Capítulo 2: LA TEORÍA DEL AMOR
1. EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA
EXISTENCIA HUMANA
Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana. Si bien encontramos amor, o
más bien, el
equivalente del amor, en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente
una parte de su equipo instintivo, del que sólo algunos restos operan en el hombre. Lo esencial en la
existencia del hombre es el hecho de que ha emergido del reino animal, de la
adaptación instintiva, de
que ha trascendido la naturaleza —si
bien jamás la abandona y
siempre forma parte de ella— y, sin embargo, una vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya
no puede retornar a ella, una vez arrojado del paraíso —un estado de unidad
original con la naturaleza— querubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de
regresar. El hombre sólo
puede ir hacia adelante desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida.
Cuando el hombre nace, tanto la raza humana
como el individuo, se ve arrojado de una situación definida, tan definida como los instintos, hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo existe certeza con respecto al pasado,
y con respecto al futuro, la certeza de la muerte.
El hombre está
dotado de razón, es vida consciente de sí
misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus
semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de
sí mismo
como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho
de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de
que morirá antes
que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad y su «separatidad»[1], de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de
la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una
insoportable prisión. Se volvería loco si no
pudiera liberarse de su prisión
y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.
La vivencia de la separatidad provoca
angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa
estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De ahí que estar separado
signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo —las cosas y las personas— activamente;
significa que el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es la fuente de
una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un sentimiento de culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del «árbol del
conocimiento del bien y del mal», después
de haber desobedecido (el bien y el mal no existen si no hay libertad para
desobedecer), después de haberse vuelto
humanos al emanciparse de la originaria armonía animal con la naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres humanos,
vieron «que estaban desnudos y tuvieron vergüenza». ¿Debemos suponer que
un mito tan antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería del enfoque moralista del siglo XIX, y que el punto importante
que el relato quiere transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque sus genitales eran visibles? Es muy difícil que así
sea, y si interpretamos el relato con un espíritu victoriano, pasamos por alto el
punto principal, que parece ser el siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí mismos y del otro,
tuvieron conciencia de su separatidad, y de la diferencia entre ambos, en la
medida en que pertenecían
a sexos distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen siendo
desconocidos el uno para el otro, porque aún no han aprendido a amarse (como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende, acusando a Eva, en lugar
de tratar de defenderla). La conciencia de la separación humana —sin la reunión por el amor— es la fuente de la vergüenza.
Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la angustia.
La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad de superar su
separatidad, de abandonar la prisión
de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la
locura, porque el pánico del
aislamiento total sólo puede vencerse
por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento
de separación se desvanece —porque el mundo
exterior, del cual se está separado, ha desaparecido—.
El hombre —de todas las edades y culturas—
enfrenta la solución de un problema que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el hombre
primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado romano, el
monje medieval, el samurái
japonés, el empleado y el
obrero modernos. El problema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno:
la situación humana, las
condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La solución
puede alcanzarse por medio de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas militares,
por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien las
respuestas son muchas —su
crónica constituye la
historia humana— no
son, empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las
diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas respuestas, de
su diversidad, así como
de su limitación en cuanto al número.
Las respuestas dependen, en cierta medida,
del grado de individualización
alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad se ha desarrollado apenas;
él aún se siente uno con su madre, no
experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está presente. Su
sensación de soledad es
creada por la presencia física
de la madre, sus pechos, su piel. Sólo
en el grado que el niño
desarrolla su sensación
de separatidad e individualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de
superar de otras maneras la separatidad.
De manera similar, la raza humana, en su
infancia, se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas,
constituyen aún el mundo del
hombre, quien se identifica con los animales, como lo expresa el uso que hace
de máscaras animales, la
adoración de un animal totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de
encontrar nuevas formas de escapar del estado de separación.
Una forma de alcanzar tal objetivo consiste
en diversas clases de estados orgiásticos.
Estos pueden tener la forma de un trance autoinducido, a veces con la ayuda de
drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de separatidad con
respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esa solución.
En estrecha relación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia
sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un
trance o a los efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de
muchos rituales primitivos. Según
parece, el hombre puede seguir durante cierto tiempo, después de la experiencia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su
separatidad. Lentamente, la tensión
de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la
repetición del ritual.
Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos
es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma
compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los sacerdotes; de ahí
que no existan motivos para sentirse culpable o
avergonzado. La situación
es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los
medios a su disposición.
En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos
de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero
cuando la experiencia orgiástica
concluye, se sienten más separados aún, y ello los impulsa a recurrir a tal experiencia con frecuencia
e intensidad crecientes. La solución
orgiástica sexual presenta
leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal de
superar la separatidad, y una solución
parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden
aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda
del orgasmo sexual asume un carácter
que lo asemeja bastante al alcoholismo o la afición a las drogas. Se convierte en un desesperado intento de escapar
a la angustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor
nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos, excepto en forma
momentánea.
Todas las formas de unión orgiástica tienen tres características: son intensas, incluso violentas; ocurren en la
personalidad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente lo contrario ocurre en
esa forma de unión que está lejos de ser la
solución que con mayor
frecuencia eligió el
hombre en el pasado y en el presente: la unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias. Volvemos a encontrar
aquí una
evolución considerable.
En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está
integrado por aquellos que comparten la sangre y el
suelo. Con el desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con
vierte en la ciudadanía
de una polis, de un gran Estado, los miembros de una iglesia. Hasta el romano
indigente se sentía orgulloso de
poder decir civis romanus sum; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su
mundo. También en la sociedad
occidental contemporánea
la unión con el grupo es
la forma predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece
en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o
pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas,
las ideas, al patrón del grupo, estoy
salvado; salvado de la temible experiencia de la soledad. Los sistemas
dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los
países democráticos, la sugestión y la propaganda. Indudablemente, hay
una gran diferencia entre los dos sistemas. En las democracias, la no
conformidad es posible, y en realidad, no está
totalmente ausente; en los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes y mártires insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las
sociedades democráticas muestran un
abrumador grado de conformidad. La razón radica en el hecho de que debe existir una respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una distinta o mejor, la conformidad con el rebaño se convierte en la forma predominante.
El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos alejado del
rebaño, resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad de no estar separado. A veces el temor
a la no conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere someterse
en un grado mucho más alto de lo que
está obligada
a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales.
La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de
conformismo. Viven con la ilusión
de que son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como
resultado de sus propios pensamientos —y que simplemente sucede que sus ideas son iguales que las de la
mayoría—. El consenso de todos sirve como prueba
de la corrección de «sus» ideas.
Puesto que aún tienen necesidad
de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a
diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks
en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario «es distinto» nos demuestra esa
patética necesidad de
diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.
Esa creciente tendencia a eliminar las
diferencias se relaciona estrechamente con el concepto y la experiencia de
igualdad, tal como se está desarrollando en las sociedades industria les más avanzadas. En un contexto religioso,
igualdad significó que
todos somos hijos de Dios, que todos compartimos la misma sustancia
humano-divina, que todos somos uno. Significaba también que deben respetarse las diferencias entre los individuos, que,
si bien es cierto que todos somos uno, también lo es que cada uno de nosotros constituye una entidad única, un cosmos
en si mismo. Tal convicción
acerca de la unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la sentencia
talmúdica: «Quien salva una sola
vida, es como si hubiera salvado a todo el mundo; quien destruye una sola vida,
es como si hubiera destruido a todo el mundo.»
La igualdad como una condición para el desarrollo de la individualidad
fue, asimismo, el significado de este concepto en la filosofía del iluminismo occidental. Denotaba
(como lo formuló muy
claramente Kant) que ningún
hombre debe ser un medio para que otro hombre realice sus fines. Que todos los
hombres son iguales en la medida en que son finalidades, y sólo finalidades, y nunca medios los unos
para los otros. Continuando las ideas del iluminismo, los pensadores
socialistas de diversas escuelas definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del hombre por el hombre,
fuera ese uso cruel o «humanitario».
En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su
individualidad. Hoy en día,
igualdad significa «identidad»
antes que «unidad». Es la identidad de las abstracciones, de los hombres que
trabajan en los mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idénticos pensamientos e ideas. En este
sentido, también deben recibirse
con cierto escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos
de progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario
aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de
esa tendencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el precio
que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales porque ya no son
diferentes. La proposición
de la filosofía del iluminismo, l'âme
n'a pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general. La polaridad de los sexos
está desapareciendo,
y con ella el amor erótico,
que se basa en dicha polaridad. Hombres y mujeres son idénticos, no iguales como polos opuestos.
La sociedad contemporánea
predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos,
todos idénticos, para
hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna
producción en masa requiere
la estandarización de los productos,
así el
proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es llamada «igualdad».
La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calma, dictada
por la rutina, y por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la
angustia de la separatidad. La frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva
y el suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas
de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución afecta fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual
es menos efectiva que las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo rebaño ofrece tan sólo
una ventaja: es permanente, y no espasmódica. El individuo es introducido en el patrón de conformidad a la edad de tres o
cuatro años, y a partir de
ese momento, nunca pierde el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él
anticipa como su última actividad
social importante, está estrictamente de acuerdo con el patrón.
Además de la conformidad como forma de aliviar la angustia que surge de
la separatidad, debemos considerar otro factor de la vida contemporánea: el papel de la rutina en el trabajo
yen el placer. El hombre se convierte en «ocho horas de trabajo», forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios. Tiene
muy poca iniciativa, sus tareas están
prescritas por la organización
del trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los peldaños inferiores de la escala y los que han llegado más arriba. Aun los sentimientos están prescritos:
alegría, tolerancia,
responsabilidad, ambición
y habilidad para llevarse bien con todo el mundo sin inconvenientes. Las
diversiones están rutinizadas en
forma similar, aunque notan drástica.
Los clubs del libro seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógrafos y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además,
la propaganda respectiva; el resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la sesión de televisión, la partida de naipes, las reuniones
sociales. Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades rutinarias
recordar que es un hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas
y desilusiones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y
a la separatidad?
Una tercera manera de lograr la unión reside en la actividad creadora, sea la
del artista o la del artesano. En cualquier tipo de tarea creadora, la persona
que crea se une con su material, que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye una
mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o el
pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el individuo y
su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de creación. Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo productivo, para la tarea en la que yo
planeo, produzco, veo el resultado de mi labor. Actualmente en el proceso de
trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco queda de esa
cualidad unificadora del trabajo. El trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o de la organización burocrática. Ha dejado de ser él,
y por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la conformidad.
La unidad alcanzada por medio del trabajo
productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es transitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto,
constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La solución plena está
en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.
Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que existe en el hombre.
Constituye su pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a
la raza humana, al clan, a la familia y a la sociedad. La incapacidad para
alcanzarlo significa insania o destrucción —de sí mismo o de los demás—. Sin amor, la humanidad no podría existir un día
más. Sin embargo, si
llamamos «amor» al
logro de la unión interpersonal,
nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en distintas formas —y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de
común las diversas
formas del amor—. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma específica de unión,
una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y
sistemas filosóficos humanísticos en los
cuatro mil años de historia
occidental y oriental?
Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la respuesta sólo puede ser arbitraria. Lo importante es
que sepamos a qué clase
de unión nos referimos
cuando hablamos de amor. ¿Trátase del amor como solución madura al problema de la existencia, o
nos referimos a esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica?
En los pasajes siguientes sólo
usaré el
término amor para
designar la primera alternativa. Comenzaré
el examen del «amor» con la segunda.
La unión simbiótica
tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto.
Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven «juntos» (sym-biosis),
se necesitan mutuamente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto
necesita; la madre es su mundo, por así
decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica
psíquica, los dos
cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.
La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión,
o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona
masoquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y separatidad
convirtiéndose en una parte
de otra persona que la dirige, la guía,
la protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera
el poder de aquel al que uno se somete, se trate de una persona o de un dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la
medida en que formo parte de él.
Como tal, comparto su grandeza, su poder, su seguridad. La persona masoquista
no tiene que tomar decisiones, ni correr riesgos; nunca está sola, pero no es
independiente; carece de integridad; no ha nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la relación amorosa masoquista, el mecanismo
esencial, de idolatría,
es el mismo. La relación
masoquista puede estar mezclada con deseo físico, sexual; en tal caso, trátase de una sumisión
de la que no sólo participa la
mente, sino también todo el cuerpo.
Puede ser una sumisión
masoquista ante el destino, la enfermedad, la música rítmica, el estado
orgiástico producido por
drogas o por un trance hipnótico;
en todos los casos la persona renuncia a su integridad, se convierte en un
instrumento de alguien o algo exterior a él; no necesita resolver el problema de la existencia por medio de
la actividad productiva.
La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación,
o, para utilizar el término
correspondiente a masoquismo, el sadismo. La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su
sensación de estar
aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí
misma. Se siente acrecentada y realzada incorporando
a otra persona, que la adora.
La persona sádica es tan dependiente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla,
y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada. En un sentido
realista, la diferencia es considerable; en un sentido emocional profundo, la diferencia
no es mayor que lo que ambas tienen en común: la fusión
sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es sorprendente encontrar
que, por lo general, una persona reacciona tanto en forma sádica como masoquista, habitualmente con
respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba sádicamente frente al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia
el destino, la historia, el «poder superior»
de la naturaleza. Su fin —el suicidio en medio de la destrucción general— es tan característico
como lo fueron sus sueños
de éxito —el dominio total—.[2]
En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición
de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un
poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al
hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento
y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de
dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.
Si decimos que el amor es una actividad, nos
vemos frente a una dificultad que reside en el significado ambiguo de la
palabra «actividad». En el sentido moderno del término, «actividad»
denota una acción que, mediante un gasto de energía, produce un cambio en la situación existente. Así, un hombre es activo si atiende su negocio, estudia medicina,
trabaja en una cadena sinfín,
construye una mesa, o se dedica a los deportes. Todas esas actividades tienen
en común el estar
dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad. Consideremos, por
ejemplo, el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y soledad impulsa a
trabajar incesantemente; o del otro movido por la ambición, o el ansia de riqueza. En todos esos
casos, la persona es esclava de una pasión, y, en realidad, su actividad es una «pasividad», puesto que está impulsado; es el
que sufre la acción, no el que la
realiza. Por otra parte, se considera «pasivo» a
un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad o propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad
con el mundo, porque no «hace» nada.
En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más
elevada, una actividad del alma, y sólo
es posible bajo la condición
de libertad e independencia interiores. ( Se encontrará un estudio más detallado del sadismo y del masoquismo
en E. Fromm, El miedo a la libertad, Ediciones Paidós, 1958.)Uno de los conceptos de actividad, el moderno, se refiere
al uso de energía para el logro de
fines exteriores; el otro, al uso de los poderes inherentes del hombre, se
produzcan o no cambios externos. Spinoza formuló
con suma claridad el segundo concepto de actividad,
distinguiendo entre afectos activos y pasivos, entre «acciones» y «pasiones». En el ejercicio de
un afecto activo, el hombre es libre, es el amo de su afecto; en el afecto
pasivo, el hombre se ve impulsado, es objeto de motivaciones de las que no se
percata. Spinoza llega de tal modo a afirmar que la virtud y el poder son una y
la misma cosa[3]. La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión.
El amor es una actividad, no un afecto
pasivo; es un «estar continuado», no
un «súbito arranque». En el sentido más
general, puede describirse el carácter
activo del amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.
¿Qué es dar? Por simple
que parezca la respuesta, está en realidad plena de ambigüedades y complejidades. El malentendido más común consiste en suponer que dar significa «renunciar» a algo, privarse de
algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha desarrollado más allá de
la etapa correspondiente a la orientación receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar,
pero sólo a cambio de
recibir; para él, dar sin recibir significa
una estafa.[4] La gente cuya orientación fundamental no es productiva, vive el dar como un
empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del
dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso,
se debe dar, y creen que la virtud de dar está
en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellos, la norma de
que es mejor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría.
Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto:
constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar,
experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y
potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como
desbordante, pródigo, vivo, y, por
tanto, dichoso.[5] Dar produce más
felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está
la expresión
de mi vitalidad.
Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos específicos, advertiremos fácilmente
su validez.
Encontramos el ejemplo más elemental en la esfera del sexo. La
culminación de la función sexual masculina radica en el acto de
dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano
sexual, a la mujer. En el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar
de darlo si es potente. Si no puede dar, es impotente. El proceso no es
diferente en la mujer, si bien algo más complejo. También
ella se da; permite el acceso al núcleo
de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a
producirse, no en su función
de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el
calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso.
En la esfera de las cosas materiales, dar
significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El
avaro que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de vista
psicológico, un hombre
indigente, empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo como alguien
que puede entregar a los demás
algo de sí. Sólo un individuo privado de todo lo que
está más allá
de las necesidades elementales para la subsistencia
seria incapaz de gozar con el acto de dar cosas materiales. La experiencia
diaria demuestra, empero, que lo que cada persona considera necesidades mínimas depende tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es
bien sabido que los pobres están
más inclinados a dar
que los ricos. No obstante, la pobreza que sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en
consecuencia, degradante, no sólo
a causa del sufrimiento directo que ocasiona, sino porque priva a los pobres de
la alegría de dar.
Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las
cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. ¿Qué
le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida.
Ello no significa necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da
lo que está vivo
en él —da de su alegría, de su interés,
de su comprensión, de su
conocimiento, de su humor, de su tristeza—, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar así
de su vida, enriquece a la otra persona, realza el
sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de
recibir; dar es de por sí una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la
vida algo en la otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez
sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da
en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la
alegría de lo que han
creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten
agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor
es un poder que produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor.
Marx ha expresado bellamente este pensamiento: «Supongamos —dice—, al hombre como hombre, y su relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos intercambiar amor
sólo por amor,
confianza por confianza, etc. Si se quiere disfrutar del arte, se debe poseer
una formación artística; si se desea tener influencia sobre
otra gente, se debe ser capaz de ejercer una influencia estimulante y
alentadora sobre la gente. Cada una de nuestras relaciones con el hombre y con
la naturaleza debe ser una expresión
definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto de nuestra
voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor como tal no
produce amor, si por medio de una expresión de vida como personas que amamos, no nos convertimos en personas
amadas, entonces nuestro amor es impotente, es una desgracia».[6] Pero no sólo en lo que atañe al amor dar significa recibir. El
maestro aprende de sus alumnos, el auditorio estimula al actor, el paciente
cura a su psicoanalista —siempre
y cuando no se traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y productiva.
Apenas si es necesario destacar el hecho de
que la capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de
una orientación predominantemente
productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la omnipotencia
narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos
y coraje para confiar en su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. En
la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por
tanto, de amar.
Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica
ciertos elementos básicos, comunes a
todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad,
respeto y conocimiento.
Que el amor implica cuidado es especialmente
evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que
cuida al niño. Lo mismo ocurre
incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que
ama las flores, y viéramos
que se olvida de regarlas, no creeríamos
en su «amor» a
las flores. El amor es la preocupación
activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal
preocupación activa, no hay
amor. En el libro de Jonás
se describe en forma sumamente bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a
Jonás que vaya a Nínive para advertir a sus habitantes que
serán castigados si no
abandonan sus prácticas perversas. Jonás
huye de su misión porque teme que
la gente de Nínive se arrepienta
y que Dios los perdone. Es un hombre con un poderoso sentido del orden y de la
ley, pero sin amor. Sin embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el
vientre de una ballena, que simboliza el estado de aislamiento y reclusión que ha provocado en el su falta de amor
y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive.
Predica ante los habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello
que él tanto temía. Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados,
abandonan sus malos hábitos,
y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se siente hondamente enojado y
apesadumbrado; él quería «justicia», no misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo en la sombra
de un árbol que Dios ha
hecho Crecer para protegerlo del sol. Pero cuando Dios hace que el árbol se seque,
Jonás se deprime y se
queja airadamente a Dios. Dios responde: «Tuviste tú lástima de la
calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú
la hiciste crecer; que en espacio de una noche nació y en espacio de una
noche pereció. Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no
conocen su mano derecha su mano izquierda, y muchos animales?» La respuesta de
Dios a Jonás debe entenderse
simbólicamente. Dios le
explica a Jonás que la esencia
del amor es «trabajar» por algo y «hacer crecer», que e amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo
que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama.
