Capítulo 4: LA PRÁCTICA DEL AMOR
Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos
ahora con un problema mucho más
difícil, el de la práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto practicándolo?
La dificultad del problema se ve aumentada
por el hecho de que la mayoría
de la gente de hoy en día,
y, por lo tanto, muchos de los lectores de este libro, esperan recibir recetas
del tipo «cómo debe usted
hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a amar. Mucho me temo que quien
comience este último capítulo con tales esperanzas resultará sumamente
decepcionado. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya
tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria, cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen
de la práctica del amor
puede hacer es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la
cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques.
Los pasos hacia la meta sólo
puede darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso decisivo.
Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede resultar útil para el dominio del arte —por lo menos para quienes han dejado de
esperar «recetas»—.
La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales,
independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería,
la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo
hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir
un «hobby» agradable
o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la
práctica de un arte
particular (digamos practicar todos los días durante cierto número
de horas), sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera sumamente disciplinada
en un trabajo donde impera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el
hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo.
Cuando no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad
constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización
de la vida. Precisamente porque el hombre está
obligado durante ocho horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le
son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia
infantil para consigo mismo. Además,
en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda
disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad irracional como de la
disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna
caótica y carece de
concentración.
El que la concentración es condición indispensable para el dominio de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel que
alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en nuestra cultura, la
concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura
lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra
paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se
habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre
abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra
dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin
hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e
inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es uno de los
síntomas de la falta
de concentración: ocupa la mano,
la boca, los ojos y la nariz.)
Un tercer factor es la paciencia. Repetimos
que quien haya tratado alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es
necesaria para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el
hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial
alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el coche y el
aeroplano nos llevan rápidamente
a destino —y cuanto más rápido mejor—.
La máquina que puede
producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más antigua y lenta. Naturalmente, hay para
ello importantes razones económicas.
Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre —así
dice la lógica—. El hombre moderno piensa que pierde
algo —tiempo— cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo
que gana —salvo matarlo—.
Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una
preocupación suprema por el
dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá
siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado,
pero nunca un maestro. Esta condición
es tan necesaria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin
embargo, que la proporción
de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.
Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones
generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte
directamente, sino en forma indirecta, por así
decirlo. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener
aparentemente ninguna relación
con él, antes de
comenzar con el arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte
de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de
la ballestería empieza haciendo
ejercicios respiratorios.[47] Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte,
toda la vida debe estar dedicada a él
o, por lo menos, relacionada con él.
La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en
buenas condiciones, según
las funciones específicas que deba
realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a
convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la
concentración y la paciencia a
través de todas las
fases de su vida.
¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros
abuelos estarían en mejores
condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban levantarse temprano, no
entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de
las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la
vida. Pero, en la reacción
a tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de cualquier
disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto
de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma rutinizada de
vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levantarse a una hora regular,
dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo
menos dentro de ciertos límites,
actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y
rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como
una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta
como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta
que puede llegar a extrañar
si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro concepto
occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa es «buena». El Oriente ha reconocido
hace mucho que lo que es bueno para el hombre —para su cuerpo y para su alma—también debe ser
agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.
La concentración es, con mucho, más
difícil de practicar en
nuestra cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de
concentrarse. El paso más
importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo
sin leer, escuchar la radio, fumar o beber. Sin duda, ser capaz de concentrarse
significa poder estar solo con uno mismo —y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar—. Si estoy ligado a otra persona porque
no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas,
pero no hay amor en tal relación.
