LA ENFERMEDAD COMO CAMINO
THORWALD DETHLEFSEN y RÜDIGER DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg
PRÓLOGO
Este libro es incómodo porque arrebata al ser humano el recurso de utilizar
la enfermedad a modo de coartada para rehuir problemas pendientes. Nos
proponemos demostrar que el enfermo no es víctima inocente de errores de la
Naturaleza, sino su propio verdugo. Y con esto no nos referimos a la
contaminación del medio ambiente, a los males de la civilización, a la vida
insalubre ni a «villanos» similares, sino que pretendemos situar en primer
plano el aspecto metafísico de la enfermedad. A esta luz, los síntomas se
revelan como manifestaciones físicas de conflictos psíquicos y su mensaje puede
descubrir el problema de cada paciente.
En la primera parte, se expone una filosofía de la enfermedad y se dan las
claves para su comprensión. Recomendamos muy especialmente leer con toda
atención esta primera parte, más de una vez si es necesario, antes de pasar a
la segunda. Este libro puede considerarse como continuación o comentario de mi
anterior Schicksal als Chance, si bien nos hemos esforzado por hacerlo
completo en sí mismo. De todos modos, consideramos que la lectura de Schicksal
als Chance es una buena preparación o complemento, especialmente para
quienes tengan dificultades con la parte teórica.
En la segunda parte, se exponen los cuadros clínicos con su simbolismo y su
carácter de manifestaciones de problemas psíquicos. Un índice de cada uno de
los síntomas colocado al final de la obra permitirá al lector hallar
rápidamente, si lo precisa, un síntoma determinado. De todos modos, nuestro
primer objetivo es el de dar al lector una nueva perspectiva que le permita
reconocer los síntomas y entender su significado por sí mismo.
Simultáneamente, hemos utilizado el tema de la enfermedad como base para
muchos temas ideológicos y esotéricos cuyo alcance rebasa el marco de la
enfermedad. Este libro no es difícil, pero tampoco es tan simple ni trivial
como pueda parecer a quienes no comprendan nuestro concepto. No se trata de un
libro «científico», escrito como una disertación. Está dedicado a las personas
que se sienten dispuestas a caminar en lugar de sentarse a la vera del camino,
a matar el tiempo con malabarismos y especulaciones gratuitas. El que busca la
luz no tiene tiempo para cientifismos, sino que aspira al Conocimiento. Este
libro suscitará muchos antagonismos, pero esperamos que llegue a manos de
aquellos que (sean pocos o muchos) puedan utilizarlo de guía en su caminar.
¡Sólo para ellos lo hemos escrito!
Munich, febrero de 1983 LOS AUTORES
Rudiger Dahlke. Berlín, 24 de Julio de 1951. Médico y psicoterapeuta alemán, Rudiger Dahlke es un experto en el campo del esoterismo y la psicosomática. Estudió medicina en Munich, Alemania. Se formó como médico naturista, como Psicoterapeuta y como Homeópata. Es uno de los llamados terapeutas de la reencarnación. Ruediger Dahlke es ya internacionalmente reconocido como una de las voces más preclaras de las nuevas medicinas complementarias y la salud holística. Utiliza su experiencia médica en toda su extensión, sin diferenciar entre ciencia moderna o antiguos caminos, entre síntomas físicos o anímicos. Defiende el concepto de "salud contagiosa".A partir del 1978 se especializó en terapia de ayunos y en 1990 pone en marcha, junto su esposa Margit Dahlke, el internacionalmente renombrado Centro de Curación Johanniskirchen (Alemania). Enfocan allí principalmente el desarrollo psicosomático de las personas, con especial dedicación a los aspectos espirituales vinculados.
Primera parte
CONDICIONES TEÓRICAS PARA LA COMPRENSIÓN DE LA ENFERMEDAD
Y LA CURACIÓN
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I. ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS
El entendimiento humano
no puede aprehender la verdadera
enseñanza. Pero cuando dudéis
y no entendáis
gustosamente
dialogaré con
vosotros.
YOKA DAISI SHODOKA
Vivimos en una época en la que la medicina continuamente ofrece al
asombrado profano nuevas soluciones, fruto de unas posibilidades que rayan en
lo milagroso. Pero, al mismo tiempo, se hacen más audibles las voces de
desconfianza hacia esta casi omnipotente medicina moderna. Es cada día mayor el
número de los que confían más en los métodos, antiguos o modernos, de la
medicina naturista o de la medicina homeopática, que en la archicientífica
medicina académica. No faltan los motivos de crítica —efectos secundarios,
mutación de los síntomas, falta de humanidad, costes exorbitantes y otros
muchos— pero más interesante que los motivos de crítica es la existencia de la
crítica en sí, ya que, antes de concretarse racionalmente, la crítica responde
a un sentimiento difuso de que algo falla y que el camino emprendido, a pesar
de que la acción se desarrolla de forma consecuente, o precisamente a causa de
ello, no conduce al objetivo deseado. Esta inquietud es común a muchas
personas, entre ellas no pocos médicos jóvenes. De todos modos, la unanimidad
se rompe cuando de proponer alternativas se trata. Para unos la solución está
en la socialización de la medicina, para otros, en la sustitución de la
quimioterapia por remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución
de todos los problemas en la investigación de las radiaciones telúricas, otros
propugnan la homeopatía. Los acupuntores y los investigadores de los focos
abogan por desplazar la atención del plano morfológico al plano energético de
la fisiología. Si contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos
extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para toda la
diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano en su totalidad como
ente físico–psíquico. Ya para nadie es un secreto que la medicina académica ha
perdido de vista al ser humano. La superespecialización y el análisis son los
conceptos fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos
métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más minucioso y
preciso, hacen que el todo se diluya.
Si prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la
medicina, observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su
funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía
de la medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de
operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada
o inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina
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moderna no falla por falta de posibilidades de actuación sino por el
concepto sobre el que —a menudo implícita e irreflexivamente— basa su
actuación. La medicina falla por su filosofía o, más exactamente, por su falta
de filosofía. Hasta ahora, la actuación de la medicina responde sólo a
criterios de funcionalidad y eficacia; la falta de un fondo le ha valido el
calificativo de «inhumana». Si bien esta inhumanidad se manifiesta en
muchas situaciones concretas y externas, no es un defecto que pueda remediarse
con simples modificaciones funcionales. Muchos síntomas indican que la medicina
está enferma. Y tampoco esta «paciente» puede curarse a base de tratar
los síntomas. Sin embargo, la mayoría de críticos de la medicina académica y
propagandistas de formas de curación alternativas asumen automáticamente el
criterio de la medicina académica y concentran todas sus energías en la
modificación de las formas (métodos).
En este libro, nos proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la
curación. Pero nosotros no nos atenemos a los valores consabidos y que todos
consideran indispensables. Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y
peligroso, ya que comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado
por la colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el que
vaya a dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento,
nos saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta
comprensión de los cuales ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el
concepto que se presenta en este libro. Por ello, con esta exposición no
pretendemos contribuir al desarrollo de la medicina en general sino que nos
dirigimos a esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un
tanto premioso) ritmo general.
Los procesos funcionales nunca tienen significado en sí. El significado de
un hecho se nos revela por la interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la
subida de una columna de mercurio en un tubo de cristal carece de significado
hasta que interpretamos este hecho como manifestación de un cambio de
temperatura. Cuando las personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en
el mundo y el curso de su propio destino, su existencia se disipa en la
incoherencia y el absurdo. Para interpretar una cosa hace falta un marco de
referencia que se encuentre fuera del plano en el que se manifiesta lo que se
ha de interpretar. Por lo tanto, los procesos de este mundo material de las
formas no pueden ser interpretados sin recurrir a un marco de referencia
metafísico. Hasta que el mundo visible de las formas «se convierte en alegoría»
(Goethe) no adquiere sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo
que la letra y el número son exponentes de una idea subyacente, todo lo
visible, todo lo concreto y funcional es únicamente expresión de una idea y,
por lo tanto, intermediario hacia lo invisible. En síntesis podemos llamar a
estos dos campos forma y contenido. En la forma se manifiesta el contenido que
es el que da significado a la forma. Los signos de escritura que no transmiten
ideas ni significado resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el
análisis de los signos, por minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El
valor de una pintura no reside en la calidad de la tela y los colores; los
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componentes materiales del cuadro son portadores y transmisores de una
idea, una imagen interior del artista. El lienzo y el color permiten la
visualización de lo invisible y son, por lo tanto, expresión física de un
contenido metafísico.
Con estos sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que se
sigue en este libro para la interpretación de los temas de enfermedad y
curación. Nosotros abandonamos explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina
científica». Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya
que nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica
científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos
deliberadamente del marco científico porque éste se limita precisamente al plano
funcional y, por ello impide que se manifieste el significado. Esta exposición
no se dirige a racionalistas y materialistas declarados, sino a aquellas
personas que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no siempre
lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje por el alma
humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen oído para los trasfondos
del lenguaje. Nuestro empeño exige también tolerancia a las paradojas y la
ambivalencia, y excluye la pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca
iluminación, mediante la destrucción de una de las opciones.
Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas
enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la universal
incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra
que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto
como decir saludes. Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que
se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como
parece querer indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni
sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo
no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de
una persona viva debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias
inmateriales que solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La
conciencia emite la información que se manifiesta y se hace visible en el
cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al receptor.
Dado que la conciencia representa una cualidad inmaterial y propia,
naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la existencia de éste.
Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una
información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon
y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el
corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel
constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman
anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino
que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la
conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo
determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo
llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se
rompe y entonces hablamos de enfermedad.
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Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el
trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (después veremos que, en
realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es la
instauración de un equilibrio). Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en
la conciencia, en el plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra.
Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de
todos los procesos y cambios que se producen en la conciencia. Así, si todo el
mundo material no es sino el escenario en el que se plasma el juego de los
arquetipos, con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es
el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo
tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su conciencia, ello se
manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar
que el cuerpo está enfermo —enfermo sólo puede estarlo el ser humano—, por más
que el estado de enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la
representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!)
Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e invariable
proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre en la conciencia de
una persona. Sin la conciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar».
Aquí conviene entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las
enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta
clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para
facilitarla.
Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque
con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas
sin excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede
referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no
sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del
espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se
trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es
decir, en la conciencia del individuo.
Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo
sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la
manifestación del síntoma que predomine en cada caso.
Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma
(plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los
procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico.
Por lo tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra
teatral analizando y cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino
que contempla la obra en sí.
Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o
menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la
continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención,
interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos
reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de
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nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un
objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello
hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y
dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de
convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito
cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan
afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la
interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la
enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica
función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.
Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos
que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del
vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos
contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más
que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la
lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros
no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que
nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la
lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que
haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir
viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo,
el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría
encendido –y eso es lo que nosotros queríamos-, pero el procedimiento utilizado
para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que
se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar
la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué
es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos
preguntáramos qué ocurría.
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el
síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la
expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir
nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una
indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y,
absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos
eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos
descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de
él y buscar más allá.
Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su
problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y
enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se
regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo,
mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que
aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este
propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética
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carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la
llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni
en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre
—aunque los síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con
estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por
ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin
mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante
el mismo período.
El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se
considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a
disminuir. La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la
puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si
el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte,
vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de
semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la
enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la
propia grandeza y poder.
En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su
conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio
interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues,
señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de
nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que
nosotros, como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir,
que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa
de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en
que, para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo
como síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.
Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su
actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no
considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor
objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo
que le falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como
el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un
maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección
más importante. La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar
nuestras «faltas» y hacernos sanos.
El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo
tenemos que aprender su lenguaje—. Este libro tiene por objeto ayudar a
reaprender el lenguaje de los síntomas. Decimos reaprender, ya que este
lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino,
sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de
la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta
ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los
síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que
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son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que
nos conocen de verdad.
Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor
amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen
siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por
olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir
engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que
los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a
vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer
comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al
decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros
debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de
procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten
superfluos.
Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la
enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad
transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que
el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo,
gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección;
por cierto, tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención,
aproximación a esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación.
La curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es
posible sin una expansión de la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos
que pertenecen exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse
al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en
cada caso, estados de la conciencia.
Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina
académica habla de curación sin tomar en consideración este plano, el único en
el que es posible la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de
la medicina en sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión
de curar. La medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que,
como tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano
material. En este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena;
no se pueden condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo,
nunca para otros. Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar
en el intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido
que ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que
ha visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada
se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a
los demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace
avanzar.
Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de
lo que se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra
crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también
aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y
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habla de impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es,
pues, la misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No
hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina
académica ni con la natural.)
El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la
salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el
camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va
hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor
podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino
servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.
II. POLARIDAD Y UNIDAD
Jesús les dijo:
Cuando de los dos hagáis uno y cuando
hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de
arriba como lo de abajo y de lo masculino y lo femenino hagáis uno, para que lo
masculino no sea masculino ni lo femenino sea femenino, cuando hagáis ojos en
vez de un ojo y una mano en vez de una mano y un pie en vez de un pie y una
imagen en vez de una imagen, entonces entraréis en el Reino.
TOMÁS. Evangelios Apócrifos, cap. 22.
Nos parece oportuno retomar en este libro un tema que ya tratamos en Schicksal
als Chance: la polaridad. Por un lado, nos gustaría evitar tediosas
repeticiones, pero, por otro, creemos que la comprensión de la polaridad es
requisito indispensable para seguir los razonamientos que exponemos más
adelante. De todos modos, nunca se hace demasiado hincapié en la polaridad, por
cuanto que constituye el problema central de nuestra existencia.
Al decir Yo, el ser humano se separa de todo lo que percibe como ajeno al
Yo: el Tú; y, desde este momento, el ser humano queda preso en la polaridad. Su
Yo lo ata al mundo de los contrapuntos que no se cifran sólo en el Yo y el Tú,
sino también en lo interno y lo externo, mujer y hombre, bien y mal, verdad y
mentira, etc. El ego del individuo le hace imposible percibir, reconocer o
imaginar siquiera la unidad o el todo en cualquier forma. La conciencia lo
escinde todo en parejas de contrarios que nos plantea un conflicto porque nos obligan
a diferenciar y a decidir. Nuestro entendimiento no hace otra cosa que
desmenuzar la realidad en pedazos más y más pequeños (análisis) y diferenciar
entre los pedazos (discernimiento). Por ello, se dice si a una cosa y, al mismo
tiempo, no a su contrario, pues es sabido que «los contrarios se excluyen
mutuamente>. Pero con cada no, con cada exclusión, incurrimos en una
carencia, y para estar sano hay que estar completo. Tal vez se aprecie ya lo
estrechamente ligado que está el tema enfermedad–salud con la polaridad.
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Pero aún podemos ser más categóricos: enfermedad es polaridad, curación es
superación de la polaridad.
Más allá de la polaridad en la que nosotros, como individuos, nos
encontramos inmersos, está la unidad, el Uno que todo lo abarca, en el que se
aúnan los contrarios. Este ámbito del ser se llama también el Todo porque todo
lo abarca, y nada puede existir fuera de esta unidad, de este Todo. En la
unidad no hay cambio ni transformación ni evolución, porque la unidad no está
sometida al tiempo ni al espacio. La Unidad–Todo está en reposo permanente, es
el Ser puro, sin forma ni actividad. Llama la atención que todas las
definiciones de la unidad hallan de ser planteadas en negativo: sin tiempo, sin
espacio, sin cambio, sin límite.
Todas las manifestaciones positivas nacen de nuestro mundo dividido y, por
consiguiente, no pueden aplicarse a la unidad. Desde el punto de vista de
nuestra conciencia bipolar la unidad se aparece como la Nada. Esta formulación
es correcta, pero con frecuencia nos sugiere asociaciones falsas. Los
occidentales especialmente suelen reaccionar con desilusión cuando descubren,
por ejemplo, que el estado de conciencia que persigue la filosofía budista, el
nirvana viene a significar nada (textualmente: extinción). El ego del ser
humano desea tener siempre algo que se encuentre fuera de él y no le agrada la
idea de tener que extinguirse para ser uno con el todo. En la unidad, Todo y
Nada se funden en uno. La Nada renuncia a toda manifestación y límite, con lo
que se sustrae a la polaridad. El origen de todo el Ser es la Nada (el Ain
Soph de lo cabalistas, el Tao de los chinos, el Neti–Neti de
los indios). Es lo único que existe realmente, sin principio ni fin, por toda
la eternidad. A esa unidad podemos referirnos pero no podemos imaginarla. La
unidad es la antítesis de la polaridad y, por consiguiente, sólo es concebible
—incluso, en cierta medida, experimentable— por el ser humano que, por medio de
determinados ejercicios o técnicas de meditación, desarrolla la capacidad de
aunar, por lo menos transitoriamente, la polaridad de su conocimiento. Pero la
unidad siempre se sustrae a una descripción oral o análisis filosófico, pues
nuestro pensamiento precisa de la premisa de la polaridad. El reconocimiento
sin polaridad, sin la división en sujeto y objeto, en reconocedor y reconocido,
no es posible. En la unidad no hay reconocimiento, sólo Ser. En la unidad
termina todo el afán, el querer y el empeño, todo el movimiento, porque ya no
existe un exterior que anhelar. Es la vieja paradoja de que sólo en la Nada
está la plétora.
Volvamos a considerar el campo que podemos aprehender de forma directa y
segura. Todos poseemos una conciencia del mundo polarizadora. Es importante
reconocer que lo polar no es el mundo sino el conocimiento que nuestra
conciencia nos da de él.
Observemos las leyes de la polaridad en un ejemplo concreto como la
respiración que da al ser humano la experiencia básica de polaridad. Inhalación
y exhalación se alternan constante y rítmicamente. Ahora bien, el ritmo que
forman no es más que la continua alternancia de dos polos. El ritmo es el
esquema básico de toda vida. Lo mismo nos dice la Física que afirma que
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todos los fenómenos pueden reducirse a oscilaciones. Si se destruye el
ritmo se destruye la vida, pues la vida es ritmo. El que se niega a exhalar el
aire no puede volver a inhalar. Ello nos indica que la inhalación depende de la
exhalación y que, sin su polo opuesto, no es posible. Un polo, para su
existencia, depende del otro polo. Si quitamos uno, desaparece también el otro.
Por ejemplo, la electricidad se genera de la tensión establecida entre dos
polos, si retiramos un polo, la electricidad desaparece.
Aquí tenemos un dibujo muy conocido, en el que cualquiera puede
experimentar claramente el problema de la polaridad que aquí se plantea en
primer término/segundo término, o, concretamente, caras/copa. Cuál de las dos
formas vea dependerá de sí pongo en primer término la superficie blanca o la
negra. Si interpreto como fondo la superficie negra, la blanca se sitúa en
primer término y veo una copa. Esta apreciación cambia cuando considero que la
superficie blanca es el fondo, porque entonces veo como primer término la
superficie negra y aparecen dos caras de perfil. En este juego óptico se trata
de observar atentamente nuestra reacción fijando la atención en una u otra
superficie. Los dos elementos copa/caras están presentes en la imagen
simultáneamente, pero obligan al que mira a decidirse por uno o por el otro. O
vemos la copa o vemos las caras. A lo sumo, podemos ver los dos aspectos de la
imagen sucesivamente, pero es muy difícil verlos simultáneamente con la misma
claridad.
Este juego óptico es una buena vía de acceso a la consideración de la
polaridad. En este grabado el polo negro depende del polo blanco y viceversa.
Si suprimimos del grabado uno de los dos polos (lo mismo da el negro que el
blanco), desaparece toda la imagen con sus dos aspectos. También aquí el negro
depende del blanco, el primer plano depende del fondo, como la inhalación de la
exhalación o el polo positivo de la corriente del polo negativo. Esta absoluta
interdependencia de los contrarios nos indica que, en el fondo de cada
polaridad, existe una unidad que nosotros, los humanos, no podemos aprehender
con nuestra conciencia, incapaz de percepción simultánea. Es decir, tenemos que
dividir toda unidad en dos polos, a fin de poder contemplarlos sucesivamente.
Y ello da origen al tiempo, simulador que debe su existencia únicamente al
carácter bipolar de nuestra conciencia. Las polaridades son, pues, dos aspectos
de una misma realidad que nosotros hemos de contemplar sucesivamente. Por lo
tanto, cuál de las dos caras de la medalla veamos en cada momento dependerá del
ángulo en el que nos situemos. Sólo al observador superficial se aparecen las
polaridades como contrarios que se excluyen mutuamente —si miramos con más
atención veremos que las polaridades, juntas, forman una unidad ya que, para
poder existir, dependen una de otra—. La ciencia hizo este descubrimiento
fundamental al estudiar la luz.