El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de
la responsabilidad. Hoy en día
suele usarse ese término para denotar
un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su
verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a
las necesidades, expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar
listo y dispuesto a «responder». Jonás no se sentía responsable ante
los habitantes de Nínive. El, como Caín, podía preguntar: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?»
La persona que ama, responde. La vida de su hermano
no es sólo asunto de su
hermano, sino. propio. Siéntese
tan responsable por sus semejantes como por sí
mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y
su hijo, atañe principalmente al
cuidado de las necesidades físicas.
En el amor entre adultos, a las necesidades psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera por un
tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa
reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una
persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preocuparse por
que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto
implica la ausencia de explotación.
Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma
que les es propia, y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno
con ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea, como un
objeto para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar
sin muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad: «l'amour est l'enfant de la liberté», dice una vieja canción
francesa; el amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación.
Respetar a una persona sin conocerla, no es
posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un
aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el
meollo. Sólo es posible
cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una
persona está encolerizada,
aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé
entonces que está
angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se
siente culpable. Sé entonces
que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta, es decir, como una
persona que sufre y no como una persona enojada.
Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para
trascender de ese modo la prisión
de la propia separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en
sus aspectos meramente biológicos
es un milagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos humanos, es un
impenetrable secreto para sí mismo —y para sus
semejantes—. Nos conocemos y,
a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos.
Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no
somos una cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de
nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos
dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».
Hay una manera, una manera desesperada, de
conocer el secreto: es el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le
hace hacer lo que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos; que
la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del
sadismo, el deseo y la habilidad de hacer sufrir a un ser humano, de torturarlo,
de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento. En ese anhelo de
penetrar en el secreto del hombre, y por lo tanto, en el nuestro, reside una
motivación esencial de la
profundidad y la intensidad de la crueldad y la destructividad. Isaac Babel ha
expresado tal idea en una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial compañero suyo en la guerra civil rusa, quien
acababa de matar a puntapiés
a su ex amo: «Con un disparo —digamos así—, con un disparo, uno sólo, se libra uno de un tipo… Con un disparo nunca
se llega al alma, a dónde
está en
el tipo y cómo se presenta.
Pero yo no ahorro fuerzas, y más
de una vez he pisoteado a un tipo durante más de una hora. Sabes, quiero llegar a saber qué es realmente la
vida, cómo es la vida».[7]
Es frecuente que los niños tomen abiertamente ese camino hacia el
conocimiento. El niño desarma algo, lo
deshace para conocerlo; o destroza un animal; cruelmente arranca las alas de
una mariposa para conocerla, para obligarla a revelar su secreto. La crueldad
misma está motivada
por algo más profundo: el
deseo de conocer el secreto de las cosas y de la vida.
Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor
es la penetración activa en la otra
persona, en la que la unión
satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí
mismo, conozco a todos —y no «conozco» nada—. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo
que está vivo
le es posible al hombre —por
la experiencia de la unión— no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro
pensamiento. El sadismo está motivado por el deseo de conocer el secreto, y, sin embargo,
permanezco tan ignorante como antes. He destrozado completamente al otro ser,
y, sin embargo, no he hecho más
que separarlo en pedazos. El amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el acto de amar, de
entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro,
nos descubro a ambos, descubro al hombre.
El anhelo de conocernos a nosotros mismos y
de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico: «Conócete a ti mismo.» Tal es la fuente
primordial de toda psicología.
Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede sólo del pensamiento, nunca puede
satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos
a conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros
mismos, y nuestros semejantes seguirían
siéndolo para nosotros.
La única forma de
alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende
el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la
experiencia de la unión.
Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en
el acto de amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetiva
mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente
deformada de ella. Sólo
conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar.[8]
El problema de conocer al hombre es paralelo
al problema religioso de conocer a Dios. En la teología occidental convencional se intenta conocer a Dios por medio del
pensamiento, de afirmaciones acerca de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios
en mi pensamiento. En el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como trataré de demostrar más adelante), se
renuncia al intento de conocer a Dios por medio del pensamiento, y se lo
reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca
de Dios, ni tal conocimiento es necesario.