Paradójicamente, la
capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar
solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto,
inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se inclinará a racionalizar su
deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo
dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el
trabajo que debe realizar, o sobre lo que hará
esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la
mente, antes que permitir que ésta
se vacíe. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como, por ejemplo,
sentarse en una posición
relajada (ni totalmente flojo ni rígido),
cerrar los ojos y tratar de ver una pantalla blanca frente a los ojos, tratando
de alejar todas las imágenes
y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino
seguirla —y, al hacerlo,
percibirla—; tratar además de lograr una sensación de «yo»; yo = «mí mismo», como centro de mis
poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es
posible, más tiempo) y todas
las noches antes de acostarse.[48]
Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo lo
que uno hace, sea escuchar música,
leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento,
la actividad debe ser lo único
que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, poco
importa qué está haciendo; las cosas
importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención. Aprender a concentrarse requiere
evitar, en la medida de lo posible, las conversaciones triviales, esto es, la
conversación que no es
genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un árbol que ambas conocen, del gusto del pan
que acaban de comer juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que
hablan y no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado, una
conversación puede referirse a
cuestiones religiosas o políticas
y ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan en clisés, cuando no sienten lo que dicen. Debo
agregar aquí que,
así como
importa evitar la conversación
trivial, importa también
evitar las malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo
la gente viciosa y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está
muerta, aunque su cuerpo siga vivo; a individuos
cuyos pensamientos y conversación
son triviales; que parlotean en lugar de hablar, y que afirman opiniones que
son clisés en lugar de
pensar. Pero no siempre es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no reacciona en la forma
esperada —es decir, con clisés y trivialidades— sino directa y
humanamente, descubrirá con frecuencia que esa gente modifica su conducta, muchas veces
con la ayuda de la sorpresa producida por el choque de lo inesperado.
Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente
poder escuchar. La mayoría
de la gente oye a los demás,
y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la
otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas.
Resultado de ello: la conversación
los cansa. Encuéntranse bajo la
ilusión de que se sentirían aún más cansados si
escucharan con concentración.
Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier actividad, realizada en forma
concentrada, tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio
natural y benéfico); cualquier
actividad no concentrada, en cambio, causa somnolencia, y al mismo tiempo hace
difícil conciliar el
sueño al final del día.
Estar concentrado significa vivir plenamente
en el presente, en el aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy
realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser sobre todo practicada por
personas que se aman mutuamente. Deben aprender a estar el uno cerca del otro,
sin escapar de las múltiples
formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la concentración
es difícil; se tiene la
impresión de que jamás se logrará
la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la
necesidad de tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y
quiere forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará concentrarse —tampoco en el arte de amar—. Para tener una idea de lo que es la
paciencia, basta con observar a un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y
sin embargo sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué
no podría
lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su concentración en los fines que son importantes para él!
Es imposible aprender a concentrarse sin
hacerse sensible a uno mismo. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar
continuamente en uno mismo, «analizarse», o qué?
Si habláramos de ser
sensible a una máquina, no habría dificultad para explicar lo que eso
significa. Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él. Advierte hasta un pequeño ruido inusual, o un insignificante
cambio de la aceleración
del motor. De la misma forma, el conductor es sensible a las irregularidades en
la superficie del camino, a los movimientos de los coches que van detrás y delante de él. Sin embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se
encuentra en estado de serenidad vigilante, abierta a todos los cambios
relacionados con la situación
en la que está concentrado:
manejar el coche sin peligro.
Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano,
encontramos el ejemplo más
obvio en la sensibilidad y correspondencia de una madre para con su hijo. Ella
nota ciertos cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los manifieste abiertamente. Se
despierta porque su hijo llora, si bien otro sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso significa que es sensible a las manifestaciones de la
vida del niño; no está ansiosa
ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta, receptivo de cualquier
comunicación significativa proveniente del niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo. Tener
conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de
pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse «¿qué ocurre?»
«¿Por qué estoy deprimido?» Lo mismo sucede al
observar que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los ensueños u otras actividades escapistas. En
cada uno de esos casos, lo que importa es tener conciencia de ellos y no
racionalizarlos en las mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra voz interior,
que nos dice —por lo general
inmediatamente— por
qué estamos angustiados, deprimidos, irritados.
La persona media es sensible a sus procesos
corporales; advierte los cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad corporal es
relativamente fácil de
experimentar, porque la mayoría
de las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una sensibilidad
semejante para con los procesos mentales es más difícil, porque muchísima gente no ha conocido nunca a alguien
que funcione óptimamente. Toman
el funcionamiento psíquico
de sus padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como norma,
y, mientras no difieren de ésta,
se sienten normales y no tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que jamás ha conocido a una persona amante, o a
una persona con integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible con respecto a uno mismo, hay
que tener una imagen del funcionamiento humano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible adquirir experiencia si no se la ha tenido en la
propia infancia o en la vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta
sencilla a tal pregunta; pero ésta
señala un factor muy
crítico de nuestro
sistema educativo.