Había sobre la naturaleza de los rayos de la luz dos opiniones
contrapuestas: una propugnaba la teoría de las ondas y la otra, la teoría de
las partículas. Cada una de estas teorías excluía a la otra. Si la luz está
formada
12
por ondas no puede estar formada por partículas y a la inversa: o lo uno o
lo otro. Después hemos averiguado que esta disyuntiva era un planteamiento
erróneo. La luz es a la vez onda y corpúsculo. Pero también se puede dar la
vuelta a la frase: la luz no es ni onda ni corpúsculo. La luz es, en su unidad,
sólo luz y, como tal, no es concebible por la conciencia polar del ser humano.
Esta luz se manifiesta únicamente al observador según el lado desde el que éste
la contemple, bien onda, bien partícula.
La polaridad es como una puerta que en un lado tiene escrita la palabra
Entrada y, en el otro, Salida, pero siempre es la misma puerta y, según el lado
por el que nos acerquemos a ella, vemos uno u otro de sus aspectos. A causa de
este imperativo de dividir lo unitario en aspectos que luego hemos de
contemplar sucesivamente se crea el concepto de tiempo, porque de la
contemplación con una conciencia bipolar la simultaneidad del Ser se convierte
en sucesión. Si detrás de la polaridad está la unidad, detrás del tiempo se
halla la eternidad. Una aclaración: entendemos eternidad en el sentido
metafísico de intemporalidad, no en el que le da la teología cristiana, de un
largo, infinito continuum de tiempo.
En el estudio de las lenguas primitivas, también observamos cómo nuestra
conciencia y afán de aprehensión divide en contrarios lo que originariamente
era unitario. Al parecer, los individuos de culturas pretéritas eran más
capaces de ver la unidad detrás de las dualidades, ya que en las lenguas
antiguas muchas palabras tienen acepciones que se contradicen. No fue sino con
la evolución del lenguaje cuando, principalmente mediante transposición o
prolongación de las vocales, se empezó a atribuir a un único polo una voz
originariamente ambivalente. (Ya Sigmund Freud comenta el fenómeno en su «¡Contrasentido
de las palabras originales»!)
Por ejemplo, no es difícil descubrir la raíz común de las siguientes
palabras latinas: clamare = clamar y clam = quieto, o siccus = seco y sucus =
jugo. Altus tanto puede significar alto como profundo. En griego farmacon
significa tanto veneno como remedio. En alemán la palabra stumm (mudo) y Stimme
(voz) pertenecen a la misma familia, y en inglés apreciamos la polaridad en la
palabra without, literalmente «con sin» que en la práctica sólo se atribuye a
uno de los polos, concretamente, sin. Aún nos aproxima más a nuestro tema el
parentesco semántico de bos y bass. La palabra bass significa en alto alemán
gut (bueno). Esta palabra sólo la encontramos ya en dos locuciones compuestas
furbass que significa furwahr (verdaderamente) y bass erstaunt que puede
interpretarse como sehr arstaunt (muy asombrado). A la misma rama pertenece
también la palabra bad = malo, al igual que las alemanas Busse y bussen (Penitencia
y purgar). Este fenómeno semántico según el cual originariamente se utilizaba
una misma palabra para expresar significados contrarios, como bueno o malo, nos
indica claramente la unidad que existe detrás de cada polaridad. Precisamente
la equiparación de bueno y malo nos ocupará más adelante y revela la gran
trascendencia que tiene la comprensión del tema de la polaridad.
13
La polaridad de nuestra conciencia la experimentamos subjetivamente en la
alternancia de dos estados que se distinguen claramente uno de otro: la vigilia
y el sueño, estados que nosotros experimentamos como correspondencia interna de
la polaridad externa día–noche de la Naturaleza. Por lo tanto, hablamos
corrientemente de un estado de conciencia diurno y un estado de conciencia
nocturno o del lado diurno y el lado nocturno del alma. Íntimamente unida a
esta polaridad está la distinción entre una conciencia superior y un
inconsciente. Por lo tanto, durante el día esa región de conciencia que
habitamos por la noche y de la que surgen los sueños es para nosotros el
inconsciente. Bien mirada, la palabra inconsciente no es un vocablo muy
afortunado, por cuanto que el prefijo in denota carencia e inconsciente no es
lo mismo que falto de conciencia. Durante el sueño nos encontramos en un estado
de conciencia diferente, no en falta de conciencia sino sólo una denominación
muy imprecisa del estado de conciencia nocturno, a falta de palabra más
adecuada. Pero, ¿por qué nos identificamos tan evidentemente con la conciencia
diurna?
Desde la difusión de la psicología profunda, estamos acostumbrados a
imaginar nuestra conciencia dividida en estratos y a distinguir entre un
supraconsciente, un subconsciente y un inconsciente.
Esta clasificación en superior e inferior no es obligatoria, desde luego,
pero corresponde a una percepción espacial simbólica, que atribuye al cielo y a
la luz el estrato superior y a la Tierra y la oscuridad el estrato inferior del
espacio. Si tratamos de representar gráficamente este esquema de la conciencia
podemos trazar la siguiente figura:
«Supraconsciente»
limitado
subjetivo
«Subconsciente»
«Inconsciente»
ilimitado
objetivo
El círculo simboliza la conciencia que todo lo abarca y que es ilimitada y
eterna. Por lo tanto, la periferia del círculo tampoco es límite, sino únicamente
símbolo de aquello que todo lo abarca. El ser humano está separado de esto por
su Yo, lo que da lugar a la creación de su «supraconsciente» subjetivo y
limitado. Por lo tanto, no tiene acceso al resto de la conciencia, es decir, a
la conciencia cósmica —le es desconocida (C. G. Jung llama a este estrato el



14
«inconsciente colectivo»)—. La línea divisoria entre su Yo y el
restante «mar de la conciencia» no es, sin embargo, un absoluto; más
bien podría denominarse una especie de membrana permeable por ambos lados. Esta
membrana corresponde al subconsciente. Contiene tanto sustancias que han
descendido del supraconsciente (olvidadas) como las que afloran del
inconsciente, por ejemplo, premoniciones, sueños, intuiciones, visiones.
Si una persona se identifica exclusivamente con su supraconsciente,
reducirá la permeabilidad del subconsciente, ya que las sustancias
inconscientes le parecerán extrañas y, por consiguiente, generadoras de
angustia. La mayor permeabilidad puede infundir facultades de médium. El estado
de la iluminación o de la conciencia cósmica no se alcanzaría más que
renunciando a la divisoria, de manera que supraconsciente e inconsciente fueran
uno. Desde luego, este paso equivale a la destrucción del Yo cuya evidencia se
encuentra en la delimitación. En la terminología cristiana este paso está
descrito con las palabras «Yo (supraconsciente) y mi Padre (inconsciente)
somos uno».
La conciencia humana tiene su expresión física en el cerebro, atribuyéndose
a la corteza cerebral la facultad específicamente humana del discernimiento y
el juicio. No es de extrañar que la polaridad de la conciencia humana se
refleje claramente en la anatomía misma del cerebro. Como es sabido, el cerebro
se compone de dos hemisferios unidos por el llamado cuerpo calloso. En el
pasado, la medicina trató de combatir diferentes síntomas, como por ejemplo la
epilepsia o los grandes dolores, seccionando quirúrgicamente el cuerpo calloso,
con lo que se cortaban todas las uniones nerviosas de los dos lóbulos
(comisurotomía).
A pesar de lo aparatoso de la intervención, a primera vista apenas se
observaban deficiencias en los pacientes. Así se descubrió que los dos
hemisferios son como dos cerebros que pueden funcionar independientemente.
Pero, al someter a los operados a determinadas pruebas, se vio que los dos
hemisferios cerebrales se distinguen claramente tanto por su naturaleza como
por sus funciones respectivas. Ya sabemos que los nervios de cada lado del
cuerpo son gobernados por el hemisferio contrario, es decir, la parte derecha
del cuerpo humano es gobernada por el hemisferio izquierdo y viceversa. Si se
vendan los ojos a uno de estos pacientes y se le pone, por ejemplo, un
sacacorchos en la mano izquierda, él es incapaz de nombrar el objeto, es decir,
no puede encontrar el nombre que corresponde al sacacorchos que está palpando,
pero no tiene dificultad alguna en utilizarlo adecuadamente. Cuando se le pone
el objeto en la mano derecha ocurre todo lo contrario: ahora sabe cómo se llama
pero no sabe utilizarlo.
Al igual que las manos, también los oídos y los dos ojos están unidos al
hemisferio cerebral contrario. En otro experimento a una paciente operada de
comisurotomía se le presentaron diferentes figuras geométricas al tiempo que se
le tapaba, sucesivamente, el ojo derecho y el izquierdo. Cuando se proyectó un
desnudo ante el campo visual del ojo izquierdo, por lo que la imagen sólo
15
podía percibirse por el hemisferio derecho, la paciente se sonrojó y se
rió, pero a la pregunta del investigador de qué había visto contestó:
— Nada, sólo un fogonazo — y siguió riendo.
Es decir, que la imagen
percibida por el hemisferio derecho produjo una
reacción, pero ésta no pudo ser captada por el pensamiento ni planteada con
palabras. Si se llevan olores sólo a la fosa nasal izquierda, también se
produce la reacción correspondiente, pero el paciente no puede identificar el
olor. Si se muestra a un paciente una palabra compuesta como, por ejemplo,
baloncesto, de manera que el ojo izquierdo sólo puede ver la primera parte, «balón»,
y el derecho, la segunda, «cesto», el paciente leerá únicamente «cesto»,
pues la palabra «balón» no puede ser analizada por el lóbulo derecho.
Con estos experimentos, desarrollados y elaborados en los últimos tiempos,
se ha recopilado información que puede condensarse así: uno y otro hemisferio
se diferencian claramente por sus funciones, su capacidad y sus respectivas
responsabilidades. El hemisferio izquierdo podría denominarse el «hemisferio
verbal» pues es el encargado de la lógica y la estructura del lenguaje, de
la lectura y la escritura. Descifra analítica y racionalmente todos los
estímulos de estas áreas. Es decir, que piensa en forma digital. El hemisferio
izquierdo es también el encargado del cálculo y la numeración. La noción del
tiempo se alberga asimismo en el hemisferio izquierdo.
En el hemisferio derecho encontramos todas las facultades opuestas: en
lugar de capacidad analítica, permite la visión de conjunto de ideas, funciones
y estructuras complejas. Esta mitad cerebral permite concebir un todo (figura)
partiendo de una pequeña parte (pars pro toto). Al parecer, debemos también al
hemisferio cerebral derecho la facultad de concepción y estructuración de
elementos lógicos (conceptos superiores, abstracciones) que no existen en la
realidad. En el lóbulo derecho encontramos únicamente formas orales arcaicas
que no se rigen por la sintaxis sino por esquemas de sonidos y asociaciones.
Tanto la lírica como el lenguaje de los esquizofrénicos son exponentes del
lenguaje producido por el hemisferio derecho. Aquí reside también el
pensamiento analógico y el arte para utilizar los símbolos. El hemisferio
derecho genera también las fantasías y los sueños de la imaginación y desconoce
la noción del tiempo que posee el hemisferio izquierdo.
Según la actividad del individuo, domina en él uno u otro hemisferio. El
pensamiento lógico, la lectura, la escritura y el cálculo exigen el predominio
del hemisferio izquierdo, mientras que para escuchar música, soñar, imaginar y
meditar se utiliza preferentemente el hemisferio derecho. Independientemente
del predominio de un hemisferio concreto, el individuo sano dispone también de
informaciones del hemisferio subordinado, ya que a través del cuerpo calloso se
produce un activo intercambio de datos. La especialización de los hemisferios
refleja con exactitud las antiguas doctrinas esotéricas de la polaridad. En el
taoísmo, a los dos principios originales en los que se divide la unidad del Tao
se les llama Yang (principio masculino) y Yin (principio femenino). En la
tradición hermética, la misma polaridad se expresa por medio de los símbolos
del «Sol» (masculino) y la «Luna» (femenino). El Yang chino y
16
el Sol son símbolos del principio masculino, activo y positivo que, en el
campo psicológico, corresponderían a la conciencia diurna. El Yin o principio
de la Luna se refiere al principio femenino, negativo, receptor y corresponde
al inconsciente del individuo.
HEMISFERIO IZQUIERDO
Lógica Lenguaje(sintaxis, gramática)
Hemisferio verbal: Lectura
Escritura
Cálculo
Interpretación del entorno Pensamiento digital Pensamiento lineal Noción
del tiempo Análisis
Magnitudes lógicas Inteligencia
––––––––––
––––––––––
––––––––––
Activo
Eléctrico
Ácido
lado derecho del cuerpo mano derecha
Y ANG
HEMISFERIO DERECHO
Percepción de las formas Visión de conjunto
Orientación espacial
Forma de expresión arcaicas
Música
Olfato
Expresión gráfica
Noción del mundo en conjunto Pensamiento analógico Simbolismo
Intemporalidad
Holística
Intuición
–––––––––
–––––––––
–––––––––
Pasivo
Magnético
Alcalino
lado izquierdo del cuerpo mano izquierda
YIN
+–
Sol Luna Masculino Femenino Día Noche Consciente Inconsciente Vida
Muerte
Estas polaridades clásicas pueden relacionarse fácilmente con los
resultados de la investigación del cerebro. Así, el hemisferio izquierdo Yang
es masculino, activo, supraconsciente y corresponde al símbolo del Sol y al
lado
17
diurno del individuo. La mitad izquierda del cerebro rige el lado derecho
del cuerpo, es decir, el activo y masculino. El hemisferio derecho es Yin,
negativo, femenino. Corresponde al principio lunar, es decir, al lado nocturno
o inconsciente del individuo y, lógicamente, rige el lado izquierdo del cuerpo.
Para mejor comprensión, debajo de la figura de la página anterior se detallan
los respectivos conceptos en forma de tabla.
Ciertas corrientes modernas de la psicología imprimen un giro de 90° en la
antigua topografía horizontal de la conciencia (Freud) y sustituyen los
conceptos Supraconsciente e Inconsciente por hemisferio izquierdo y hemisferio
derecho. Esta denominación es sólo cuestión de forma y modifica poco el fondo,
como puede apreciarse comparando ambas exposiciones. Tanto la topografía
horizontal como la vertical no son sino manifestación del antiguo símbolo chino
«Tai Chi» (el todo, la unidad) de un círculo dividido en mitad blanca y
mitad negra, cada una de las cuales contiene, a modo de germen, otro círculo dividido
en dos mitades. Por así decirlo, en nuestra conciencia la unidad se divide en
polaridades que se complementan entre sí.
Es fácil imaginar lo incompleto que estaría el individuo que sólo tuviera
una de las dos mitades del cerebro. Pues bien, no es más completa la noción del
mundo que impera en nuestro tiempo, por cuanto que es la que corresponde a la
mitad izquierda del cerebro. Desde esta única perspectiva, sólo se aprecia lo
racional, concreto y analítico, fenómenos que se inscriben en la causalidad y
el tiempo. Pero una noción del mundo tan racional sólo encierra media verdad,
porque es la perspectiva de media conciencia, de medio cerebro. Todo el
contenido de la conciencia que la gente gusta de llamar con displicencia
irracional, ilusorio y fantástico no es más que la facultad del ser humano de
mirar el mundo desde el polo opuesto.
La distinta valoración que se ha dado a estos dos puntos de vista
complementarios se observa en la circunstancia de que, en el estudio de las
diferentes facultades de uno y otro hemisferio cerebral, las aptitudes del lado
izquierdo se reconocieron y describieron con rapidez y facilidad, pero costó
mucho averiguar el significado del hemisferio derecho, el cual no parecía
producir actos coherentes. Evidentemente, la Naturaleza valora mucho más las
facultades de la mitad derecha, irracional, ya que, en trance de peligro de
muerte, automáticamente se pasa del predominio de la mitad izquierda al
predominio de la mitad derecha. Y es que una situación peligrosa no puede
resolverse por un proceso analítico, mientras que el hemisferio derecho, con su
percepción de conjunto de la situación, nos da la posibilidad de actuar serena
y consecuentemente. A esta conmutación automática responde por cierto el
conocido fenómeno de la visualización instantánea de toda la vida en un
segundo. En trance de muerte, el individuo revive toda su vida, experimenta una
vez más todas las situaciones de su trayectoria vital, buena muestra de lo que
antes llamamos la intemporalidad de la mitad derecha.
En nuestra opinión, la importancia de la teoría de los hemisferios estriba
en la circunstancia de que la ciencia ha comprendido lo sesgado e incompleto
que es su concepto del mundo y, con el estudio del hemisferio derecho, está
18
reconociendo la justificación y la necesidad de mirar el mundo de esa otra
manera. Al mismo tiempo, sobre esta base, se podría aprender a comprender la
ley de la polaridad como ley fundamental del mundo, pero este empeño fracasa
casi siempre por la absoluta incapacidad de la ciencia para el pensamiento
analógico (mitad derecha).
Con este ejemplo, debería ofrecérsenos con claridad la ley de la polaridad:
la conciencia humana divide la unidad en dos polos. Los dos polos se
complementan (compensan) mutuamente y, por lo tanto, para existir, necesitan el
uno del otro. La polaridad trae consigo la incapacidad de contemplar
simultáneamente los dos aspectos de una unidad, y nos obliga a hacerlo
sucesivamente, con lo cual surgen los fenómenos del «ritmo», el «tiempo»
y el «espacio». Para describir la unidad, la conciencia, basada en la
polaridad, tiene que servirse de una paradoja. La ventaja que nos brinda la
polaridad es la facultad de discernimiento, la cual no es posible sin
polaridad. La meta y el afán de una conciencia polar es superar su condición de
incompleta, determinada por el tiempo, y volver a estar completa, es decir,
sana.
Todo camino de salvación o camino de curación lleva de la polaridad a la
unidad. El paso de la polaridad a la unidad es un cambio cualitativo tan
radical que la conciencia polar difícilmente puede imaginarlo. Todos los
sistemas metafísicos, religiones y escuelas esotéricas, enseñan única y
exclusivamente este camino de la polaridad a la unidad. De ello se desprende
que todas estas doctrinas no están interesadas en un «mejoramiento de este
mundo», sino en el «abandono de este mundo».
Precisamente este punto es el que provoca los ataques contra estas
doctrinas. Los críticos señalan las injusticias y calamidades de este mundo y
reprochan a las doctrinas de orientación metafísica su actitud antisocial y
fría ante estos retos, puesto que sólo están interesadas en su propia y egoísta
redención. Los reproches más frecuentes son evasión e indiferencia. Es
lamentable que los críticos no se detengan a tratar de comprender una doctrina
antes de combatirla, sino que se precipiten a mezclar las opiniones propias con
un par de conceptos mal comprendidos de otra doctrina y a este despropósito
llamen «crítica».
Estas malas interpretaciones datan de muy antiguo. Jesús enseñaba únicamente
este camino que lleva de la polaridad a la unidad —y ni sus propios discípulos
le comprendieron del todo (con excepción de Juan)—. Jesús llamaba a la
polaridad este mundo y a la unidad, el reino de los cielos o la casa de mi
Padre, o simplemente el Padre. Él decía que su Reino no era de este mundo y
mostraba el camino hacia el Padre. Pero sus palabras se interpretaban de un
modo concreto, material y mundano. El Evangelio de san Juan muestra, capítulo
tras capítulo, esta mala interpretación: Jesús habla del templo que
reconstruirá en tres días —y los discípulos creen que habla del templo de
Jerusalén—; pero Él se refiere a su cuerpo. Jesús habla con Nicodemo de renacer
al espíritu, y Nicodemo cree que se refiere al nacimiento de un niño. Jesús habla
a la samaritana del agua de la vida y ella piensa en agua potable. Podríamos
dar muchos más ejemplos de que Jesús y sus discípulos tienen
19
puntos de referencia totalmente distintos. Jesús trata de dirigir la mirada
del hombre hacia el significado v la importancia de la unidad, mientras que sus
oyentes se aferran convulsa y angustiadamente al mundo polar. No tenernos de
Jesús ninguna exhortación, ni una sola, de mejorar el mundo y convertirlo en
paraíso, pero con cada frase trata de animar al ser humano a dar el paso que
conduce a la salvación, la salud.
Pero, en un principio, este camino atemoriza, puesto que pasa por el
sufrimiento y el horror. El mundo sólo puede vencerse asumiéndolo —el
sufrimiento sólo puede destruirse asumiéndolo, porque el mundo siempre es
sufrimiento—. El esoterismo no predica la huida del mundo, sino la «superación
del mundo». La superación del mundo, empero, no es sino otra forma de decir
«superación de la polaridad», lo cual es lo mismo que renunciar al yo, al ego,
pues sólo alcanza la plenitud aquel al que su Yo no lo separa del Ser. No deja
de tener cierta ironía el que un camino cuyo objetivo es la destrucción del ego
y la fusión con el todo sea tachado de «camino de salvación egoísta». Y
es que la motivación de buscar este camino de salvación no reside en la
esperanza de «un mundo mejor» ni de una «recompensa por los
sufrimientos de este mundo» («el opio del pueblo») sino en la
convicción de que este mundo concreto en el que vivimos sólo adquiere sentido
cuando tiene un punto de referencia situado fuera de sí mismo.
