jueves, 9 de abril de 2015

El miedo a la libertad : lectura para el jueves 16 de abril




Este libro intenta explicar los aspectos de la crisis contemporánea de la civilización occidental relacionados con la libertad del hombre. Una crisis que ostenta diversas manifestaciones, de las que Fromm destaca dos para sus fines analíticos: su expresión política (el fascismo) y su expresión sociocultural (la creciente estandarización de los individuos en las sociedades avanzadas). Ambas manifestaciones de la crisis no son más que formas colectivas de evadir la libertad. El análisis de Fromm va dirigido precisamente a esclarecer esta paradoja a través de un examen del significado de la libertad para el hombre moderno y de sus intentos de rehuirla.





Erich Fromm

El miedo a la libertad





ePUB v1.0

jabo27.07.11





PREFACIO A LA EDICIÓN CASTELLANA


La obra de Erich Fromm, que presentamos a los lectores de habla castellana, no constituye solamente un cuidadoso análisis de los aspectos psicológicos de la crisis de nuestro tiempo y un esfuerzo por desentrañar en el origen mismo de la sociedad moderna sus profundas y lejanas raíces, sino que se nos ofrece también como una importante contribución a la teoría sociológica y como un ejemplo logrado de aplicación fecunda del psicoanálisis a los fenómenos históricos.

Desde sus comienzos apareció muy claro el significado que esta nueva psicología podía tener para las ciencias que se ocupan de la vida social y de la cultura, en particular la sociología, la psicología social y la antropología cultural. Como es bien sabido, el mismo creador del psicoanálisis se preocupó por utilizar los conceptos y el método del psicoanálisis para investigar los fenómenos sociales y dedicó numerosos trabajos a este tema. Esa labor y la de otros que siguieron de manera más ortodoxa las directivas originarias del maestro fueron sometidas luego a un trabajo de revisión crítica, de la que participaron no solamente los psicólogos, sino también estudiosos de otras disciplinas sociales, y que dio lugar a formulaciones de singular importancia tanto en el orden teórico como en el práctico en lo que respecta al significado del psicoanálisis en el estudio de los hechos sociales. Especialmente en la última década ha ido desarrollándose y cobrando impulso lo que podríamos llamar la acentuación sociológica del psicoanálisis —frente a la posición esencialmente biológica de la escuela ortodoxa—, al punto de que justamente en este rasgo ha de buscarse el carácter distintivo de las corrientes novísimas que se mueven dentro del amplio ámbito de la psicología, que reconoce en Freud su fundador y maestro, aun cuando se aparte de algunas de sus enseñanzas. Erich Fromm es uno de los representantes más significativos de estas concepciones, y su contribución se dirige sobre todo a afirmar la necesidad de considerar los factores sociales, los valores y las normas éticas en el estudio de la personalidad total. Esta tesis, desarrollada en numerosos trabajos, se revela en esta obra como un instrumento teórico muy eficaz para la comprensión de los fenómenos sociales que se desarrollan en el mundo contemporáneo.

La moderna revisión del psicoanálisis acepta los descubrimientos básicos de Freud, pero rechaza algunas de sus hipótesis —acaso innecesarias para la teoría— cuya incorporación a esa doctrina se debió tan sólo al estado de los conocimientos sobre el hombre en la época en que Freud escribía. Ciertos principios, como el del determinismo psíquico, la existencia de una actividad inconsciente, el significado y la importancia de los sueños y de las «asociaciones libres», el significado de la neurosis como conflicto dinámico de fuerzas que se da en el individuo, y la existencia de ciertos mecanismos —represión, proyección, compensación, sublimación, reacción, transferencia y racionalización— constituyen puntos firmes que los «neopsicoanalistas», cualesquiera que sean sus divergencias sobre otras cuestiones, aceptan como aportes definitivos de la teoría psicoanalítica originaria. En cambio, estos autores rechazan la orientación biologista de Freud y las consecuencias que ella implícitamente trae en su doctrina. Se recuerda que ese predominio de la biología respondía precisamente a una orientación general de las ciencias sociales de principio de siglo, que fue superada luego en favor de una posición que veía en la sociedad y la cultura fuerzas no menos poderosas para moldear al hombre que los factores biológicos. Tampoco están dispuestos los neopsicoanalistas, o por lo menos algunos de ellos, entre los cuales hallamos a K. Horney y a E. Fromm, a aceptar el esquema mecanicista, que constituye sin duda el supuesto general dentro del cual se mueve el pensamiento freudiano.

Toda esta labor crítica ha llevado a rechazar o a modificar distintos aspectos de la doctrina psicoanalítica originaria. En primer lugar la teoría freudiana de los instintos. Siguiendo concepciones prevalecientes en ese momento, Freud asumió como factores explicativos de la conducta ciertos impulsos biológicamente determinados, aceptando el supuesto de una «naturaleza humana» fija e invariable, y colocando al hombre en una relación puramente mecánica con respecto a la sociedad. A causa de ello fue inducido a elevar a la categoría de «hombre en general» el modelo específico de hombre que le fue dado observar, sin percatarse del hecho fundamental de que se trataba no solamente de un organismo dotado de tendencias biológicas comunes a la especie, sino también —y sobre todo— del producto de una larga evolución histórica resultado de un proceso de diferenciación que hacía de él algo muy específico de una época, una cultura y un grupo social determinado. Hoy, el efecto convergente de muy distintas corrientes de pensamiento y desarrollos científicos nos ha llevado a abandonar esa imagen universal y a considerar en su lugar al hombre histórico y socialmente diferenciado, dotado de una constitución biológica extremadamente maleable y susceptible de adaptarse a los más distintos ambientes naturales y culturales, a través de su propia modificación y de la del ambiente mismo. Se llegó así a una revisión de muchos conceptos psicoanalíticos (tales como el complejo de Edipo, el de castración, o la tendencia a la virilidad en la mujer) que a muchos estudiosos de las nuevas corrientes aparecieron no ya como mecanismos universales sino como formas peculiares de determinada estructura cultural. Debe subrayarse, empero, que de ningún modo el neopsicoanálisis elimina totalmente los factores originarios y los mecanismos universales en el hombre. Pero unos y otros desempeñan otra función en la explicación del comportamiento individual y del proceso social. Así, por ejemplo, las disposiciones psíquicas, cuya existencia Fromm debe admitir (pues de otro modo desaparecería el individuo como sujeto activo del proceso social para transformarse en una «mera sombra» de las formas culturales), no son consideradas como «fuerzas» exteriores a la sociedad y mecánicamente contrapuestas a ella (como ocurre con los «instintos» en Freud), sino que son ya socializadas en sus manifestaciones —pues sólo son experimentadas a través de formas que, aun cuando diverjan de las pautas normales o admitidas, son por lo menos culturalmente posibles—. Y, en efecto, los conflictos que empíricamente podemos observar no se presentan entre impulsos meramente biológicos y formas socialmente establecidas, sino entre lo que podríamos llamar dos dimensiones de lo social: por un lado, determinadas estructuras cristalizadas, por el otro, actitudes subjetivas (que incluyen y expresan culturalmente el sustrato biológico) que ya no se adecúan perfectamente a aquéllas y tienden a desbordarlas. Es de este conflicto de donde se origina —en una sociedad dinámica— la creación de nuevas formas sociales; de ahí que el estudio de este proceso, que permite sorprender a la sociedad in fieri, equivale a investigar la dinámica del cambio social en el acto mismo en que se verifica en la mente de los hombres. Tampoco niega el neopsicoanálisis la existencia de mecanismos psicológicos de carácter universal; pero su propósito es estudiar de qué manera funcionan en casos específicos, y es por ello que se dirige a descubrir aquellos otros mecanismos que se dan en procesos históricos concretos. Su asunto no es entonces el hombre en general, sino el hombre de una determinada época, cultura y grupo social, y el porqué de las diferencias y cambios que se dan entre los distintos tipos de hombres que nos muestra la historia. En este sentido el neopsicoanálisis realiza la exigencia sustentada por Mannheim de descubrir ese tipo de leyes y de relaciones que rigen en determinadas fases históricas y dentro de una particular estructura social; los principia media que rigen los tipos psicológicos y sociológicos de un determinado momento.

En virtud de esta nueva orientación el psicoanálisis se vuelve un instrumento extraordinariamente eficaz en la investigación sociológica y —a diferencia de lo que ocurría en Freud, cuyas «aplicaciones» al estudio de los fenómenos sociales se veían seriamente limitadas o deformadas por su perspectiva esencialmente individualista— llega a constituir, como en el caso de Fromm, una verdadera psicología social. Debe advertirse además que esta acentuación sociológica se presenta como fundamental, aun cuando —recuérdese a K. Horney— los problemas tratados corresponden a la psicología individual. En realidad, podría decirse que, para estos autores, si prescindimos de su parte puramente biológica, toda la psicología se vuelve social, una vez dirigida al individuo como individuo, otra al comportamiento del grupo como grupo.

El aporte de Erich Fromm a esta psicología social surgida del psicoanálisis es muy valioso, tanto desde el punto de vista de los instrumentos conceptuales como —y sobre todo— por haber demostrado su eficiencia en la interpretación de determinados desarrollos históricos. Entre los conceptos que Fromm emplea debemos señalar, en primer lugar, las nociones de adaptación dinámica y de carácter social, que se vuelven los elementos centrales de su análisis. El primero se funda sobre los descubrimientos básicos de Freud, pero es mérito de Fromm no solamente haberlo definido y precisado, sino también haber mostrado de manera efectiva su potencialidad en el análisis de los procesos psicológicos de orden colectivo. El concepto de carácter social tiene lejanos antecedentes en la vieja «psicología de los pueblos», pero su utilización sobre bases científicas se fue desarrollando en el último treintenio, particularmente por obra de antropólogos de la corriente funcionalista, y más recientemente por la de algunos sociólogos. Entre los primeros señalamos, además de Malinowski, a Ruth Benedict y a Margaret Mead; entre los segundos recordamos a Lloyd y a Lunt, quienes lo han aplicado en su minucioso estudio de una comunidad norteamericana. Además Abraham Kardiner ha desarrollado el concepto de estructura de la personalidad básica, estudiando especialmente la formación de la personalidad social en correlación con las instituciones de algunos pueblos primitivos. En este campo la contribución de Fromm es muy significativa, pues el objeto de su análisis ha sido una sociedad altamente diferenciada, como la occidental, y su propósito el de desentrañar los procesos psicológicos de formación y modificación del carácter social de las distintas clases que la integran.