Si bien impartimos conocimiento, estamos
descuidando la enseñanza más importante para
el desarrollo humano: la que sólo
puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante. En épocas anteriores de nuestra cultura, o en
la China y la India, el hombre más
valorado era el que poseía
cualidades espirituales sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una fuente de información, sino que su función consistía en transmitir ciertas actitudes humanas. En la sociedad
capitalista contemporánea
—así como en el
comunismo ruso— los
hombres propuestos para la admiración
y la emulación son cualquier
cosa menos arquetipos de cualidades espirituales significativas. Los que el público admira esencialmente son los que
dan al hombre corriente una sensación
de satisfacción substitutiva.
Estrellas cinematográficas,
animadores radiales, periodistas, importantes figuras del comercio o el gobierno,
tales son los modelos de emulación.
A menudo su principal calificación
para esa función es que han
logrado aparecer en letras de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente irremediable. Si
se contempla el hecho de que un hombre como Albert Schweitzer se haya hecho
famoso en los Estados Unidos, si se tienen en cuenta las múltiples posibilidades de familiarizar a
nuestra juventud con personalidades históricas y contemporáneas
que demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no como
anfitriones (en el sentido más
amplio de la palabra), si se piensa en las grandes obras de la literatura y el
arte de todas las épocas, parece que
existe la posibilidad de crear una visión de un buen funcionamiento humano, y por lo tanto una sensibilidad
al mal funcionamiento. Si no lográramos
mantener viva una visión
de la vida madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de cierto tipo de conocimiento, sino en
la de ciertas clases de rasgos humanos. Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se
derrumbará una
cultura de cinco mil años,
aunque su conocimiento se transmita y se siga desarrollando.
Hasta aquí
me he referido a las condiciones para la práctica de cualquier arte. Examinaré ahora las
cualidades de particular importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con
lo dicho sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior,
mientras que los fenómenos
del mundo exterior carecen de realidad de por sí
y se experimentan sólo desde el punto de vista de su utilidad o peligro para uno
mismo. El polo opuesto del narcisismo es la objetividad; es la capacidad de ver
a la gente y las cosas tal como son, objetivamente, y poder separar esa imagen
objetiva de la imagen formada por los propios deseos y temores. En todas las
formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser objetivo. Para el
insano, la única realidad que
existe es la que está dentro de él,
la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos de su mundo interior, como su
creación. Y todos procedemos de idéntica
manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, ponemos dramas en
escena, que constituyen la expresión
de nuestros anhelos y temores (aunque algunas veces también de nuestras intuiciones y juicios), y,
mientras dormimos, estamos convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como la realidad que
percibimos en el estado de vigilia.
El insano o el soñador carecen completamente de una visión objetiva del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos
insanos, o estamos más
o menos dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está
deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede encontrarlos fácilmente observándose a sí
mismo, a sus vecinos y leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación narcisista de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico, diciendo que quiere visitarlo en su
consultorio esa tarde. El médico
responde que no tiene tiempo ese día,
pero que puede atenderla al día
siguiente. La respuesta de la mujer es: «Pero, doctor, vivo sólo
a cinco minutos de su consultorio». No puede entender la explicación del médico de que a él no le ahorra tiempo que la distancia sea tan corta. Ella
experimenta la situación
narcisísticamente: puesto
que ella ahorra tiempo, él
ahorra tiempo; para ella, la única
realidad es ella misma.
Menos extremas —tal vez menos
evidentes— son
las deformaciones tan comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de que los complazca,
les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras porque su propia
relación con sus madres
les hace interpretar cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia?
En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser considerada totalmente
depravada y perversa, al tiempo que la propia nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra. Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se
consideran signos de una perversidad particular con las que se propone engañar a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son necesarias
y encuentran justificación
en las nobles finalidades que sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las naciones, tanto como entre
los individuos, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deformación narcisista en mayor o menor grado.
La facultad de pensar objetivamente es la
razón; la actitud
emocional que corresponde a la razón
es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se
ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la
infancia.
En los términos de este análisis
de la práctica del arte de
amar, ello significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del
narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, objetividad y razón. Toda la vida debe estar dedicada a esa
finalidad. La humildad y la objetividad son indivisibles, tal como lo es el
amor. No puedo ser verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no
puedo serlo con un extraño,
y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo esforzarme por ser
objetivo en todas las situaciones y hacerme sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo
tratar de ver la diferencia entre mi imagen de una persona y de su conducta,
tal como resulta de la deformación
narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe independientemente de
mis intereses, necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia
el dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en contacto conmigo. Si alguien
quisiera reservar su objetividad para la persona amada, y cree que no necesita
de ella en su relación
con el resto del mundo, pronto descubrirá
que fracasa en ambos sentidos.
