en relajación, calor e ingestión de líquidos.
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La relación de este proceso con el plano psíquico es evidente. El cálculo se compone de sustancias que en realidad hubieran debido ser eliminadas, ya que no son necesarias para el cuerpo. Ello corresponde a una acumulación de temas de los que el individuo hubiera tenido que aligerarse hace tiempo, ya que no eran necesarios para su desarrollo. Si uno se aferra a temas superfluos y trasnochados, éstos bloquean la corriente del desarrollo y producen congestión. El síntoma del cólico induce a ese movimiento que uno, con su agarrotamiento, deseaba impedir, y el médico exige al paciente lo más conveniente: saltar. Sólo el salto para dejar atrás lo inservible puede hacer fluir nuevamente el desarrollo y liberarnos de lo viejo (piedra).
Las estadísticas indican que los hombres son más propensos a los cálculos renales que las mujeres. Los temas de «armonía» y «convivencia» son para el hombre más difíciles que para la mujer, mejor dotada para manejar estos principios. La agresiva autoafirmación, por el contrario, entraña más dificultades para la mujer, por ser éste un principio más propio del hombre. Estadísticamente, ello se refleja en la ya indicada incidencia de los cálculos biliares en las mujeres. Las solas medidas terapéuticas aplicadas al cólico nefrítico describen ya perfectamente los principios que pueden servir de ayuda en la solución de problemas de armonía y convivencia: calor como expresión de afecto y amor, relajación de los vasos contraídos en señal de apertura y, finalmente, aumento de la fluidez para que todo vuelva a circular.
Riñón contraído = riñón artificial
La degeneración llega a su fase terminal cuando cesan todas las funciones del riñón y una máquina, el riñón artificial, tiene que encargarse de la vital tarea de purificar la sangre (diálisis). Ahora, el que no supo resolver sus problemas con la pareja de carne y hueso, encuentra pareja en la máquina perfecta. Cuando ninguna pareja fue lo bastante buena, ni lo bastante segura, o todo lo supeditó al propio afán de libertad e independencia, uno encuentra en el riñón artificial a la pareja ideal que hace todo lo que uno le pide sin exigir nada a cambio. Pero, por otro lado, uno depende enteramente de ella: tiene que ir a visitarla al hospital por lo menos tres veces a la semana o —si puede permitirse tener una máquina de propiedad— dormir fielmente a su lado noche tras noche. Uno no puede mantenerse apartado de ella mucho tiempo y tal vez así aprenda que la pareja perfecta no existe, para el que no es perfecto.

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