Los conceptos de carácter social y adaptación dinámica han permitido analizar uno de los aspectos más difíciles de la dinámica social: el de las relaciones entre los fenómenos estructurales y los psicosociales. Hallamos, en efecto, en esta obra de Fromm, una feliz superación de los dos errores antitéticos del sociologismo, que olvida el elemento humano, el hecho fundamental de que los hombres son los actores y autores de la historia, y quiere explicar la dinámica social únicamente en función de fuerzas impersonales, económicas u otras; y del psicologismo, que sólo considera las conciencias individuales sin tener en cuenta su modo de formación y sus conexiones con las instituciones y los hechos socioculturales objetivos. El problema que Fromm se propone en esta obra es justamente el de estudiar a través de cuáles mecanismos psicológicos los hechos estructurales contribuyen a la formación de la conciencia de cada uno de los grupos específicos en que se diferencia la sociedad, y cómo ocurre que esta conciencia a su vez llega a transformar aquellos hechos estructurales, erigiéndose así en sujeto del proceso y no únicamente en su resultado. La descripción de estos mecanismos en funcionamiento, las distintas formas de adaptación dinámica porque atraviesa el carácter social de las clases desde el fin de la Edad Media, y en particular el examen de las sucesivas adaptaciones efectuadas por la pequeña burguesía durante el Renacimiento y la Reforma, y, en Alemania, en el período transcurrido entre las dos guerras mundiales, constituyen un ejemplo muy claro de cómo ciertos cambios en la estructura económica repercuten en la conciencia y en la conducta de los hombres y cómo una y otra no se adecúan fielmente a esos cambios, sino que, a través de una modificación de la estructura del carácter, reaccionan de manera de influir ya sea en el mismo sentido de su dirección primitiva, ya sea en sentido opuesto. Se llega con esto a uno de los problemas centrales de nuestro tiempo: el del sentido que asume la adaptación frente á los cambios estructurales. Uno de los rasgos más característicos de la escena contemporánea ha sido la irracionalidad de tales adaptaciones. La concepción iluminista que presenta al hombre como un ser racional capaz de asumir decisiones adecuadas a sus intereses, siempre que tenga acceso a la información necesaria, pareció sufrir un golpe decisivo. El problema de la racionalidad de la acción —anticipado por sociólogos y filósofos— se presentó dramáticamente después de la primera guerra mundial con el surgimiento de tendencias que negaban las aspiraciones más arraigadas en la conciencia del hombre occidental. Esta explosión de irracionalidad, cuyas expresiones han abarcado todos los aspectos de la cultura, se ha manifestado en el campo político como negación de la libertad. Es aquí donde el psicoanálisis se revela como un insustituible instrumento para sondear los procesos profundos que han llevado a esta aparente paradoja. El problema de la «falsa conciencia», es decir, de la falta de adecuación entre la realidad y su interpretación por parte de un grupo, de que se ocupa la sociología del conocimiento, puede ser examinado provechosamente desde el punto de vista de la psicología profunda, pues ésta revela la raíz psicológica de las ideologías y la relación que existe entre esa deformación de la realidad y la estructura del carácter. Tal es justamente la tarea que realiza Fromm en este libro.

Nos hemos ocupado hasta ahora del significado que presenta esta obra desde el punto de vista de la teoría sociológica; su propósito principal, sin embargo, fue el de presentar una interpretación de la crisis contemporánea para contribuir así a su comprensión. Escrita en momentos en que no había terminado aún la segunda guerra mundial, adquiere hoy, en esta atormentada posguerra, el carácter de una severa advertencia.

El análisis de Fromm confirma —sobre el plano psicológico— lo que otros estudiosos han afirmado una y otra vez: el fascismo, esa expresión política del miedo a la libertad, no es un fenómeno accidental de un momento de un país determinado, sino que es la manifestación de una crisis profunda que abarca los cimientos mismos de nuestra civilización. Es el resultado de contradicciones que amenazan destruir no solamente la cultura occidental, sino al hombre mismo. Eliminar el peligro del fascismo significa fundamentalmente suprimir aquellas contradicciones en su doble aspecto: estructural y psicológico. El fin de la guerra no ha terminado con este peligro: tan sólo ha abierto un paréntesis que puede ser aprovechado para llevar a cabo esta obra, pero hasta tanto la estructura social y sus aspectos psicológicos correlativos permanezcan invariados, la amenaza de nuevas servidumbres no habrá desaparecido.

Por lo pronto, y para limitarnos al aspecto psicológico, que es el que nos interesa aquí, la estabilidad y la expansión ulterior de la democracia dependen de la capacidad de autogobierno por parte de los ciudadanos, es decir, de su aptitud para asumir decisiones racionales en aquellas esferas en las cuales, en tiempos pasados, dominaba la tradición, la costumbre, o el prestigio y la fuerza de una autoridad exterior. Ello significa que la democracia puede subsistir solamente si se logra un fortalecimiento y una expansión de la personalidad de los individuos, que los haga dueños de una voluntad y un pensamiento auténticamente propios. En su dimensión psicológica, la crisis afecta justamente a la personalidad humana. El hombre ha llegado a emerger, tras el largo proceso de individuación, iniciado desde fines de la Edad Media, como entidad separada y autónoma, pero esta nueva situación y ciertas características de la estructura social contemporánea lo han colocado en un profundo aislamiento y soledad moral. A menos que logre restablecer una vinculación con el mundo y la sociedad que se funde sobre la reciprocidad y la plena expansión de su propio yo, el hombre contemporáneo está llamado a refugiarse en alguna forma de evasión de la libertad. Tal evasión se manifiesta, por un lado, por la creciente estandarización de los individuos, la paulatina sustitución del yo auténtico por el conjunto de funciones sociales adscritas al individuo; por el otro, se expresa con la propensión a la entrega y al sometimiento voluntario de la propia individualidad a autoridades omnipotentes que la anulan.

Nada ilustra más vividamente este lado de la crisis que ciertos aspectos de la filosofía existencialista. No es un azar que entre los ismos del período posbélico predomine justamente este movimiento, que parece haber realizado la dudosa hazaña de transformar una corriente filosófica en una moda. Se trata, en efecto, de una significativa expresión de la época actual y, en especial modo, de la crisis de la personalidad.

Nos limitaremos a recordar la dicotomía entre los dos tipos de existencia: la banal y la auténtica, que hallamos en Heidegger y en otros existencialistas. El lector encontrará en las páginas dedicadas en este libro al proceso de «conformidad automática» una descripción —sobre el plano psicológico— de lo que en la filosofía existencial es la descripción fenomenológica del vivir cotidiano. Este naufragio de la personalidad en la existencia impersonal, que huye de sí misma y que pierde en la conducta socialmente prescrita toda su autenticidad, representa realmente la situación del hombre contemporáneo y su desesperada necesidad de salir de la esclavitud del anónimo todo el mundo y reconquistar su propio auténtico yo. Pero es significativo que para el existencialismo —por lo menos en Heidegger— esa falta de autenticidad es una condición fatal de la vida en sociedad y no el fruto de un momento particular de la historia del hombre, que eventualmente podrá ser superado por otras formas de vida. La interpretación existencialista descubre aquí una característica de ciertos sectores de nuestra sociedad: la visión pesimista y la disposición a abandonar toda acción sobre el terreno social para refugiarse en soluciones puramente individuales, actitud peculiar de las clases en decadencia. Hay, en efecto, un profundo contraste entre la exigencia de autenticidad, que resulta de un análisis racional de la sociedad actual, y la autenticidad de que habla el existencialismo. En el primer caso se trata de crear las condiciones que permitan una mayor expansión de la personalidad, eliminando la sistemática supresión de la espontaneidad que ahoga al yo auténtico bajo el yo social y transforma al ser viviente en un manojo de funciones. La existencia auténtica de Heidegger, en cambio, no es una vida más plena, sino vida para la muerte. El existencialismo abandona la vida social, pues la considera insalvablemente perdida en la uniformidad y el automatismo, y al mismo tiempo la reconoce como necesaria para hacer posible la salvación de los que logran encontrarse a sí mismos, recuperando con la libertad —que no es sino libertad para la muerte— la autenticidad de su ser, interpretación netamente nihilista y aristocrática, que no solamente niega toda posibilidad de transformar la vida social —fatalmente inauténtica—, sino que consagra como afirmación suprema el naufragio de la existencia humana.

El contraste entre estas dos interpretaciones representa de manera dramática la alternativa que se ofrece a las generaciones actuales. O bien desarrollar aún más aquellos principios en que se basa la cultura moderna, destruyendo los restos feudales que impiden su florecimiento pleno, o bien volver a la antigua esclavitud disfrazada en una u otra forma, a alguna especie de «libertad para la muerte». Muy significativamente el dilema se presenta en los mismos términos en dos estudiosos que han abordado el tema de la crisis contemporánea desde dos diferentes planos, Laski y Fromm. Para ambos autores el camino de salvación que se ofrece a la humanidad es el tránsito de la libertad negativa a la positiva. Para el primero —cuyo interés se dirige al aspecto estructural—, se trata de liberar las inmensas energías y potenciales que el hombre ha creado por medio de la ciencia y la técnica; para el segundo —que ha tratado el lado psicológico—, es necesario asegurar la expansión de la personalidad, realizando todas sus potencialidades emocionales, volitivas e intelectuales, cuya existencia ha sido hecha posible por el proceso de formación del individuo en la sociedad moderna. Ambas soluciones se complementan, y el valor de esta obra consiste justamente en haber destacado esta doble dimensión de la crisis, aun dirigiéndose a su aspecto humano, tantas veces olvidado por políticos y estudiosos.

La crisis actual no es la expresión del destino inevitable de la especie humana; por el contrario, es una crisis de crecimiento, es el resultado de la progresiva liberación de sus inmensas potencialidades materiales y psíquicas; el hombre se halla en el umbral de un mundo nuevo, un mundo lleno de infinitas e imprevisibles posibilidades; pero está también al borde de una catástrofe total. La decisión está en sus manos; en su capacidad de comprender racionalmente y de dirigir según sus designios los procesos sociales que se desarrollan a su alrededor.



Gino Germani





Si yo no soy para mí mismo, ¿quién será para mí?

Si yo soy para mí solamente, ¿quién soy yo?

Y si no ahora, ¿cuándo?



Refranes del Talmud.

MlSNAH ABAT



No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto, aquella función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu deseo y designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por las leyes que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar limitado por barrera ninguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he confiado. Te puse en el centro del mundo con el fin de que pudieras observar desde allí todo lo que existe en el mundo. No te hice ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que —casi libre y soberano artífice de ti mismo— te plasmaras y te esculpieras en la forma que te hubieras elegido. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores que son los brutos; podrás —de acuerdo con la decisión de tu voluntad— regenerarte hacia las cosas superiores que son divinas.



Pico Della Mirándola, Oratio de hominis dignitate.