La capacidad de amar depende de la propia
capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de
crecer, de desarrollar una orientación
productiva en nuestra relación
con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento,
de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica
del arte de amar requiere la práctica
de la fe.
¿Qué es la fe? ¿Es la fe
necesariamente una cuestión
de creencia en Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está
inevitablemente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional? Aun para empezar a comprender el
problema de la fe es necesario diferenciar la fe racional de la irracional. Al
hablar de fe irracional me refiero a la creencia (en una persona o una idea)
que se basa en la sumisión
a una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia
mental o afectiva. La fe racional no es primariamente una creencia en algo,
sino la cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe
es un rasgo caracterológico
que penetra toda la personalidad, y no una creencia específica.
La fe racional arraiga en la actividad
productiva intelectual y emocional. Constituye un importante componente del
pensar racional, en el que se supone que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un científico,
por ejemplo, a un nuevo descubrimiento? ¿Comienza haciendo experimento tras experimento, reuniendo los
hechos uno después del otro, sin una
visión de lo que espera
encontrar? Es excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya
hecho de esa manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la gente arribe
a conclusiones significativas cuando se limita a perseguir una fantasía. El proceso del pensamiento creador en
cualquier campo del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar una «visión racional», que constituye a su vez el resultado de considerables estudios
previos, pensamiento reflexivo y observación. Cuando un científico
logra reunir suficientes datos, o elaborar una fórmula matemática
que hace altamente plausible su visión
original, puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un cuidadoso análisis de la hipótesis,
con el fin de discernir sus consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una
hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en una teoría de amplio alcance.
La historia de la ciencia está llena de ejemplos
de fe en la razón y en las visiones
de la verdad. Copérnico, Kepler,
Galileo y Newton estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado en la
hoguera y Spinoza sufrió la excomunión.
A cada paso, desde la concepción
de una visión racional hasta la
formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos hasta que se llegue a
un consenso general acerca de su validez. Esa fe está
arraigada en la propia experiencia, en la confianza
en el propio poder de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así
lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio
pensamiento y observación
productivos, a pesar de la opinión
de la mayoría.
El pensamiento y el juicio no constituyen el
único dominio de la
experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las
relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de cualquier amistad o
amor significativos. «Tener fe» en otra persona significa estar seguro de la confianza e
inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad,
de su amor. No me refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones, sino a que sus
motivaciones básicas son siempre
las mismas; que, por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea
parte de ella, no algo tornadizo.
En igual sentido, tenemos fe en nosotros
mismos. Tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es
inmutable y que persiste a través
de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia
de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese núcleo constituye la realidad que sustenta
a la palabra «yo», la realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia identidad. A menos
que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de
identidad se verá amenazado
y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de
nuestro sentimiento de identidad. Sólo
la persona que tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo
ella puede estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera
hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y puesto que, como dice
Nietzsche, el hombre puede definirse por su capacidad de prometer, la fe es una
de las condiciones de la existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor;
en su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza.
Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos en las
potencialidades de los otros. La forma más rudimentaria en que se manifiesta es la fe que tiene la madre en
su hijo recién nacido: en que
vivirá, crecerá, caminará
y hablará.
Sin embargo, el desarrollo del niño
en ese sentido se produce con tal regularidad que parecería que no es necesaria la fe para estar
seguro de él. Algo distinto
ocurre con las potencialidades que pueden no desarrollarse: las de amar, ser
feliz, utilizar la razón,
y otras más específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que
crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su
desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan.
De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor
influencia en la vida del niño
tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina
la diferencia entre educación
y manipulación. Educación significa ayudar al niño a realizar sus potencialidades.[49] Lo
contrario de la educación
es la manipulación, que se basa en
la ausencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en la convicción de que un niño será
como corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es
deseable y suprimen lo que parece indeseable. No hay necesidad de tener fe en
el robot, puesto que tampoco hay vida en él.
