viernes, 29 de julio de 2016

El arte de amar cplo 2 -d-e

d. Amor a sí mismo[14]

Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos objetos no despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en la medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los comienzos del pensamiento occidental. Calvino califica de «peste» el amor a sí mismo.[15] Freud habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el propio ser. El narcisismo constituye la primera etapa del desarrollo humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano. Freud sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que ésta puede dirigirse hacia los demás amor o hacia uno amor a sí mismo. Amor y amor a sí mismo, entonces, se excluyen mutuamente en el sentido de que cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el amor a sí mismo es malo, se sigue que la generosidad es virtuosa.

Surgen los problemas siguientes: ¿La observación psicológica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica entre el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas sus potencialidades intelectuales, emocionales y sensuales? ¿No se ha convertido «él» en un apéndice de su papel económico-social? ¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de este último?

Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también y no un vicio que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser.

Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En términos generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás, sino nosotros mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas. En lo que toca al problema que examinamos, eso significa: el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible en lo que atañe a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El amor genuino constituye una expresión de la productividad, y entraña cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un «afecto» en el sentido de que alguien nos afecte, sino un esforzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al crecimiento y la felicidad de la persona amada.

Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de «división del trabajo», como lo llamó William James, que consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al «extraño», es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor al hombre no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor a una persona específica, sino que constituye su premisa, aunque genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos.

De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.

Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los demás es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer en dar, sino únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde el punto de vista de lo que puede obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí misma; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los demás y por uno mismo son alternativas inevitables? Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros problemas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.

Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe compensar su total incapacidad de amarlo.

Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no consideran esa generosidad como un «síntoma»; frecuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona «generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para los demás», está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos de hecho, muchas veces es el más importante; que la capacidad de amar o de disfrutar de esa persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa persona sólo puede curarse si también su generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda corregirse.

La naturaleza de esa generosidad se torna particularmente evidente en su efecto sobre los demás y, con mucha frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre «generosa» ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de su generosidad, sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a sus expectaciones. Los niños no demuestran la felicidad de personas convencidas de que se los ama; están angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus expectativas. Habitualmente, se sienten afectados por la oculta hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla con claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado diferente del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se tiene la oportunidad de estudiar el efecto producido por una madre con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que lleve más a un niño a la experiencia e lo que son la felicidad, el amor y la alegría, que el amor de una madre que se ama a sí misma.

Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas ideas: «Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás».[16]

e. Amor a Dios

Dijimos antes que la base de nuestra necesidad de amar está en la experiencia de separatidad y la necesidad resultante de superar la angustia de la separatidad por medio de la experiencia de la unión. La forma religiosa del amor, lo que se denomina amor a Dios, es, desde el punto de vista psicológico, de índole similar. Surge de la necesidad de superar la separatidad y lograr la unión. En realidad, el amor a Dios tiene tantos aspectos y cualidades distintos como el amor al hombre y en gran medida encontramos en él las mismas diferencias.

En todas las religiones teístas, sean politeístas o monoteístas, Dios representa el valor supremo, el bien más deseable. Por lo tanto, el significado específico de Dios depende de cuál sea el bien más deseable para una determinada persona. La comprensión del concepto de Dios debe comenzar, en consecuencia, con un análisis de la estructura caracterológica de la persona que adora a Dios.

Hasta donde tenemos conocimiento al respecto, el desarrollo de la raza humana puede caracterizarse como la emergencia del hombre de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el suelo. En el comienzo de la historia humana, el hombre, si bien expulsado de la unidad original con la naturaleza, se aferra todavía a esos lazos primarios. Encuentra seguridad regresando o aferrándose a esos vínculos primitivos. Siéntese identificado todavía con el mundo de los animales y de los árboles, y trata de lograr la unidad formando parte del reino natural. Muchas religiones primitivas son manifestaciones de esa etapa evolutiva. Un animal se transforma en un tótem; se utilizan máscaras de animales en los actos religiosos o en la guerra; se adora a un animal como dios. En una etapa posterior de evolución, cuando la habilidad humana se ha desarrollado hasta alcanzar la del artesano o el artista, cuando el hombre no depende ya exclusivamente de los dones de la naturaleza la fruta que encuentra y el animal que mata el hombre transforma el producto de su propia mano en un dios. Es ésa la etapa de la adoración de ídolos hechos de arcilla, plata u oro. El hombre proyecta sus poderes y habilidades propios en las cosas que hace, y así, a distancia, adora sus proezas, sus posesiones. En una etapa ulterior, el hombre da a sus dioses la forma de seres humanos. Parece que eso sólo puede ocurrir cuando el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo, y cuando ha descubierto al hombre como la «cosa» más elevada y digna en el mundo. En esa fase de adoración de un dios antropomórfico, encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la naturaleza femenina o masculina de los dioses, la otra al grado de madurez alcanzada por el hombre, grado que determina la naturaleza de sus dioses y la naturaleza de su amor a ellos.