Nothing then is unchangeable but the inherent and inalienable rights of man.



Thomas Jefferson.





PREFACIO


Este libro forma parte de un estudio más amplio referido a la estructura del carácter del hombre moderno y a los problemas relativos a la interacción de los factores psicológicos y sociológicos; estudio en el cual he trabajado durante varios años y cuya terminación hubiera exigido un tiempo considerablemente mayor. Los actuales sucesos políticos y los peligros que entrañan para las más preciadas conquistas de la cultura moderna —la individualidad y el carácter singular y único de la personalidad—, me decidieron a interrumpir el trabajo relativo a aquella investigación más amplia para concentrarme en uno de sus aspectos, de suma importancia para la crisis social y cultural de nuestros días: el significado de la libertad para el hombre moderno. Mi tarea en este libro resultaría más fácil si pudiera referir al lector al estudio completo acerca de la estructura del carácter humano en nuestra cultura, puesto que el significado de la libertad tan sólo puede ser entendido plenamente en base a un análisis de toda la estructura del carácter del hombre moderno. Pero, no habiendo sido esto posible, he debido referirme con frecuencia a ciertos conceptos y conclusiones sin elaborarlos tan completamente como hubiera podido hacerlo dentro de un tema más amplio. En cuanto a otros problemas de gran importancia, me ha sido posible frecuentemente mencionarlos tan sólo al pasar, y en algunos casos me he visto precisado a omitirlos por entero. Pero estimo que el psicólogo debe ofrecer lo que es capaz de dar para contribuir sin demora a la comprensión de la crisis actual, aun cuando tenga que sacrificar el desiderátum de una exposición completa.

Señalar el alcance de las consideraciones psicológicas con respecto a la escena contemporánea, no implica, según mi opinión, una sobrevaloración de la psicología. La entidad básica del proceso social es el individuo, sus deseos y sus temores, su razón y sus pasiones, su disposición para el bien y para el mal. Para entender la dinámica del proceso social tenemos que entender la dinámica de los procesos psicológicos que operan dentro del individuo, del mismo modo que para entender al individuo debemos observarlo en el marco de la cultura que lo moldea. La tesis de este libro es la de que el hombre moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista —lazos que a la vez lo limitaban y le otorgaban seguridad—, no ha ganado la libertad en el sentido positivo de la realización de su ser individual, esto es, la expresión de su potencialidad intelectual, emocional y sensitiva. Aun cuando la libertad le ha proporcionado independencia y racionalidad, lo ha aislado y, por lo tanto, lo ha tornado ansioso e impotente. Tal aislamiento le resulta insoportable, y las alternativas que se le ofrecen son, o bien rehuir la responsabilidad de esta libertad, precipitándose en nuevas formas de dependencia y sumisión, o bien progresar hasta la completa realización de la libertad positiva, la cual se funda en la unicidad e individualidad del hombre. Si bien este libro constituye un diagnóstico más que un pronóstico, un análisis más que una solución, sus resultados no carecen de importancia para nuestra acción futura, puesto que la comprensión de las causas que llevan al abandono de la libertad por parte del totalitarismo constituye una premisa de toda acción que se proponga la victoria sobre las fuerzas totalitarias mismas.

Debo privarme del placer de agradecer a todos aquellos amigos, colegas y estudiantes con quienes estoy en deuda por su estímulo y crítica constructiva de mi propio pensamiento. El lector hallará en notas de pie de página una referencia a aquellos autores hacia los cuales me siento más obligado con respecto a las ideas formuladas en este libro. Sin embargo, deseo expresar mi especial agradecimiento a los que contribuyeron de una manera directa a la realización de esta obra. En primer lugar, a Miss Elizabeth Brown, quien me proporcionó una inestimable ayuda en la organización del libro, tanto por sus sugerencias como por sus criticas. Además, debo mi reconocimiento a Mr. T. Woodhouse por su gran ayuda en la redacción final del manuscrito, y al doctor A. Seidemann por su colaboración en lo referente a los problemas filosóficos tocados en el curso de este libro.

Deseo dar las gracias a los siguientes editores por el privilegio de usar extensos pasajes de sus publicaciones: Board of Chrístian Education, Filadelfia, citas del Institutes of the Christian Religión, de John Calvin, traducción de John Alien; Columbia Studies in History, Economics and Public Law (Columbia University Press), Nueva York, citas de Social Reform and the Reformation, de Jacob S. Schapiro; Wm. B. Eerdmans Publishing Co., Grand Rapids, Mich., citas de The Bondage of the Will, de Martín Lutero, traducción de Henry Colé; John Murray, Londres, citas de Religión and the Rise of Capitalism, de R. H. Tawney; Hurst and Blackett, Londres, citas de Mein Kampf de Adolf Hitler; Alien and Unwin, Londres, citas de The Civilization ofthe Renaissance in Italy, de Jacob Burckhardt.



E. F.





I - LA LIBERTAD COMO PROBLEMA PSICOLÓGICO


La historia moderna, europea y americana, se halla centrada en torno al esfuerzo por alcanzar la libertad en detrimento de las cadenas económicas, políticas y espirituales que aprisionan a los hombres. Las luchas por la libertad fueron sostenidas por los oprimidos, por aquellos que buscaban nuevas libertades, en oposición con los que tenían privilegios que defender. Al luchar una clase por su propia liberación del dominio ajeno creía hacerlo por la libertad humana como tal y, por consiguiente, podía invocar un ideal y expresar aquella aspiración a la libertad que se halla arraigada en todos los oprimidos. Sin embargo, en las largas y virtualmente incesantes batallas por la libertad, las clases que en una determinada etapa habían combatido contra la opresión, se alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando ésta había sido ganada y les era preciso defender los privilegios recién adquiridos.

A pesar de los muchos descalabros sufridos, la libertad ha ganado sus batallas. Muchos perecieron en ellas con la convicción de que era preferible morir en la lucha contra la opresión a vivir sin libertad. Esa muerte era la más alta afirmación de su individualidad. La historia parecía probar que al hombre le era posible gobernarse a sí mismo, tomar sus propias decisiones y pensar y sentir como lo creyera conveniente. La plena expresión de las potencialidades del hombre parecía ser la meta a la que el desarrollo social se iba acercando rápidamente. Los principios del liberalismo económico, de la democracia política, de la autonomía religiosa y del individualismo en la vida personal, dieron expresión al anhelo de libertad y al mismo tiempo parecieron aproximar la humanidad a su plena realización. Una a una fueron quebradas las cadenas. El hombre había vencido la dominación de la naturaleza, adueñándose de ella; se había sacudido la dominación de la Iglesia y del Estado absolutista. La abolición de la dominación exterior parecía ser una condición no sólo necesaria, sino también suficiente para alcanzar el objetivo acariciado: la libertad del individuo.

La guerra mundial1 fue considerada por muchos como la última guerra; su terminación, como la victoria definitiva de la libertad. Las democracias ya existentes parecieron adquirir nuevas fuerzas, y al mismo tiempo nuevas democracias surgieron para reemplazar a las viejas monarquías. Pero tan sólo habían transcurrido pocos años cuando nacieron otros sistemas que negaban todo aquello que los hombres creían que habían obtenido durante siglos de lucha.

Porque la esencia de tales sistemas, que se apoderaron de una manera efectiva e integral de la vida social y personal del hombre, era la sumisión de todos los individuos, excepto un puñado de ellos, a una autoridad sobre la cual no ejercían vigilancia alguna.

En un principio, muchos hallaban algún aliento en la creencia de que la victoria del sistema autoritario se debía a la locura de unos cuantos individuos y que, a su debido tiempo, esa locura los conduciría al derrumbe. Otros se satisfacían con pensar que al pueblo italiano, o al alemán, les faltaba una práctica suficiente de la democracia, y que, por lo tanto, se podía esperar sin ninguna preocupación el momento en que esos pueblos alcanzaran la madurez política de las democracias occidentales. Otra ilusión común, quizá la más peligrosa de todas, era el considerar que hombres como Hitler habían logrado apoderarse del vasto aparato del Estado sólo con astucias y engaños; que ellos y sus satélites gobernaban únicamente por la fuerza desnuda y que el conjunto de la población oficiaba de victima involuntaria de la traición y del terror.

En los años que han transcurrido desde entonces, el error de estos argumentos se ha vuelto evidente. Hemos debido reconocer que millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella; que en lugar de desear la libertad buscaban caminos para rehuirla; que otros millones de individuos permanecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar o morir en su defensa. También reconocemos que la crisis de la democracia no es un problema peculiar de Italia o Alemania, sino que se plantea en todo Estado moderno. Bien poco interesan los símbolos bajos los cuales se cobijan los enemigos de la libertad humana: ella no está menos amenazada si se la ataca en nombre del antifascismo o en el del fascismo2 más descarado. Esta verdad ha sido formulada con tanta eficacia por John Dewey, que quiero expresarla con sus mismas palabras: «La amenaza más seria para nuestra democracia —afirma—, no es la existencia de los Estados totalitarios extranjeros. Es la existencia en nuestras propias actitudes personales y en nuestras propias instituciones de aquellos mismos factores que en esos países han otorgado la victoria a la autoridad exterior y estructurado la disciplina, la uniformidad y la dependencia respecto de El Líder. Por lo tanto, el campo de batalla está también aquí: en nosotros mismos y en nuestras instituciones».

Si queremos combatir el fascismo debemos entenderlo. El pensamiento que se deje engañar a sí mismo, guiándose por el deseo, no nos ayudará. Y recitar fórmulas optimistas resultará anticuado e inútil como lo es una danza india para provocar la lluvia.

Al lado del problema de las condiciones económicas y sociales que han originado el fascismo se halla el problema humano, que debe ser entendido. Este libro se propone analizar aquellos factores dinámicos existentes en la estructura del carácter del hombre moderno que le hicieron desear el abandono de la libertad en los países fascistas, y que de manera tan amplia prevalecen entre millones de personas de nuestro propio pueblo.