La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo occidental, esa fe
se expresa en términos religiosos
en la religión judeo-cristiana,
y en lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las
ideas políticas y sociales
humanísticas de los últimos ciento cincuenta años. Al igual que la fe en el niño, se basa en la idea de que las potencialidades
del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden
social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no
ha logrado aún construir ese
orden, y, por lo tanto, la convicción
de que puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la
evidencia de los logros del pasado de la raza humana y en la experiencia
interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el amor.
Mientras que la fe irracional arraiga en la
sumisión a un poder que se
considera avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente, y en la
abdicación del poder y la
fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta. Tenemos fe en
una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro
pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la
humanidad, porque, y sólo
en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias
potencialidades, la realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de
nuestro propio poder y del amor. La base de la fe racional es la productividad;
vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productivamente. Se deduce de
ello que la creencia en el poder (en el sentido de dominación) y en el uso del poder constituye el
reverso de la fe. Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el
desarrollo de las potencialidades aún
no realizadas. Es una predicción
del futuro basada únicamente en el
presente manifiesto; pero resulta ser un grave error de cálculo, profundamente irracional en su
descuido de las potencialidades y el crecimiento humanos. No hay una fe
racional en el poder. Hay una sumisión
a él o, por parte de
quienes lo tienen, el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la
más real de todas las
cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el más inestable de todos los logros humanos.
Debido a que la fe y el poder se excluyen mutuamente, todos los sistemas
religiosos y políticos que se
construyeron originariamente sobre una fe racional, se corrompieron y,
eventualmente, pierden la fuerza que pueda quedarles, si sólo confían en el poder o se alían
a él.
Tener fe requiere coraje, la capacidad de
correr un riesgo, la disposición
a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como
condiciones primarias de la vida no puede tener fe; quien se encierra en un
sistema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan seguridad, se convierte en un
prisionero. Ser amado, y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores
fundamental importancia —y
de dar el salto y apostar todo a esos valores—.
Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema «vivir peligrosamente». Su tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una
actitud destructiva hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque
uno es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder
es lo opuesto de la. fe en la vida.
¿Hay algo que deba
practicarse en relación
con la fe y el valor? Indudablemente, la fe puede practicarse a cada momento.
Requiere fe criar a un niño;
se necesita fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Pero todos estamos
acostumbrados a tener ese tipo de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia
por su hijo, por su insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier
trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es
hipocondríaco o incapaz de
hacer planes a largo plazo. Mantener la propia opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o algunos
hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las propias convicciones
aunque éstas no sean
populares: todo eso requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y
penas de la vida como un desafío
cuya superación nos hace más fuertes, y no como un injusto castigo que
no tendríamos que recibir
nosotros, requiere fe y coraje.
La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida diaria. El primer
paso consiste en observar cuándo
y dónde se pierde la
fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y cómo la mayor debilidad nos lleva a una
nueva traición, y así en adelante, en un
círculo vicioso. Entonces
reconoceremos también que mientras
tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque habitualmente
inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la
esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe, y
quien tenga poca fe también
tiene poco amor. ¿Es posible decir
algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás otro podría hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría intentarlo. Pero puesto que no soy ni
lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir algo más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera realmente
interesado puede aprender a tener fe como un niño aprende a caminar.
Una actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que hasta ahora sólo hemos mencionado de modo implícito, debe examinarse explícitamente ahora, pues es funda mental: la
actividad. He dicho antes que actividad no significa «hacer algo», sino una actividad
interior, el uso productivo de los propios poderes. El amor es una actividad;
si amo, estoy en un constante estado de preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella. Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona amada si soy
perezoso, si no estoy en un constante estado de conciencia, alerta y actividad.
El dormir es la única situación apropiada para la inactividad; en el
estado de vigilia no debe haber lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy en día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar
plenamente despierto es la condición
para no aburrirnos o aburrir a los demás —y sin duda no estar
o no ser aburrido es una de las condiciones fundamentales para amar—. Ser activo en el pensamiento, en el
sentimiento, con los ojos y los oídos,
durante todo el día, evitar la pereza
interior, sea que ésta signifique
mantenerse receptivo, acumular o meramente perder el tiempo, es condición indispensable para la práctica del arte de amar. Es una ilusión creer que se puede dividir la vida en
forma tal que uno sea productivo en la esfera del amor e improductivo en las
demás. La productividad
no permite una tal división
del trabajo. La capacidad de amar exige un estado de intensidad, de estar
despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en muchas otras
esferas de la vida. Si no se es productivo en otros aspectos, tampoco se es
productivo en el amor.