La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de
vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el contrario, y
como lo señaló Albert Schweitzer,
es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro
conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro
conocimiento. Es el conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del
hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de
amar. La psicología como ciencia
tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica
de la teología es el misticismo,
así la
consecuencia última de la
psicología es el amor.
Cuidado, responsabilidad, respeto y
conocimiento son mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en
la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus
propios poderes, que sólo
desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y
omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede
proporcionar.
Hasta ahora he hablado sobre el amor como
forma de superar la separatidad humana, como la realización del anhelo de unión. Pero por encima de la necesidad universal,
existencial, de unión, surge otra más específica y de orden biológico:
el deseo de unión entre los polos
masculino y femenino. La idea de tal polarización está notablemente
expresada en el mito de que, originariamente, el hombre y la mujer fueron uno,
que los dividieron por la mitad y que, desde entonces, cada hombre busca la
parte femenina de sí mismo
que ha perdido, para unirse nuevamente con ella. (La misma idea de la unidad
original de los sexos aparece también
en la Biblia, donde Eva es hecha de una costilla de Adán, si bien en ese relato, concebido en el
espíritu del
patriarcalismo, la mujer se considera secundaria al hombre.) El significado del
mito es bastante claro. La polarización sexual lleva al hombre a buscar la unión con el otro sexo. La polaridad entre los principios masculino y
femenino existe también
dentro de cada hombre y cada mujer. Así
como fisiológicamente tanto el hombre como la mujer
poseen hormonas del sexo opuesto, así también en el sentido
psicológico son
bisexuales. Llevan en si mismos el principio de recibir y de penetrar, de la
materia y del espíritu. El hombre —y la mujer—
sólo
logra la unión interior en la
unión con su polaridad
femenina o masculina. Esa polaridad es la base de toda creatividad.
La polaridad masculino-femenina es también la base de la creatividad
interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el hecho de que la unión del esperma y el óvulo
constituyen la base para el nacimiento de un niño. Y la situación
es la misma en el dominio puramente psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer.
(La desviación homosexual es un
fracaso en el logro de esa unión
polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad nunca
resuelta, fracaso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que
no puede amar.)
Idéntica polaridad entre el principio masculino y el femenino existe
en la naturaleza; no sólo,
como es notorio, en los animales y las plantas, sino en la polaridad de dos
funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la polaridad de la
tierra y la lluvia, del río
y el océano, de la noche y
el día, de la oscuridad
y la luz, de la materia y el espíritu.
El gran poeta y místico musulmán, Rumi, expresó
esta idea con hermosas frases:
Nunca el amante busca sin ser buscado por su
amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este
corazón, sabe que también hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios tiene amor para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de una mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace
amarnos el uno al otro.
Por eso está
ordenado que cada parte del mundo se una con su
consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra,
mujer. Cuando la Tierra no tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su
frescor y su rocío, el Cielo se lo
devuelve. El Cielo hace su ronda, como un marido que trabaja por su mujer.
Y la Tierra se ocupa del gobierno de su
casa: cuida de los nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la Tierra y al Cielo, tienen
inteligencia, pues hacen el trabajo de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del
otro, ¿por qué habrían de andar juntos como novios?
Sin la Tierra, ¿despuntarían
las flores, echarían flores los árboles? ¿Qué, entonces,
producirían el calor y el
agua del Cielo?
Así
como Dios puso el deseo en el hombre y en la mujer
para que el mundo fuera preservado por su unión.
Así
en cada parte de la existencia planteó el deseo de la otra
parte.
Día
y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos un único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no
recibiría ganancia alguna,
y nada tendría entonces el día para gastar.[9]
El problema de la polaridad hombre-mujer
lleva a ciertas consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el sexo.
Hablé
antes del error que cometió
Freud al ver en el amor exclusivamente la expresión —o una sublimación— del instinto
sexual, en lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifestación de la necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo todavía. De acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto sexual el
resultado de una tensión
químicamente producida
en el cuerpo, que es dolorosa y busca alivio. La finalidad del deseo sexual es
la eliminación de esa tensión; la satisfacción sexual consiste en tal eliminación. Este punto de vista es válido en la medida en que el deseo sexual
opera en la misma forma que el hambre o la sed cuando el organismo se encuentra
desnutrido. En tal sentido, el deseo sexual es una comezón, y la satisfacción sexual, el alivio de esa comezón. En realidad, en lo que al concepto de
sexualidad se refiere, la masturbación
sería la satisfacción sexual ideal.
Lo que Freud paradójicamente no tiene
en cuenta es el aspecto psicobiológico
de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina, y el deseo de resolver la
polaridad por medio de la unión.
Ese curioso error probablemente vióse
facilitado por el extremo patriarcalismo de Freud, que lo llevó a suponer que la
sexualidad per se es masculina, y le hizo ignorar la sexualidad femenina específica. Expresó
tal idea en Una teoría sexual, diciendo que la libido posee regularmente «una naturaleza masculina», se trate de la
libido de un hombre o de una mujer. La misma idea se expresa, en una forma
racionalizada, en la teoría
de que el niño experimenta a la
mujer como un hombre castrado, y de que ella misma busca diversas
compensaciones a la pérdida
del genital masculino. Pero la mujer no es un hombre castrado, y su sexualidad
es específicamente femenina
y no de «naturaleza masculina».
La necesidad de aliviar la tensión sólo motiva parcialmente la atracción entre los sexos; la motivación fundamental es la necesidad de unión con el otro polo sexual. De hecho, la atracción erótica no se expresa únicamente en la atracción sexual. Hay masculinidad y feminidad en
el carácter tanto como en
la función sexual. Puede
definirse el carácter masculino
diciendo que posee las cualidades de penetración, conducción,
actividad, disciplina y aventura; el carácter femenino, las cualidades de receptividad productiva, protección, realismo, resistencia, maternalidad.
(Siempre debe tenerse presente que en cada individuo se funden ambas características, pero con predominio de las
correspondientes a su sexo.) Si los rasgos masculinos del carácter de un hombre están debilitados porque emocionalmente sigue
siendo una criatura, es muy frecuente que trate de compensar esa falta acentuando
exclusivamente su papel masculino en el sexo. El resultado es el Don Juan, que
necesita demostrar sus proezas masculinas en el terreno sexual, porque está inseguro de su
masculinidad en un sentido caracterológico. Cuando la parálisis
de la masculinidad es más
intensa, el sadismo (el uso de la fuerza) se convierte en el principal —y perverso— sustituto de la
masculinidad. Si la sexualidad femenina está
debilitada o pervertida, se transforma en masoquismo
o posesividad.
Se ha criticado a Freud por su sobrevaloración de lo sexual. Tales críticas estuvieron frecuentemente motivadas
por el deseo de eliminar del sistema freudiano un elemento que despertó la hostilidad y la
crítica de la gente de
mentalidad convencional. Freud percibió
agudamente esa motivación y, por eso mismo, luchó
contra todo intento de modificar su teoría sexual. Es indudable que en su época la teoría freudiana tenía
un carácter desafiante y
revolucionario. Pero lo que era cierto alrededor de 1900 ya no lo es cincuenta
años más tarde. Las costumbres sexuales han
cambiado tanto que las teorías
de Freud ya no le resultan escandalosas a la clase media occidental, y los
analistas ortodoxos actuales practican una forma quijotesca de radicalismo
cuando creen que son los valerosos y extremistas defensores de la teoría sexual de Freud. En realidad, su tipo
de psicoanálisis es
conformista, y no trata de plantear problemas psicológicos que lleven a una crítica de la sociedad contemporánea.
No critico la teoría freudiana por acentuar excesivamente la sexualidad, sino por su
fracaso en comprenderla con profundidad. Freud dio el primer paso hacia el
descubrimiento de la significación
de las pasiones interpersonales; de acuerdo con sus premisas filosóficas, las explicó fisiológicamente. En el desarrollo ulterior del
psicoanálisis, es necesario
corregir y profundizar el concepto freudiano, trasladando las concepciones de
Freud de la dimensión fisiológica a la biológica y existencial.[10]
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