Por ejemplo, cuando asistimos a una escuela sin un propósito ni un fin
determinados, una escuela en la que sólo se aprende por aprender, sin
perspectiva, sin meta, sin objetivo, el estudio carece de sentido. La escuela y
el estudio sólo tienen sentido cuando hay un punto de referencia que está fuera
de la escuela. Aspirar a una profesión no es lo mismo que «evadirse de la
escuela» sino todo lo contrario: este objetivo da coherencia a los estudios.
Igualmente, esta vida y este mundo adquieren confluencia cuando nuestro
objetivo se cifra en superarlos. La finalidad de una escalera no es la de
servir de peana sino de medio para subir.
La pérdida de este punto de referencia metafísico hace que en nuestro
tiempo la vida carezca de sentido para mucha gente, porque el único sentido que
nos queda se llama progreso. Pero el progreso no tiene más objetivo que más
progreso. Con lo cual lo que era un camino se ha convertido en una excursión.
Para la comprensión de la enfermedad y la curación es importante entender
qué significa realmente curación. Si perdemos de vista que curación significa
siempre acercamiento a la salud cifrada en la unidad, buscaremos el objetivo de
la curación dentro de la polaridad, y el fracaso es seguro. Ahora bien, si
trasladamos una vez más a los hemisferios cerebrales lo que hasta ahora
entendíamos por unidad, la cual sólo puede alcanzarse con la conciliación de
los opuestos, la conjunjtio oppositorum, veremos claramente que nuestro
objetivo de superación de la polaridad equivale en este plano al fin del
predominio alternativo de los hemisferios cerebrales. También en el ámbito del
cerebro, la disyuntiva tiene que convertirse en unificación.
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Aquí se pone de manifiesto la verdadera importancia del cuerpo calloso, el
cual tiene que ser tan permeable que haga, de los «dos cerebros», uno.
Esta simultánea disponibilidad de las facultades de ambas mitades del cerebro
sería el equivalente corporal de la iluminación. Es el mismo proceso que hemos
descrito ya en nuestro modelo de conciencia horizontal: cuando el
supraconsciente subjetivo se funde con el inconsciente objetivo se alcanza la
plenitud.
La conciencia universal de este paso de la polaridad a la unidad lo
encontramos en infinidad de formas de expresión. Ya hemos mencionado la
filosofía china del taoísmo, en la que las dos fuerzas universales se llaman
Yang y Yin. Los hermetistas hablaban de la unión del Sol y la Luna o de las
bodas del fuego y el agua. Además, expresaban el secreto de la unión de los opuestos
en frases paradójicas tales como: «Lo sólido tiene que fluidificarse y el
fluido solidificarse» El antiguo símbolo de la vara de Hermes (caduceo)
expresa la misma ley: aquí las dos serpientes representan las fuerzas polares
que deben unirse en la vara. Este símbolo lo encontramos en la filosofía india,
en la forma de las dos corrientes de energía que recorren el cuerpo humano,
llamadas Ida (femenina) y Pingala (masculina) y que se enroscan
cual serpientes en torno al canal medio, Shushumna. Si el yogui consigue
conducir la fuerza de las serpientes por el canal central hacia arriba, conoce
el estado de la unidad. La cábala representa esta idea con las tres columnas
del árbol de la vida, y la dialéctica lo llama «tesis», «antítesis»
y «síntesis». Todos estos sistemas, de los que no mencionamos sino un
par, no se encuentran en relación causal sino que todos son expresión de una
ley metafísica central, que han tratado de expresar en diferentes planos,
concretos o simbólicos. A nosotros no nos importa un sistema determinado, sino
la perspectiva de la ley de la polaridad y su vigencia en todos los planos del
mundo de las formas.
La polaridad de nuestra conciencia nos coloca constantemente ante dos
posibilidades de acción y nos obliga —si no queremos sumirnos en la apatía— a
decidir. Siempre hay dos posibilidades, pero nosotros sólo podemos realizar
una. Por lo tanto, en cada acción siempre queda irrealizada la posibilidad
contraria. Tenemos que elegir y decidirnos entre quedarnos en casa o salir —
trabajar o no hacer nada—, tener hijos o no tenerlos —reclamar el dinero o
perdonar la deuda—, matar al enemigo o dejarlo vivir. El tormento de la
elección nos persigue constantemente. No podemos eludir la decisión, porque «no
hacer nada» es ya decidir contra la acción, «no decidir» es una
decisión contra la decisión. Ya que tenemos que decidirnos, por lo menos,
procuramos que nuestra decisión sea sensata o correcta. Y para ello necesitamos
cánones de valoración. Cuando disponemos de estos cánones, las decisiones son
fáciles: tenemos hijos porque sirven para preservar la especia humana — matamos
a nuestros enemigos porque amenazan a nuestros hijos—, comemos verdura porque
es saludable y damos de comer al hambriento porque es ético. Este sistema
funciona bien y facilita las decisiones —uno no tiene más que hacer lo
correcto—. Lástima que nuestro sistema de valoración que nos ayuda a decidir
sea cuestionado constantemente por otras personas que optan en
21
cada caso por la decisión contraria y lo justifican con otro sistema de
valores: hay gente que decide no tener hijos porque ya hay demasiada gente en
el mundo —hay quien no mata a los enemigos, porque los enemigos también son
seres humanos—, hay quien come mucha carne porque la carne es saludable y deja
que los hambrientos se mueran de hambre porque es su destino. Desde luego, está
claro que los valores de los demás están equivocados, y es irritante que no
tenga todo el mundo los mismos valores. Y entonces uno empieza no sólo a defender
sus valores sino a tratar de convencer al mayor número posible de semejantes de
las excelencias de estos valores. Al fin, naturalmente, uno debería convencer a
todos los seres humanos de la justicia de los propios valores y entonces
tendríamos un mundo bueno y feliz. Lástima que todos piensen igual. Y la guerra
de las opiniones justas sigue sin tregua, y todos quieren sólo hacer lo
correcto. Pero, ¿qué es lo correcto? ¿Qué es lo que está equivocado? —¿Qué es
lo bueno?—. ¿Qué es lo malo? Muchos pretenden saberlo —pero no están de
acuerdo— y entonces tenemos que decidir a quién creemos. ¡Es para desesperarse!
Lo único que nos salva del dilema es la idea de que dentro de la polaridad
no existe el bien ni el mal absoluto, es decir, objetivo, ni lo justo ni lo
injusto. Cada valoración es siempre subjetiva y requiere un marco de referencia
que, a su vez, también es subjetivo. Cada valoración depende del punto de vista
del observador y, por lo tanto, referida a él, siempre es correcta. El mundo no
puede dividirse en lo que puede ser y por lo tanto es bueno y justo, y lo que
no debe ser y por lo tanto tiene que ser combatido y aniquilado. Este dualismo
de opuestos irreconciliables verdad–error, bien–mal, Dios y demonio, no nos
saca de la polaridad sino que nos hunde más en ella.
La solución se encuentra exclusivamente en ese tercer punto desde el cual
todas las alternativas, todas las posibilidades, todas las polaridades aparecen
igual de buenas y verdaderas, o igual de malas y falsas, ya que son parte de la
unidad y, por lo tanto, su existencia está justificada, porque sin ellas el
todo no estaría completo. Por ello, al hablar de la ley de la polaridad hemos
hecho hincapié en que un polo no puede existir sin el otro polo. Como la
inhalación depende de la exhalación, así el bien depende del mal, la paz, de la
guerra y la salud, de la enfermedad. No obstante, los hombres se empeñan en
aceptar un único polo y combatir el otro. Pero quien combate cualquiera de los
polos de este universo combate el todo —porque cada parte contiene el todo (pars
pro toto)—. Por algo dijo Jesús: «¡Lo que hiciereis al más pequeño de
mis hermanos, a mí me lo hacéis!»
Teóricamente, la idea en sí es simple, pero su puesta en práctica es ardua,
por lo que el ser humano se resiste a aceptarla. Si el objetivo es la unidad
indiferenciada que abarca los opuestos, entonces el ser humano no puede estar
completo, es decir, sano, mientras se inhiba, mientras se resista a admitir
algo en su conciencia. Todo: «¡Eso yo nunca lo haría!», es la forma más
segura de renunciar a la plenitud y la iluminación. En este universo no hay
nada que no tenga su razón de ser, pero hay muchas cosas cuya justificación
escapa al individuo. En realidad, todos los esfuerzos del ser humano sirven a
este fin:
22
descubrir la razón de ser de las cosas —a esto llamamos tomar conciencia—,
pero no cambiar las cosas. No hay nada que cambiar ni que mejorar, como no sea
la propia visión.
El ser humano vive durante mucho tiempo convencido de que, con su
actividad, con sus obras, puede cambiar, reformar, mejorar el mundo. Esta
creencia es una ilusión óptica y se debe a la proyección de la transformación
del propio individuo. Por ejemplo, si una persona lee un mismo libro varias
veces en distintas épocas de su vida. Cada lectura le producirá un efecto
distinto, según la fase de desarrollo de la propia personalidad. Si no
estuviera garantizada la invariabilidad del libro, uno podría creer que su
contenido ha evolucionado. No menos engañosos son los conceptos de «evolución»
y «desarrollo» aplicados al mundo. El individuo cree que la evolución se
produce como resultado de unos procesos e intervenciones y no ve que no es sino
la ejecución de un modelo ya existente. La evolución no genera nada nuevo sino
que hace que lo que es y ha sido siempre se manifieste gradualmente. La lectura
de un libro es también un buen ejemplo de esto: el contenido y la acción de un
libro existen a la vez, pero el lector sólo puede asimilarlos con la lectura
poco a poco. La lectura del libro hace que el contenido sea conocido por el
lector gradualmente, aunque el libro tenga varios siglos de existencia. El
contenido del libro no se crea con la lectura sino que, con este proceso, el
lector asimila paso a paso y con el tiempo un modelo ya existente.
El mundo no cambia, son los hombres los que, progresivamente, asumen
distintos estratos y aspectos del mundo. Sabiduría, plenitud y toma de
conciencia significan: poder reconocer y contemplar todo lo que es en su forma
verdadera. Para asumir y reconocer el orden, el observador debe estar en orden.
La ilusión del cambio se produce merced a la polaridad que convierte lo
simultáneo en sucesivo y unitario en dual. Por ello, las filosofías orientales
llaman al mundo de la polaridad «ilusión» o «maja» (engaño) y
exigen al individuo que busca el conocimiento y la liberación que, en primer
lugar, vea en este mundo de las formas una ilusión y comprenda que en realidad
no existe. La polaridad impide la unidad en la simultaneidad; pero el tiempo
restablece automáticamente la unidad, ya que cada polo es compensado al ser
sucedido por el polo opuesto. Llamamos a esta ley principio complementario.
Como la exhalación impone una inhalación y la vigilia sucede al sueño y
viceversa, así cada realización de un polo exige la manifestación del polo
opuesto. El principio complementario hace que el equilibrio de los polos se
mantenga independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los humanos, y
determina que todas las modificaciones se sumen a la inmutabilidad. Nosotros
creemos firmemente que con el tiempo cambian muchas cosas, y esta creencia nos
impide ver que el tiempo sólo produce repeticiones del mismo esquema. Con el
tiempo, cambian las formas, sí, pero el fondo sigue siendo el mismo.
Cuando se aprende a no dejarse distraer por la mutación de las formas, se
puede prescindir del tiempo, tanto en el ámbito histórico como en la biografía
personal y entonces se ve que todos los hechos que el tiempo diversifica se
plasman en un solo modelo. El tiempo convierte lo que es, en procesos y
23
sucesos —si suprimimos el tiempo, vuelve a hacerse visible el fondo que
estaba detrás de las formas y que se ha plasmado en ellas—. (Este tema, nada
fácil de entender, es la base de la terapia de la reencarnación.)
Para nuestras próximas reflexiones es importante comprender la
interdependencia de los dos polos y la imposibilidad de conservar un polo y
suprimir el otro. Y a este imposible se orientan la mayoría de las actividades
humanas: el individuo quiere la salud y combate la enfermedad, quiere mantener
la paz y suprimir la guerra, quiere vivir y, para ello, vencer a la muerte. Es
impresionante ver que, al cabo de un par de miles de años de infructuosos
esfuerzos, los humanos siguen aferrados a sus conceptos. Cuando tratamos de
alimentar uno de los polos, el polo opuesto crece en la misma proporción, sin
que nosotros nos demos cuenta. Precisamente la medicina nos da un buen ejemplo
de ello: cuanto más se trabaja por la salud más prolifera la enfermedad.
Si queremos plantearnos este problema de una manera nueva, es necesario
adoptar la óptica polar. En todas nuestras consideraciones, debemos aprender a
ver simultáneamente el polo opuesto. Nuestra mirada interior tiene que oscilar
constantemente, para que podamos salir de la unilateralidad y adquirir la visión
de conjunto. Aunque no es fácil describir con palabras esta visión oscilante y
polar, existen en filosofía textos que expresan estos principios. Laotsé, que
por su concisión no ha sido superado, dice en el segundo verso del Tao–Te–King:
El que dice: hermoso
está creando: feo.
El que dice: bien
está
creando: mal.
Resistir determina: no resistir, confuso determina: simple, alto
determina: bajo,
ruidoso determina: silencioso, determinado determina:
indeterminado, ahora determina: otrora.
Así pues, el sabio
actúa sin acción,
dice
sin hablar.
Lleva en sí todas las cosas
en busca de la unidad.
Él produce, pero
no posee
perfecciona la vida
pero no reclama reconocimiento
y porque nada
reclama
nunca sufre pérdida.
24
III. LA SOMBRA
Toda la Creación existe en ti y todo lo que hay en ti
existe también en la Creación. No hay divisoria entre tú y un objeto que esté
muy cerca de ti, como tampoco hay distancia entre tú y los objetos lejanos.
Todas las cosas, las más pequeñas y las más grandes, las más bajas y las más altas,
están en ti y son de tu misma condición. Un solo átomo contiene todos los
elementos de la Tierra. Un solo movimiento del espíritu contiene todas las
leyes de la vida. En una sola gota de agua se encuentra el secreto del inmenso
océano. Una sola manifestación de ti contiene todas las manifestaciones de la
vida.
KAHIL GIBRÁN
El individuo dice «yo» y con esta palabra entiende una serie de
características: «Varón, alemán, padre de familia y maestro. Soy activo,
dinámico, tolerante, trabajador, amante de los animales, pacifista, bebedor de
té, cocinero por afición, etc.» A cada una de estas características
precedió, en su momento, una decisión, se optó entre dos posibilidades, se
integró un polo en la identidad y se descartó el otro. Así la identidad «soy
activo y trabajador» excluye automáticamente «soy pasivo y vago». De
una identificación suele derivarse rápidamente también una valoración: «En
la vida hay que ser activo y trabajador; no es bueno ser pasivo y vago.» Por
más que esta opinión se sustente con argumentos y teorías, esta valoración no
pasa de subjetiva.
Desde el punto de vista objetivo, esto es sólo una posibilidad de
plantearse las cosas—y una posibilidad muy convencional—. ¿Qué pensaríamos de
una rosa roja que proclamara muy convencida: «Lo correcto es florecer en
rojo. Tener flores azules es un error y un peligro.» El repudio de
cualquier forma de manifestación es siempre señal de falta de identificación
(... por cierto que la violeta, por su parte, no tiene nada en contra de la
floración azulada).
Por lo tanto, cada identificación que se basa en una decisión descarta un
polo. Ahora bien, todo lo que nosotros no queremos ser, lo que no queremos
admitir en nuestra identidad, forma nuestro negativo, nuestra «sombra».
Porque el repudio de la mitad de las posibilidades no las hace desaparecer sino
que sólo las destierra de la identificación o de la conciencia.
El «no» ha quitado de nuestra vista un polo, pero no lo ha
eliminado. El polo descartado vive desde ahora en la sombra de nuestra
conciencia. Del mismo modo que los niños creen que cerrando los ojos se hacen
invisibles, las personas imaginan que es posible librarse de la mitad de la
realidad por el procedimiento de no reconocerse en ella. Y se deja que un polo
(por ejemplo, la laboriosidad) salga a la luz de la conciencia mientras que el
contrario (la pereza) tiene que permanecer en la oscuridad donde uno no lo vea.
El no ver se considera tanto como no tener y se cree que lo uno puede existir
sin lo otro.
Llamamos sombra (en la acepción que da a la palabra C. G. Jung) a la suma
de todas las facetas de la realidad que el individuo no reconoce o no quiere
reconocer en sí y que, por consiguiente, descarta. La sombra es el

25
mayor enemigo del ser humano: la tiene y no sabe que la tiene, ni la
conoce. La sombra hace que todos los propósitos y los afanes del ser humano le
reporten, en última instancia, lo contrario de lo que él perseguía. El ser
humano proyecta en un mal anónimo que existe en el mundo todas las
manifestaciones que salen de su sombra porque tiene miedo de encontrar en sí mismo
la verdadera fuente de toda desgracia. Todo lo que el ser humano rechaza pasa a
su sombra que es la suma de todo lo que él no quiere. Ahora bien, la negativa a
afrontar y asumir una parte de la realidad no conduce al éxito deseado. Por el
contrario, el ser humano tiene que ocuparse muy especialmente de los aspectos
de la realidad que ha rechazado. Esto suele suceder a través de la proyección,
ya que cuando uno rechaza en su interior un principio determinado, cada vez que
lo encuentre en el mundo exterior desencadenará en él una reacción de angustia
y repudio.
No estará de más recordar, para mejor comprender esta relación, que
nosotros entendemos por «principios» regiones arquetípicas del ser que pueden
manifestarse con una enorme variedad de formas concretas. Cada manifestación es
entonces representación de aquel principio esencial. Por ejemplo: la
multiplicación es un principio. Este principio abstracto puede presentársenos
bajo las más diversas manifestaciones (3 por 4, 8 por 7, 49 por 248, etc.). Ahora
bien, todas y cada una de estas formas de expresión, exteriormente diferentes,
son representación del principio «multiplicación». Además, hemos de
tener claro que el mundo exterior está formado por los mismos principios
arquetípicos que el mundo interior. La ley de la resonancia dice que nosotros
sólo podemos conectar con aquello con lo que estamos en resonancia. Este
razonamiento, expuesto extensamente en Schicksal als Chance, conduce a la
identidad entre mundo exterior y mundo interior. En la filosofía hermética esta
ecuación entre mundo exterior y mundo interior o entre individuo y Cosmos se
expresa con los términos: microcosmos = macrocosmos. (En la Segunda
Parte de este libro, en el capítulo dedicado a los órganos sensoriales,
examinaremos esta problemática desde otro punto de vista.)
Proyección significa, pues, que con la mitad de todos los
principios fabricamos un exterior, puesto que no los queremos en nuestro
interior. Al principio decíamos que el Yo es responsable de la separación del
individuo de la suma de todo el Ser. El Yo determina un Tú que es considerado
como lo externo. Ahora bien, si la sombra está formada por todos los principios
que el Yo no ha querido asumir, resulta que la sombra y el exterior son
idénticos. Nosotros siempre sentimos nuestra sombra como un exterior, porque si
la viéramos en nosotros ya no sería la sombra. Los principios rechazados que
ahora aparentemente nos acometen desde el exterior los combatimos en el
exterior con el mismo encono con que los habíamos combatido dentro de nosotros.
Nosotros insistimos en nuestro empeño de borrar del mundo los aspectos que
valoramos negativamente. Ahora bien, dado que esto es imposible —véase la ley
de la polaridad—, este intento se convierte en una pugna constante que
garantiza que nos ocupamos con especial intensidad de la parte de la realidad
que rechazamos.
26
Esto entraña una irónica ley a la que nadie puede sustraerse: lo que más
ocupa al ser humano es aquello que rechaza. Y de este modo se acerca al
principio rechazado hasta llegar a vivirlo. Es conveniente no olvidar las dos
últimas frases. El repudio de cualquier principio es la forma más segura de que
el sujeto llegue a vivir este principio. Según esta ley, los niños siempre
acaban por adquirir las formas de comportamiento que habían odiado en sus
padres, los pacifistas se hacen militantes; los moralistas, disolutos; los
apóstoles de la salud, enfermos graves.
No se debe pasar por alto que rechazo y lucha significan entrega y
obsesión. Igualmente, el evitar en forma estricta un aspecto de la realidad
indica que el individuo tiene un problema con él. Los campos interesantes e
importantes para un ser humano son aquellos que él combate y repudia, porque
los echa de menos en su conciencia y le hacen incompleto. A un ser humano sólo pueden
molestarle los principios del exterior que no ha asumido.
En este punto de nuestras consideraciones, debe haber quedado claro que no
hay un entorno que nos marque, nos moldee, influya en nosotros o nos haga
enfermar: el entorno hace las veces de espejo en el que sólo nos vemos a
nosotros mismos y también, desde luego y muy especialmente, a nuestra sombra a
la que no podemos ver en nosotros. Del mismo modo que de nuestro propio cuerpo
no podemos ver más que una parte, pues hay zonas que no podemos ver (los ojos,
la cara, la espalda, etc.) y para contemplarlas necesitamos del reflejo de un
espejo, también para nuestra mente padecemos una ceguera parcial y sólo podemos
reconocer la parte que nos es invisible (la sombra) a través de su proyección y
reflejo en el llamado entorno o mundo exterior. El reconocimiento precisa de la
polaridad.
El reflejo, empero, sólo sirve de algo a aquel que se reconoce en el
espejo: de lo contrario, se convierte en una ilusión. El que en el espejo
contempla sus ojos azules, pero no sabe que lo que está viendo son sus propios
ojos en lugar de reconocimiento sólo obtiene engaño. El que vive en este mundo
y no reconoce que todo lo que ve y lo que siente es él mismo, cae en el engaño
y el espejismo. Hay que reconocer que el espejismo resulta increíblemente
vívido y real (... muchos dicen, incluso, demostrable), pero no hay que olvidar
esto: también el sueño nos parece auténtico y real, mientras dura. Hay que
despertarse para descubrir que el sueño es sueño. Lo mismo cabe decir del gran
océano de nuestra existencia. Hay que despertarse para descubrir el espejismo
Nuestra sombra nos angustia. No es de extrañar, por cuanto que está formada
exclusivamente por aquellos componentes de la realidad que nosotros hemos
repudiado, los que menos queremos asumir. La sombra es la suma de todo lo que
estamos firmemente convencidos que tendría que desterrarse del mundo, para que
éste fuera santo y bueno. Pero lo que ocurre es todo lo contrario: la sombra
contiene todo aquello que falta en el mundo —en nuestro mundo—para que sea
santo y bueno. La sombra nos hace enfermar, es decir, nos hace incompletos:
para estar completos nos falta todo lo que hay en ella.
27
La narración del Grial trata precisamente de este problema. El rey Anfortas
está enfermo, herido por la danza del mago Klingor o, en otras versiones, por
un enemigo pagano o, incluso, por un enemigo invisible. Todas estas figuras son
símbolos inequívocos de la sombra de Anfortas: su adversario, invisible para
él. Su sombra le ha herido y él no puede sanar por sus propios medios, no puede
recobrar la salud, porque no se atreve a preguntar la verdadera causa de su
herida. Esta pregunta es necesaria, pero preguntar esto sería preguntar por la
naturaleza del Mal. Y, puesto que él es incapaz de plantearse este conflicto,
su herida no puede cicatrizar. Él espera un salvador que tenga el valor de
formular la pregunta redentora. Parsifal es capaz de ello, porque, como su
nombre indica, es el que «va por el medio», por el medio de la polaridad del
Bien y el Mal con lo que obtiene la legitimación para formular la pregunta
salvadora: «¿Qué te falta, Oheim?» La pregunta es siempre la misma,
tanto en el caso de Anfortas como en el de cualquier otro enfermo: «¡La
sombra!» La sola pregunta acerca del mal, acerca del lado oscuro del hombre,
tiene poder curativo. Parsifal, en su viaje, se ha enfrentado valerosamente con
su sombra y ha descendido a las oscuras profundidades de su alma hasta maldecir
a Dios. El que no tenga miedo a este viaje por la oscuridad será finalmente un
auténtico salvador, un redentor. Por ello, todos los héroes míticos han tenido
que luchar contra monstruos, dragones y demonios y hasta contra el mismo
infierno, para ser salvos y salvadores.
La sombra produce la enfermedad, y el encararse con la sombra cura. Ésta es
la clave para la comprensión de la enfermedad y la curación. Un síntoma siempre
es una parte de sombra que se ha introducido en la materia. Por el síntoma se
manifiesta aquello que falta al ser humano. Por el síntoma el ser humano experimenta
aquello que no ha querido experimentar conscientemente. El síntoma, valiéndose
del cuerpo, reintegra la plenitud al ser humano. Es el principio de
complementariedad lo que, en última instancia, impide que el ser humano deje de
estar sano. Si una persona se niega a asumir conscientemente un principio, este
principio se introduce en el cuerpo y se manifiesta en forma de síntoma.
Entonces el individuo no tiene más remedio que asumir el principio rechazado.
Por lo tanto, el síntoma completa al hombre, es el sucedáneo físico de aquello
que falta en el alma.
En realidad, el síntoma indica lo que le «falta» al paciente, porque el
síntoma es el principio ausente que se hace material y visible en el cuerpo. No
es de extrañar que nos gusten tan poco nuestros síntomas, ya que nos obligan a
asumir aquellos principios que nosotros repudiamos. Y entonces proseguimos
nuestra lucha contra los síntomas, sin aprovechar la oportunidad que se nos
brinda de utilizarlos para completarnos. Precisamente en el síntoma podemos
aprender a reconocernos, podemos ver esas partes de nuestra alma que nunca
descubriríamos en nosotros, puesto que están en la sombra. Nuestro cuerpo es
espejo de nuestra alma; él nos muestra aquello que el alma no puede reconocer
más que por su reflejo. Pero, ¿de qué sirve el espejo, por bueno que sea, si
nosotros no nos reconocemos en la imagen que vemos? Este libro
28
pretende ayudar a desarrollar esa visión que necesitamos para descubrirnos
a nosotros mismos en el síntoma.
La sombra hace simulador al ser humano. La persona siempre cree ser sólo
aquello con lo que se identifica o ser sólo tal como ella se ve. A esta
autovaloración llamamos nosotros simulación. Con este término designamos
siempre la simulación frente a uno mismo ( no las mentiras o falsedades que se
cuentan a los demás). Todos los engaños de este mundo son insignificantes
comparados con el que el ser humano comete consigo mismo durante toda su vida.
La sinceridad para con uno mismo es una de las más duras exigencias que el
hombre puede hacerse. Por ello, desde siempre el conocimiento de sí mismo es la
tarea más importante y más difícil que pueda acometer el que busca la verdad.
El conocimiento del propio ser no significa descubrir el Yo, pues el ser lo
abarca todo mientras que el Yo, con su inhibición, constantemente impide el
conocimiento del todo, del ser. Y, para el que busca la sinceridad al
contemplarse a sí mismo, la enfermedad puede ser de gran ayuda. ¡Porque la
enfermedad nos hace sinceros! En el síntoma de la enfermedad tenemos claro y
palpable aquello que nuestra mente trataba de desterrar y esconder.
La mayoría de la gente tiene dificultades para hablar de sus problemas más
íntimos (suponiendo que los conozca siquiera) de forma franca y espontánea; los
síntomas, por el contrario, los explican con todo detalle a la menor ocasión.
Desde luego, es imposible descubrir con más detalle la propia personalidad. La
enfermedad hace sincera a la gente y descubre implacablemente el fondo del alma
que se mantenía escondido. Esta sinceridad (forzosa) es sin duda lo que provoca
la simpatía que sentimos hacia el enfermo. La sinceridad lo hace simpático,
porque en la enfermedad se es auténtico. La enfermedad deshace todos los sesgos
y restituye al ser humano al centro de equilibrio. Entonces, bruscamente, se
deshincha el ego, se abandonan las pretensiones de poder, se destruyen muchas
ilusiones y se cuestionan formas de vida. La sinceridad posee su propia
hermosura, que se refleja en el enfermo.
En resumen: el ser humano, como microcosmos, es réplica del universo y
contiene latente en su conciencia la suma de todos los principios del ser. La
trayectoria del individuo a través de la polaridad exige realizar con actos
concretos estos principios que existen en él en estado latente, a fin de
asumirlos gradualmente. Porque el discernimiento necesita de la polaridad y
ésta, a su vez, constantemente impone en el ser humano la obligación de
decidir. Cada decisión divide la polaridad en parte aceptada y polo rechazado.
La parte aceptada se traduce en la conducta y es asumida conscientemente. El
polo rechazado pasa a la sombra y reclama nuestra atención presentándosenos
aparentemente procedente del exterior. Una forma frecuente y específica de esta
ley general es la enfermedad, por la cual una parte de la sombra se proyecta en
el físico y se manifiesta como síntoma. El síntoma nos obliga a asumir
conscientemente el principio rechazado y con ello devuelve el equilibrio al ser
humano. El síntoma es concreción somática de lo que nos falta
29
en la conciencia. El síntoma, al hacer aflorar elementos reprimidos, hace
sinceros a los seres humanos.
30
IV. BIEN Y MAL
La esencia magnífica abarca todos los mundos y a todas
las criaturas, buenas y malas. Y es la verdadera unidad. Entonces, ¿cómo puede
conciliarse el antagonismo del bien y el mal? En realidad, no existe
antagonismo, porque el mal es el trono del bien.
BAAL SEM TOB
Tenemos que abordar necesariamente un tema que no sólo pertenece al ámbito
más conflictivo de la aventura humana sino que, además, se presta a malas
interpretaciones. Es muy peligroso limitarse a entresacar de la filosofía que
nosotros exponemos sólo alguna que otra frase o pasaje aquí y allá y mezclarlos
con ideas de otras filosofías. Precisamente la contemplación del Bien y del Mal
provoca en los seres humanos profundas angustias que fácilmente pueden empañar
el entendimiento y la facultad de raciocinio. A pesar de los peligros, nosotros
nos atrevemos a plantear la pregunta que rehuía Anfortas, acerca de la
naturaleza del mal. Y es que, si en la enfermedad hemos descubierto la acción
de la sombra, ésta debe su existencia a la diferenciación del ser humano entre
Bien y Mal, Verdad y Mentira.
La sombra contiene todo aquello que el ser humano consideró malo; luego la
sombra tiene que ser mala. Así pues, parece no sólo justificado sino, incluso,
ética y moralmente necesario combatir y desterrar la sombra dondequiera que se
manifieste. También aquí la Humanidad se deja fascinar de tal modo por la
lógica aparente que no advierte que su plan fracasa, que la eliminación del mal
no funciona. Por lo tanto, vale la pena examinar el tema «Bien y Mal»
desde ángulos acaso insólitos.
Nuestras consideraciones sobre la ley de la polaridad nos hicieron sacar la
conclusión de que Bien y Mal son dos aspectos de una misma unidad y, por lo
tanto, interdependientes para la existencia. El Bien depende del Mal y el Mal,
del Bien. Quien alimenta el Bien alimenta también inconscientemente el Mal. Tal
vez a primera vista estas formulaciones resulten escandalosas, pero es difícil
negar la exactitud de estas apreciaciones ni en teoría ni en la práctica.
En nuestra cultura, la actitud hacia el Bien y el Mal está fuertemente
determinada por el cristianismo o por los dogmas de la teología cristiana,
incluso en los medios que se creen libres de vínculos religiosos. Por ello,
también nosotros tenemos que recurrir a figuras e ideas religiosas, a fin de
verificar la comprensión del Bien y del Mal. No es nuestro propósito deducir de
las imágenes bíblicas una teoría o valoración, pero lo cierto es que los
relatos y las imágenes mitológicas se prestan a hacer más comprensibles
difíciles problemas metafísicos. El que para ello recurramos a un relato de la
Biblia no es obligado, pero sí natural dado nuestro entorno cultural. Por otra
parte, de este modo podremos comentar, al mismo tiempo, ese punto mal
comprendido del concepto del Bien y del Mal, idéntico en todas las religiones,
que muestra un matiz peculiar de la teología cristiana.
31
El relato que el Antiguo Testamento hace del Pecado Original ilustra
nuestro tema. Recordamos que, en el Segundo Libro de la Creación, se nos dice
que Adán, la primera criatura humana —andrógina—, es depositado en el Edén,
jardín entre cuya vegetación hay dos árboles especiales: el Árbol de la Vida y
el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Para la mejor comprensión de este
relato metafísico, es importante recalcar que Adán no es hombre sino criatura
andrógina. Es el ser humano total que todavía no está sometido a la polaridad,
todavía no está dividido en una pareja de elementos contrapuestos. Adán todavía
es uno con todo; este estado cósmico de la conciencia se nos describe con la
imagen del Paraíso. No obstante, si bien la criatura Adán posee todavía la
conciencia unitaria, el tema de la polaridad ya está planteado, en la forma de
los dos árboles mencionados.
El tema de la división se halla presente desde el principio en la historia
de la Creación, ya que la Creación se produce por división v separación. Ya el
Libro Primero habla sólo de polarizaciones: luz tinieblas; tierra–agua,
Sol–Luna, etc. Únicamente del ser humano se nos dice que fue creado como
«hombre y mujer». Y, a medida que avanza la narración, se acentúa el tema de la
polaridad. Y sucede que Adán concibe el deseo de proyectar hacia el exterior y
dar forma independiente a una parte de su ser. Semejante paso supone
necesariamente una pérdida de conciencia y esto nos lo explica nuestro relato
diciendo que Adán se sumió en un sueño. Dios toma de la criatura completa y
sana, Adán, un costado y con él hace algo independiente.
La palabra que Lutero tradujo por «costilla» es en el original
hebreo tselah = costado. Es de la familia de tsel = sombra. El individuo
completo y sano es dividido en dos aspectos diferenciables llamados hombre y
mujer. Pero esta división todavía no alcanza la conciencia de la criatura,
porque ellos todavía no reconocen su diferencia, sino que permanecen en la
integridad del Paraíso. La división de las formas, empero, hace posible la
acción de la Serpiente que promete a la mujer, la parte receptiva de la
criatura humana, que si come el fruto del Árbol de la Ciencia adquirirá la
facultad de distinguir entre el bien y el mal, es decir, que tendrá
discernimiento.
La Serpiente cumple su promesa. Los humanos abren los ojos a la polaridad y
pueden distinguir bien y mal, hombre y mujer. Con ello pierden la unidad (la
conciencia cósmica) y obtienen la polaridad (discernimiento). Por consiguiente,
ahora tienen que abandonar forzosamente el Paraíso, el Jardín de la Unidad, y
precipitarse en el mundo polar de las formas materiales.
Éste es el relato de la caída del hombre. El hombre, en su «caída»,
se precipita de la unidad a la polaridad. Los mitos de todos los pueblos y
todas las épocas conocen este tema central de la condición humana y lo
presentan en imágenes similares. El pecado del ser humano consiste en su
separación de la unidad. En la lengua griega se aprecia con exactitud el
verdadero significado de la palabra pecado: Hamartama quiere decir «el
pecado» y el verbo hamartanein significa «fallar punto», «errar
el tiro», «faltar». Pecado es, pues, en este caso, la incapacidad de
acertar en el punto, y éste es precisamente el símbolo de la unidad, que para
el ser humano resulta a un tiempo inalcanzable
32
e inconcebible, ya que el punto no tiene lugar ni dimensión. Una conciencia
polar no puede dar con el punto, la unidad, y esto es el fallo, el pecado. Ser
pecador es sinónimo de ser polar . Ello hace más comprensible el concepto
cristiano de la herencia del Pecado Original.
El ser humano se encuentra con una conciencia polar, es pecador. No tiene
una causa. Esta polaridad obliga al ser humano a caminar entre elementos
opuestos, hasta que lo integra y asume todo, para volver a ser «perfecto
como perfecto es el Padre que está en los cielos». El camino a través de la
polaridad, no obstante, siempre acarrea la culpabilidad. El Pecado Original
indica con especial claridad que el pecado nada tiene que ver con el
comportamiento concreto del ser humano. Esto es muy importante ya que, en el
transcurso de los siglos, la Iglesia ha deformado el concepto del pecado e
inculcado en el ser humano la idea de que pecar es obrar el mal y que obrando
el bien se evita el pecado. Pero el pecado no es un polo de la polaridad sino la
polaridad en sí. Por lo tanto, el pecado no es evitable: todo acto humano es
pecaminoso.
Este mensaje lo encontramos claro y sin falsear en la tragedia griega, cuyo
tema central es que el ser humano constantemente debe optar entre dos
posibilidades, sí, pero, decida lo que decida, siempre falla. Esta aberración
teológica del pecado fue fatídica para la Historia del cristianismo. El
constante afán de los fieles de no pecar y de huir del mal condujo a la
represión de algunos sectores, calificados de malos y, por consiguiente, a la
creación de una «sombra» muy fuerte.
Esta sombra hizo del cristianismo una de las religiones más intolerantes,
con Inquisición, caza de brujas y genocidio. El polo que no es asumido siempre
acaba por manifestarse, y suele pillar desprevenidas a las almas nobles.
La polarización del «Bien» y del «Mal» como opuestos condujo
también a la contraposición, atípica en otras religiones, de Dios y el diablo
como representantes del Bien y del Mal. Al hacer al diablo adversario de Dios,
insensiblemente, se hizo entrar a Dios en la polaridad, con lo que Dios pierde
su fuerza salvadora. Dios es la Unidad que reúne en sí todas las polaridades
sin distinción —naturalmente, también el «Bien» y el «Mal»—
mientras que el diablo, por el contrario, es la polaridad, el señor de la
división o, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo». Por
consiguiente, siempre se ha representado al diablo, en su calidad de auténtico
señor de la polaridad, con símbolos de la división o de la dualidad: «cuernos,
pezuñas, tridentes, pentagramas (con dos puntas hacia arriba), etc.». Esta
terminología indica que el mundo polarizado es diabólico, o sea, pecador. No
existe posibilidad de cambiarlo. Por ello, todos los guías espirituales
exhortan a abandonar el mundo polar.
Aquí vemos la gran diferencia que existe entre religión y labor social. La
verdadera religión nunca ha emprendido la tentativa de convertir este mundo en
un paraíso, sino que enseña la forma de salir del mundo para entrar en la
unidad. La verdadera filosofía sabe que en un mundo de polaridades no se puede
asumir un único polo. En este mundo, hay que pagar cada alegría con el
sufrimiento. Por ejemplo, en este sentido, la ciencia es «diabólica», ya que
33
aboga por la expansión de la polaridad y alimenta la pluralidad. Toda
aplicación del potencial humano a un fin funcional tiene siempre algo de
diabólico, ya que conduce energía a la polaridad e impide la unidad. Éste es el
sentido de la tentación de Jesús en el desierto: porque, en realidad, el
demonio sólo insta a Jesús a aplicar sus posibilidades a la realización de unas
modificaciones inofensivas y hasta útiles.
Por supuesto, cuando nosotros calificamos algo de «diabólico» no
pretendemos condenarlo sino tratar de acostumbrar al lector a asociar conceptos
como pecado, culpa y diablo a la polaridad. Porque así puede calificarse todo
lo que a ellos se refiere. Haga lo que haga el ser humano, fallará, es decir,
pecará. Es importante que el ser humano aprenda a vivir con su culpa, de lo
contrario, se engaña a sí mismo. La redención de los pecados es el anhelo de
unidad, pero anhelar la unidad es imposible para el que reniega de la mitad de
la realidad. Esto es lo que hace tan difícil el camino de la salvación: el
tener que pasar por la culpa.
En los Evangelios se pone de relieve una y otra vez este viejo error: los
fariseos representan la opinión de la Iglesia de que el ser humano puede salvar
su alma observando los preceptos y evitando el mal. Jesús los desmiente con las
palabras: «El que de vosotros se halle limpio de pecado que tire la primera
piedra.» En el Sermón de la Montaña hace hincapié en la ley mosaica, que
había sido deformada por la transmisión oral, señalando que el pensamiento
tiene la misma importancia que el acto externo. No hay que perder de vista que,
con esta puntualización contenida en el Sermón de la Montaña, los Mandamientos
no se hicieron más severos sino que se disipó la ilusión de que pudiera
evitarse el pecado viviendo en la polaridad. Pero la doctrina ya había
resultado tan desagradable dos mil años antes que se trató de hacer caso omiso
de ella. La verdad es amarga, venga de donde venga. Destruye todas las
ilusiones con las que nuestro yo trata una y otra vez de salvarse. La verdad es
dura y cortante y se presta mal a los ensueños sentimentales y al engaño moral
de uno mismo.
En el Sandokai, uno de los textos básicos del Zen, se lee:
Luz y oscuridad
están frente a frente.
Pero la una
depende de la otra como el paso de la pierna izquierda depende del paso de la
derecha.
En el «Verdadero libro de las fuentes originales» podemos leer la
siguiente «Prevención contra las buenas obras». Yang Dshu dice: «El
que hace el bien no lo hace por la gloria, pero la gloria es su consecuencia.
La gloria no tiene nada que ver con la ganancia, pero reporta ganancia. La
ganancia no tiene nada que ver con la lucha, pero la lucha va con ella. Por lo
tanto, el justo se guarda de hacer el bien.»
Sabemos qué gran reto supone cuestionar el principio, considerado ortodoxo,
de hacer el bien y evitar el mal. También sabemos que este tema
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forzosamente suscita temor, un temor que el individuo conjura aferrándose
convulsivamente a las normas que han regido hasta ahora. A pesar de todo, hay
que atreverse a detenerse en el tema y examinarlo desde todos los ángulos.
No es nuestro propósito hacer derivar nuestras tesis de tal o cual
religión, pero la mala interpretación del pecado que hemos expuesto más arriba
ha determinado el arraigo en la cultura cristiana de una escala de valores que
nos condiciona más de lo que queremos reconocer. Otras religiones no han tenido
ni tienen forzosamente las mismas dificultades con este problema. En la
trilogía de las divinidades hindúes Brahma–Vishnú–Shiva, corresponde a
Shiva el papel de destructor, por lo que representa la fuerza antagónica de
Brahma, el constructor. Esta representación hace más difícil al individuo el
reconocimiento de la necesaria alternancia de las fuerzas. De Buda se cuenta
que cuando un joven acudió a él con la súplica de que lo aceptara como
discípulo, Buda le preguntó: «¿Has robado alguna vez?» El joven le
respondió: «Nunca.» Buda dijo entonces: «Pues ve a robar y cuando
hayas aprendido, vuelve.»
El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin duda más importante
texto del budismo Zen, dice así: «Si queda en nosotros la más mínima idea de
la verdad y el error, nuestro espíritu sucumbirá en la confusión.» La duda
que divide las polaridades en elementos opuestos es el mal, pero es necesario
pasar por ella para llegar a la convicción. Para ejercitar nuestro discernimiento,
necesitamos siempre dos polos pero no debemos quedarnos atascados en su
antagonismo, sino utilizar su tensión como impulso y energía en nuestra
búsqueda de la unidad. El ser humano es pecador, es culpable, pero precisamente
esta culpa lo distingue, ya que es prenda de su libertad.
Nos parece muy importante que el individuo aprenda a aceptar su culpa sin
dejarse abrumar por ella. La culpa del ser humano es de índole metafísica y no
se origina en sus actos: la necesidad de tener que decidirse y actuar es la
manifestación física de su culpa. La aceptación de la culpa libera del temor a
la culpabilidad. El miedo es encogimiento y represión, actitud que impide la
necesaria apertura y expansión. Se puede escapar del pecado esforzándose por
hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el repudio del polo
opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas obras sólo conduce
a la falta de sinceridad.
Para alcanzar la unidad hay que hacer algo más que huir y cerrar los ojos.
Este objetivo nos exige que, cada vez más conscientemente, veamos la polaridad
en todo, y sin miedo, que reconozcamos la conflictividad del Ser, para poder
unificar los opuestos que hay en nosotros. No se nos manda evitar sino redimir
asumiendo. Para ello es necesario cuestionar una y otra vez la rigidez de
nuestros sistemas de valoración, reconociendo que, a fin de cuentas, el secreto
del mal reside en que en realidad no existe. Hemos dicho que, por encima de
toda polaridad, está la Unidad que llamamos «Dios» o «la luz».
En un principio la luz era la Unidad universal. Aparte de la luz no había
nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no aparece sino con el
paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el de hacer reconocible
la
35
luz. Por consiguiente, las tinieblas son producto artificial de la
polaridad, para hacer visible la luz en el plano de la conciencia polar. Es
decir, la oscuridad sirve a la luz, es su soporte, es lo que lleva la luz, y no
otra cosa significa el nombre Lucifer. Si desaparece la polaridad, desaparece
también la oscuridad, ya que no posee existencia propia. La luz existe; la
oscuridad, no. Por consiguiente, las tantas veces citada lucha entre las
fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas no es tal lucha, ya que el
resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad nada puede contra la luz.
La luz, por el contrario, inmediatamente convierte la oscuridad en luz— por lo
cual la oscuridad tiene que rehuir la luz para que no se descubra su
inexistencia.
Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo físico porque «así
abajo como arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación llena de luz y
que en el exterior de la habitación reina la oscuridad. Por más que se abran
puertas y ventanas para que entre la oscuridad, ésta no oscurecerá la
habitación sino que la luz de la habitación la convertirá en luz. Si abrimos
las puertas y ventanas, también esta vez la luz transmutará la oscuridad e
inundará la habitación.
El mal es un producto artificial de nuestra conciencia polar, al igual que
el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del bien, es el seno
materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el pecado, porque el mundo de la
dualidad no tiene finalidad y, por lo tanto, no posee existencia propia. Nos
lleva a la desesperación, la cual, a su vez, conduce al arrepentimiento y a la
conclusión de que el ser humano sólo puede hallar su salvación en la unidad. La
misma ley rige para nuestra conciencia. Llamamos conciencia a todas las
propiedades y facetas de los que de una persona tiene conocimiento, es decir,
que puede ver. La sombra es la zona que no está iluminada por la luz del
conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es decir, desconocida. Sin
embargo, los aspectos oscuros sólo parecen malos y amenazadores mientras están
en la oscuridad. La simple contemplación del contenido de la sombra lleva luz a
las tinieblas y basta para darnos a conocer lo desconocido.
La contemplación es la fórmula mágica para adquirir conocimiento de uno
mismo. La contemplación transforma la calidad de lo contemplado, ya que hace la
luz, es decir, conocimiento, en la oscuridad. Los seres humanos siempre están
deseando cambiar las cosas y, por ello, les resulta difícil comprender que lo
único que se pide al hombre es ejercitar la facultad de contemplación. El
supremo objetivo del ser humano —podemos llamarlo sabiduría o iluminación—
consiste en contemplarlo todo y reconocer que bien está como está. Ello
presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras el individuo se
sienta molesto por algo, mientras considere, que algo necesita ser cambiado, no
habrá alcanzado el conocimiento de sí mismo.
Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los hechos de este mundo sin
que nuestro ego nos sugiera de inmediato un sentimiento de aprobación o
repulsa, tenemos que aprender a contemplar, con el espíritu sereno, los
múltiples juegos de Maya. Por ello, en el texto Zen que hemos citado se dice
que toda noción acerca del bien y el mal puede traer la confusión a nuestro
36
espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y preferencias.
Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos
siendo pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro deseo
de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano sigue, pues,
engañado por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no se da cuenta
de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.
Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a nosotros mismos en todo
y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto intermedio entre los polos y
desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la única actitud que permite
contemplar los fenómenos sin valorarlos, sin un Sí o un No apasionados, sin
identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con la actitud que
comúnmente se llama indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés.
A ella se refiere Jesús al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en el
conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a ese mundo
total que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa de penalidades,
puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia, recorriendo sin temor
conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad, a fin de dominarla.
Porque sabe que, más tarde o más temprano, tendrá que aunar los opuestos que su
yo ha creado. No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe
que siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en ellas.
Los opuestos no se unifican por sí solos; para poder dominarlos, tenemos
que asumirlos activamente. Una vez nos hayamos impuesto de ambos polos,
podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí empezar la labor de
unificación de los opuestos. El renunciamiento al mundo y el ascetismo son las
reacciones menos adecuadas para alcanzar este objetivo. Al contrario, se
necesita valor para afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de la
vida. En esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente», porque sólo
la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en todos nuestros
actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa menos qué hace la
persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo»
contempla siempre qué hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación
por la pregunta de «cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente?
¿Está involucrado su ego? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas
a estas preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.
Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al ser humano al
objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta, porque
«también el diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones externos están
justificados hasta que el ser humano despierta al conocimiento y puede asumir
su responsabilidad. La prohibición de jugar con cerillas está justificada
respecto a los niños y resulta superflua cuando los niños crecen. Cuando el ser
humano encuentra su propia ley en sí mismo ésta lo desvincula de todas las
demás. La ley más íntima de cada individuo es la obligación de encontrar y
realizar su verdadero centro, es decir, unificarse con todo lo que es.
37
El instrumento de unificación de opuestos se llama amor. El principio del
amor es abrirse y recibir algo que hasta entonces estaba fuera. El amor busca
la unidad: el amor quiere unir, no separar. El amor es la clave de la
unificación de los opuestos, porque el amor convierte el Tú y el Yo en Tú. El
amor es una afirmación sin limitaciones ni condiciones. El amor quiere ser uno
con todo el universo: mientras no hayamos conseguido esto, no habremos
realizado el amor. Si el amor selecciona no es verdadero amor, porque el amor
no separa y la selección separa. El amor no conoce los celos, porque el amor no
quiere poseer sino inundar.
El símbolo de este amor que todo lo abarca es el amor con el que Dios ama a
los hombres. Aquí no encaja la idea de que Dios reparte su amor
proporcionalmente. Y, menos aún, los celos porque Dios quiera a otros. Dios —
la Unidad— no hace distinciones entre bueno y malo, y por eso es el amor. El
Sol envía su calor a todos los humanos y no reparte sus rayos según
merecimientos. Únicamente el ser humano se siente impulsado a lanzar piedras:
que no le sorprenda, por lo menos, que siempre se apedree a sí mismo. El amor
no tiene fronteras, el amor no conoce obstáculo, el amor transforma. Amad el
mal, y será redimido.
38
V. EL SER HUMANO ES UN ENFERMO
Un ermitaño estaba sentado en su cueva, meditando, cuando
un ratón se le acercó y se puso a roerle la sandalia. El ermitaño abrió los
ojos, irritado.
—¿Por qué me molestas en mi meditación?
—Tengo hambre —dijo el ratón.
—Vete de aquí, necio —dijo
el ermitaño—. Estoy buscando la unidad con
Dios, ¿cómo te atreves a molestar?
—¿Cómo quieres
encontrar la unidad con Dios si ni conmigo puedes
sentirte unido?
Todas las consideraciones hechas hasta aquí tienen por objeto inducirnos a
reconocer que el ser humano es un enfermo, no se pone enfermo. Ésta es la gran
diferencia existente entre nuestro concepto de la enfermedad y el que tiene la
medicina. La medicina ve en la enfermedad una molesta perturbación del «estado
normal de salud» y, por lo tanto, trata no sólo de subsanarla lo antes posible
sino, ante todo, de impedir la enfermedad y, finalmente, desterrarla. Nosotros
deseamos indicar que la enfermedad es algo más que un defecto funcional de la
Naturaleza. Es parte de un sistema de regulación muy amplio que está al
servicio de la evolución. No se debe liberar al ser humano de la enfermedad, ya
que la salud la necesita como contrapartida o polo opuesto.
La enfermedad es la señal de que el ser humano tiene pecado, culpa o
defecto; la enfermedad es la réplica del pecado original, a escala
microcósmica. Estas definiciones no tienen absolutamente nada que ver con una
idea de castigo sino que sólo pretenden indicar que el ser humano, al
participar de la polaridad, participa también de la culpa, la enfermedad y la
muerte. En el momento en que la persona reconoce estos hechos básicos, dejan de
tener connotaciones negativas. Sólo el no querer asumirlos, emitir juicios de
valor y luchar contra ellos les dan rango de terribles enemigos.
El ser humano es un enfermo porque le falta la unidad. Las personas
totalmente sanas, sin ningún defecto, sólo están en los libros de anatomía. En
la vida normal, semejante ejemplar es desconocido. Puede haber personas que
durante décadas no desarrollen síntomas evidentes o graves: ello no obstante,
también están enfermas y morirán. La enfermedad es un estado de imperfección,
de achaque, de vulnerabilidad, de mortalidad. Si bien se mira, es asombroso
observar la serie de dolencias que tienen los «sanos». Brautigam, en su Lehrbuch
für psychosomatische Medizin (Tratado de medicina psicosomática) cuenta,
con motivo de «entrevistas mantenidas con obreros y empleados de una fábrica
que no estaban enfermos» que, «en un examen detenido, mostraron afecciones
físicas y psíquicas casi en la misma proporción que los internos de un
hospital». En el mismo libro, Brautigam incluye la siguiente tabla
estadística correspondiente a una investigación realizada por E. Winter (1959):
39
% de afecciones de 200 empleados sanos entrevistados
Trastornos 43,5 generales % Dolor de estómago 37,5
Estados ansiedad Faringitis frecuentes Mareos, vértigo
Insomnio Diarrea Estreñimiento Sofocos
Pericarditis, taquicardia Dolor de cabeza
Eccema Dispepsia Reumatismo
% de 26,5 % 22,0 % 17,5 % 17,5 % 15,0 % 14,5 % 14,0 % 13,0 % 13,0 % 9,5%
5,5% 5,5%
Edgar Heim, en su libro Krankheit als Krise un Chance dice: «Un
adulto, en veinticinco años de vida, padece por término medio una enfermedad
muy grave, veinte graves y unas doscientas menos graves.»
Deberíamos desterrar la ilusión de que es posible evitar o eliminar del
mundo la enfermedad. El ser humano es una criatura conflictiva y, por lo tanto,
enferma. La Naturaleza cuida de que, en el curso de su vida, el ser humano se
adentre más y más en el estado de la enfermedad al que la muerte pone broche
final. El objetivo de la parte física es el destino mineral. La Naturaleza, de
forma soberana, cuida de que, con cada paso que da en su vida, el ser humano se
acerque a este objetivo. La enfermedad y la muerte destruyen las múltiples
ilusiones de grandeza del ser humano y corrigen cada una de sus aberraciones.
El ser humano vive desde su ego y el ego siempre ansía poder. Cada «Yo
quiero» es expresión de este afán de poder. El Yo se hincha más y más y,
con disfraces nuevos y cada vez más exquisitos, sabe obligar al ser humano a
servirle. El Yo vive de la disociación y, por lo tanto, tiene miedo de la
entrega,
40

del amor y de la unión. El Yo elige y realiza un polo y expulsa la sombra
que con esta elección se forma hacia el Exterior, hacia el Tú, hacia el
entorno. La enfermedad compensa todos estos prejuicios por el procedimiento de
empujar al ser humano, en la misma medida en que él se desplaza del centro
hacia un lado, hacia el lado contrario, por medio de los síntomas. La
enfermedad contrarresta cada paso que el ser humano da desde el ego, con un
paso hacia la humillación y la indefensión. Por lo tanto, cada facultad y cada
habilidad del ser humano le hace proporcionalmente vulnerable a la enfermedad.
Toda tentativa de hacer vida sana fomenta la enfermedad. Sabemos que estas
ideas no encajan en nuestra época. Al fin y al cabo, la medicina no hace más
que ampliar sus medidas preventivas; por otra parte, asistimos a un auge de la
«vida sana y natural». Ello, como reacción a la inconsciencia con que se
manejan los venenos, está justificado sin duda y es muy encomiable, pero, por
lo que se refiere al tema «enfermedad», es tan inoperante como las
medidas adoptadas con el mismo fin por la medicina académica. En ambos casos,
se parte del supuesto de que la enfermedad es evitable y de que el ser humano
es intrínsecamente sano y puede ser protegido de la enfermedad por determinados
métodos. Es comprensible que se preste más oído a los mensajes de esperanza que
a nuestra decepcionante aseveración: el ser humano está enfermo.
La enfermedad está ligada a la salud como la muerte a la vida. Estas frases
son desagradables, pero tienen la virtud de que cualquier observador imparcial
puede comprobar por sí mismo su validez. No es nuestro propósito desarrollar
nuevas tesis doctrinarias sino ayudar a quienes están dispuestos a agudizar su
mirada y completar su horizonte habitual situándose en una perspectiva
insólita. La destrucción de ilusiones nunca es fácil ni agradable, pero siempre
proporciona nuevos espacios en los que moverse con libertad.
La vida es el camino de los desengaños: al ser humano se le van quitando
una a una todas las ilusiones hasta que es capaz de soportar la verdad. Así, el
que aprende a ver en la enfermedad, la decadencia física y la muerte los
inevitables y verdaderos acompañantes de su existencia, descubrirá muy pronto
que este reconocimiento no le conduce a la desesperanza sino que le proporciona
a unos amigos sabios y serviciales que constantemente le ayudarán a encontrar
el camino de la verdadera salud. Porque, desgraciadamente, entre los seres
humanos rara vez hallamos amigos tan leales que constantemente descubran los
engaños del ego y nos hagan volver la mirada hacia nuestra sombra. Si un amigo
se permite tanta franqueza, enseguida lo catalogamos de «enemigo». Lo mismo ocurre
con la enfermedad. Es demasiado sincera como para hacerse simpática.
Nuestra vanidad nos hace tan ciegos y vulnerables como aquel rey cuyos
nuevos ropajes estaban tejidos con sus propias ilusiones. Pero nuestros
síntomas son insobornables y nos imponen la sinceridad. Con su existencia nos
indican qué es lo que todavía nos falta en realidad, qué es lo que no
permitimos que se realice, lo que se encuentra en la sombra y está deseando
aflorar, y nos hacen ver cuándo hemos sido parciales. Los síntomas, con su
41
insistencia o su reaparición, nos indican que no hemos resuelto el problema
con tanta rapidez y eficacia como nos gusta creer. La enfermedad siempre ataca
al ser humano por su parte más vulnerable, especialmente cuando él cree tener
el poder de cambiar el curso del mundo. Basta un dolor de muelas, una ciática,
una gripe o una diarrea para convertir a un arrogante vencedor en un infeliz
gusano. Esto es precisamente lo que nos hace tan odiosa la enfermedad.
Por ello, todo el mundo está dispuesto a realizar los mayores esfuerzos
para desterrar la enfermedad. Nuestro ego nos susurra al oído que esto es una
pequeñez y nos hace cerrar los ojos a la realidad de que, con cada triunfo que
conseguimos, más nos sumimos en el estado de enfermedad. Ya hemos dicho que ni
la medicina preventiva ni la «vida sana» tienen posibilidades de éxito como
métodos para prevenir la enfermedad. El viejo refrán que dice en alemán Vorbeugen
ist besser als heilen (el equivalente a «Vale más prevenir que curar»)
puede interpretarse como una fórmula de éxito si se entiende literalmente, ya
que vor-beugen significa doblegarse voluntariamente, antes de que la
enfermedad te obligue. La enfermedad hace curable al ser humano. La enfermedad
es el punto de inflexión en el que lo incompleto puede completarse. Para que
esto pueda hacerse, el ser humano tiene que abandonar la lucha y aprender a oír
y ver lo que la enfermedad viene a decirle. El paciente tiene que auscultarse a
sí mismo y establecer comunicación con sus síntomas, si quiere enterarse de su
mensaje. Tiene que estar dispuesto a cuestionarse rigurosamente sus propias
opiniones y fantasías sobre sí mismo y asumir conscientemente lo que el síntoma
trata de comunicarle por medio del cuerpo. Es decir, tiene que conseguir hacer
superfluo el síntoma reconociendo qué es lo que le falta. La curación siempre
está asociada a una ampliación del conocimiento y una maduración. Si el síntoma
se produjo porque una parte de la sombra se proyectó en el cuerpo y se
manifestó en él, la curación se conseguirá invirtiendo el proceso y asumiendo
conscientemente el principio del síntoma, con lo cual se le redime de su
existencia material.
42
VI. LA BÚSQUEDA DE LAS CAUSAS
Nuestras inclinaciones tienen una asombrosa habilidad
para disfrazarse de ideología.
HERMANN HESSE
Quizá muchos se sientan perplejos ante nuestras consideraciones, ya que
nuestras opiniones parecen difíciles de conciliar con los dictámenes
científicos acerca de las causas de los más diversos síntomas. Desde luego, en
la mayoría de casos, se atribuye total o parcialmente a determinados cuadros
clínicos una causa derivada de un proceso psíquico. Pero, ¿y el resto de
enfermedades cuyas causas físicas han sido inequívocamente demostradas?
Aquí nos tropezamos con un problema fundamental, ocasionado por nuestros
hábitos de pensamiento. Para el ser humano se ha convertido en algo
completamente natural interpretar de forma causal todos los procesos
perceptibles y construir largas cadenas causales en las que causa y efecto
tienen una inequívoca relación. Por ejemplo, usted puede leer estas líneas
porque yo las escribí y porque el editor publicó el libro y porque el librero
lo vendió, etcétera. El concepto filosófico causal parece tan diáfano y
concluyente que la mayoría de las personas lo consideran requisito
indispensable del entendimiento humano. Y por todas partes se buscan las más
diversas causas para las más diversas manifestaciones, esperando conseguir no
sólo más claridad sobre las interrelaciones sino también la posibilidad de
modificar el proceso causal. ¿Cuál es la causa de la subida de precios, del
paro, de la delincuencia juvenil? ¿Qué causa tiene un terremoto o una
enfermedad determinada? Preguntas y más preguntas, con la pretensión de
averiguar la verdadera causa.
Ahora bien, la causalidad no es ni mucho menos tan clara y concluyente como
parece a simple vista. Incluso puede decirse (y quienes esto afirman son cada
vez más numerosos) que el afán del ser humano por explicar el mundo por la
causalidad ha provocado mucha confusión y controversia en la Historia del
pensamiento humano y acarreado consecuencias que hasta hoy no han empezado a
apreciarse. Desde Aristóteles, el concepto de la causa se ha dividido en cuatro
categorías.
Así, distinguimos entre la causa efficiens o causa del impulso; la causa
materialis, es decir, la que reside en la materia; la causa formalis, la de la
forma y, por último, la causa finalis, la causa de la finalidad, la que se
deriva de la fijación del objetivo.
Las cuatro categorías pueden ilustrarse fácilmente con el clásico ejemplo
de la construcción de una casa. Para construir una casa se necesita, ante todo,
el propósito (causa finalis), luego el impulso o la energía que se traduce, por
ejemplo, en la inversión y la mano de obra (causa efficiens), también se necesitan
planos (causa formalis) y, finalmente, material como cemento, vigas, madera,
etc. (causa materialis). Si falta una de estas cuatro causas, difícilmente
podrá realizarse la casa.
43
Sin embargo, la necesidad de hallar una causa auténtica, primigenia, lleva
una y otra vez a reducir el concepto de los cuatro elementos. Se han formado
dos tendencias con conceptos contrapuestos. Unos verían en la causa finalis la
causa propiamente dicha de todas las causas. En nuestro ejemplo, el propósito
de construir una casa sería premisa primordial de todas las otras causas. En
otras palabras: el propósito u objetivo representa siempre la causa de todos
los acontecimientos. Así la causa de que yo esté escribiendo estas líneas es mi
propósito de publicar un libro.
Este concepto de la causa final fue la base de las ciencias filosóficas, de
las que las ciencias naturales se han mantenido rigurosamente apartadas, en
virtud del modelo causal energético (causa efficiens) adoptado por éstas.
Para la observación y descripción de las leyes naturales, resultaba
excesivamente hipotética la supeditación a un propósito o finalidad. Aquí lo
procedente era regirse por una fuerza o impulso. Y las ciencias naturales se
adscribieron a una ley causal gobernada por un impulso energético.
Estos dos conceptos diferentes de la causalidad han separado hasta hoy las
ciencias filosóficas de las ciencias naturales y hacen la mutua comprensión
difícil y hasta imposible. El pensamiento causal de las ciencias naturales
busca la causa en el pasado, mientras que el modelo de la finalidad la sitúa en
el futuro. Así planteada, esta última afirmación puede resultar desconcertante.
Porque, ¿cómo es posible que la causa se sitúe en el tiempo después del efecto?
Por otro lado, en la vida diaria es corriente formular esta relación: «Me
marcho ahora porque mi tren sale dentro de una hora» o «He comprado un
regalo porque la próxima semana es su cumpleaños». En todos estos casos un
suceso del futuro tiene proyección retroactiva.
Observando los hechos cotidianos, comprobamos que unos se prestan más a una
causalidad energética del pasado y otros, a una causalidad final del futuro.
Así decimos: «Hoy hago la compra porque mañana es domingo.» Y: «El
florero se ha caído porque le he dado un golpe.» Pero también es posible
una visión ambivalente: por ejemplo, se puede ver la causa de la rotura de
vajilla producida durante una bronca matrimonial tanto en la circunstancia de
haberla arrojado al suelo como en el deseo de descalabrar al cónyuge. Todos
estos ejemplos indican que uno y otro concepto contemplan un plano diferente y
que ambos tienen su justificación. La variante energética permite establecer
una relación de efecto mecánico, por lo que se refiere siempre al plano
material, mientras que la causalidad final maneja motivaciones o propósitos que
no pueden asociarse a la materia sino sólo a la mente. Por lo tanto, el
conflicto presentado es una formación especial de las siguientes polaridades:
causa efficiens – pasado – materia – cuerpo –
causa finalis futuro espíritu mente
Aquí conviene aplicar lo dicho sobre la polaridad. Entonces podremos
prescindir de la elección al comprender que ambas posibilidades no se
44
excluyen sino que se complementan. (Es asombroso comprobar lo poco que ha
aprendido el ser humano del descubrimiento de que la estructura de la luz se
compone tanto de partículas como de ondas [!]). También aquí todo está en
función de la óptica que se adopte y no es cuestión de error o de acierto.
Cuando de una máquina expendedora de cigarrillos sale un paquete de cigarrillos
la causa puede verse en la moneda que se ha echado en la máquina o en el
propósito de fumar. (Esto no es un simple juego de palabras, pues si no
existiera el deseo ni el propósito de fumar, no habría máquinas expendedoras de
cigarrillos.)
Ambos puntos de vista son legítimos y no se excluyen mutuamente. Un solo
punto de vista siempre será incompleto, pues las causas materiales y
energéticas por sí mismas no producen una máquina expendedora de cigarrillos
mientras no exista la intención. Ni la invención ni la finalidad bastan tampoco
por sí mismas para producir una cosa. También aquí un polo depende de su
contrario.
Lo que hablando de máquinas de venta automática de cigarrillos puede
parecer trivial es, en el estudio de la evolución humana, un tema de debate que
llena ya bibliotecas enteras. ¿Se agota la causa de la existencia humana en la
cadena causal material del pasado y, por lo tanto, es nuestra existencia el
efecto fortuito de los saltos de la evolución y procesos selectivos desde el
átomo de oxígeno hasta el cerebro humano? ¿O acaso esta mitad de la causalidad
precisa también de la intencionalidad que opera desde el futuro y que, por
consiguiente, hace discurrir la evolución hacia un objetivo predeterminado?
Para los científicos este segundo supuesto es «excesivo, demasiado
hipotético»; para los filósofos el primero es «insuficiente y muy pobre».
Desde luego, cuando observamos procesos y «evoluciones» más pequeños y,
por lo tanto, más asequibles a la mente, siempre encontramos ambas tendencias
causales. La tecnología por sí sola no produce aeropuertos mientras la mente no
concibe la idea del vuelo. La evolución tampoco es resultado de decisiones y
evoluciones caprichosas sino ejecución material y biológica de un esquema
eterno. Los procesos materiales deben empujar por un lado y la figura final
atraer desde el otro lado, para que en el centro pueda producirse una
manifestación.
Con esto llegamos al siguiente problema de este tema. La causalidad
requiere como condición previa una linealidad en la que pueda marcarse un antes
o un después con respecto al efecto. La linealidad, a su vez, requiere del
tiempo y esto precisamente no existe en la realidad. Recordemos que el tiempo
surge en nuestra conciencia por efecto de la polaridad que nos obliga a dividir
en correlación consecutiva la simultaneidad de la unidad. El tiempo es un
fenómeno de nuestra conciencia que nosotros proyectamos al exterior. Luego
creemos que el tiempo puede existir con independencia de nosotros. A ello se
añade que nosotros imaginamos el discurrir del tiempo siempre lineal y en un
solo sentido. Creemos que el tiempo corre del pasado al futuro y pasamos por
45
alto que en el punto que llamamos presente se encuentran tanto el pasado
como el futuro.
Esta cuestión que en un principio es difícil de imaginar puede resultar más
comprensible con la siguiente analogía. Nosotros nos imaginamos el curso del
tiempo como una recta que por un lado discurre en dirección al pasado y cuyo
otro extremo se llama futuro.
Presente


Pasado
Futuro
46
Ahora bien, por la geometría sabemos que en realidad no hay líneas
paralelas, que, por la curvatura esférica del espacio, toda línea recta, si la
prolongamos hasta el infinito, acabará por cerrarse en un círculo (Geometría de
Riemann). Por lo tanto, en realidad, cada línea recta es un arco de una
circunferencia. Si trasladamos esta teoría al eje del tiempo trazado arriba
veremos que ambos extremos de la línea, pasado y futuro, se encuentran al
cerrarse el círculo.
Es decir: siempre vivimos hacia nuestro pasado o también, nuestro pasado
fue determinado por nuestro futuro. Si aplicamos a este modelo nuestra idea de
la causalidad, el problema que discutíamos al principio se resuelve en el acto:
la causalidad fluye también en ambos sentidos, hacia cada punto, lo mismo que
el tiempo. Estos planteamientos pueden parecer insólitos, aunque en realidad
son análogos al consabido ejemplo de que, en un vuelo alrededor del mundo,
volvemos a nuestro punto de partida a fuerza de alejarnos de él.
En los años veinte de este siglo XX; el esoterista ruso P. D. Ouspenski
aludía ya a esta cuestión del tiempo en su descripción de la carta 14 del Tarot
(la Templanza), hecha en clave de revelación, con estas palabras: «El nombre
del ángel es el Tiempo, dijo la voz. En la frente tiene el círculo, signo de la
eternidad y de la vida. En las manos del ángel hay dos jarras, una de oro y la
otra de plata. Una jarra es el pasado, la otra, el futuro. El arco iris que va
de la una a la otra es el presente. Como puedes ver, discurre en ambos
sentidos. Es el tiempo en su aspecto incomprensible para el hombre. Los hombres
piensan que todo fluye constantemente en una dirección. No ven cómo todo se une
eternamente, lo que viene del pasado y lo que viene del futuro, ni que el
tiempo es una diversidad de círculos que giran en distintos sentidos. Comprende
este secreto y aprende a distinguir las corrientes contrapuestas en el río del
arco iris del presente.» (Ouspenski: «Nuevo modelo del Universo»)
También Hermann Hesse se ocupa reiteradamente del tema del tiempo en sus
obras. Y hace decir a Klein en trance de muerte: «Qué dicha que también
ahora haya tenido la inspiración de que el tiempo no existe. Sólo el tiempo
separa al hombre de todo lo que anhela» En su obra Siddharta, Hesse trata
en muchos pasajes el tema de la no existencia del tiempo. «Una vez le
preguntó: "¿No te ha revelado también el río el secreto de que el tiempo
no existe?" Una sonrisa iluminó la cara de Casudeva: "Sí, Siddharta
—dijo—. Lo que tú quieres decir es que el río es el mismo en todas partes: en
las fuentes y en la desembocadura, en la cascada, en el vado, en los rápidos,
en el mar, en las montañas, en todas partes igual. Y que para él sólo hay
presente, ni la sombra "pasado", ni la sombra "futuro".»
«Eso es», dijo Siddharta. Y cuando lo descubrí contemplé mi vida y vi que
también era un río, y el Siddharta niño sólo estaba separado del Siddharta
hombre y del Siddharta anciano por sombras, no por cosas reales. Los anteriores
nacimientos de Siddharta tampoco eran pasado y su muerte y su regreso a Brahma
no eran futuro. Nada fue ni nada será, todo es, todo tiene ser y presente.»
Cuando nosotros llegamos a comprender que ni el tiempo ni la linealidad
existen fuera de nuestra mente, el esquema filosófico de la causalidad absoluta
47
queda un tanto quebrantado. Se observa que tampoco la causalidad es más que
una consideración subjetiva del ser humano o, como dijo David Hume, una «necesidad
del alma». Desde luego, no existe razón para no contemplar el mundo desde
una perspectiva causal, pero tampoco la hay para interpretar el mundo desde la
causalidad. En este caso, la pregunta indicada tampoco puede formularse en términos
de: ¿verdad o mentira?, sí no, a lo sumo, en cada caso: ¿apropiado o no
apropiado?
Desde este punto de vista se observa que la óptica causal es apropiada
muchas menos veces de las que rutinariamente se aplica. Allí donde tengamos que
habérnoslas con pequeños fragmentos del mundo, y siempre que los hechos no se
sustraigan a nuestra visión, nuestros conceptos de tiempo, linealidad y
causalidad nos bastan en la vida diaria. Ahora bien, si la dimensión es mayor o
el tema más exigente, la óptica causal nos conduce antes a conclusiones
disparatadas que al conocimiento. La causalidad precisa siempre de un punto
fijo para el planteamiento de la pregunta. En la imagen del mundo causal cada
manifestación tiene una causa, por lo cual no sólo es permitido sino, incluso,
necesario buscar la causa de cada causa. Este proceso conduce ciertamente a la
investigación de la causa de la causa, pero por desgracia no a un punto final.
La causa primitiva, origen de todas las causas, no puede ser hallada. O bien
uno deja de indagar en un momento dado o termina con una pregunta insoluble no
más sensata que la de «qué fue primero, el huevo o la gallina».
Con ello deseamos señalar que el concepto de la causalidad puede ser
viable, en el mejor de los casos, en la vida diaria como mecanismo auxiliar del
pensamiento, pero es insuficiente e inservible como instrumento para la
comprensión de cuestiones científicas, filosóficas y metafísicas. La creencia
de que existen relaciones operativas de causa y efecto es errónea, ya que se basa
en la suposición de la linealidad y del tiempo. Concedemos, sin embargo, que,
en tanto que óptica subjetiva (y, por consiguiente, imperfecta) del ser humano,
la causalidad es posible y que en la vida es legítimo aplicarla allí donde nos
parezca que puede servir de ayuda.
Pero en nuestra filosofía actual predomina la opinión de que la causalidad
es a sé existente e, incluso, demostrable experimentalmente, y contra este
error debemos rebelarnos. El ser humano no puede contemplar un tema más que
dentro del contexto de «siempre –cuando– entonces». Esta contemplación,
empero, no revela sino que se han manifestado dos fenómenos sincrónicos en el
tiempo y que entre ellos existe una correlación. Cuando estas observaciones son
interpretadas causalmente de modo inmediato, tal interpretación es expresión de
una determinada filosofía pero no tiene nada que ver con la observación
propiamente dicha. La obstinación en una interpretación causal ha limitado en
gran medida nuestra visión del mundo y nuestro entendimiento.
En la ciencia, la física cuántica cuestionó y superó la filosofía causal.
Werner Heisenberg dice que «en campos de espacio–tiempo muy pequeños, es decir,
en campos del orden de magnitud de las partículas elementales, el espacio y el
tiempo se diluyen en un modo peculiar de manera que en tiempos tan
48
pequeños ni los conceptos de antes y después pueden definirse felizmente,
en conjunto, en la estructura espacio–tiempo no puede modificarse nada, pero
habrá que contar con la posibilidad de que experimentos sobre los procesos en
campos de espacio–tiempo muy pequeños indiquen que, en apariencia, determinados
procesos discurren inversamente a como corresponde a su orden causal».
Heisenberg habla claro, pero con prudencia, pues como físico limita sus
manifestaciones a lo observable. Pero estas observaciones encajan perfectamente
en el concepto del mundo que los sabios han enseñado desde siempre. La
observación de las partículas elementales se produce en el linde de nuestro
mundo determinado por el tiempo y el espacio: nos encontramos, por así decirlo,
en la «cuna de la materia». Aquí se diluyen, como dice Heisenberg, tiempo y
espacio. El antes y el después, empero, se hacen tanto más claros cuanto más
penetramos en la estructura más tosca y grosera de la materia. Pero, si vamos
en la dirección opuesta, se pierde la clara diferenciación entre tiempo y
espacio, antes y después, hasta que esta separación acaba por desaparecer y
llegamos allí donde reinan la unidad y la indiferenciación. Aquí no hay ni
tiempo ni espacio, aquí reina un aquí y ahora eterno. Es el punto que todo lo
abarca y que, no obstante, se llama «nada». Tiempo y espacio son las dos
coordenadas que dividen el mundo de la polaridad, el mundo del engaño, Maja:
apreciar su no existencia es requisito para alcanzar la unidad.
En este mundo polarizado, la causalidad o sea una perspectiva de nuestro
conocimiento para interpretar procesos, es la forma de pensar del hemisferio
cerebral izquierdo. Ya hemos dicho que el concepto del mundo científico es el
concepto del hemisferio izquierdo: no es de extrañar que aquí se haga tanto
hincapié en la causalidad. El hemisferio derecho, sin embargo, prescinde de la
causalidad, ya que piensa analógicamente. En la analogía tenemos una óptica
opuesta a la causalidad que no es ni más cierta ni más falsa, ni mejor ni peor,
pero que sin embargo representa el necesario complemento de la unilateralidad
de la causalidad. Sólo las dos juntas —causalidad y analogía— pueden establecer
un sistema de coordenadas con el que podamos interpretar coherentemente nuestro
mundo polar.
Mientras la causalidad revela relaciones horizontales, la analogía persigue
los principios originales en sentido vertical, a través de todos los planos de
sus manifestaciones. La analogía no busca una relación de efecto sino que se
orienta a la búsqueda de la identidad del contenido de las distintas formas. Si
en la causalidad el tiempo se expresa por medio de un «antes» / «después»,
la analogía se nutre del sincronismo del «siempre–cuando–entonces». Mientras
que la causalidad conduce a acentuar la diferenciación, la analogía abarca la
diversidad para formar modelos unitarios.
La incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico la obliga a
volver a estudiar todas las leyes en cada uno de los planos. Y la ciencia
estudia, por ejemplo, la polaridad en la electricidad, en la investigación
atómica, en el estudio de los ácidos y los álcalis, en los hemisferios
cerebrales y en mil
49
campos más, cada vez desde el principio y con independencia de los otros
campos. La analogía desplaza el punto de vista noventa grados y pone las formas
más diversas en una relación analógica al descubrir en todas ellas el mismo
principio original. Y por ello, el polo positivo de la electricidad, el lóbulo
izquierdo del cerebro, los ácidos, el sol, el fuego, el Yang chino, etc.,
resultan tener algo en común a pesar de que entre ellos no se ha establecido
relación causal alguna. La afinidad analógica se deriva del principio original
común a todas las formas especificadas, que en nuestro ejemplo podríamos llamar
también el principio masculino o de la actividad.
Esta óptica divide el mundo en componentes arquetípicos y contempla los
diferentes modelos que pueden construirse a partir de los arquetipos. Estos
modelos pueden encontrarse analógicamente en todos los planos de los fenómenos
aparentes, así arriba como abajo. Este modo de observar se aprende lo mismo que
la observación causal. Revela una parte del mundo diferente y hace visible
relaciones y modelos que se sustraen a la visión causal. Por lo tanto, si las
ventajas de la causalidad se encuentran en el terreno de lo funcional, la
analogía sirve para la manifestación de las relaciones esenciales. El
hemisferio izquierdo, por medio de la causalidad, puede descomponer y analizar
muchas cosas, pero no puede concebir el mundo como un todo. El hemisferio
derecho, a su vez, debe renunciar a la facultad de administrar los procesos de
este mundo, pero, por otra parte, tiene la visión del conjunto, de la figura
total y, por lo tanto, la capacidad de captar el sentido. El sentido está fuera
del fin y de la lógica o, como dice Lao tsé:
El sentido que puede expresarse no es el sentido eterno.
El
nombre que puede nombrarse no es el nombre eterno.
"No ser" llamo yo al origen del cielo y la
tierra. "Ser" llamo yo a la madre del individuo.
Por ello, el camino
del No Ser
conduce a la visión del ser maravilloso,
el camino del Ser
a la visión de las limitaciones
espaciales.
Ambos son uno por su origen
y sólo diferentes por el nombre.
En su
unidad esto se llama el secreto.
El secreto más profundo del secreto
es la
puerta por la que salen todas las maravillas.
50
VII. EL MÉTODO DE LA INTERROGACIÓN PROFUNDA
La vida toda no es más que interrogaciones hechas de
forma que llevan en sí el germen de la respuesta, y respuestas cargadas de
interrogaciones. El que vea en ella algo más es un loco.
GUSTAV MEYRINCK, Golem
Antes de abordar la segunda parte de este libro, en la que tratamos de
descifrar el significado de los síntomas más frecuentes, deseamos decir algo
sobre el método de la interrogación profunda. No es nuestro propósito producir
un manual de consulta en el que uno pueda buscar su síntoma, para ver lo que
significa, para, a continuación, mover la cabeza en señal de asentimiento o de
negación. Quien utilizara el libro de este modo demostraría no haberlo
entendido. Nuestro objetivo es transmitir una determinada manera de ver y de
pensar que permita al lector ver la enfermedad propia y la de sus semejantes de
modo distinto a como la ha visto hasta ahora.
Para ello, antes hay que imponerse de determinadas condiciones y técnicas,
ya que la mayoría de las personas no han aprendido a manejar analogías y
símbolos. Se ha dado, pues, especial relieve a los ejemplos concretos de la
segunda parte, los cuales deben desarrollar en el lector la facultad de pensar
y ver de este modo nuevo. Sólo el desarrollo de la propia facultad de
interpretación reporta beneficio, ya que la interpretación convencional, en el
mejor de los casos, sólo proporciona el marco de referencia pero nunca puede
adaptarse totalmente al caso individual. Aquí ocurre lo que con la
interpretación de los sueños: hay que utilizar el libro de claves para aprender
a interpretarlos, no para buscar el significado de los sueños propios.
Por esta razón, tampoco la segunda parte pretende ser completa, a pesar de
que nos hemos esforzado por tomar en consideración y abarcar con nuestras
explicaciones todos los ámbitos corporales, a fin de que el lector pueda
examinar su síntoma concreto. Después de tratar de sentar una base filosófica,
en este último capítulo de la parte teórica se ofrecen unas normas básicas para
la interpretación de los síntomas. Es la herramienta que, con un poco de
práctica, permitirá al interesado interrogar en profundidad los síntomas de
modo coherente.