Hablemos en primer término del paso desde las religiones matriarcales a las patriarcales. De acuerdo con los notables y decisivos descubrimientos de Bachofen y Morgan a mediados del siglo pasado, y a pesar de que la mayoría de los círculos académicos rechazó esos hallazgos, no parecen existir dudas acerca de la existencia de una fase matriarcal de la religión, anterior a la patriarcal, por lo menos en muchas culturas. En la fase matriarcal, el ser superior es la madre. Es la diosa, y así mismo la autoridad en la familia y la sociedad. Para comprender la esencia de la religión matriarcal basta recordar lo dicho sobre la esencia del amor materno. El amor de la madre es incondicional, y también es omniprotector y envolvente; como es incondicional, tampoco puede controlarse o adquirirse. Su presencia da a la persona amada una sensación de dicha; su ausencia produce un sentimiento de abandono y profunda desesperación. Puesto que la madre ama a sus hijos porque son sus hijos, y no porque sean «buenos», obedientes, o cumplan sus deseos y órdenes, el amor materno se basa en la igualdad. Todos los hombres son iguales, porque son todos hijos de una madre, porque todos son hijos de la Madre Tierra.

La etapa siguiente de la evolución humana, la única que conocemos plenamente y a cuyo respecto no tenemos necesidad de confiar en inferencias y reconstrucciones, es la fase patriarcal. En ella, la madre pierde su posición suprema y el padre se convierte en el Ser Supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y leyes, y a que su amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus demandas. Prefiere al hijo que más se le asemeja, al más obediente y capacitado para sucederle, como heredero de todas sus posesiones. (El desarrollo de la sociedad patriarcal es paralelo al de la propiedad privada.) Como consecuencia, la sociedad patriarcal es jerárquica; la igualdad de los hermanos se transforma en competencia y lucha mutua. Sea que consideremos las culturas india, egipcia o griega, o las religiones judeo-cristiana o islámica, nos encontramos en medio de un mundo patriarcal, con dioses masculinos, sobre los que reina un dios principal, o donde todos los dioses han sido eliminados menos Uno, el Dios. Sin embargo, puesto que es imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno, no es sorprendente que la figura de la madre amante no se haya podido expulsar totalmente del panteón. En la religión judía, los aspectos maternos de Dios vuelven a introducirse, en especial en las diversas corrientes místicas. En la religión católica, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la Madre. Ni siquiera en el protestantismo permanece oculta. Lutero estableció como principio fundamental que nada de lo que el hombre hace puede procurarle el amor de Dios. El amor de Dios es Gracia, la actitud religiosa consiste en tener fe en esa gracia, y hacerse pequeño y desvalido; las buenas obras no pueden influir sobre Dios o hacer que Dios nos ame, como postulan las doctrinas católicas. Aquí es evidente que la doctrina católica de las buenas obras forma parte del cuadro patriarcal; es posible alcanzar el amor del padre mediante la obediencia y el cumplimiento de sus exigencias. La doctrina luterana, en cambio, a pesar de su manifiesto carácter patriarcal, contiene un elemento matriarcal soslayado. El amor de la madre no puede adquirirse; está ahí, o no; todo lo que puedo hacer es tener fe (como dice el salmista: «Sobre los pechos de mi madre, me hiciste estar confiado»),[17] y transformarme en una criatura desvalida e impotente. Pero la peculiaridad de la fe de Lutero consiste en que la figura de la madre desapareció del cuadro manifiesto y fue reemplazada por la del padre; en lugar de la certeza de ser amado por la madre, se convierte en rasgo fundamental la intensa duda, el esperar, contra toda esperanza, el amor incondicional del padre.

He tenido que examinar la diferencia entre los elementos matriarcales y patriarcales en la religión para mostrar que el carácter del amor a Dios depende de la respectiva gravitación de los aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. El aspecto patriarcal me hace amar a Dios como a un padre; supongo que es justo y severo, que castiga y recompensa; y, evidentemente, que me elegirá como hijo favorito, tal como Dios eligió a Abraham-Israel, como Isaac eligió a Jacob, como Dios elige a su pueblo favorito. En el aspecto matriarcal de la religión, amo a Dios como a una madre omnímoda. Tengo fe en su amor y sé que pese a cuan pobre e impotente sea, a cuanto haya pecado, me amará y no amará a ninguno de sus otros hijos más que a mí; que me ocurra lo que me ocurriere, me rescatará, me salvará, me perdonará. Innecesario es decir que mi amor a Dios y el amor de Dios a mi son inseparables. Si Dios es un padre, me ama como a un hijo, y yo lo amo como a un padre. Si Dios es una madre, este hecho determina su amor y mi amor.

Esa diferencia entre los aspectos maternos y paternos del amor a Dios es, empero, sólo uno de los factores que determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su concepto de Dios y su amor a Dios.

Dado que la raza humana evolucionó desde una estructura societal centrada en la madre a una centrada en el padre, es principalmente en el desenvolvimiento de la religión patriarcal donde podemos observar el desarrollo de un amor maduro.[18] Al comienzo de esa evolución, encontramos un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto quiera. Es ésa la fase religiosa en la que Dios arroja al hombre del paraíso, para que no coma del árbol del saber y se convierta así en Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio, porque ninguno de sus miembros le gusta, con la excepción de su hijo favorito, Noé; es la fase en la que Dios le exige a Abraham que mate a su único y amado hijo Isaac, para probar su amor por El con un acto de total obediencia. Pero al mismo tiempo comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver a destruir jamás la raza humana, un pacto en el cual él mismo se compromete. No sólo está atado por sus promesas, sino por su propio principio de justicia, y sobre esa base Dios debe someterse al pedido de Abraham de no destruir Sodoma si en ella hay por lo menos diez hombres justos. Pero la evolución va más allá de transformar a Dios, de la figura de un despótico jefe de tribu en un padre amante, en un padre que está sometido al principio que él mismo ha postulado; tiende a que Dios deje de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. Dios es verdad, Dios es justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad subyacente a la multiplicidad de los fenómenos, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre. Un nombre siempre denota una cosa, o una persona, algo finito. ¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una cosa?

El incidente más notable de ese cambio es el relato bíblico de la revelación de Dios a Moisés. Cuando Moisés le dice que los hebreos no creerán que Dios lo ha enviado, a menos que pueda decirles el nombre de Dios (¿cómo podrían los adoradores de ídolos comprender un Dios sin nombre, puesto que la esencia misma de un ídolo es tener un nombre?), Dios hace una concesión. Dice a Moisés que su nombre es «Yo soy el que soy». «Yo soy el que seré es mi nombre.» El «yo soy el que seré» significa que Dios no es finito, que no es una persona, un «ser». La traducción más adecuada de la frase sería: dile que «mi nombre es sinnombre». La prohibición de hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano, y eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma finalidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un padre, una persona. En el desarrollo teológico ulterior, la idea se transforma en el principio de que ni siquiera deben darse a Dios atributos positivos. Decir que Dios es sabio, poderoso, bueno, implica nuevamente que es una persona; todo lo que puedo hacer es decir lo que Dios no es, enumerar sus atributos negativos, postular que no es limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto más sé lo que Dios no es, mayor es mi conocimiento de Dios.[19]

Si seguimos la maduración de la idea monoteísta en sus consecuencias ulteriores sólo llegaremos a una conclusión: no mencionar para nada el nombre de Dios, no hablar acerca de Dios. Dios se convierte entonces en lo que es potencialmente en la teología monoteísta, el Uno sin nombre, un balbuceo inexpresable, que se refiere a la unidad subyacente al universo fenoménico, la fuente de toda existencia; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano.

Es evidente que tal evolución desde el principio antropomórfico al puro monoteísmo establece una diferencia fundamental en la naturaleza del amor a Dios. El Dios de Abraham puede amarse o temerse, como un padre, y su aspecto predominante es a veces la tolerancia, a veces la ira. En el grado en que Dios es el padre, yo soy el hijo. No he emergido plenamente del deseo autista de omnisciencia y omnipotencia. No he adquirido aún la objetividad necesaria para percatarme de mis limitaciones como ser humano, de mi ignorancia, mi desvalidez. Reclamo aún, como una criatura, que haya un padre que me rescate, que me vigile, que me castigue, un padre que me aprecie cuando soy obediente, que se sienta halagado por mis loas y enojado a causa de mi desobediencia. Es notorio que la mayoría de la gente no ha superado, en su evolución personal, esa etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector una ilusión infantil. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la religión.

En la medida en que las cosas son así, la crítica de la idea de Dios, tal como la expresó Freud, es correcta. El error, sin embargo, está en el hecho de que no tuvo en cuenta el otro aspecto de la religión monoteísta, y su verdadero núcleo, cuya lógica lleva exactamente a la negación de este concepto de Dios. La persona verdaderamente religiosa, que capta la esencia de la idea monoteísta, no reza por nada, no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia. Tiene fe en los principios que «Dios» representa; piensa la verdad, vive el amor y la justicia, y considera que su vida toda es valiosa sólo en la medida en que le da la oportunidad de llegar a un desenvolvimiento cada vez más pleno de sus poderes humanos como la única realidad que cuenta, el único objeto de «fundamental importancia»—; y, eventualmente, no habla de Dios ni siquiera menciona su nombre. Amar a Dios, si usara esa palabra, significaría entonces anhelar el logro de la plena capacidad de amar, para la realización de lo que «Dios» representa en uno mismo.

Desde ese punto de vista, la consecuencia lógica del pensamiento monoteísta es la negación de toda «teología», de todo «conocimiento de Dios». No obstante, sigue habiendo una diferencia entre tan radical concepción no-teológica y un sistema no teísta, por ejemplo, en el budismo primitivo o en el taoísmo.

En todos los sistemas teístas, aun los místicos y no-teológicos, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al hombre, que da significado y validez a los pode res espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar la salvación y el nacimiento interior. En un sistema no-teísta no existe un reino espiritual fuera del hombre o trascendente a él. El reino del amor, la razón y la justicia existe como una realidad únicamente porque el hombre ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de su evolución y sólo en esa medida. En tal concepción, la vida no tiene otro sentido que el que el hombre le da; el hombre está completamente solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.

Puesto que he hablado del amor a Dios, quiero aclarar que, personalmente, no pienso en función de un concepto teísta, y que, en mi opinión, el concepto de Dios es sólo un concepto históricamente condicionado, en el que el hombre ha expresado su experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad en determinado período histórico. Pero creo también que las consecuencias de un monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la realidad espiritual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se contradicen necesariamente.

Pero aquí surge otra dimensión de la cuestión del amor a Dios, que debemos analizar para medir la profundidad del problema. Me refiero a una diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente (China e India) y el Occidente, diferencia que cabe expresar en función de conceptos lógicos. Desde Aristóteles, el mundo occidental ha seguido los principios lógicos de la filosofía aristotélica. Esa lógica se basa en el principio de identidad que afirma que A es A, el principio de contradicción (A no es no A) y el principio del tercero excluido (A no puede ser A y no A, tampoco A ni no A). Aristóteles explica claramente su posición en el siguiente pasaje: «Es imposible que una misma cosa simultáneamente pertenezca y no pertenezca a la misma cosa y en el mismo sentido, sin perjuicio de otras determinaciones que podrían agregarse para enfrentar las objeciones lógicas. Este es, entonces, el más cierto de todos los principios…»[20]

Este axioma de la lógica aristotélica está tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento que se siente como «natural» y autoevidente, mientras que, por otra parte, la confirmación de que X es A y no es A parece insensata. (Desde luego, la afirmación se refiere al sujeto X en un momento dado, no a X ahora y a X más tarde, o a un aspecto de X frente a otro aspecto.)

En oposición a la lógica aristotélica, existe la que podríamos llamar lógica paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen mutuamente como predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito, y posteriormente, con el nombre de dialéctica, se convirtió en la filosofía de Hegel y de Marx. Lao-tsé formuló claramente el principio general de la lógica paradójica: «Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas».[21] Y Chuang-tzu: «Lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también es uno.» Tales formulaciones de la lógica paradójica son positivas: es y no es. Otras son negativas: no es esto ni aquello. Encontramos la primera expresión en el pensamiento taoísta, en Heráclito y en la dialéctica de Hegel; la segunda formulación es frecuente en la filosofía india.

Aunque estaría más allá de los propósitos de este libro intentar una descripción más detallada de la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica, mencionaré unos pocos ejemplos para hacer más comprensible el principio. La lógica paradójica tiene en Heráclito su primera manifestación filosófica en el pensamiento occidental. Heráclito afirma que el conflicto entre los opuestos es la base de toda existencia. «Ellos no comprenden dice que el Uno total, divergente en sí mismo, es idéntico a sí mismo: armonía de tensiones opuestas, como en el arco y en la lira».[22] O aun con mayor claridad: «Nos bañamos en el mismo río y, sin embargo, no en el mismo; somos nosotros y no somos nosotros».[23] O bien: «Uno y lo mismo se manifiesta en las cosas como vivo y muerto, despierto y dormido, joven y viejo».[24]

En la filosofía de Lao-tsé la misma idea exprésase en una forma más poética. Un ejemplo característico del pensamiento paradójico taoísta es el siguiente: «La gravedad es la raíz de la liviandad; la quietud es la rectora del movimiento».[25] O bien: «El Tao en su curso regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no haga».[26] O bien: «Mis palabras son muy fáciles de conocer y muy fáciles de practicar; pero no hay nadie en el mundo capaz de conocerlas y practicarlas».[27] En el pensamiento taoísta, así como en el pensamiento indio y socrático, el nivel más alto al que puede conducirnos el pensamiento es conocer lo que no conocemos: «Conocer y, no obstante, [pensar] que no conocemos es el más alto [logro]; no conocer [y sin embargo pensar] que conocemos es una enfermedad».[28] Que el Dios supremo no se pueda nombrar no es sino una consecuencia de esa filosofía. La realidad final, lo Uno fundamental, no puede encerrarse en palabras o en pensamientos. Como dice Lao-tsé: «El Tao que puede ser hallado, no es el Tao permanente y estable. El nombre que se puede nombrar no es el nombre permanente y estable».[29] O, en una formulación distinta: «Lo miramos y no lo vemos, y lo llamamos el "Ecuable". Lo escuchamos y no lo oímos, y lo llamamos el "Inaudible". Tratamos de captarlo, y no logramos hacerlo, y lo nombramos el "Sutil". Con estas tres cualidades no puede ser sujeto de descripción; y por eso las fundimos y obtenemos El Uno».[30] Y aun otra formulación de la misma idea: «El que conoce [el Tao] no (necesita) hablar (sobre él); el que está [siempre dispuesto a] hablar sobre él no lo conoce».[31]

La filosofía brahmánica se preocupaba por la relación entre la multiplicidad (de los fenómenos) y la unidad (Brahma). Pero la filosofía paradójica no debe confundirse en la India ni en la China con un punto de vista dualista. La armonía (unidad) consiste en la posición conflictual que la constituye. «El pensamiento brahmánico desde el principio giró alrededor de la paradoja de los antagonismos simultáneos y no obstante identidad de las fuerzas y formas manifiestas del mundo fenoménico…»[32] El poder esencial en el Universo y en el hombre trasciende tanto la esfera conceptual como la sensible. No es, por lo tanto, «ni esto ni aquello». Pero, como advierte Zimmer, «no hay antagonismo entre "real e irreal" en esta realización estrictamente nodualista».[33] En su búsqueda de la unidad más allá de la multiplicidad, los pensadores brahmánicos llegaron a la conclusión de que el par de opuestos que se percibe no refleja la naturaleza de las cosas, sino la de la mente percipiente. El pensamiento percipiente debe trascenderse a sí mismo para alcanzar la verdadera realidad. La oposición es una categoría de la mente humana, no un elemento de la realidad. En el Rig-Veda, el principio se expresa en la siguiente forma: «Yo soy los dos, la fuerza vital y el material vital, los dos a la vez». La consecuencia extrema de la idea de que el pensamiento sólo puede percibir en contradicciones aparece en forma aún más drástica en la teoría vedanta, que postula que el pensamiento a pesar de su fino discernimiento es «sólo un más sutil horizonte de ignorancia, en realidad, el más sutil de todos los engañosos recursos de maya».[34]

La lógica paradójica tiene una significativa relación con el concepto de Dios. En el grado en que Dios representa la realidad esencial, y la mente humana percibe la realidad en contra dicciones, no puede hacerse afirmación positiva alguna acerca de Dios. En los Vedas, la idea de un Dios omnisapiente y omnipotente se considera la forma más extrema de ignorancia.[35] Vemos aquí la conexión con la falta de nombre del Tao, el nombre innominado del Dios que se revela a Moisés, la «Nada absoluta» del Maestro Eckhart. El hombre sólo puede conocer la negación, y nunca la posición de la realidad esencial. «Mientras tanto, el hombre no puede conocer lo que Dios es, aunque tenga plena conciencia de lo que Dios no es Así satisfecha con nada, la mente clama el bien supremo.»[36] Para el Maestro Eckhart: «El Divino es una negación de las negaciones, y una negativa de las negativas Todas las criaturas contienen una negación: una niega que es la otra».[37] Es tan sólo como una consecuencia ulterior que Dios se convierte para el Maestro Eckhart en «La Nada absoluta», tal como la realidad esencial es el «En Sof», lo Sin Fin, para la Cábala.

He examinado la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica con el propósito de preparar el terreno para una importante distinción en el concepto del amor a Dios. Los maestros de la lógica paradójica afirman que el hombre puede percibir la realidad sólo en contradicciones, y que su pensamiento es incapaz de captar la realidad-unidad esencial, lo Uno mismo. Ello trajo como consecuencia que no se aspira como finalidad última a descubrir la respuesta en el pensamiento. Éste sólo nos dice que no puede darnos la última respuesta. El mundo del pensamiento permanece envuelto en la paradoja. La única forma como puede captarse el mundo en su esencia reside, no en el pensamiento, sino en el acto, en la experiencia de unidad. La lógica paradójica llega así a la conclusión de que el amor a Dios no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, ni el pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la unidad con Dios.

Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta de vivir. Toda la vida, cada acción, banal o importante, se dedica al conocimiento de Dios, pero no a un conocimiento por medio del pensamiento correcto, sino de la acción correcta. Las religiones orientales constituyen una clara ilustración de ese concepto. Tanto en el brahmanismo como en el budismo y el taoísmo, la finalidad fundamental de la religión no es la creencia correcta, sino la acción correcta. Lo mismo ocurre en la religión judía. Prácticamente no se registra en la tradición judía ningún cisma por cuestiones de creencia (la única gran excepción, la diferencia entre fariseos y saduceos, se produjo esencialmente entre dos clases sociales opuestas). La religión judía asignaba especial importancia (particularmente desde el comienzo de la era cristiana) a la forma correcta de vivir, el Halacha (palabra que, en realidad, tiene casi el mismo sentido que el Tao).

En la historia moderna, el mismo principio se expresa en el pensamiento de Spinoza, Marx y Freud. En la filosofía de Spinoza, el acento se traslada de la creencia correcta a la conducta correcta en la vida. Marx sostuvo idéntico principio cuando dijo: «Los filósofos han interpretado el mundo de distintas maneras; la tarea es transformarlo.» La lógica paradójica de Freud lo llevó al proceso de la terapia psicoanalítica, la experiencia cada vez más profunda de uno mismo.

Desde el punto de vista de la lógica paradójica, lo fundamental no es el pensamiento, sino el acto. Tal actitud tiene diversas otras consecuencias. En primer término, llevó a la tolerancia que encontramos en el desarrollo religioso indio y chino. Si el pensamiento correcto no constituye la última verdad ni la forma de lograr la salvación, no hay razones que justifiquen el oponerse a los que han arribado a formulaciones distintas. Esa tolerancia está bellamente expresada en la historia de varios hombres a quienes se pidió que describieran un elefante en la oscuridad. Uno de ellos, tocándole la trompa, dijo: «Este animal es como una cañería»; otro, tocándole la oreja, dijo: «Este animal es como un abanico»; un tercero, tocándole las patas, lo describió como una columna.

En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó a dar más importancia al hombre en transformación que al desarrollo del dogma, por una parte, y de la ciencia, por la otra. Desde el punto de vista chino, indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino en obrar bien, y en llegar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación concentrada.

En lo que toca a la corriente principal del pensamiento occidental, cabe afirmar lo contrario. Puesto que se esperaba encontrar la verdad fundamental en el pensamiento correcto, otorgábase especial importancia al pensar, aunque también se valoraba la acción correcta. En la evolución religiosa tal actitud condujo a la formación de dogmas, a interminables argumentos acerca de los principios dogmáticos, y a la intolerancia frente al «no creyente» o hereje. Más aún, llevó a considerar la «fe en Dios» como la principal finalidad de la actitud religiosa. Naturalmente, eso no significa que no existiese también el concepto de que se debía vivir correctamente. Pero, no obstante, la persona que creía en Dios aunque no viviera a Dios sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no «creían» en él.

El énfasis puesto en el pensamiento posee asimismo otra consecuencia de importancia histórica. La idea de que se podía encontrar la verdad por medio del pensamiento llevó no sólo al dogma, sino también a la ciencia. En la ciencia el pensamiento correcto es todo lo que cuenta, tanto en el sentido de la honestidad intelectual como en el de su aplicación a la práctica esto es, a la técnica.

En resumen, la lógica paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación. La consideración aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia Católica, y al descubrimiento de la energía atómica.

Hemos explicado ya implícitamente las consecuencias de tal diferencia entre ambos puntos de vista en lo que se refiere al problema del amor a Dios, y sólo es necesario resumirlas brevemente.

En el sistema religioso occidental predominante, el amor a Dios es esencialmente lo mismo que la fe en Dios, en su existencia, en su justicia, en su amor. El amor a Dios es fundamentalmente una experiencia mental. En las religiones orientales y en el misticismo, el amor a Dios es una intensa experiencia afectiva de unidad, inseparablemente ligada a la expresión de ese amor en cada acto de la vida. La formulación más radical de esa meta pertenece al Maestro Eckhart: «Si, por lo tanto, me transformo en Dios y Él me hace uno Consigo mismo, entonces, por el Dios viviente, no hay distinción alguna entre nosotros Alguna gente cree que va a ver a Dios, que va a ver a Dios como si él estuviera allí, y ellos aquí, pero eso no ha de ocurrir. Dios y yo somos uno. Al conocer a Dios, lo tomo en mí mismo. Al amar a Dios, penetro en Él».[38]

Podemos volver ahora a un importante paralelo entre el amor a los padres y el amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la madre como «fuente de toda existencia». Se siente desvalido y necesita el amor omnímodo de la madre. Luego se vuelca hacia el padre como nuevo centro de sus afectos, siendo el padre un principio rector del pensamiento y la acción; en esa etapa, lo impulsa la necesidad de conquistar el elogio del padre, y de evitar su disconformidad. En la etapa de la plena madurez, se ha liberado de las personas de la madre y del padre como poderes protector e imperativo; ha establecido en sí mismo los principios materno y paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre; es padre y madre. En la historia de la raza humana observamos y podemos anticipar idéntico desarrollo desde el comienzo del amor a Dios como la desamparada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios de amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios y, eventualmente, a un punto en que sólo habla de Dios en un sentido poético y simbólico.

De tales consideraciones se deduce que el amor a Dios no puede separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge de la relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene su dependencia infantil de un padre que castiga y recompensa, o de cualquier otra autoridad, no puede desarrollar un amor maduro a Dios; su religión es, entonces, la que corresponde a la primera fase religiosa, en la que se experimentaba a Dios como a una madre protectora o un padre que castiga y recompensa.

En la religión contemporánea encontramos todas las fases, desde la más antigua y primitiva hasta la más elevada. La palabra «Dios» denota el jefe de tribu tanto como la «Nada absoluta». En igual forma, cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, como lo ha demostrado Freud, todas las etapas desde la del infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta qué punto ha crecido. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza de su amor al hombre, y, además, la verdadera cualidad de su amor a Dios y al hombre es con frecuencia inconsciente encubierta y racionalizada por una idea más madura de lo que su amor es. El amor al hombre, además, si bien directamente arraigado en sus relaciones con su familia, está determinado, en última instancia, por la estructura de la sociedad en que vive. Si la estructura social es de sumisión a la autoridad autoridad manifiesta o autoridad anónima de la opinión pública y del mercado, su concepto de Dios será infantil y estará muy alejado del concepto maduro, cuyas semillas se encuentran en la historia de la religión monoteísta.




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