Las cuestiones fundamentales que surgen cuando se considera el aspecto humano de la libertad, el ansia de sumisión y el apetito del poder, son estas: ¿Qué es la libertad como experiencia humana? ¿Es el deseo de libertad algo inherente a la naturaleza de los hombres? ¿Se trata de una experiencia idéntica, cualquiera que sea el tipo de cultura a la cual una persona pertenece, o se trata de algo que varia de acuerdo con el grado de individualismo alcanzado en una sociedad dada? ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así, ¿qué es ese algo? ¿Cuáles son los factores económicos y sociales que llevan a luchar por la libertad? ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿Cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es más que una amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sumisión? Y si esto no existe, ¿cómo podemos explicar la atracción que sobre tantas personas ejerce actualmente el sometimiento a un líder? ¿El sometimiento se dará siempre con respecto a una autoridad exterior, o existe también en relación con autoridades que se han internalizado, tales como el deber, o la conciencia, o con respecto a la coerción ejercida por íntimos impulsos, o frente a autoridades anónimas, como la opinión pública? ¿Hay acaso una satisfacción oculta en el sometimiento? Y si la hay, ¿en qué consiste? ¿Qué es lo que origina en el hombre un insaciable apetito de poder? ¿Es el impulso de su energía vital o es alguna debilidad fundamental y la incapacidad de experimentar la vida de una manera espontánea y amable? ¿Cuáles son las condiciones psicológicas que originan la fuerza de esta codicia? ¿Cuáles las condiciones sociales sobre las que se fundan a su vez dichas condiciones psicológicas?

El análisis del aspecto humano de la libertad y del autoritarismo, nos obliga a considerar un problema general, a saber, el que se refiere a la función que cumplen los factores psicológicos como fuerzas activas en el proceso social; y esto nos puede conducir al problema de la interacción que los factores psicológicos, económicos e ideológicos ejercen en aquel proceso.

Todo intento por comprender la atracción que el fascismo ejerce sobre grandes pueblos nos obliga a reconocer la importancia de los factores psicológicos. Pues estamos tratando aquí acerca de un sistema político que, en su esencia, no se dirige a las fuerzas racionales del autointerés, sino que despierta y moviliza aquellas fuerzas diabólicas del hombre que creíamos inexistentes o, por lo menos, desaparecidas hace tiempo. La imagen familiar del hombre, durante los últimos siglos, había sido la de un ser racional cuyas acciones se hallaban determinadas por el autointerés y por la capacidad de obrar en consecuencia. Hasta escritores como Hobbes, que consideraban la voluntad de poder y la hostilidad como fuerzas motrices del hombre, explicaban la existencia de tales fuerzas como el lógico resultado del autointerés: puesto que los hombres son iguales y tienen, por lo tanto, el mismo deseo de felicidad, y dado que no existen bienes suficientes para satisfacer a todos por igual, necesariamente deben combatirse los unos a los otros y buscar el poder con el fin de asegurarse el goce futuro de lo que poseen en el presente. Pero la imagen de Hobbes pasó de moda. Cuanto mayor era el éxito alcanzado por la clase media en el quebrantamiento del poder de los antiguos dirigentes políticos y religiosos, cuanto mayor se hacía el dominio de los hombres sobre la naturaleza, y cuanto mayor era el número de individuos que se independizaban económicamente, tanto más se veían inducidos a tener fe en un mundo sometido a la razón y en el hombre como ser esencialmente racional. Las oscuras y diabólicas fuerzas de la naturaleza humana eran relegadas a la Edad Media y a periodos históricos aún más antiguos, y sus causas eran atribuidas a la ignorancia o a los designios astutos de falaces reyes y sacerdotes. Se miraban esos períodos del modo como se podría mirar un volcán que desde largo tiempo ha dejado de constituir una amenaza. Se sentía la seguridad y la confianza de que las realizaciones de la democracia moderna habían barrido todas las fuerzas siniestras; el mundo parecía brillante y seguro, al modo de las calles bien iluminadas de una ciudad moderna. Se suponía que las guerras eran los últimos restos de los viejos tiempos, y tan sólo parecía necesaria una guerra más para acabar con todas ellas; las crisis económicas eran consideradas meros accidentes, aun cuando tales accidentes siguieran aconteciendo con cierta regularidad.

Cuando el fascismo llegó al poder la mayoría de la gente se hallaba desprevenida tanto desde el punto de vista práctico como teórico. Era incapaz de creer que el hombre llegara a mostrar tamaña propensión al mal, un apetito tal del poder, semejante desprecio por los derechos de los débiles o parecido anhelo de sumisión. Tan sólo unos pocos se habían percatado de ese sordo retumbar del volcán que precede a la erupción. Nietzsche había perturbado el complaciente optimismo del siglo XIX; lo mismo había hecho Marx, aun cuando de una manera distinta. Otra advertencia había llegado, algo más tarde, por obra de Freud. Ciertamente, éste y la mayoría de sus discípulos sólo tenían una concepción muy ingenua de lo que ocurre en la sociedad, y la mayor parte de las aplicaciones de su psicología a los problemas sociales eran construcciones erróneas; y sin embargo, al dedicar su interés a los fenómenos de los trastornos emocionales y mentales del individuo, ellos nos condujeron hasta la cima del volcán y nos hicieron mirar dentro del hirviente cráter.

Freud avanzó más allá de todos al tender hacia la observación y el análisis de las fuerzas irracionales e inconscientes que determinan parte de la conducta humana. Junto con sus discípulos, dentro de la psicología moderna, no solamente puso al descubierto el sector irracional e inconsciente de la naturaleza humana, cuya existencia había sido desdeñada por el racionalismo moderno, sino que también mostró cómo estos fenómenos irracionales se hallan sujetos a ciertas leyes y, por tanto, pueden ser comprendidos racionalmente. Nos enseñó a comprender el lenguaje de los sueños y de los síntomas somáticos, así como las irracionalidades de la conducta humana. Descubrió que tales irracionalidades y del mismo modo toda la estructura del carácter de un individuo, constituían a las influencias ejercidas por el mundo exterior y, de modo especial, frente a las experimentadas durante la primera infancia.

Pero Freud estaba tan imbuido del espíritu de la cultura a que pertenecía, que no podía ir más allá de ciertos límites impuestos por esa cultura misma. Esos mismos límites se convirtieron en limitaciones de su comprensión, incluso, del individuo enfermo, y dificultaron la comprensión de Freud acerca del individuo normal y de los fenómenos irracionales que operan en la vida social.

Como este libro subraya la importancia de los factores psicológicos en todo el proceso social y como el presente análisis se asienta en algunos de los descubrimientos fundamentales de Freud, especialmente en los que conciernen a la acción de las fuerzas inconscientes en el carácter del hombre y su dependencia de los influjos externos, creo que constituirá una ayuda para el lector conocer ahora algunos de los principios generales de nuestro punto de vista, así como también las principales diferencias existentes entre nuestra concepción y los conceptos freudianos clásicos.

Freud aceptaba la creencia tradicional en una dicotomía básica entre hombre y sociedad, así como la antigua doctrina de la maldad de la naturaleza humana. El hombre, según él, es un ser fundamentalmente antisocial. La sociedad debe domesticarlo, concederle unas cuantas satisfacciones directas de aquellos impulsos que, por ser biológicos, no pueden extirparse; pero, en general, la sociedad debe purificar y moderar hábilmente los impulsos básicos del hombre. Como consecuencia de tal represión de los impulsos naturales por parte de la sociedad, ocurre algo milagroso: los impulsos reprimidos se transforman en tendencias que poseen un valor cultural y que, por lo tanto, llegan a constituir la base humana de la cultura.

Freud eligió el término sublimación para señalar esta extraña transformación que conduce de la represión a la conducta civilizada. Si el volumen de la represión es mayor que la capacidad de sublimación, los individuos se tornan neuróticos y entonces se hace preciso conceder una merma en la represión. Generalmente, sin embargo, existe una relación inversa entre la satisfacción de los impulsos humanos y la cultura: a mayor represión, mayor cultura (y mayor peligro de trastornos neuróticos). La relación del individuo con la sociedad, en la teoría de Freud, es en esencia de carácter estático: el individuo permanece virtualmente el mismo, y tan sólo sufre cambios en la medida en que la sociedad ejerce una mayor presión sobre sus impulsos naturales (obligándole así a una mayor sublimación) o bien le concede mayor satisfacción (sacrificando de este modo la cultura).

La concepción freudiana de la naturaleza humana consistía, sobre todo, en un reflejo de los impulsos más importantes observables en el hombre moderno, análogos a los llamados instintos básicos que habían sido aceptados por los psicólogos anteriores. Para Freud, el individuo perteneciente a su cultura representaba el «hombre» en general, y aquellas pasiones y angustias que son características del hombre en la sociedad moderna eran consideradas como fuerzas eternas arraigadas en la constitución biológica humana.

Si bien se podrían citar muchos casos en apoyo de este punto (como, por ejemplo, la base social de la hostilidad que predomina hoy en el hombre moderno, el complejo de Edipo y el llamado complejo de castración en las mujeres), quiero limitarme a un solo caso que es especialmente importante porque se refiere a toda la concepción del hombre como ser social. Freud estudia siempre al individuo en sus relaciones con los demás. Sin embargo, esas relaciones, tal como Freud las concibe, son similares a las de orden económico características del individuo en una sociedad capitalista. Cada persona trabaja ante todo para sí misma, de un modo individualista, a su propio riesgo, y no en primer lugar en cooperación con los demás. Pero el individuo no es un Robinsón Crusoe; necesita de los otros, como clientes, como empleados, como patronos. Debe comprar y vender, dar y tomar. El mercado, ya sea de bienes o de trabajo, regula tales relaciones. Así el individuo, solo y autosuficiente, entra en relaciones económicas con el prójimo en tanto éste constituye un medio con vistas a un fin: vender y comprar. El concepto freudiano de las relaciones humanas es esencialmente el mismo: el individuo aparece ya plenamente dotado con todos sus impulsos de carácter biológico, que deben ser satisfechos. Con este fin entra en relación con otros «objetos». Así, los otros individuos constituyen siempre un medio para el fin propio, la satisfacción de tendencias que, en sí mismas, se originan en el individuo antes que éste tenga contactos con los demás. El campo de las relaciones humanas, en el sentido de Freud, es similar al mercado: es un intercambio de satisfacciones de necesidades biológicamente dadas, en el cual la relación con los otros individuos es un medio para un fin y nunca un fin en sí mismo.

Contrariamente al punto de vista de Freud, el análisis que se ofrece en este libro se funda sobre el supuesto de que el problema central de la psicología es el que se refiere al tipo especifico de conexión del individuo con el mundo, y no el de la satisfacción o frustración de una u otra necesidad instintiva per se; y además, sobre el otro supuesto de que la relación entre individuo y sociedad no es de carácter estático. No acontece como si tuviéramos por un lado al individuo dotado por la naturaleza de ciertos impulsos, y por el otro a la sociedad que, como algo separado de él, satisface o frustra aquellas tendencias innatas. Aunque hay ciertas necesidades comunes a todos, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual, aquellos impulsos que contribuyen a establecer las diferencias entre los caracteres de los hombres, como el amor, el odio, el deseo de poder y el anhelo de sumisión, el goce de los placeres sexuales y el miedo de este goce, todos ellos son resultantes del proceso social. Las inclinaciones humanas más bellas, así como sus pasiones y angustias son un producto cultural; en realidad, el hombre mismo es la creación más importante y la mayor hazaña de ese incesante esfuerzo humano cuyo registro llamamos historia.

La tarea propia de la psicología social es la de comprender este proceso en el que se lleva a cabo la creación del hombre en la historia. ¿Por qué se verifican ciertos cambios definidos en la estructura del carácter humano de una época histórica a otra? ¿Por qué es distinto el espíritu del Renacimiento del de la Edad Media? ¿Por qué es diferente la estructura del carácter humano durante el período del capitalismo monopolista de la que corresponde al siglo XIX? La psicología social debe explicar por qué surgen nuevas aptitudes y nuevas pasiones, buenas o malas. Así descubrimos, por ejemplo, que desde el Renacimiento hasta nuestros días los hombres han ido adquiriendo una ardorosa ambición de fama que, aun cuando hoy nos parece muy natural, casi no existía en el hombre de la sociedad medieval. En el mismo período los hombres desarrollaron un sentimiento de la belleza de la naturaleza que antes no poseían. Aún más, en los países del norte de Europa, desde el siglo XVI en adelante, el individuo desarrolló un obsesivo afán de trabajo del que habían carecido los hombres libres de períodos anteriores.

Pero no solamente el hombre es producto de la historia, sino que también la historia es producto del hombre. La solución de esta contradicción aparente constituye el campo de la psicología social. Su tarea no es solamente la de mostrar cómo cambian y se desarrollan pasiones, deseos y angustias, en tanto constituyeron resultados del proceso social, sino también cómo las energías humanas, así modeladas en formas específicas, se tornan a su vez fuerzas productivas que forjan el proceso social. Así, por ejemplo, el ardiente deseo de fama y éxito y la tendencia compulsiva hacia el trabajo son fuerzas sin las cuales el capitalismo moderno no hubiera podido desarrollarse; sin ellas, y sin un cierto número de otras fuerzas humanas, el hombre hubiera carecido del impulso necesario para obrar de acuerdo con los requisitos sociales y económicos del moderno sistema comercial e industrial. De todo lo dicho se sigue que el punto de vista sustentado en este libro difiere del de Freud en tanto rechaza netamente su interpretación de la historia como el resultado de fuerzas psicológicas que, en sí mismas, no se hallan socialmente condicionadas. Con igual claridad rechaza aquellas teorías que desprecian el papel del factor humano como uno de los elementos dinámicos del proceso social. Esta crítica no se dirige solamente contra las doctrinas sociológicas que tienden a eliminar explícitamente los problemas psicológicos de la sociología (como las de Durkheim y su escuela), sino también contra las teorías más o menos matizadas con conceptos inspirados en la psicología behaviorista. El supuesto común de todas estas teorías es que la naturaleza humana no posee un dinamismo propio, y que los cambios psicológicos deben ser entendidos en términos de desarrollo de nuevos «hábitos», como adaptaciones a nuevas formas culturales. Tales teorías, aunque admiten un factor psicológico, lo reducen al mismo tiempo a una mera sombra de las formas culturales. Tan sólo la psicología dinámica, cuyos fundamentos han sido formulados por Freud, puede ir más allá de un simple reconocimiento verbal del factor humano. Aun cuando no exista una naturaleza humana prefijada, no podemos considerar dicha naturaleza como infinitamente maleable y capaz de adaptarse a toda clase de condiciones sin desarrollar un dinamismo psicológico propio. La naturaleza humana, aun cuando es producto de la evolución histórica, posee ciertos mecanismos y leyes inherentes, cuyo descubrimiento constituye la tarea de la psicología.

Llegados a este punto es menester discutir la noción de adaptación con el fin de asegurar la plena comprensión de todo lo ya expuesto y también de lo que habrá de seguir. Esta discusión ofrecerá, al mismo tiempo, un ejemplo de lo que entendemos por leyes y mecanismos psicológicos.

Nos parece útil distinguir entre la adaptación «estática» y la «dinámica». Por la primera entendemos una forma de adaptación a las normas que deje inalterada toda la estructura del carácter e implique simplemente la adopción de un nuevo hábito. Un ejemplo de este tipo de adaptación lo constituye el abandono de la costumbre china en las maneras de comer a cambio de la europea, que requiere el uso de tenedor y cuchillo. Un chino que llegue a América se adaptará a esta nueva norma, pero tal adaptación tendrá en sí misma un débil efecto sobre su personalidad; no ocasiona el surgimiento de nuevas tendencias o nuevos rasgos del carácter.

Por adaptación dinámica entendemos aquella especie de adaptación que ocurre, por ejemplo, cuando un niño, sometiéndose a las órdenes de un padre severo y amenazador —porque lo teme demasiado para proceder de otra manera—, se transforma en un «buen» chico. Al tiempo que se adapta a las necesidades de la situación, hay algo que le ocurre dentro de sí mismo. Puede desarrollar una intensa hostilidad hacia su padre, y reprimirla, puesto que sería demasiado peligroso expresarla o aun tener conciencia de ella. Tal hostilidad reprimida, sin embargo, constituye un factor dinámico de la estructura de su carácter. Puede crear una nueva angustia y conducir así a una sumisión aún más profunda; puede hacer surgir una vaga actitud de desafío, no dirigida hacia nadie en particular, sino más bien hacia la vida en general. Aunque aquí también, como en el primer ejemplo, el individuo se adapta a ciertas circunstancias exteriores, en este caso la adaptación crea algo nuevo en él: hace surgir nuevos impulsos coercitivos y nuevas angustias. Toda neurosis es un ejemplo de este tipo de adaptación dinámica; ella consiste esencialmente en adaptarse a ciertas condiciones externas —especialmente las de la primera infancia—, que son en sí mismas irracionales y, además, hablando en términos generales, desfavorables al crecimiento y al desarrollo del niño. Análogamente, aquellos fenómenos sociopsicológicos, comparables a los fenómenos neuróticos (el porqué no han de ser llamados neuróticos lo veremos luego), tales como la presencia de fuertes impulsos destructivos o sádicos en los grupos sociales, ofrecen un ejemplo de adaptación dinámica a condiciones sociales irracionales y dañinas para el desarrollo de los hombres.

Además de la cuestión referente a la especie de adaptación que se produce, debe responderse a otras preguntas: ¿Qué es lo que obliga a los hombres a adaptarse a casi todas las condiciones vitales que pueden concebirse, y cuáles son los límites de su adaptabilidad?

Al dar respuesta a estas cuestiones, el primer fenómeno que debemos discutir es el hecho de que existen ciertos sectores de la naturaleza humana que son más flexibles y adaptables que otros. Aquellas tendencias y rasgos del carácter por los cuales los hombres difieren entre sí muestran un alto grado de elasticidad y maleabilidad: amor, propensión a destruir, sadismo, tendencia a someterse, apetito de poder, indiferencia, deseo de grandeza personal, pasión por la economía, goce de placeres sensuales y miedo a la sensualidad. Estas y muchas otras tendencias y angustias que pueden hallarse en los hombres se desarrollan como reacción frente a ciertas condiciones vitales; ellas no son particularmente flexibles, puesto que, una vez introducidas como parte integrante del carácter de una persona, no desaparecen fácilmente ni se transforman en alguna otra tendencia. Pero sí lo son en el sentido de que los individuos, en especial modo durante su niñez, pueden desarrollar una u otra, según el modo de existencia total que les toque vivir. Ninguna de tales necesidades es fija y rígida, como ocurriría si se tratara de una parte innata de la naturaleza humana que se desarrolla y debe ser satisfecha en todas las circunstancias.

En contraste con estas tendencias hay otras que constituyen una parte indispensable de la naturaleza humana y que han de hallar satisfacción de manera imperativa. Se trata de aquellas necesidades que se encuentran arraigadas en la organización fisiológica del hombre, como el hambre, la sed, el sueño, etc. Para cada una de ellas existe un determinado umbral más allá del cual es imposible soportar la falta de satisfacción; cuando se produce este caso, la tendencia a satisfacer la necesidad asume el carácter de un impulso todopoderoso. Todas estas necesidades fisiológicamente condicionadas pueden resumirse en la noción de una necesidad de autoconservación. Esta constituye aquella parte de la naturaleza humana que debe satisfacerse en todas las circunstancias y que forma, por lo tanto, el motivo primario de la conducta humana.

Para expresar lo anterior con una fórmula sencilla, podríamos decir: el hombre debe comer, beber, dormir, protegerse de los enemigos, etc. Para hacer todo esto debe trabajar y producir. El «trabajo», por otra parte, no es algo general o abstracto. El trabajo es siempre trabajo concreto, es decir, un tipo específico de trabajo dentro de un tipo específico de sistema económico. Una persona puede trabajar como esclavo dentro de un sistema feudal, como campesino en un pueblo indio, como hombre de negocios independiente en la sociedad capitalista, como vendedora en una tienda moderna, como operario en la interminable cadena de una gran fábrica. Estas diversas especies de trabajo requieren rasgos de carácter completamente distintos y contribuyen a integrar diferentes formas de conexión con los demás. Cuando nace un hombre se le fija un escenario. Debe comer y beber y, por ende, trabajar; ello significa que le será preciso trabajar en aquellas condiciones especiales y en aquellas determinadas formas que le impone el tipo de sociedad en la cual ha nacido. Ambos factores, su necesidad de vivir y el sistema social, no pueden ser alterados por él en tanto individuo, siendo ellos los que determinan el desarrollo de aquellos rasgos que muestran una plasticidad mayor.

Así el modo de vida, tal como se halla predeterminado para el individuo por obra de las características peculiares de un sistema económico, llega a ser el factor primordial en la determinación de toda la estructura de su carácter, por cuanto la imperiosa necesidad de autoconservación lo obliga a aceptar las condiciones en las cuales debe vivir. Ello no significa que no pueda intentar, juntamente con otros individuos, la realización de ciertos cambios políticos y económicos; no obstante, su personalidad es moldeada esencialmente por obra del tipo de existencia especial que le ha tocado en suerte, puesto que ya desde niño ha tenido que enfrentarlo a través del medio familiar, medio que expresa todas las características típicas de una sociedad o clase determinada.

Las necesidades fisiológicamente condicionadas no constituyen la única parte de la naturaleza humana que posee carácter imperativo. Hay otra parte que es igualmente compulsiva, una parte que no se halla arraigada en los procesos corporales, pero sí en la esencia misma de la vida humana, en su forma y en su práctica: la necesidad de relacionarse con el mundo exterior, la necesidad de evitar el aislamiento. Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Esta conexión con los otros nada tiene que ver con el contacto físico. Un individuo puede estar solo en el sentido físico durante muchos años y, sin embargo, estar relacionado con ideas, valores o, por lo menos, normas sociales que le proporcionan un sentimiento de comunión y «pertenencia». Por otra parte, puede vivir entre la gente y no obstante dejarse vencer por un sentimiento de aislamiento total, cuyo resultado será, una vez excedidos ciertos límites, aquel estado de insania expresado por los trastornos esquizofrénicos. Esta falta de conexión con valores, símbolos o normas, que podríamos llamar soledad moral, es tan intolerable como la soledad física; o, más bien, la soledad física se vuelve intolerable tan sólo si implica también soledad moral. La conexión espiritual con el mundo puede tomar distintas formas; en sus respectivas celdas, el monje que cree en Dios y el prisionero político aislado de todos los demás, pero que se siente unido con sus compañeros de lucha, no están moralmente solos. Ni lo está el inglés que viste su smoking en el ambiente más exótico, ni el pequeño burgués que, aun cuando se halla profundamente aislado de los otros hombres, se siente unido a su nación y a sus símbolos. El tipo de conexión con el mundo puede ser noble o trivial, pero aun cuando se relacione con la forma más baja y ruin de la estructura social, es, de todos modos, mil veces preferible a la soledad. La religión y el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el aislamiento.

Esta necesidad compulsiva de evitar el aislamiento moral ha sido descrita con mucha eficacia por Balzac en el siguiente fragmento de Los sufrimientos del inventor:

Pero debes aprender una cosa, imprimirla en tu mente todavía maleable: el hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las especies de soledad, la soledad moral es la más terrible. Los primeros ermitaños vivían con Dios. Habitaban en el más poblado de los mundos: el mundo de los espíritus. El primer pensamiento del hombre, sea un leproso o un prisionero, un pecador o un inválido, es este: tener un compañero en su desgracia. Para satisfacer este impulso, que es la vida misma, emplea toda su fuerza, todo su poder, las energías de toda su vida. ¿Hubiera encontrado compañeros Satanás, sin ese deseo todopoderoso? Sobre este tema se podría escribir todo un poema épico, que sería el prólogo de El Paraíso perdido, porque El Paraíso perdido no es más que la apología de la rebelión.



Todo intento de contestar por qué el miedo al aislamiento es tan poderoso en el hombre nos alejaría mucho del tema principal de este libro. Sin embargo, para mostrar al lector que esa necesidad de sentirse unido a los otros no posee ninguna calidad misteriosa, deseo señalar la dirección en la cual, según mi opinión, puede hallarse la respuesta.

Un elemento importante lo constituye el hecho de que los hombres no pueden vivir si carecen de formas de mutua cooperación. En cualquier tipo posible de cultura el hombre necesita de la cooperación de los demás si quiere sobrevivir; debe cooperar ya sea para defenderse de los enemigos o de los peligros naturales, ya sea para poder trabajar y producir. Hasta Robinsón Crusoe se hallaba acompañado de su servidor Viernes; sin éste probablemente no sólo hubiera enloquecido, sino que hubiera muerto. Cada uno de nosotros ha experimentado en la niñez, de una manera muy severa, esta necesidad de ayuda ajena. A causa de la incapacidad material, por parte del niño, de cuidarse por sí mismo en lo concerniente a las funciones de fundamental importancia, la comunicación con los otros es para él una cuestión de vida o muerte. La posibilidad de ser abandonado a sí mismo es necesariamente la amenaza más seria a toda la existencia del niño.

Hay, sin embargo, otro elemento que hace de la «pertenencia» una necesidad tan compulsiva: el hecho de la autoconciencia subjetiva, de la facultad mental por cuyo medio el hombre tiene conciencia de sí mismo como de una entidad individual, distinta de la naturaleza exterior y de las otras personas. Aunque el grado de autoconciencia varia, como será puesto de relieve en el próximo capítulo, su existencia le plantea al hombre un problema que es esencialmente humano: al tener conciencia de sí mismo como de algo distinto a la naturaleza y a los demás individuos, al tener conciencia —aun oscuramente— de la muerte, la enfermedad y la vejez, el individuo debe sentir necesariamente su insignificancia y pequeñez en comparación con el universo y con todos los demás que no sean «él». A menos que pertenezca a algo, a menos que su vida posea algún significado y dirección, se sentirá como una partícula de polvo y se verá aplastado por la insignificancia de su individualidad. No será capaz de relacionarse con algún sistema que proporcione significado y dirección a su vida, estará henchido de duda, y ésta, con el tiempo, llegará a paralizar su capacidad de obrar, es decir, su vida.

Antes de continuar, es conveniente resumir lo que hemos señalado con respecto a nuestro punto de vista general sobre los problemas de la psicología social. La naturaleza humana no es ni la suma total de impulsos innatos fijados por la biología, ni tampoco la sombra sin vida de formas culturales a las cuales se adapta de una manera uniforme y fácil; es el producto de la evolución humana, pero posee también ciertos mecanismos y leyes que le son inherentes. Hay ciertos factores en la naturaleza del hombre que aparecen fijos e inmutables: la necesidad de satisfacer los impulsos biológicos y la necesidad de evitar el aislamiento y la soledad moral. Hemos visto que el individuo debe aceptar el modo de vida arraigado en el sistema de producción y de distribución propio de cada sociedad determinada. En el proceso de la adaptación dinámica a la cultura se desarrolla un cierto número de impulsos poderosos que motivan las acciones y los sentimientos del individuo. Este puede o no tener conciencia de tales impulsos, pero, en todos los casos, ellos son enérgicos y exigen ser satisfechos una vez que se han desarrollado. Se transforman así en fuerzas poderosas que a su vez contribuyen de una manera efectiva a forjar el proceso social. Más tarde, al analizar la Reforma y el fascismo, nos ocuparemos del modo de interacción que existe entre los factores económicos, psicológicos e ideológicos y se discutirán las conclusiones generales a que se puede llegar con respecto a tal interacción. Esta discusión se hallará siempre enfocada hacia el tema central del libro: el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en «individuo», tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual.





II - LA EMERGENCIA DEL INDIVIDUO Y LA AMBIGÜEDAD DE LA LIBERTAD


Antes de llegar a nuestro tema principal —el significado de la libertad para el hombre moderno y el porqué y el cómo de sus intentos de rehuirla— tenemos que discutir un concepto que quizá parezca un tanto alejado del problema actual. Sin embargo, el mismo constituye una premisa necesaria para la comprensión del análisis de la libertad dentro de la sociedad moderna. Me refiero al concepto según el cual la libertad caracteriza la existencia humana como tal, y al hecho de que, además, su significado varía de acuerdo con el grado de autoconciencia del hombre y su concepción de si mismo como ser separado e independiente.

La historia social del hombre se inició al emerger éste de un estado de unidad indiferenciada con el mundo natural, para adquirir conciencia de sí mismo como de una entidad separada y distinta de la naturaleza y de los hombres que lo rodeaban. Sin embargo, esta autoconciencia siguió siendo muy oscura durante largos períodos de la historia. El individuo permanecía estrechamente ligado al mundo social y natural del cual había emergido; mientras tenía conciencia de sí mismo, si bien parcialmente, como de una entidad distinta, no dejaba al propio tiempo de sentirse parte del mundo circundante. El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos.

En la vida de un individuo encontramos el mismo proceso. Un niño nace cuando deja de formar un solo ser con su madre y se transforma en un ente biológico separado de ella. Sin embargo, si bien esta separación biológica es el principio de la existencia humana, el niño, desde el punto de vista funcional, permanece unido a su madre durante un periodo considerable.

El individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que —hablando en sentido figurado— lo ata al mundo exterior, pero estos lazos le otorgan a la vez la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de estar arraigado en alguna parte. Estos vínculos, que existen antes que el proceso de individuación haya conducido a la emergencia completa del individuo, podrían ser denominados vínculos primarios. Son orgánicos en el sentido de que forman parte del desarrollo humano normal, y si bien implican una falta de individualidad, también otorgan al individuo seguridad y orientación. Son los vínculos que unen al niño con su madre, al miembro de una comunidad primitiva con su clan y con la naturaleza o al hombre medieval con la Iglesia y con su casta social. Una vez alcanzada la etapa de completa individuación y cuando el individuo se halla libre de sus vínculos primarios, una nueva tarea se le presenta: orientarse y arraigarse en el mundo y encontrar la seguridad siguiendo caminos distintos de los que caracterizaban su existencia preindividualista. La libertad adquiere entonces un significado diferente del que poseía antes de alcanzar esa etapa de la evolución. Es necesario detenerse y aclarar estos conceptos, discutiéndolos más concretamente en su conexión con el individuo y el desarrollo social.

El cambio, comparativamente repentino, por el cual se pasa de la existencia prenatal a la humana, y el corte del cordón umbilical marcan la independencia del recién nacido del cuerpo de la madre. Pero tal independencia es real tan sólo en el sentido muy imperfecto de la separación de los dos cuerpos. En un sentido funcional, la criatura sigue formando parte de la madre. Es ésta quien lo alimenta, lo lleva y lo cuida en todos los aspectos vitales. Lentamente, el niño llega a considerar a la madre y a los objetos como entidades separadas de él mismo. Un factor de este proceso lo constituye su desarrollo tanto nervioso como físico en general, su aptitud para apoderarse física y mentalmente de los objetos y dominarlos. A través de su propia actividad experimenta un mundo exterior a si mismo. El proceso de individuación se refuerza luego por el de educación. Este último proceso tiene como consecuencia un cierto número de privaciones y prohibiciones que cambian el papel de la madre en el de una persona guiada por fines distintos a los del niño y en conflicto con sus deseos, y a menudo en el de una persona hostil y peligrosa. Este antagonismo, que no constituye de ningún modo todo el proceso educativo, y sí tan sólo una parte del mismo, es un factor importante para ahondar la distinción entre el «yo» y el «tú».

Deben pasar unos meses luego del nacimiento antes que el niño llegue a reconocer a otra persona en su carácter de tal y sea capaz de reaccionar con una sonrisa, y deben pasar años antes de que el chico deje de confundirse a sí mismo con el universo.2 Hasta ese momento sigue mostrando esa especie particular de egocentrismo típico de los niños; un egocentrismo que no excluye la ternura y el interés hacia los otros, puesto que los «otros» no han sido todavía reconocidos como realmente separados de él mismo. Por la misma razón, en estos primeros años su dependencia de la autoridad posee un significado distinto del que adquiere el mismo hecho en época posterior. Los padres, o la autoridad correspondiente, no son todavía considerados como una entidad definitivamente separada: integran el universo del niño y este universo sigue formando parte del niño mismo; la sumisión con respecto a los padres tiene, por lo tanto, una característica distinta del tipo de sumisión que existe una vez que dos individuos se han separado realmente uno de otro.

R. Hughes, en su A High Wind in Jamaica, nos proporciona una penetrante descripción del repentino despertar de la conciencia de sí mismo en una niña de diez años:

Y entonces le ocurrió a Emily un hecho de considerable importancia. Repentinamente se dio cuenta de quién era ella misma. Hay pocas razones para suponer el porqué ello no le ocurrió cinco años antes o, aun, cinco años después, y no hay ninguna que explique el porqué debía ocurrir justamente esa tarde. Ella había estado jugando «a la casa» en un rincón, en la proa, cerca del cabrestante (en el cual había colgado un garfio a manera de aldaba) y, ya cansada del juego, se paseaba casi sin objeto, hacia popa, pensando vagamente en ciertas abejas y en una reina de las hadas, cuando de pronto una idea cruzó por su mente como un relámpago: que ella era ella. Se detuvo de golpe y comenzó a observar toda su persona en la medida en que caía bajo el alcance de su vista. No era mucho lo que veía, excepto una perspectiva limitada de la parte delantera de su vestido, y sus manos, cuando las levantó para mirarlas; pero era lo suficiente para que ella se formara una idea del pequeño cuerpo que, de pronto, se le había aparecido como suyo.

Comenzó a reírse en un tono burlesco. «¡Bien —pensó realmente— imagínate, precisamente tú, entre tanta gente, ir y dejarse agarrar así; ahora ya no puedes salir de ello, en mucho tiempo: tendrás que ir hasta el fin, ser una chica, crecer y llegar a vieja, antes de librarte de esta extravagancia!»

Resuelta a evitar cualquier interrupción en este acontecimiento tan importante, empezó a trepar por el flechaste, camino de su brazal favorito, en el tope. Sin embargo, cada vez que movía un brazo o una pierna, en esa acción tan simple, el hallar estos movimientos tan obedientes a su deseo la llenaba de renovada maravilla. La memoria le decía, por supuesto, que siempre había sido así anteriormente: pero antes ella no se había dado cuenta jamás de cuan sorprendente era todo ello. Una vez acomodada en su brazal, empezó a examinar la piel de sus manos con extremo cuidado, pues era suya. Deslizó uno de sus hombros fuera del vestido y, luego de atisbar el interior de éste para asegurarse de que ella era realmente una sola cosa, una cosa continua debajo de sus vestimentas, lo encogió hasta tocarse la mejilla. El contacto de su cara con la parte cóncava, desnuda y tibia de su hombro la estremeció agradablemente, como si fuera la caricia de algún amigo afectuoso. Pero si la sensación venía de. su mejilla o de su espalda, quién era el acariciador y quién el acariciado, esto, ningún análisis podía decírselo.

Una vez convencida plenamente del hecho asombroso de que ahora ella era Emily Bas-Thomton (por qué intercalaba el «ahora» no lo sabia, puesto que, ciertamente, no estaba imaginando ningún disparate acerca de transmigraciones, como el haber sido antes algún otro), empezó a considerar seriamente las consecuencias de este hecho.



Cuanto más crece el niño, en la medida en que va cortando los vínculos primarios, tanto más tiende a buscar libertad e independencia. Pero el destino de tal búsqueda sólo puede ser comprendido plenamente si nos damos cuenta del carácter dialéctico del proceso de la individuación creciente.

Este proceso posee dos aspectos: el primero es que el niño se hace más fuerte, desde el punto de vista físico, emocional y mental. Aumenta la actividad y la intensidad en cada una de tales esferas. Al mismo tiempo ellas se integran cada vez más. Se desarrolla una estructura organizada, guiada por la voluntad y la razón individuales. Si llamamos yo al todo organizado e integrado de la personalidad, podemos afirmar que un aspecto del proceso del aumento de la individuación consiste en el crecimiento de la fuerza del yo. Los límites del crecimiento de la individuación y del yo son establecidos, en parte, por las condiciones individuales, pero, esencialmente, por las condiciones sociales. Pues aun cuando las diferencias interindividuales existentes en este respecto parecen ser grandes, toda sociedad se caracteriza por determinado nivel de individuación, más allá del cual el individuo no puede ir.

El otro aspecto del proceso de individuación consiste en el aumento de la soledad. Los vínculos primarios ofrecen la seguridad y la unión básica con el mundo exterior a uno mismo. En la medida en que el niño emerge de ese mundo se da cuenta de su soledad, de ser una entidad separada de todos los demás. Esta separación de un mundo que, en comparación con la propia existencia del individuo, es fuerte y poderoso en forma abrumadora, y a menudo es también amenazador y peligroso, crea un sentimiento de angustia y de impotencia. Mientras la persona formaba parte integral de ese mundo, ignorando las posibilidades y responsabilidades de la acción individual, no había por qué temerle. Pero cuando uno se ha transformado en individuo, está solo y debe enfrentar el mundo en todos sus subyugantes y peligrosos aspectos.

Surge el impulso de abandonar la propia personalidad, de superar el sentimiento de soledad e impotencia, sumergiéndose en el mundo exterior. Sin embargo, estos impulsos y los nuevos vínculos que de ellos derivan no son idénticos a los vínculos primarios que han sido cortados en el proceso del crecimiento. Del mismo modo que el niño no puede volver jamás, físicamente, al seno de la madre, tampoco puede invertir el proceso de individuación desde el punto de vista psíquico. Los intentos de reversión toman necesariamente un carácter de sometimiento, en el cual no se elimina nunca la contradicción básica entre la autoridad y el que a ella se somete. Si bien el niño puede sentirse seguro y satisfecho conscientemente, en su inconsciente se da cuenta de que el precio que paga representa el abandono de la fuerza y de la integridad de su yo. Así, el resultado de la sumisión es exactamente lo opuesto de lo que debía ser: la sumisión aumenta la inseguridad del niño y al mismo tiempo origina hostilidad y rebeldía, que son tanto más horribles en cuanto se dirigen contra aquellas mismas personas de las cuales sigue dependiendo o llega a depender.

Sin embargo, la sumisión no es el único método para evitar la soledad y la angustia. Hay otro método, el único que es creador y no desemboca en un conflicto insoluble: la relación espontánea hacia los hombres y la naturaleza, relación que une al individuo con el mundo, sin privarlo de su individualidad. Este tipo de relación —cuya expresión más digna la constituyen el amor y el trabajo creador— está arraigado en la integración y en la fuerza de la personalidad total y, por lo tanto, se halla sujeto a aquellos mismos límites que existen para el crecimiento del yo.

Discutiremos luego con mayores detalles los fenómenos del sometimiento y de la actividad espontánea como resultados posibles de la individuación creciente; por el momento sólo deseamos señalar el principio general: el proceso dialéctico que resulta del incremento de la individuación y de la creciente libertad del individuo. El niño se vuelve más libre para desarrollar y expresar su propia individualidad sin los estorbos debidos a los vínculos que la limitaban. Pero al mismo tiempo, el niño también se libera de un mundo que le otorgaba seguridad y confianza. La individuación es un proceso que implica el crecimiento de la fuerza y de la integración de la personalidad individual, pero es al mismo tiempo un proceso en el cual se pierde la originaria identidad con los otros y por el que el niño se separa de los demás. La creciente separación puede desembocar en un aislamiento que posea el carácter de completa desolación y origine angustia e inseguridad intensas, o bien puede dar lugar a una nueva especie de intimidad y de solidaridad con los otros, en el caso de que el niño haya podido desarrollar aquella fuerza interior y aquella capacidad creadora que son los supuestos de este tipo de conexión con el mundo. Si cada paso hacia la separación y la individuación fuera acompañado por un correspondiente crecimiento del yo, el desarrollo del niño sería armonioso. Pero esto no ocurre. Mientras el proceso de individuación se desarrolla automáticamente, el crecimiento del yo es dificultado por un cierto número de causas individuales y sociales. La falta de sincronización entre estos dos desarrollos origina un sentimiento insoportable de aislamiento e impotencia, y esto a su vez conduce a ciertos mecanismos psíquicos, que más adelante describiremos como mecanismos de evasión.

También desde el punto de vista filogenético la historia del hombre puede caracterizarse como un proceso de creciente individuación y libertad. El hombre emerge del estado prehumano al dar los primeros pasos que deberán liberarlo de los instintos coercitivos. Si entendemos por instinto un tipo específico de acción que se halla determinado por ciertas estructuras neurológicas heredadas, puede observarse dentro del reino animal una tendencia bien delimitada. Cuanto más bajo se sitúa un animal en la escala del desarrollo filogenético, tanto mayor es su adaptación a la naturaleza y la vigilancia que los mecanismos reflejos e instintivos ejercen sobre todas sus actividades. Las famosas organizaciones sociales de ciertos insectos han sido enteramente creadas por el instinto.

Por otra parte, cuanto más alto se halla colocado en esa escala, tanto mayor es la flexibilidad de sus acciones y tanto menos completa es su adaptación estructural tal como se presenta en el momento de nacer. Este desarrollo alcanza su apogeo en el hombre. Este, al nacer, es el más desamparado de todos los animales. Su adaptación a la naturaleza se funda sobre todo en el proceso educativo y no en la determinación instintiva. «El instinto... es una categoría que va disminuyendo, si no desapareciendo, en las formas zoológicas superiores, especialmente en la humana.»

La existencia humana empieza cuando el grado de fijación instintiva de la conducta es inferior a cierto límite; cuando la adaptación a la naturaleza deja de tener carácter coercitivo; cuando la manera de obrar ya no es fijada por mecanismos hereditarios. En otras palabras, la existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio. La noción de libertad se emplea aquí no en el sentido positivo de «libertad para», sino en el sentido negativo de «libertad de», es decir, liberación de la determinación instintiva del obrar.

La libertad en el sentido que se acaba de tratar es un don ambiguo. El hombre nace desprovisto del aparato necesario para obrar adecuadamente, aparato que, en cambio, posee el animal; depende de sus padres durante un tiempo más largo que cualquier otro animal y sus reacciones al medio ambiente son menos rápidas y menos eficientes que las reacciones automáticamente reguladas por el instinto. Tiene que enfrentar todos los peligros y temores debido a esa carencia del aparato instintivo. Y, sin embargo, este mismo desamparo constituye la fuente de la que brota el desarrollo humano; la debilidad biológica del hombre es la condición de la cultura humana.

Desde el comienzo de su existencia el hombre se ve obligado a elegir entre diversos cursos de acción. En el animal hay una cadena ininterrumpida de acciones que se inicia con un estímulo —como el hambre— y termina con un tipo de conducta más o menos estrictamente determinado, que elimina la tensión creada por el estímulo. En el hombre esa cadena se interrumpe. El estímulo existe, pero la forma de satisfacerlo permanece «abierta», es decir, debe elegir entre diferentes cursos de acción. En lugar de una acción instintiva predeterminada, el hombre debe valorar mentalmente diversos tipos de conducta posibles; empieza a pensar. Modifica su papel frente a la naturaleza, pasando de la adaptación pasiva a la activa: crea. Inventa instrumentos, y al mismo tiempo que domina a la naturaleza, se separa de ella más y más. Va adquiriendo una oscura conciencia de sí mismo —o más bien de su grupo— como de algo que no se identifica con la naturaleza. Cae en la cuenta de que le ha tocado un destino trágico: ser parte de la naturaleza y sin embargo trascenderla. Llega a ser consciente de la muerte en tanto que destino final, aun cuando trate de negarla a través de múltiples fantasías.

Una imagen particularmente significativa de la relación fundamental entre el hombre y la libertad la ofrece el mito bíblico de la expulsión del hombre del Paraíso. El mito identifica el comienzo de la historia humana con un acto de elección, pero acentúa singularmente el carácter pecaminoso de ese primer acto libre y el sufrimiento que éste origina. Hombre y mujer viven en el Jardín edénico en completa armonía entre sí y con la naturaleza. Hay paz y no existe la necesidad de trabajar; tampoco la de elegir entre alternativas; no hay libertad, ni tampoco pensamiento. Le está prohibido al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y del mal: pero obra contra la orden divina, rompe y supera el estado de armonía con la naturaleza de la que forma parte sin trascenderla. Desde el punto de vista de la Iglesia, que representa a la autoridad, este hecho constituye fundamentalmente un pecado. Pero desde el punto de vista del hombre se trata del comienzo de la libertad humana. Obrar contra las órdenes de Dios significa liberarse de la coerción, emerger de la existencia inconsciente de la vida prehumana para elevarse hacia el nivel humano. Obrar contra el mandamiento de la autoridad, cometer un pecado, es, en su aspecto positivo humano, el primer acto de libertad, es decir, el primer acto humano. Según el mito, el pecado, en su aspecto formal, está representado por un acto contrario al madamiento divino, y en su aspecto material por haber comido del árbol del conocimiento. El acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón. El mito se refiere a otras consecuencias del primer acto de libertad. Se rompe la armonía entre el hombre y la naturaleza. Dios proclama la guerra entre el hombre y la mujer, entre la naturaleza y el hombre. Este se ha separado de la naturaleza, ha dado el primer paso hacia su humanización al transformarse en «individuo». Ha realizado el primer acto de libertad. El mito subraya el sufrimiento que de ello resulta. Al trascender la naturaleza, al enajenarse de ella y de otro ser humano, el hombre se halla desnudo y avergonzado. Está solo y libre y, sin embargo, medroso e impotente. La libertad recién conquistada aparece como una maldición; se ha libertado de los dulces lazos del Paraíso, pero no es libre para gobernarse a sí mismo, para realizar su individualidad.

«Liberarse de» no es idéntico a libertad positiva, a «liberarse para». La emergencia del hombre de la naturaleza se realiza mediante un proceso que se extiende por largo tiempo; en gran parte permanece todavía atado al mundo del cual ha emergido; sigue integrando la naturaleza: el suelo sobre el que vive, el sol, la luna y las estrellas, los árboles y las flores, los animales y el grupo de personas con las cuales se halla ligado por lazos de sangre. Las religiones primitivas ofrecen un testimonio de los sentimientos de unidad absoluta del hombre con la naturaleza. La naturaleza animada e inanimada forma parte de su mundo humano, o, como también puede formularse, el hombre constituye todavía un elemento integrante del mundo natural.

Estos vínculos primarios impiden su completo desarrollo humano; cierran el paso al desenvolvimiento de su razón y de sus capacidades críticas; le permiten reconocerse a si mismo y a los demás tan sólo mediante su participación en el clan, en la comunidad social o religiosa, y no en virtud de su carácter de ser humano; en otras palabras, impiden su desarrollo hacia una individualidad libre, capaz de crear y autodeterminarse. Pero no es éste el único aspecto, también hay otro. Tal identidad con la naturaleza, clan, religión, otorga seguridad al individuo; éste pertenece, está arraigado en una totalidad estructurada dentro de la cual posee un lugar que nadie discute. Puede sufrir por el hambre o la represión de satisfacciones, pero no por el peor de todos los dolores: la soledad completa y la duda.

Vemos así cómo el proceso de crecimiento de la libertad humana posee el mismo carácter dialéctico que hemos advertido en el proceso de crecimiento individual. Por un lado, se trata de un proceso de crecimiento de su fuerza e integración, de su dominio sobre la naturaleza, del poder de su razón y de su solidaridad con otros seres humanos. Pero, por otro lado, esta individuación creciente significa un aumento paulatino de su inseguridad y aislamiento y, por ende, una duda creciente acerca del propio papel en el universo, del significado de la propia vida, y junto con todo esto, un sentimiento creciente de la propia impotencia e insignificancia como individuo.

Si el proceso del desarrollo de la humanidad hubiese sido armónico, si hubiese seguido un plan determinado, entonces ambos aspectos de tal proceso —aumento de la fuerza y aumento de la individuación— se habrían equilibrado exactamente. Pero, en rigor, la historia de la humanidad está llena de conflictos y luchas. Cada paso hacia un mayor grado de individuación entraña para los hombres una amenaza de nuevas formas de inseguridad. Una vez cortados los vínculos primarios, ya no es posible volverlos a unir; una vez perdido el paraíso, el hombre no puede volver a él. Hay tan sólo una solución creadora posible que pueda fundamentar las relaciones entre el hombre individualizado y el mundo: su solidaridad activa con todos los hombres, y su actividad, trabajo y amor espontáneos, capaces de volverlo a unir con el mundo, no ya por medio de los vínculos primarios, sino salvando su carácter de individuo libre e independiente.

Por otra parte, si las condiciones económicas, sociales y políticas, de las que depende todo el proceso de individuación humana, no ofrecen una base para la realización de la individualidad en el sentido que se acaba de señalar, en tanto que, al propio tiempo, se priva a los individuos de aquellos vínculos que les otorgaban seguridad, la falta de sincronización que de ello resulta transforma la libertad en una carga insoportable. Ella se identifica entonces con la duda y con un tipo de vida que carece de significado y dirección. Surgen así poderosas tendencias que llevan hacia el abandono de este género de libertad para buscar refugio en la sumisión o en alguna especie de relación con el hombre y el mundo que prometa aliviar la incertidumbre, aun cuando prive al individuo de su libertad.

La historia europea y americana desde fines de la Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del individuo. Es un proceso que se inició en Italia con el Renacimiento y que tan sólo ahora parece haber llegado a su culminación. Fueron necesarios más de cuatro siglos para destruir el mundo medieval y para liberar al pueblo de las restricciones más manifiestas. Pero, si bien en muchos aspectos el individuo ha crecido, se ha desarrollado mental y emocionalmente y participa de las conquistas culturales de una manera jamás experimentada antes, también ha aumentado el retraso entre el desarrollo de la «libertad de» y el de la «libertad para». La consecuencia de esta desproporción entre la libertad de todos los vínculos y la carencia de posibilidades para la realización positiva de la libertad y de la individualidad, ha conducido, en Europa, a la huida pánica de la libertad y a la adquisición, en su lugar, de nuevas cadenas o, por lo menos, de una actitud de completa indiferencia.

Iniciaremos nuestro estudio sobre el significado de la libertad para el hombre moderno con un análisis de la escena cultural europea durante la baja Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna. En este período la base económica de la sociedad occidental sufrió cambios radicales que se vieron acompañados por transformaciones igualmente radicales en la estructura de la personalidad humana. Se desarrolló entonces un nuevo concepto de libertad, que halló sus más significativas expresiones ideológicas en nuevas doctrinas religiosas: las de la Reforma. Cualquier estudio de la libertad en la sociedad moderna debe iniciarse con aquel periodo en el cual fueron colocados los cimientos de la moderna cultura, ya que esta etapa formativa del hombre moderno ha de permitirnos reconocer, con más claridad que cualquier otra época posterior, aquel significado ambiguo de la libertad que debía operar a través de esa cultura: por un lado, la creciente independencia del hombre frente a las autoridades externas; por otro, su aislamiento creciente y el sentimiento que surge de este hecho: la insignificancia del individua y su impotencia. Nuestra comprensión de los nuevos elementos de la estructura de la personalidad humana se acrecienta por el estudio de sus orígenes, por cuanto al analizar las características esenciales del capitalismo y del individualismo en sus mismas raíces, nos vemos en condiciones de compararlas con un sistema económico y un tipo de personalidad fundamentalmente distintos del nuestro. Este mismo contraste nos proporciona una perspectiva mejor para la comprensión de las peculiaridades del sistema social moderno, de la manera según la cual se ha formado la estructura del carácter de la gente que vive en él, y del nuevo espíritu que ha resultado de esta transformación de la personalidad.

El capítulo siguiente mostrará también cómo el periodo de la Reforma es más similar a la escena contemporánea de lo que parecería a primera vista; en realidad, a pesar de todas las diferencias evidentes que existen entre los dos periodos, probablemente no haya otra época desde el siglo XVI en adelante que se parezca más a la nuestra en lo que concierne al significado ambiguo de la libertad. La Reforma constituye una de las raíces de la idea de libertad y autonomía humanas, tal como ellas se expresan en la democracia moderna. Sin embargo, aun cuando no se deja nunca de subrayar este hecho, especialmente en los países no católicos, se olvida su otro aspecto: la importancia que ella atribuye a la maldad de la naturaleza humana, a la insignificancia y la impotencia del individuo y a la necesidad para éste de subordinarse a un poder exterior a él mismo. Esta idea de la indignidad del individuo, de su incapacidad fundamental para confiar en sí mismo y su necesidad de someterse, constituye también el tema principal de la ideología hitleriana, que, por otra parte, no asigna a la libertad y a los principios morales la importancia que es esencial en el protestantismo.


Esta similitud ideológica no es la única que hace del estudio de los siglos XV y XVI un punto de partida particularmente fecundo para la comprensión de la escena contemporánea. También existe una similitud fundamental en la situación social. Trataré de mostrar cómo se debe a tal parecido la similitud ideológica y psicológica. Entonces como ahora había un vasto sector de la población que se hallaba amenazado en sus formas tradicionales de vida por obra de cambios revolucionarios en la organización económica y social; especialmente se veía amenazada la clase media tal como lo está hoy por el poder de los monopolios y por la fuerza superior del capital, y tal amenaza ejercía un importante efecto sobre el espíritu y la ideología del sector amenazado, al agravar el sentimiento de soledad e insignificancia del individuo.

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