La causalidad en la medicina
El problema de la causalidad tiene tanta importancia para nuestro tema
porque tanto la medicina académica como la naturista, la psicología como la
sociología tratan de averiguar las causas reales y auténticas de los síntomas
de la enfermedad y traer la salud al mundo mediante la eliminación de tales
causas. Así, unos indagan en los agentes patógenos y la contaminación ambiental
y los otros en los traumas de la primera infancia, los métodos educativos o las
condiciones del lugar de trabajo. Desde el contenido de plomo del aire hasta la
propia sociedad, nada ni nadie está a salvo de ser utilizado como causa de
enfermedad.
51
Nosotros, empero, consideramos la búsqueda de las causas de la enfermedad
el callejón sin salida de la medicina y la psicología. Desde luego, mientras se
busquen causas no dejarán de encontrarse, pero la fe en el concepto causal
impide ver que las causas halladas sólo son resultado de las propias
expectativas. En realidad, todas las causas (Ursachen) no son sino cosas
(Sachen) como tantas otras cosas. El concepto de la causa sólo se
mantiene medianamente porque, en un punto determinado, uno deja de preguntar
por la causa. Por ejemplo, se puede hallar la causa de una infección en unos
determinados gérmenes, lo cual acarrea la pregunta de por qué estos gérmenes
han provocado la infección en un caso específico. La causa puede hallarse en
una disminución de las defensas del organismo, lo cual, a su vez, plantea el
interrogante de cuál pudo ser la causa de esta disminución de las defensas. El
juego puede prolongarse indefinidamente, ya que incluso cuando, en la búsqueda
de causas, se llega al «Big Bang» siempre quedará la pregunta de cuál
pudo ser la causa de aquella primera explosión. . .
Por lo tanto, en la práctica se opta por parar en un punto determinado y
hacer como si el mundo empezara en este punto. Uno se escuda en frases
convencionales como «locus minoris resistentiae», «factor
hereditario», «debilidad orgánica» y conceptos similares cargados de
significado. Pero, ¿de dónde sacamos la justificación para elevar a «causa» un
eslabón cualquiera de una cadena? Es una falta de sinceridad hablar de una
causa o de una terapéutica causal, ya que, como hemos visto, el concepto causal
no permite el descubrimiento de una causa.
Más acertado sería trabajar con el concepto causal bipolar del que
hablábamos al principio de nuestras consideraciones sobre la causalidad. Desde
este punto de vista, una enfermedad estaría determinada desde dos direcciones,
es decir, desde el pasado y también desde el futuro. Con este modelo, la
finalidad tendría un determinado cuadro sintomático y la causalidad actuante
(efficiens) aportaría los medios materiales y corporales necesarios para
realizar el cuadro final. Con esta óptica, se vería ese segundo aspecto de la
enfermedad que, en la habitual consideración unilateral, se pierde por
completo: el propósito de la enfermedad y, por consiguiente, la significación
del hecho. Una frase no está determinada por el papel, la tinta, las máquinas
de imprenta, los signos de escritura, etc., sino también y ante todo por el
propósito de transmitir una información.
No tiene por que ser tan difícil comprender cómo, por la reducción a
procesos materiales o a las condiciones del pasado, puede perderse lo esencial
y fundamental. Cada manifestación posee forma y también contenido, consiste en
unas partes y también en una figura que es más que la suma de las partes. Cada
manifestación es determinada por el pasado y también por el futuro. La
enfermedad no es excepción. Detrás de un síntoma hay un propósito, un fondo
que, para adquirir formas, tiene que utilizar las posibilidades existentes. Por
ello, una enfermedad puede utilizar como causa todas las causas imaginables.
52
Hasta ahora, el método de trabajo de la medicina ha fracasado. La medicina
cree que eliminando las causas podrá hacer imposible la enfermedad, sin contar
con que la enfermedad es tan flexible que puede buscar y hallar nuevas causas
para seguir manifestándose. La cosa es muy simple: por ejemplo, si alguien
tiene el propósito de construir una casa, no podremos impedírselo quitándole
los ladrillos: la hará de madera. Desde luego, la solución podría ser quitarle
todos los materiales de construcción imaginables, pero en el campo de la
enfermedad esto tiene sus dificultades. Habríamos de quitar al paciente todo el
cuerpo, para asegurarnos que la enfermedad no encuentra más causas.
Este libro trata de las causas finales de la enfermedad y pretende
completar la óptica unilateral y funcional aportando el segundo polo que le
falta. Queremos dejar claro que nosotros no negamos la existencia de los
procesos materiales estudiados y descritos por la medicina, pero rebatimos con
toda energía la afirmación de que únicamente estos procesos son las causas de
la enfermedad.
Como queda expuesto, la enfermedad tiene un propósito y una finalidad que
nosotros hemos descrito hasta ahora, en su forma más general y absoluta, con el
término de curación en el sentido de adquirir la unidad. Si dividimos la
enfermedad en sus múltiples formas de expresión sintomática que representan
todos los pasos hasta el objetivo, se puede interrogar con profundidad cada
síntoma, para averiguar cuál es su propósito y qué información posee, y saber
qué paso es el que procede dar en cada momento. Esta pregunta puede y debe
hacerse para cada síntoma y no puede descartarse invocando el origen funcional.
Siempre se encuentran condiciones funcionales, pero precisamente por ello
también se encuentra siempre un significado esencial.
Por lo tanto, la primera diferencia entre nuestro enfoque y la
psicosomática clásica consiste en la renuncia a una selección de los síntomas.
Para nosotros cada síntoma tiene su significado y no admitimos excepciones La
segunda diferencia es la renuncia al modelo causal utilizado por la
psicosomática clásica, orientado al pasado. Que la causa de un trastorno se
atribuya a un bacilo o a una madre perversa es secundario. El modelo
psicosomático no está resuelto, por el error fundamental que supone utilizar un
concepto causal unipolar. A nosotros no nos interesan las causas del pasado,
porque, como hemos visto, hay todas las que uno quiera, y todas son importantes
o intrascendentes por igual. Nuestro punto de vista puede describirse bien con
la «causalidad final», bien, o mejor, con el concepto intemporal de la
analogía.
El hombre posee un ser independiente del tiempo que, desde luego, tiene que
ser realizado y asumido conscientemente en el transcurso del tiempo. A este
modelo interior se llama el ser. La trayectoria vital del individuo es el
camino que debe recorrer hasta encontrar este ser que es símbolo del todo. El
hombre necesita «tiempo» para encontrar esta totalidad, y, no obstante, está
ahí desde el principio. Precisamente aquí reside la ilusión del tiempo: el
individuo necesita tiempo para encontrar lo que siempre ha sido. (Cuando algo
resulte difícil de entender, hay que volver a los ejemplos tangibles: en un
libro está toda la novela a la vez, pero el lector necesita tiempo para
enterarse de


53
toda la acción que ha estado ahí desde el principio). Llamamos a este
proceso «evolución». La evolución es la realización consciente de un
modelo que ha existido siempre (es decir, intemporal). En este camino hacia el
conocimiento de uno mismo, continuamente surgen obstáculos y espejismos o—dicho
de otro modo—uno no puede o no quiere ver una parte determinada del modelo. A
estos aspectos no asumidos, los llamamos la «sombra». La sombra denota
su presencia y se realiza por medio del síntoma de la enfermedad. Para poder
comprender el significado de un síntoma no se necesita en modo alguno el
concepto del tiempo o del pasado. La búsqueda de las causas en el pasado viene
determinada por la información propia, ya que, por medio de la proyección de la
culpa, uno traslada la propia responsabilidad a la causa.
Si interrogamos a un síntoma acerca de su significado, la respuesta hace
visible una parte de nuestro propio esquema. Si indagamos en nuestro pasado,
naturalmente también en él hallamos las diversas formas de expresión de este
esquema. Con esto no debe montarse uno una causalidad: son más bien formas de
expresión paralelas, adecuadas al momento, de una misma problemática. Para
experimentar sus problemas, el niño necesita padres, hermanos y maestros, y el
adulto, pareja, hijos y compañeros de trabajo. Las condiciones externas no
ponen enfermo a nadie, pero el ser humano utiliza todas las posibilidades y las
pone al servicio de su enfermedad. Es el enfermo el que convierte las cosas
(Sachen) en causas (Ur-sachen).
El enfermo es verdugo y víctima a la vez y sólo sufre por
su propia inconsciencia. Esta afirmación no es un juicio de valor, pues sólo el
«iluminado» carece de sombra, sino que tiene por objeto proteger al ser humano
de la aberración de sentirse víctima de unas circunstancias cualesquiera, ya
que con ello el enfermo se roba a sí mismo la posibilidad de transformación. Ni
los bacilos ni las radiaciones provocan la enfermedad, sino que el ser humano
los utiliza como medios para realizar su enfermedad. (La misma frase, aplicada
a otro plano, suena mucho más natural: ni los colores ni el lienzo hacen el
cuadro sino que el artista los utiliza como medios para realizar su pintura.)
Después de todo lo dicho, debería ser posible poner en práctica la primera
regla básica para la interpretación de los cuadros patológicos de la Segunda
Parte.
1ra. regla: en la interpretación de los síntomas, renunciar a las aparentes relaciones
causales en el plano funcional. Estas siempre se encuentran y su existencia no
se discute. Sin embargo, no son aptas para la interpretación de un síntoma.
Nosotros interpretamos el síntoma únicamente en su manifestación cualitativa y
subjetiva. Las cadenas causales fisiológicas, morfológicas, químicas, nerviosas,
etc., que puedan utilizarse para la realización del síntoma son indiferentes
para la explicación de su significado. Para reconocer una sustancia sólo
importa que algo es y cómo es, no por qué es.

54
La causalidad temporal de la sintomatología
A pesar de que, para nuestras preguntas, el pasado carece de importancia,
sí es importante y revelador el momento en el que se manifiesta el síntoma. El
momento exacto en el que aparece un síntoma puede aportar información
trascendental sobre la índole de los problemas que se manifiestan en el
síntoma. Todos los sucesos que discurren sincrónicamente a la aparición de un
síntoma forman el marco de la sintomatología y deben ser considerados en su
conjunto.
Para ello, no sólo hay que contemplar hechos externos sino también y ante
todo examinar procesos internos. ¿Qué pensamientos, temas y fantasías ocupaban
al individuo cuando se presentó el síntoma? ¿Cuál era su ánimo? ¿Se habían
producido noticias o cambios trascendentales en su vida? Con frecuencia,
precisamente los hechos calificados de triviales e insignificantes resultan
importantes. Puesto que con el síntoma se manifiesta una zona reprimida, todos
los hechos relacionados con él también habrán sido desechados y minusvalorados.
En general, no se trata de las grandes cosas de la vida de las que se ocupa
el individuo conscientemente. Las cosas cotidianas, pequeñas e insignificantes
suelen revelar las zonas conflictivas reprimidas. Síntomas agudos como
resfriado, mareo, diarrea, ardor de estómago, dolor de cabeza, heridas y
similares, son muy sensibles al factor tiempo. Merece la pena tratar de
recordar lo que uno hacía, pensaba o imaginaba en aquel momento. Cuando uno se
hace la pregunta, bueno será que considere la primera idea que le venga a la
cabeza y no se precipite a desecharla por incongruente.
Ello requiere práctica y mucha sinceridad consigo mismo o, mejor dicho,
desconfianza consigo mismo. El que se precie de conocerse bien y de saber inmediatamente
lo que es válido y lo que no lo es, nunca podrá anotarse grandes éxitos en el
campo del autoconocimiento. El que, por el contrario, parte de la idea de que
cualquier animal de la calle lo conoce mejor de lo que él se conoce, va por
buen camino.
2da. regla: analizar el momento de la aparición de un síntoma. Indagar en la situación
personal, pensamientos, fantasías, sueños, acontecimientos y noticias que
sitúan el síntoma en el tiempo.
Analogía y simbolismo del síntoma
Ahora llegamos a la técnica de la interpretación
propiamente dicha, la cual no es fácil exponer y enseñar con palabras.
Primariamente, es necesario dominar el lenguaje y aprender a escuchar. La
palabra es un medio portentoso para descubrir temas profundos e invisibles.
La palabra posee su propia sabiduría que sólo comunica a quien sabe
escuchar. Nuestra época tiende a utilizar la palabra descuidada y
arbitrariamente con lo que ha perdido el acceso al verdadero significado de los
conceptos. Dado que también la palabra se inscribe en la polaridad, es
polivalente, ambigua. Casi todos los conceptos se mueven en varios planos a

55
la vez. Por lo tanto, tenemos que recuperar la facultad de percibir la
palabra en todos sus planos al mismo tiempo.
Casi todas las frases que aparecen en la Segunda Parte de este libro se
refieren, por lo menos, a dos planos; si alguna parece trivial será porque se
ha pasado por alto el segundo plano, su doble significado. Para llamar la
atención sobre los pasajes importantes, hemos utilizado la cursiva y el guión.
No obstante, en definitiva, todo depende de la sensibilidad de cada cual para
la palabra. El buen oído para la palabra es como el buen oído para la música:
no se adquiere, aunque, en cierta medida, puede ejercitarse.
Nuestro lenguaje es psicosomático. Casi todas las frases y palabras con las
que expresamos estados físicos están extraídas de experiencias corporales. El
individuo sólo puede comprender lo que le resulta aprehensible. Esto nos daría
tema para una extensa disertación que puede sintetizarse así: el ser humano,
para cada experiencia y cada paso de su conciencia, ha de utilizar el camino
del cuerpo. Al ser humano le es imposible asumir conscientemente los principios
que no hayan descendido a lo corporal. Lo corporal nos impone una tremenda
vinculación que habitualmente nos causa miedo, pero sin esta vinculación no
podemos establecer contacto con el principio. Este razonamiento conduce también
al reconocimiento de que no se puede proteger al hombre de la enfermedad.
Pero volvamos al significado del lenguaje para nuestro tema. El que ha
aprendido a percibir la ambivalencia psicosomática del lenguaje comprueba que
el enfermo, al hablar de sus síntomas corporales, suele describir un problema
psíquico: éste tiene tan mal la vista que no puede ver las cosas claras —el
otro sufre un resfriado y está hasta las narices—, el de más allá no puede
agacharse porque está agarrotado —otro ya no traga más—, hay quien no oye nada,
y quien, del picor, se arrancaría la piel. Uno no puede sino escuchar, mover la
cabeza y comprobar: «¡La enfermedad nos hace sinceros!» (Con el empleo
del latín para designar las enfermedades, la medicina académica ha procurado
hábilmente impedir que las palabras nos revelen esta relación esencial.)
En todos estos casos, el cuerpo tiene que experimentar lo que el individuo
no ha asumido con la mente. Por ejemplo, una persona no se atreve a reconocer
que en realidad está deseando arrancarse la piel, o sea, romper la envoltura de
lo cotidiano, y el deseo inconsciente, a fin de darse a conocer, se plasma en
el cuerpo, utilizando como síntoma una erupción. Con la erupción como pretexto,
el individuo se atreve al fin a expresar en voz alta su deseo: «¡Me arrancaría
la piel!» Y es que ahora ya tiene una causa física y esto es algo que hoy en
día todo el mundo se toma en serio. O el caso de la empleada que no se atreve a
reconocer ni ante sí misma ni ante el jefe que está hasta las narices y que le
gustaría quedarse en casa un par de días; trasladada al terreno físico, no
obstante, la congestión nasal se acepta sin dificultad y conduce al resultado
apetecido.
Además de captar el doble significado del lenguaje también es importante
poseer la facultad del pensamiento analógico. La ambivalencia del lenguaje se
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basa en la analogía. Por ejemplo, si se dice de un hombre que no tiene
corazón, a nadie se le ocurrirá suponer que le falta ese órgano, como tampoco
tomará al pie de la letra la recomendación de andarse con todo. Son expresiones
que utilizamos en sentido analógico, utilizando algo concreto en representación
de un principio abstracto. Al decir que no tiene corazón aludimos a la falta de
una cualidad que, en virtud de un simbolismo arquetípico, siempre se ha
relacionado analógicamente con el corazón. El mismo principio se representa
también con el sol o con el oro.
El pensamiento analógico exige la facultad de la abstracción, porque hay
que reconocer en lo concreto el principio que en él se expresa y trasladarlo a
otro plano. Por ejemplo, la piel desempeña en el cuerpo humano, entre otras,
las función de envoltura y barrera respecto al exterior. Si alguien quiere
arrancarse la piel es que quiere saltar una barrera. Por lo tanto, existe una
analogía entre la piel y, pongamos por caso, unas normas que tienen en el plano
psíquico la misma función que la piel en el somático. Cuando damos a la piel la
equivalencia de unas normas no estamos atribuyéndole una identidad ni
estableciendo una relación causal sino que nos referimos a la analogía del
principio. Así, como veremos más adelante, las toxinas acumuladas en el cuerpo
son indicio de conflictos en la mente. Esta analogía no significa que los
conflictos produzcan toxinas ni que las toxinas creen conflictos. Unas y otros
son manifestaciones análogas en planos diversos.
Ni la mente genera síntomas corporales ni los procesos corporales
determinan alteraciones psíquicas. Sin embargo, en cada plano encontramos
siempre el modelo análogo. Todos los elementos contenidos en la mente tienen su
contrapartida en el cuerpo y viceversa. En este sentido, todo es síntoma. La
afición al paseo o la posesión de labios finos tienen tanta calidad de síntoma
como unas amígdalas purulentas. (Véase el procedimiento del anamnesis utilizado
por la homeopatía.) Los síntomas se diferencian únicamente en la valoración
subjetiva que su poseedor les atribuye. A fin de cuentas, son el repudio y la
resistencia los que convierten un síntoma cualquiera en síntomas de enfermedad.
La resistencia nos revela también que un determinado síntoma es expresión de
una zona de la sombra, porque todos aquellos síntomas que expresan nuestra alma
consciente nos son queridos y los defendemos como expresión de nuestra
personalidad.
La vieja pregunta acerca del límite entre sano y enfermo, normal y anormal
sólo puede contestarse desde la valoración subjetiva, o no puede contestarse en
absoluto. Cuando examinamos síntomas corporales y los explicamos
psicológicamente, en primer lugar instamos al individuo a dirigir su mirada
hacia un terreno hasta ahora inexplorado, para comprobar que así es. Lo que se
manifiesta en el cuerpo está también en el alma: así abajo como arriba. No se
trata de modificar o eliminar algo inmediatamente sino todo lo contrario: hay
que aceptar lo que hemos visto, ya que una negación volvería a relegar esta
zona a la sombra.
Sólo la reflexión nos hace conscientes: si la ampliación de la conciencia
produce automáticamente una modificación subjetiva, ¡fantástico! Pero todo
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propósito de modificar algo produce el efecto contrario. El propósito de dormirse
enseguida es el medio más seguro para permanecer despierto; olvidamos el
propósito y el sueño viene solo. La falta de propósito representa aquí el
exacto punto intermedio entre el deseo de evitar y el de incitar. Es la calma
del punto intermedio lo que permite que suceda algo nuevo. El que combate o
persigue nunca alcanza su objetivo. Si, en nuestra interpretación de los
cuadros clínicos, alguien percibe un tono peyorativo o negativo, ello es
indicio de que la propia valoración le cohibe. Ni las palabras ni las cosas, ni
los hechos pueden ser buenos o malos, positivos o negativos por sí mismos; la
valoración se produce sólo en el observador.
Por consiguiente, en nuestro tema es grande el peligro de incurrir en
semejantes equívocos, ya que en los síntomas de las enfermedades se manifiestan
todos los principios que son valorados muy negativamente, tanto por el
individuo como por la colectividad, lo que impide que sean vividos y vistos
conscientemente. Por consiguiente, con frecuencia tropezamos con los temas de
la agresividad y la sexualidad, los cuales, en el proceso de adaptación a las
normas y escalas de valores de una comunidad, suelen ser víctimas fáciles de la
represión y tienen que buscar su realización por caminos secretos. La
indicación de que detrás de un síntoma hay pura agresividad no es en modo
alguno una acusación sino la clave que permitirá descubrir y reconocer en uno
mismo esta actitud. Al que pregunte con espanto qué horrores no ocurrirían si
la gente no se reprimiera debe bastarle saber que la agresividad también está
ahí aunque no la miremos y que no por mirarla se hará mayor ni peor. Mientras
la agresividad (o cualquier otro impulso) permanece en la sombra se sustrae a
la conciencia y esto es lo que la hace peligrosa.
Para poder seguir nuestras explicaciones debidamente, hay que distanciarse
de las valoraciones habituales. Al mismo tiempo, es conveniente sustituir un
pensamiento excesivamente analítico y racional por un pensamiento plástico,
simbólico y analógico. Los conceptos y asociaciones idiomáticas nos permiten
captar la imagen con más rapidez que un razonamiento árido. Son las facultades
del hemisferio derecho las más aptas para descubrir el significado de los
cuadros de la enfermedad.
3a. regla: hacer abstracción del síntoma convirtiéndolo en principio y trasladarlo al
plano psíquico. Escuchar con atención las expresiones idiomáticas, las cuales
pueden servirnos de clave, ya que nuestro lenguaje es psicosomático.
Las consecuencias obligadas
Casi todos los síntomas nos obligan a cambios de conducta que se clasifican
en dos grupos: por un lado, los síntomas nos impiden hacer las cosas que nos
gustaría hacer y, por otro lado, nos obligan a hacer lo que no queremos hacer.
Una gripe, por ejemplo, nos impide aceptar una invitación y nos obliga a
quedarnos en la cama. Una fractura de una pierna nos impide hacer deporte y nos
obliga a descansar. Si atribuimos a la enfermedad

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propósito y sentido, precisamente los cambios impuestos en la conducta nos
permiten sacar buenas conclusiones acerca del propósito del síntoma. Un cambio
de conducta obligado es una rectificación obligada y debe ser tomado en serio.
El enfermo suele oponer tanta resistencia a los cambios obligados de su forma
de vida que en la mayor parte de los casos trata por todos los medios de
neutralizar la rectificación lo antes posible, y seguir su camino,
impertérrito.
Nosotros, por el contrario, consideramos importante dejarse trastornar por
el trastorno. Un síntoma no hace sino corregir desequilibrios: el hiperactivo
es obligado a descansar, el superdinámico es inmovilizado, el comunicativo es
silenciado. El síntoma activa el polo rechazado. Tenemos que prestar atención a
esta intimación, renunciar voluntariamente a lo que se nos arrebata y aceptar
de buen grado lo que se nos impone. La enfermedad siempre es una crisis y toda
crisis exige una evolución. Todo intento de recuperar el estado de antes de una
enfermedad es prueba de ingenuidad o de tontería. La enfermedad quiere
conducirnos a zonas nuevas, desconocidas y no vividas; cuando, consciente y
voluntariamente, atendemos este llamamiento damos sentido a la crisis.
4a. regla: las dos preguntas: «¿Qué me impide este síntoma?» y «¿Qué me impone
este síntoma?», suelen revelar rápidamente el tema central de la
enfermedad.
Equivalencia de síntomas contradictorios
Al tratar de la polaridad vimos que detrás de cada llamado par de
contrarios hay una unidad. También en torno a un tema común puede girar una
sintomatología contradictoria. Por consiguiente, no es un contrasentido que
tanto en el estreñimiento como en la diarrea encontramos como tema central el
mandato de «desconectarse». Detrás de la presión sanguínea muy alta o muy baja
encontraremos la huida de los conflictos. Al igual que la alegría puede
manifestarse tanto con la risa como con el llanto y el miedo unas veces
paraliza y otras hace salir corriendo, cada tema tiene la posibilidad de
manifestarse en síntomas aparentemente contrarios.
Hay que señalar que, aunque se viva con especial intensidad un tema
determinado, ello no quiere decir que el individuo no haya de tener problema
con ese tema ni que lo haya asumido conscientemente. Una gran agresividad no
significa que el individuo no tenga miedo, ni una sexualidad exuberante, que no
padezca problemas sexuales. También aquí se impone la óptica bipolar. Cada
extremo apunta con bastante precisión a un problema. Tanto a los tímidos como a
los bravucones les falta seguridad en sí mismos. El apocado y el fanfarrón
tienen miedo. El término medio es el ideal. Si de algún modo se alude a un
tema, ello significa que en él hay algo por resolver.
Un tema o un problema puede manifestarse a través de diversos órganos y
sistemas. No hay ley que obligue a un tema a elegir un síntoma determinado para
realizarse. Esta flexibilidad en la elección de las formas determina el éxito o
el fracaso en la lucha contra el síntoma. Desde luego, se puede combatir y

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prevenir un síntoma por medios funcionales, pero en tal caso el problema
elegirá a otra forma de manifestación: es el llamado desplazamiento del
síntoma. Por ejemplo, el problema del hombre sometido a tensión puede
manifestarse tanto por hipertensión, hipertonía muscular, glaucoma, abscesos,
etc., como por la tendencia a someter a tensión a los que le rodean. Si bien
cada variante tiene una coloración especial, todos los síntomas expresan el
mismo tema básico. Quien observe detenidamente el historial clínico de una
persona desde este punto de vista, rápidamente hallará el hilo conductor que,
generalmente, habrá pasado por alto al enfermo.
Etapas de escalada
Si bien un síntoma hace completo al ser humano al realizar en el cuerpo lo
que falta en la conciencia, es posible que este proceso no resuelva el problema
definitivamente. Porque el ser humano sigue estando mentalmente incompleto
hasta que ha asimilado la sombra. Para ello el síntoma corporal es un proceso necesario
pero nunca la solución. El hombre sólo puede aprender, madurar, sentir y
experimentar con la conciencia. Aunque el cuerpo es una condición necesaria
para esta experiencia, hay que reconocer que el proceso de aprehensión y
tratamiento se produce en la mente.
Por ejemplo, el dolor lo sentimos exclusivamente en la mente, no en el
cuerpo. También en este caso, el cuerpo sólo sirve de medio para transmitir una
experiencia en este plano (...el dolor fantasma* demuestra que tampoco
es imprescindible el cuerpo). Nos parece importante, a pesar de la íntima
relación existente entre la mente y el cuerpo, mantener perfectamente separados
uno de otro, para comprender debidamente el proceso de aprendizaje por la
enfermedad. Hablando gráficamente, el cuerpo es un lugar en el que un proceso
que viene de arriba llega al punto más bajo y da la vuelta para volver a subir.
Una pelota que cae necesita tropezar con la resistencia de un suelo material en
el que rebotar hacia arriba. Si mantenemos esta «analogía arriba– abajo» los
procesos mentales descienden a lo corporal para realizar aquí su giro y poder
volver a subir a la esfera de la mente.
Todo principio arquetípico tiene que condensarse hasta la encarnación y
plasmación material para poder ser vivido y aprehendido por el ser humano.
Pero, al vivirlo, abandonamos nuevamente el plano material y corporal y nos
elevamos a lo mental. El aprendizaje consciente, por un lado, justifica una
manifestación y, por el otro, la hace innecesaria. Esto, aplicado a la
enfermedad, significa que un síntoma no puede resolver el problema en el plano
corporal sino sólo proporcionar el medio para realizar un aprendizaje.
Todo lo que pasa en el cuerpo da experiencia. Hasta qué punto de la
conciencia llegará la experiencia en cada caso no puede predecirse. Aquí rigen
las mismas leyes que en todo proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un niño, con
cada cuenta que hace, aprende algo, pero no se sabe cuándo llegará a captar el
principio matemático del cálculo. Hasta que lo capte, cada cuenta le hará
sufrir un poco. Sólo la captación del principio (fondo) despoja la cuenta
(forma) de su carácter doloroso. Análogamente, cada síntoma es un
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llamamiento a ver y comprender el problema de fondo. Si esto no se consigue
porque uno, por ejemplo, no ve lo que hay más allá de la proyección y considera
el síntoma como un trastorno fortuito de carácter funcional, las llamadas a la
comprensión no sólo continuarán sino que se harán más perentorias. A esta
progresión que va desde la suave sugerencia hasta la más severa presión lo
llamamos fases de escalada. A cada fase, aumenta la intensidad con la que el
destino incita al ser humano a cuestionarse su habitual visión y asumir
conscientemente algo que hasta ahora mantenía reprimido. Cuanto mayor es la
propia resistencia, mayor será la presión del síntoma.
A continuación desglosamos la escalada en siete etapas.
Con esta división no pretendemos fijar un sistema absoluto y rígido sino
exponer sinópticamente la idea de la escalada:
1. Presión
psíquica (pensamientos, deseos, fantasías);
2. Trastornos
funcionales;
3. Trastornos
físicos agudos (inflamaciones, heridas, pequeños
accidentes);
4. Afecciones
crónicas;
5. Procesos
incurables, alteraciones orgánicas, cáncer;
6. Muerte
(por enfermedad o accidente);
7. Defectos o trastornos congénitos (karma).
*Se llama dolor fantasma al que siente un amputado en el
miembro que ya no tiene.
Antes de que un problema se manifieste en el cuerpo como síntoma, se
anuncia en la mente como tema, idea, deseo o fantasía. Cuanto más abierto y
receptivo sea un individuo a los impulsos del inconsciente y cuanto más
dispuesto está a dar expansión a estos impulsos tanto más dinámica (y
heterodoxa) será la trayectoria vital del individuo. Ahora bien, el que se
atiene a unas ideas y normas bien definidas no puede permitirse ceder a
impulsos del inconsciente que ponen en entredicho el pasado y sugieren nuevas
prioridades. Por lo tanto, este individuo enterrará la fuente de la que suelen
brotar los impulsos y vivirá convencido de que «eso no va con él».
Este empeño de insensibilizarse en lo psíquico provoca la primera fase de
la escalada: uno empieza a tener un síntoma pequeño, inofensivo, pero
persistente. Con ello se ha realizado un impulso, a pesar de que se pretendía
evitar su realización. Porque también el impulso psíquico tiene que ser
realizado, es decir, vivido, para descender a lo material. Si esta realización
no es admitida voluntariamente, se producirá de todos modos, a través de los
síntomas. En este punto se puede advertir la validez de la regla que dice que
todo impulso al que se niegue la integración volverá a nosotros aparentemente
desde fuera.
Después de los trastornos funcionales a los que, tras la resistencia
inicial, el individuo se resigna, aparecen los síntomas de inflamación aguda
que pueden instalarse casi en cualquier parte del cuerpo, según el problema. El
profano reconoce fácilmente estas afecciones por el sufijo «–itis». Toda
enfermedad inflamatoria es una clara incitación a comprender algo y pretende
—como
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explicamos extensamente en la Segunda Parte— hacer visible un conflicto
ignorado. Si no lo consigue —al fin y al cabo, nuestro mundo es enemigo no sólo
de los conflictos sino también de las infecciones— las inflamaciones agudas
adquieren carácter crónico («–osis»). El que desoye la incitación a
cambiar, se carga con un acompañante inoportuno decidido a no abandonarle en
mucho tiempo. Los procesos crónicos suelen acarrear alteraciones irreversibles
calificadas de enfermedades incurables.
Este proceso, más tarde o más temprano, conduce a la muerte. A esto podrá
aducirse que la vida acaba siempre en la muerte y, por lo tanto, la muerte no
puede considerarse una fase de la escalada. Pero no hay que pasar por alto que
la muerte siempre es una mensajera, dado que recuerda inequívocamente a los
humanos la simple verdad de que toda la existencia material tiene principio y
final y que, por lo tanto, es insensato aferrarse a ella. El mensaje de la
muerte siempre es el mismo: ¡Libérate! ¡Libérate de la ilusión del tiempo y
libérate de la ilusión del yo! La muerte es síntoma en tanto que expresión
de la polaridad y, como todo síntoma, se cura con la consecución de la unidad.
Con el último paso de la escalada, el de los defectos o trastornos
congénitos, se cierra el círculo. Porque todo lo que el individuo no haya
comprendido antes de su muerte, será un problema que gravará su conciencia en
la siguiente encarnación. Con esto tocamos un tema que todavía no ha adquirido
carta de naturaleza en nuestra cultura. Desde luego, éste no es lugar adecuado
para discutir acerca de la doctrina de la reencarnación, pero hemos de
reconocer que nosotros creemos en ella, ya que, de lo contrario, en algunos
casos, nuestra explicación de la enfermedad y la curación no sería coherente.
Porque a muchos les parece que el concepto de los síntomas de la enfermedad no
es aplicable a las enfermedades infantiles ni, por descontado, a las afecciones
congénitas.
La doctrina de la reencarnación puede ser la explicación. Desde luego,
existe el peligro de que se nos ocurra buscar en vidas anteriores las «causas»
de la enfermedad actual, empeño no menos descabellado que el de buscarlas en
esta vida. Ya hemos visto, no obstante, que nuestra conciencia precisa la
noción de linealidad y tiempo para observar los procesos en el plano de la
existencia polar. Por consiguiente, también la idea de una «vida anterior» es
un método necesario y consecuente para contemplar el camino que ha de recorrer
la conciencia en su aprendizaje.
Por ejemplo: un individuo se despierta una mañana cualquiera y decide
programar a su antojo el nuevo día. Ajeno a este propósito, el recaudador de
impuestos se presenta a primera hora de la mañana a cobrar, a pesar de que ese
día nuestro hombre no ha hecho ninguna transacción comercial. La medida en que
esta visita sorprenda a nuestro hombre dependerá de su disposición a responder
por los días, meses y años que han precedido a este día o quiera
circunscribirse únicamente al día de hoy. En el primer caso, la visita del
recaudador no le causará extrañeza, como tampoco se asombrará de su
configuración corporal ni otras circunstancias que acompañan al nuevo día. Él
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comprenderá que no puede construir el nuevo día a su antojo, puesto que
existe una continuidad que, a pesar de la interrupción de la noche y el sueño,
se mantiene en este nuevo día. Si nuestro hombre considerara la interrupción
producida por la noche como justificación para identificarse sólo con el nuevo
día y desentenderse del pasado, las mencionadas manifestaciones tendrían que
parecerle grandes injusticias y obstáculos fortuitos y arbitrarios para sus
propósitos.
Sustitúyase en este ejemplo el día por una vida y la noche por la muerte y
se apreciará la diferencia entre la filosofía de la vida que reconoce la
reencarnación y la que la niega. La reencarnación aumenta la dimensión del
ámbito contemplado, ensancha el panorama y, por lo tanto, hace más perceptible
el esquema. Ahora bien, si, como suele ocurrir, la reencarnación se utiliza
sólo para proyectar hacia atrás las causas aparentes, se hace de ella un mal
uso. Pero cuando el ser humano comprende que esta vida no es sino un fragmento
minúsculo de su camino de aprendizaje, le resulta más fácil reconocer como
justas y naturales las distintas posiciones en las que cada cual viene al mundo
que si cree que cada vida se produce como una existencia única por la
combinación casual de unos procesos genéticos.
Para nuestro tema bastará comprender que el ser humano viene al mundo con
un cuerpo nuevo pero con una conciencia vieja. El conocimiento que trae es
fruto del aprendizaje realizado. El ser humano trae también sus problemas
específicos y utiliza el entorno para plantearlos y dirimirlos. El problema no
se produce bruscamente en esta vida sino que sólo se manifiesta.
Desde luego, los problemas tampoco se produjeron en anteriores
encarnaciones, ya que los problemas y conflictos son, como la culpa y el
pecado, formas de expresión irrenunciables de la polaridad y, por lo tanto,
vienen dados. En una exhortación esotérica encontramos la frase: «La culpa
es la imperfección de la fruta no madurada.» Un niño está tan sumido en
problemas y conflictos como un adulto. Desde luego, los niños suelen tener un
mejor contacto con el inconsciente y, por lo tanto, poseen el valor de realizar
espontáneamente los impulsos, siempre que «las personas mayores que saben lo
que les conviene» se lo permitan. Con la edad suele aumentar la separación
respecto al inconsciente y también la petrificación en las propias normas y
mentiras, con lo cual aumenta también la vulnerabilidad a los síntomas de
enfermedad. Y es que, fundamentalmente, todo ser vivo que participa en la
polaridad está incompleto, es decir, enfermo.
Lo mismo puede decirse de los animales. También aquí se muestra claramente
la correlación entre la enfermedad y formación de la sombra. Cuanto menor la
diferenciación y, por lo tanto, la vinculación a la polaridad, menor es la
predisposición a la enfermedad. Cuanto más se sume una criatura en la polaridad
y, por lo tanto, en el discernimiento, más expuesta está a la enfermedad. El
ser humano posee el discernimiento más desarrollado que conocemos y, por lo
tanto, experimenta con más intensidad la tensión de la polaridad; por
consiguiente, la enfermedad tiene en la especie humana mayor incidencia.
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Las escalas de la enfermedad deben entenderse como un mandato que se hace
progresivamente más perentorio. No hay grandes enfermedades ni accidentes que
se produzcan brusca e inopinadamente, como un chaparrón con cielo azul; sólo
hay personas que se empeñan en aferrarse al cielo azul. Quien no se engaña no
sufre desengaños.
La ceguera para consigo mismo
Durante la lectura de los siguientes cuadros de la
enfermedad, sería conveniente que asociaran cada uno de los síntomas descritos,
a una persona conocida, familiar o amigo, que padezca o haya padecido el
síntoma, con lo que podrían comprobar la validez de las asociaciones que se
establecen y la exactitud de las interpretaciones. Ello proporciona, además, un
buen conocimiento de las personas.
Pero todo esto deben hacerlo ustedes mentalmente y en ningún caso agobiar
al prójimo con sus interpretaciones. Porque, a fin de cuentas, a ustedes no les
afecta ni el síntoma ni el problema del otro, y toda observación que le hagan
sin que se la pida será una impertinencia. Cada persona tiene que preocuparse
de sus propios problemas; nada puede contribuir al perfeccionamiento de este
universo en mayor medida. Si nosotros les recomendamos que relacionen cada
cuadro con una persona determinada, es únicamente para convencerles de la
validez del método y de lo acertado de las asociaciones. Porque, si se limitan
a observar su propio síntoma, es probable que saquen la conclusión de que, «en
este caso especial» la interpretación no encaja sino todo lo contrario.
Aquí reside el mayor problema de nuestra empresa: «La ceguera para con
uno mismo.» Esta ceguera es endémica. Un síntoma incorpora un principio que
falta en el conocimiento: nuestra interpretación da nombre a este principio y
señala que, si bien está presente en el ser humano, se encuentra en la sombra
y, por lo tanto, no puede ser visto. El paciente compara siempre esta
afirmación con el contenido de su conocimiento y comprueba que no está. Con
ello cree tener la prueba de que, en su caso, la interpretación no es válida. Y
pasa por alto lo esencial: precisamente, que él no puede ver ese principio y
que tiene que aprender a reconocerlo a través del síntoma. Esto, desde luego,
exige una labor consciente y una lucha consigo mismo y no se resuelve de una
simple ojeada.
Por lo tanto, cuando un síntoma encierra agresividad, la persona tiene
precisamente este síntoma porque no ve la agresividad en sí misma, o la vive.
Si esta persona, por la interpretación, es informada de la presencia de la
agresividad, rechazará la idea con vehemencia, como la ha rechazado siempre o
no la tendría en la sombra. Por lo tanto, no es de extrañar que no advierta en
sí agresividad, porque, si la viera, no tendría ese síntoma. Sobre la violencia
de la reacción, puede deducirse lo acertado de una interpretación. Las interpretaciones
correctas empiezan por desencadenar una especie de malestar, una sensación de
miedo y, por consiguiente, de rechazo. En estos
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casos, puede ser de gran ayuda un compañero o amigo al que se pueda
interrogar y que tenga el valor de decirnos las debilidades que observa en
nosotros. Pero aún es más seguro escuchar las manifestaciones y críticas de los
enemigos, porque siempre tienen razón.
Regla: Cuando
una observación es acertada, duele.
RESUMEN DE LA TEORÍA
1. La
conciencia humana es polar. Esto, por un lado, nos da discernimiento y, por
otro, nos hace incompletos e imperfectos.
2. El
ser humano está enfermo. La enfermedad es expresión de su imperfección y, en la
polaridad, es inevitable.
3. La
enfermedad del ser humano se manifiesta por síntomas. Los síntomas son partes
de la sombra de la conciencia que se precipitan en la materia.
4. El
ser humano es un microcosmos que lleva latentes en su conciencia todos los
principios del macrocosmos. Dado que el hombre, a causa de su facultad de
decisión, sólo se identifica con la mitad de principios, la otra mitad pasa a
la sombra y se sustrae a la conciencia del hombre.
5. Un
principio no vivido conscientemente se procura su justificación de existencia y
de vida a través del síntoma corporal. En el síntoma el ser humano tiene que
vivir y realizar aquello que en realidad no quería vivir. Así pues, los
síntomas compensan todas las unilateralidades.
6. ¡El
síntoma hace sincero al ser humano!
7. En
el síntoma el ser humano tiene aquello que le falta en la conciencia.
8. La
curación sólo es posible cuando el ser humano asume la parte de la
sombra que
el síntoma encierra. Cuando el ser humano ha encontrado lo
que le faltaba,
huelgan los síntomas.
9. La
curación apunta a la consecución de la plenitud y la unidad. El hombre
está
curado cuando encuentra su verdadero ser y se unifica con todo lo que
es.
10.La enfermedad obliga al ser humano a no abandonar el
camino de la unidad, por ello LA
ENFERMEDAD ES EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN.
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