El examen del arte de amar no puede limitarse
al dominio personal de la adquisición
y desarrollo de las características
y aptitudes que hemos descrito en este capítulo. Está
inseparablemente relacionado con el dominio social.
Si amar significa tener una actitud de amor hacia todos, si el amor es un rasgo
caracterológico,
necesariamente debe existir no sólo
en las relaciones con la propia familia y los amigos, sino también para con los que están en contacto con nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una «división del trabajo»
entre el amor a los nuestros y el amor a los ajenos.
Por el contrario, la condición
para la existencia del primero es la existencia del segundo. Comprender esto
seriamente sin duda implica un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones sociales acostumbradas. Si
bien se habla mucho del ideal religioso del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho determinadas, en el mejor de
los casos, por el principio de equidad. Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de artículos y servicios, o en el intercambio de
sentimientos. «Te doy tanto como tú me das», así
en los bienes materiales como en el amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista. Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es la contribución ética particular de la sociedad capitalista.
Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la
sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio de
mercaderías estaba
determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el capitalismo, el
factor que todo lo determina en el intercambio es el mercado. Se trate del
mercado de productos, del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo
que tiene para vender por lo que quiere conseguir en las condiciones del
mercado, sin recurrir a la fuerza o al fraude.
La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La máxima «haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti» puede interpretarse
como «sé equitativo
en tu intercambio con los demás». Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del «Ama a tu prójimo
como a ti mismo» bíblico. Por cierto, la norma
judeo-cristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él, mientras que la ética
equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y separado;
significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se
haya convertido en la más
popular de las máximas religiosas
actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por
reconocer la diferencia entre equidad y amor.
Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra
organización social y económica está basada en el hecho
de que cada uno trate de conseguir ventajas para sí
mismo, si está
regida por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la estructura de la
sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas
las preocupaciones seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y
personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y
resuelto ese problema en forma radical. Otros[50] comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una
incompatibilidad básica entre el amor
y la vida secular normal. Llegan a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que
todo examen del amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la persona
corriente que siente: «Me gustaría
ser un buen cristiano, pero tendría
que morirme de hambre si lo tomara en serio». Este radicalismo resulta un
nihilismo moral. Tanto los «pensadores radicales» como la persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene
conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la «necesidad histórica»
de ese hecho.
Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta
incompatibilidad del amor y la vida «normal» sólo es correcta en un sentido abstracto.
El principio sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del
amor son incompatibles. Pero la sociedad moderna en su aspecto concreto es un
fenómeno complejo. El
vendedor de un artículo inútil, por ejemplo,
no puede operar económicamente
sin mentir; un obrero especializado, un químico o un médico
pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero, un maestro y muchos
tipos de hombres de negocios pueden tratar de practicar el amor sin dejar de
funcionar económicamente. Aun si
aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el principio del
amor, debemos admitir que el «capitalismo»
es, en sí mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que
incluso permite una buena medida de disconformidad y libertad personal.
Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos esperar que el
sistema social actual continúe
indefinidamente, y, al mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia nuestros
hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza
la excepción; el amor es
inevitablemente un fenómeno
marginal en la sociedad occidental contemporánea. No tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud amorosa, sino porque
el espíritu de una
sociedad dedicada a la producción
y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de
ella con éxito. Los que se
preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia humana deben,
entonces, llegar a la conclusión
de que para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita
cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro, sólo
podemos sugerir la dirección
de tales cambios.[51] Nuestra sociedad está
regida por una burocracia administrativa, por políticos profesionales; los individuos son
motivados por sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en
fines; el hombre es un autómata —bien
alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y función peculiarmente
humana—. Si el hombre
quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la experiencia, el
trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos, sus beneficios. La
sociedad debe organizarse en tal forma que la naturaleza social y amorosa del
hombre no esté separada
de su existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he tratado
de demostrar, que el amor es la única
respuesta satisfactoria al problema de la existencia humana, entonces toda
sociedad que excluya, relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece
a causa de su propia contradicción
con las necesidades básicas
de la naturaleza del hombre. Hablar del amor no es «predicar», por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad
fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida
no significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir su
ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales
responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener una
fe racional basada en la comprensión
de la naturaleza misma del hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario