Capítulo 3: EL AMOR Y SU DESINTEGRACIÓN EN LA SOCIEDAD OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA
Si el amor es una capacidad del carácter maduro, productivo, de ello se sigue
que la capacidad de amar de un individuo perteneciente a cualquier cultura dada
depende de la influencia que esa cultura ejerce sobre el carácter de la persona media. Al hablar del
amor en la cultura occidental contemporánea, entendemos preguntar si la estructura social de la civilización occidental y el espíritu que de ella resulta llevan al
desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es contestarlo negativamente.
Ningún observador
objetivo de nuestra vida occidental puede dudar de que el amor —fraterno, materno y erótico— es un fenómeno relativamente raro, y que en su
lugar hay cierto número de formas de
pseudoamor, que son, en realidad, otras tantas formas de la desintegración del amor.
La sociedad capitalista se basa en el
principio de libertad política,
por un lado, y del mercado como regulador de todas las relaciones económicas, y por lo tanto, sociales, por el otro.
El mercado de productos determina las condiciones que rigen el intercambio de
mercancías, y el mercado
del trabajo regula la adquisición
y venta de la mano de obra. Tanto las cosas útiles como la energía
y la habilidad humanas se transforman en artículos que se intercambian sin utilizar la fuerza y sin fraude en
las condiciones del mercado. Los zapatos, por útiles y necesarios que sean, carecen de valor económico (valor de intercambio) si no hay
demanda de ellos en el mercado; la energía y la habilidad humanas no tienen valor de intercambio si no
existe demanda en las condiciones existentes en el mercado. El poseedor de
capital puede comprar mano de obra y hacerla trabajar para la provechosa
inversión de su capital. El
poseedor de mano de obra debe venderla a los capitalistas según las condiciones existentes en el
mercado, o pasará hambre.
Tal estructura económica se refleja en
una jerarquía de valores. El
capital domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes
humanos, lo que está vivo.
Tal ha sido la estructura básica del capitalismo desde sus comienzos.
Y si bien caracteriza todavía
al capitalismo moderno, se han modificado ciertos factores que dan al
capitalismo contemporáneo
sus cualidades específicas
y ejercen una honda influencia sobre la estructura caracterológica del hombre moderno. Como resultado
del desarrollo del capitalismo, presenciamos un proceso siempre creciente de
centralización y concentración del capital. Las grandes empresas se expanden
continuamente, mientras las pequeñas
se asfixian. La posesión
del capital invertido en tales empresas está
cada vez más separada de la función de administrarlas. Cientos de miles de
accionistas «poseen» la
empresa; una burocracia administrativa bien pagada, pero que no posee la
empresa, la maneja. Esa burocracia está
menos interesada en obtener beneficios máximos que en la expansión de la empresa, y en su propio poder. La
concentración creciente de
capital y el surgimiento de una poderosa burocracia administrativa corren
parejas con el desarrollo del movimiento laboral. A través de la sindicalización del trabajo, el trabajador individual
no tiene que comerciar por y para sí mismo en el mercado laboral; pertenece a grandes sindicatos,
dirigidos también por una poderosa
burocracia que lo representa ante los colosos industriales. La iniciativa ha
pasado, para bien o para mal, del individuo a la burocracia, tanto en lo que
respecta al capital como al trabajo. Un número cada vez mayor de individuos deja de ser independiente y
comienza a depender de quienes dirigen los grandes imperios económicos.
Otro rasgo decisivo que resulta de esa
concentración del capital, y
característico del
capitalismo moderno, es la forma específica de la organización
del trabajo. Empresas sumamente centralizadas con una división radical del trabajo conducen a una
organización donde el
trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte en un engranaje no
indispensable de la máquina.
El problema humano del capitalismo moderno puede formularse de la siguiente
manera:
El capitalismo moderno necesita hombres que
cooperen mansamente y en gran número;
que quieran consumir cada vez más;
y cuyos gustos estén estandarizados y
puedan modificarse y anticiparse fácilmente.
Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna
autoridad, principio o conciencia moral —dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de
ellos, a encajar sin dificultades en la maquinaria social—; a los que se pueda guiar sin recurrir a
la fuerza, conducir, sin líderes,
impulsar sin finalidad alguna —excepto
la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante—.
¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus
semejantes y de la naturaleza.[39] Se ha transformado en un artículo, experimenta sus fuerzas vitales
como una inversión que debe
producirle el máximo de beneficios
posible en las condiciones imperantes en el mercado. Las relaciones humanas son
esencialmente las de autómatas
enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el
sentimiento o la acción.
Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de los demás como sea posible, todos permanecen
tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de
angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar la separatidad
humana. Nuestra civilización
ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa
soledad: en primer término,
la estricta rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos
humanos más fundamentales,
del anhelo de trascendencia y unidad. En la medida en que la rutina sola no
basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio de la rutina de
la diversión, la consumición pasiva de sonidos
y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y
cambiarlas inmediatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy
cerca de la imagen que Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado, bien
vestido, sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo, sin contacto alguno,
salvo el más superficial, con
sus semejantes, guiado por los lemas que Huxley formula tan sucintamente, tales
como: «Cuando el individuo siente, la comunidad tambalea»; o: «Nunca dejes para mañana la diversión que puedes conseguir hoy»; o, como afirmación
final: «Todo el mundo es feliz hoy en día». La felicidad del hombre moderno consiste en «divertirse». Divertirse
significa la satisfacción
de consumir y asimilar artículos,
espectáculos, comida,
bebidas, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El
mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran
botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los
esperanzados —y los eternamente
desilusionados—. Nuestro carácter está
equipado para intercambiar y recibir, para traficar y
consumir; todo, tanto los objetos materiales, como los espirituales, se
convierten en objeto de intercambio y de consumo.
La situación en lo que atañe
al amor corresponde, inevitablemente, al carácter social del hombre moderno. Los autómatas no pueden amar, pueden intercambiar su «bagaje de personalidad» y confiar en que la
transacción sea equitativa.
Una de las expresiones más
significativas del amor, y en especial del matrimonio con esa estructura
enajenada, es la idea del «equipo». En innumerables artículos
sobre el matrimonio feliz, el ideal descrito es el de un equipo que funciona
sin dificultades. Tal descripción
no difiere demasiado de la idea de un empleado que trabaja sin inconvenientes;
debe ser «razonablemente independiente», cooperativo, tolerante, y al mismo tiempo ambicioso y agresivo.
Así, el consejero
matrimonial nos dice que el marido debe «comprender»
a su mujer y ayudarla. Debe comentar favorablemente
su nuevo vestido, y un plato sabroso. Ella, a su vez, debe mostrarse
comprensiva cuando él llega a su hogar
fatigado y de mal humor, debe escuchar atentamente sus comentarios sobre sus
problemas en el trabajo, no debe mostrarse enojada sino comprensiva cuando él olvida su cumpleaños. Ese tipo de relaciones no significa
otra cosa que una relación
bien aceitada entre dos personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que nunca logran una «relación central», sino que se tratan con
cortesía y se esfuerzan
por hacer que el otro se sienta mejor.
En ese concepto del amor y el matrimonio, lo
más importante es
encontrar un refugio de la sensación
de soledad que, de otro modo, sería
intolerable. En el «amor» se
encuentra, al fin, un remedio para la soledad. Se establece una alianza de dos
contra el mundo, y se confunde ese egoísmo à deux
con amor e intimidad.
La importancia que se otorga al espíritu de equipo, la tolerancia mutua,
etc., es algo relativamente reciente. Lo precedió, en los años
que siguieron a la Primera Guerra Mundial, un concepto del amor en el que la mutua
satisfacción sexual suponíase la base de las relaciones amorosas
satisfactorias, y, especialmente, de un matrimonio feliz. Creíase que las causas de los frecuentes
fracasos matrimoniales obedecían
a que la pareja no había
logrado una adecuada "adaptación
sexual", lo cual se atribuía,
a su vez, a la ignorancia respecto de la conducta sexual «correcta», y, por ende, a una teoría sexual defectuosa de una o las dos
partes. Con el fin de «curar» esa
inadaptación y de ayudar a
parejas desgraciadas que no podían
amarse mutuamente, se publicaron muchos libros que daban instrucciones y
consejos referentes a la conducta sexual apropiada, y prometían implícita o explícitamente la felicidad y el amor como
resultados. Se partía del principio de
que el amor es el hijo del placer sexual, y que dos personas se amarán si aprenden a satisfacerse recíprocamente en el aspecto sexual.
Correspondía a la ilusión general de la época suponer que el uso de las técnicas adecuadas es la solución no sólo de los problemas técnicos de la producción industrial, sino también de todos los problemas humanos. Se
desconocía totalmente el
hecho de que la verdad es precisamente lo contrario.
El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el contrario, la
felicidad sexual —y aun el
conocimiento de la llamada técnica
sexual— es
el resultado del amor. Si aparte de la observación diaria fueran necesarias más pruebas en apoyo de esa tesis, podrían encontrarse en el vasto material de los datos psicoanalíticos. El estudio de los problemas
sexuales más frecuentes —frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias
de impotencia psíquica en los
hombres—, demuestra que la
causa no radica en una falta de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impiden amar. El
temor o el odio al otro sexo están
en la raíz de las
dificultades que impiden a una persona entregarse por completo, actuar espontáneamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de
la unión sexual. Si una
persona sexualmente inhibida puede dejar de temer u odiar, y tornarse entonces
capaz de amar, sus problemas sexuales están resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas
sexuales le servirá de
ayuda.
Pero si bien los datos de la terapia
psicoanalitica señalan la falacia de
la idea de que el conocimiento de la técnica sexual apropiada conduce a la felicidad sexual y al amor, la
suposición subyacente de que
el amor es el concomitante de la mutua satisfacción sexual está determinada en alto grado por las teorías de Freud. Para Freud, el amor es básicamente un fenómeno sexual. «El hombre, al descubrir por
experiencia que el amor sexual (genital) le proporcionaba su gratificación máxima, de modo que se convirtió
en realidad de un prototipo de toda felicidad para él, debió, en consecuencia, haberse visto impelido a buscar su felicidad
por el camino de las relaciones sexuales, a hacer de su erotismo genital el
punto central de su vida.»[40] Para Freud, la experiencia del amor fraterno es un producto
del amor sexual, pero en el cual el instinto sexual se transforma en un impulso
con «finalidad inhibida». «Originalmente, el amor con una finalidad inhibida estaba sin duda
lleno de amor sensual, y lo sigue estando aún en el inconsciente del hombre.»[41] En lo que atañe al sentimiento de fusión, de unidad («sentimiento oceánico»), que constituye la esencia
de la experiencia mística y la raíz de la más intensa sensación
de unión con otra persona
o con nuestros semejantes, Freud lo interpreta como un fenómeno patológico, como una regresión a un estado de temprano «narcisismo ilimitado».[42]
Freud está sólo a un paso de afirmar que el amor es en
sí mismo
un fenómeno irracional.
Para él no existe
diferencia entre el amor irracional y el amor como una expresión de la personalidad madura. En un trabajo
sobre el amor transferencial,[43] señaló que éste no difiere esencialmente del fenómeno «normal» del amor.
Enamorarse linda siempre con lo anormal, siempre se acompaña de ceguera a la realidad,
compulsividad, y constituye una transferencia de los objetos amorosos de la
infancia. El amor como fenómeno
racional, como máximo logro de la
madurez, no es, para Freud, materia de investigación, puesto que no tiene existencia real.
Sin embargo, sería un error sobrestimar la influencia de las ideas de Freud sobre
el concepto de que el amor es el resultado de la atracción sexual, o de que es lo mismo que la
satisfacción sexual, reflejada
en el sentimiento consciente. Esencialmente, el nexo causal siguió la dirección opuesta. Las ideas de Freud sufrieron
en parte la influencia del espíritu
del siglo diecinueve, en parte se hicieron populares a través de las tendencias predominantes en los
años que siguieron a
la Primera Guerra Mundial. Algunos de los factores que influyeron tanto sobre
el concepto popular como sobre el freudiano, fueron, en primer término, una reacción contra las estrictas normas de la era
victoriana. El segundo factor determinante de las teorías de Freud reside en el concepto de
hombre prevaleciente, concepto que se basa en la estructura del capitalismo. A
fin de demostrar que el capitalismo corresponde a las necesidades naturales del
hombre, había que probar que el
hombre era por naturaleza competitivo y hostil a los demás. Mientras los economistas «demostraban» esto en función del insaciable deseo de beneficios económicos, y los darwinistas en función de la ley biológica de la supervivencia del más apto, Freud llegó a idéntico resultado partiendo de la suposición de que el hombre está movido por un
insaciable deseo de conquista sexual de todas las mujeres, y que sólo la presión de la sociedad le impide obrar de acuerdo con sus deseos. Como
resultado, los hombres son necesariamente celosos los unos de los otros, y los
celos y la competencia recíprocos
subsistirían aunque todas sus
causas sociales y económicas
desaparecieran.[44]
Eventualmente, el pensamiento freudiano acusó una marcada
influencia del tipo de materialismo predominante en el siglo diecinueve. Creíase que el sustrato de todos los fenómenos mentales se encontraba en los fenómenos fisiológicos; por consiguiente, Freud consideró
el amor, el odio, la ambición, los celos, como otros tantos productos de las diversas formas
del instinto sexual. No vio que la realidad básica está
en la totalidad de la existencia humana; en primer término, en la situación humana común a todos los hombres, en segundo lugar,
en la práctica de vida
determinada por la estructura específica
de la sociedad. (Marx dio un paso decisivo más allá de
ese tipo de materialismo, en su propio «materialismo histórico», según el cual ni el cuerpo, ni un instinto
tal como la necesidad de alimento o posesiones, constituye la clave de la
comprensión del hombre, sino
la totalidad del proceso vital del hombre, su «práctica de la vida».) Según Freud, la satisfacción
plena y desinhibida de todos los deseos instintivos aseguraría la salud mental y la felicidad. Pero
hechos clínicos obvios
muestran que los hombres —y
las mujeres— que
dedican su vida a la satisfacción
sexual sin restricciones no son felices, y que a menudo sufren graves síntomas y conflictos neuróticos. La gratificación completa de todas las necesidades
instintivas no sólo no constituye la
base de la felicidad, sino que ni siquiera garantiza la salud mental. Las tesis
freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período
que siguió a
la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos en el espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar, de la autofrustración como medio de lograr el éxito económico al consumo como base de un mercado
en constante expansión
y como principal satisfacción
para el individuo angustiado, automatizado. Tanto en la esfera de lo sexual
cuanto en la del consumo material, la tendencia fundamental era no postergar la
satisfacción de ningún deseo.
Es interesante comparar los conceptos de
Freud, que corresponden al espíritu
del capitalismo tal como existía
aún intacto, en los
comienzos de este siglo, con los conceptos teóricos de uno de los más brillantes psicoanalistas contemporáneos, ya fallecido, H. S. Sullivan. En el
sistema psicoanalítico de Sullivan
encontramos, en contraste con el de Freud, una estricta división entre sexualidad y amor.
¿Qué significado tienen
el amor y la intimidad en el concepto de Sullivan? «Intimidad es un tipo de
situación que comprende a
dos personas y que permite la validación de todos los componentes de la excelencia personal. Tal validación requiere un tipo de relación que llamo colaboración, entendiendo por ella adaptaciones
formuladas de la propia conducta a necesidades manifiestas de la otra persona,
en persecución de satisfacciones
cada vez más idénticas —esto es, satisfacciones cada vez más mutuas, y para el mantenimiento de
operaciones de seguridad más
y más similares.»[45] Si liberamos
ese pasaje de su lenguaje algo complicado, la esencia del amor se ve en una
situación de colaboración, en la que dos personas sienten: «Seguimos las reglas
del juego para conservar nuestro prestigio y sentimiento de superioridad y mérito».[46]
Así
como el concepto freudiano del amor es una descripción de la experiencia del varón
patriarcal en términos del
capitalismo del siglo XIX, así la descripción
de Sullivan se refiere a la experiencia de la personalidad enajenada y
mercantil del siglo XX. Es la descripción de un «egotismo à deux», de dos personas
que aman sus intereses comunes y se unen frente a un mundo hostil y enajenado.
En realidad, su definición
de la intimidad es en principio válida
para el sentimiento de cualquier equipo cooperativo, en el que todos «adaptan su conducta
a las necesidades manifiestas de la otra persona, en persecución de finalidades comunes» (es notable que
Sullivan hable aquí de
necesidades manifiestas, cuando lo menos que puede decirse del amor es que
implica una reacción a las necesidades
inexpresadas entre dos seres).
El amor como satisfacción sexual
recíproca, y el amor
como «trabajo en equipo» y como un refugio de la soledad, constituyen las dos formas «normales» de la desintegración del amor en la sociedad occidental
contemporánea, de la patología del amor socialmente determinado. Hay
muchas formas individualizadas de la patología del amor, que ocasionan sufrimientos conscientes y que tanto los
psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas. Algunas de las más
frecuentes se describen brevemente en los siguientes ejemplos:
La condición básica del amor neurótico radica en el hecho de que uno o los
dos «amantes» han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren
los sentimientos, expectaciones y temores que una vez tuvieron frente al padre
o la madre, a la persona amada en la vida adulta; tales personas no han
superado el patrón de relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus
exigencias afectivas en la vida adulta. En tales casos, la persona sigue
siendo, desde el punto de vista afectivo, una criatura de dos, cinco o doce años, mientras que, intelectual y
socialmente, está al
nivel de su edad cronológica.
En los casos más graves, esa
inmadurez emocional conduce a perturbaciones en su afectividad social; en los más leves, el conflicto se limita a la
esfera de las relaciones personales íntimas.
Con respecto a nuestro previo análisis de la personalidad centrada en la
madre o en el padre, el siguiente ejemplo de ese tipo de relación neurótica amorosa frecuente hoy en día, se refiere a los hombres que, en su
desarrollo emocional, han permanecido fijados a una relación infantil con la madre. Trátase de hombres que, por así decir, nunca fueron
destetados; siguen sintiendo como niños;
quieren la protección, el amor, el
calor, el cuidado y la admiración
de la madre; quieren el amor incondicional de la madre, un amor que se da por
la única razón de que ellos lo necesitan, porque son
sus hijos, porque están
desvalidos. Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores cuando
tratan de lograr que una mujer los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es
superficial e irresponsable. Su finalidad es ser amados, no amar. Suele haber
mucha vanidad en ese tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a
la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar
gran cantidad de afecto y encanto, por lo cual suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de
responder a sus fantásticas
aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos. Si la mujer no
los admira continuamente, si reclama una vida propia, si quiere sentirse amada
y protegida, y en los casos extremos, si no está
dispuesta a tolerar sus asuntos amorosos con otras
mujeres (o aun a admirar su interés
por ellas), el hombre se siente hondamente herido y desilusionado, y
habitualmente racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer «no lo ama, es egoísta o dominadora». Todo lo que no
corresponda a la actitud de la madre amante hacia un hijo encantador, se toma
como prueba de falta de amor. Esos hombres suelen confundir su conducta
afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan
ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.
En casos excepcionales, una persona fijada a
la madre puede vivir sin perturbaciones serias. Si su madre, en realidad, lo «amó» de una manera
sobreprotectora (siendo quizá dominante, pero no destructiva), si él encuentra una esposa del mismo tipo maternal, si sus dones y
talentos especiales le permiten utilizar su encanto y ser admirado (como ocurre
con la mayoría de los políticos de éxito), estará «bien adaptado»
en el sentido social, aunque sin alcanzar nunca un
nivel de madurez. Pero en condiciones menos favorables, que son, desde luego,
las más frecuentes, su
vida amorosa, si no su vida social, es una profunda desilusión; surgen conflictos, y a menudo angustia
y depresión intensas cuando
este tipo de personalidad se queda solo.
En otra forma aún más grave de la
patología, la fijación a la madre es más profunda e irracional. En ese nivel, el
deseo no consiste, hablando simbólicamente,
en volver a los brazos protectores de la madre, a su pecho nutritivo, sino a
sus entrañas que todo lo
reciben —y todo lo destruyen—. Si la naturaleza de la salud mental
consiste en salir de las entrañas
al mundo, la naturaleza de la enfermedad mental aguda es la atracción hacia las entrañas, a introducirse nuevamente en ellas —y eso equivale a ser arrebatado de la
vida—. Tal tipo de
fijación se produce
frecuentemente en la relación
con madres que tienen con los hijos una actitud absorbente y destructiva. A
veces, en nombre del amor, otras, en nombre del deber, quieren mantener al niño, al adolescente, al hombre, dentro de
ellas; éste no tendría que respirar sino a través de la madre; no debería amar, sino en un nivel sexual
superficial —degradando a todas
las otras mujeres—; no debe ser libre
e independiente, sino un eterno inválido
o un criminal.
Esa actitud de la madre, absorbente y
destructiva, constituye el aspecto negativo de la figura materna. La madre
puede dar vida, también
puede tomarla. Es ella quien revive, y ella quien destruye; puede hacer
milagros de amor —y nadie puede herir
tanto como ella—. En las imágenes religiosas (tales como la diosa
hindú Kali)
y en el simbolismo onírico,
suelen encontrarse los dos aspectos opuestos de la madre.
Los casos en que la relación principal se establece con el padre
ofrecen otra forma de patología neurótica.
Un caso ilustrativo es el de un hombre cuya
madre es fría e indiferente,
mientras que el padre (en parte como consecuencia de la frialdad de la madre)
concentra todo su afecto e interés
en el hijo. Es un «buen padre», pero, al mismo tiempo, autoritario. Cuando está complacido con la
conducta de su hijo, lo elogia, le hace regalos, es afectuoso; cuando el hijo
le da un disgusto, se aleja de él
o lo reprende. El hijo, que sólo
cuenta con el afecto del padre, se comporta frente a éste como un esclavo. Su finalidad principal en la vida es
complacerlo, y cuando lo logra, es feliz, seguro y satisfecho. Pero cuando
comete un error, fracasa o no logra complacer al padre, se siente disminuido,
rechazado, abandonado. En los años
posteriores, ese hombre tratará de encontrar una figura paterna con la que pueda mantener una
relación similar. Toda su
vida se convierte en una serie de altos y bajos, según que haya logrado o no ganar el elogio del padre. Tales individuos
suelen tener mucho éxito en su carrera
social. Son escrupulosos, afanosos, dignos de confianza —siempre y cuando la imagen paternal que
han elegido sepa manejarlos—.
Pero en su relación con las mujeres,
permanecen apartados y distantes. La mujer no posee una importancia central
para ellos; suelen sentir un leve desprecio por ella, generalmente oculto por
una preocupación paternal por las
jovencitas. Su cualidad masculina puede impresionar inicialmente a una mujer,
pero ésta pronto se
desilusiona, cuando descubre que está destinada a desempeñar un papel secundario al afecto
fundamental por la figura paterna que predomina en la vida de su esposo en un
momento dado; las cosas ocurren así,
a menos que ella misma esté aún ligada a su padre
y se sienta por lo tanto feliz junto a un hombre que la trata como a una niña caprichosa.
Más
complicada es la clase de perturbación neurótica
que aparece en el amor basado en una situación paterna de distinto tipo, que se produce cuando los padres no se
aman, pero son demasiado reprimidos como para tener peleas o manifestar signos
exteriores de insatisfacción.
Al mismo tiempo, su alejamiento les quita espontaneidad en la relación con los hijos. Lo que una niña experimenta es una atmósfera de «corrección», pero nunca le permite un contacto íntimo con el padre o la madre y por consiguiente la desconcierta y
atemoriza. Nunca está segura de lo que sus padres sienten o piensan; siempre hay un
elemento desconocido, misterioso, en la atmósfera. Como resultado, la niña se retrae en un mundo propio, tiene ensoñaciones, permanece alejada; y su actitud
será la
misma en las relaciones amorosas posteriores.
Además, la retracción da lugar al desarrollo de una angustia intensa, de un
sentimiento de no estar firmemente arraigada en el mundo, y suele llevar a
tendencias masoquistas como la única
forma de experimentar una excitación
intensa. Tales mujeres prefieren por lo general que el esposo les haga una
escena y les grite, a que mantenga una conducta más normal y sensata, porque al menos eso las libera de la carga de
tensión y miedo; incluso
llegan a veces a provocar esa conducta, con el fin de terminar con el
atormentador suspenso de la neutralidad afectiva.
En los párrafos siguientes se describen otras formas frecuentes de amor
irracional, sin entrar a analizar los factores específicos del desarrollo infantil que las originan.
Una forma de pseudoamor, que no es rara y
suele experimentarse (y más
frecuentemente describirse en las películas y las novelas) como el «gran amor», es el amor idolátrico. Si una persona no ha alcanzado el
nivel correspondiente a una sensación
de identidad, de yoidad, arraigada en el desenvolvimiento productivo de sus
propios poderes, tiende a «idolizar» a la persona amada. Está enajenada de sus propios poderes y los proyecta en la persona
amada, a quien adora como al summum bonum, portadora de todo amor, toda luz y
toda dicha. En ese proceso, se priva de toda sensación de fuerza, se pierde a sí
misma en la persona amada, en lugar de encontrarse.
Puesto que usualmente ninguna persona puede, a la larga, responder a las
expectaciones de su adorador, inevitablemente se produce una desilusión, y para remediarla se busca un nuevo ídolo, a veces en una sucesión interminable.
Lo característico de este tipo
de amor es, al comienzo, lo intenso y precipitado de la experiencia amorosa. El
amor idolátrico suele
describirse como el verdadero y grande amor; pero, si bien se pretende que
personifique la intensidad y la profundidad del amor, sólo demuestra el vacío y la desesperación del idólatra. Es innecesario decir que no es
raro que dos personas se idolatren mutuamente, lo cual, en los casos extremos,
representa el cuadro de una folie à deux.
Otra forma de pseudoamor es lo que cabe
llamar amor sentimental. Su esencia consiste en que el amor sólo se experimenta en la fantasía y no en el aquí y ahora de la
relación con otra persona
real. La forma más común de tal tipo de amor es la que se
encuentra en la gratificación
amorosa substitutiva que experimenta el consumidor de películas, novelas románticas y canciones de amor. Todos los
deseos insatisfechos de amor, unión
e intimidad hallan satisfacción
en el consumo de tales productos. Un hombre y una mujer que, en su relación como esposos, son incapaces de
atravesar el muro de separatidad, se conmueven hasta las lágrimas cuando comparten el amor feliz o
desgraciado de una pareja en la pantalla. Para muchos matrimonios, ésa constituye la única ocasión en la que experimentan amor —no el uno por el otro, sino juntos, como
espectadores del «amor» de
otros seres—. En tanto el amor
sea una fantasía, pueden
participar; en cuanto desciende a la realidad de la relación entre dos seres
reales, se congelan.
Otro aspecto del amor sentimental es la «abstractificación»
del amor en términos de tiempo. Una pareja puede sentirse hondamente conmovida
por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya experimentado amor
alguno cuando ese pasado era presente, o por las fantasías de su amor futuro. ¿Cuántas parejas comprometidas o recién casadas sueñan con una dicha amorosa que se hará
realidad en el futuro, pese a que en el momento en
que viven han comenzado ya a aburrirse mutuamente? Esa tendencia coincide con
una característica actitud
general del hombre moderno. Ese vive en el pasado o en el futuro, pero no en el
presente. Recuerda sentimentalmente su infancia y a su madre —o hace planes de felicidad futura—. Sea que el amor se experimente
substitutivamente, participando en las experiencias ficticias de los demás, o que se traslade del presente al pasado
o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve como opio que
alivia el dolor de la realidad, la soledad y la separación del individuo.
Otra forma de amor neurótico consiste en el uso de mecanismos
proyectivos a fin de evadirse de los problemas propios y concentrarse, en
cambio, en los defectos y flaquezas de la persona «amada». Los individuos se comportan
en ese sentido de manera muy similar a los grupos, naciones o religiones. Son
muy sutiles para captar hasta los menores defectos de la otra persona y viven
felices ignorando los propios, siempre ocupados tratando de acusar o reformar a
la otra persona. Si dos personas lo hacen —como suele ocurrir—,
la relación amorosa se
convierte en una proyección
recíproca. Si soy
dominador o indeciso, o ávido,
acuso de ello a mi pareja y, según
mi carácter, trato de
corregirla o de castigarla. La otra persona hace lo mismo y ambas consiguen así dejar de lado sus
propios problemas y, por lo tanto, no dan los pasos necesarios para el progreso
de su propia evolución.
Otra forma de proyección es la de los propios problemas en los
niños. En primer término, tal proyección aparece con cierta frecuencia en el
deseo de tener hijos. En tales casos, ese deseo está
principalmente determinado por la proyección del propio problema de la existencia en
el de los hijos. Cuando una persona siente que no ha podido dar sentido a su
propia vida, trata de dárselo
en función de la vida de sus
hijos. Pero está destinada
a fracasar consigo misma y para los hijos. Lo primero, porque cada uno puede sólo resolver por sí mismo y no por
poder el problema de la existencia; lo segundo, porque carece de las cualidades
que se necesitan para guiar a los hijos en su propia búsqueda de una respuesta. Los hijos también sirven finalidades proyectivas cuando
surge el problema de disolver un matrimonio desgraciado. El argumento común de los padres en tal situación es que no pueden separarse para no
privar a los hijos de las ventajas de un hogar unido. Cualquier estudio
detallado demostraría, empero, que la
atmósfera de tensión e infelicidad dentro de la «familia unida» es más nociva para los niños que una ruptura franca, que les enseña, por lo menos, que el hombre es capaz
de poner fin a una situación
intolerable por medio de una decisión
valiente.
Debemos mencionar aquí otro error muy
frecuente: la ilusión de que el amor
significa necesariamente la ausencia de conflicto. Así
como la gente cree que el dolor y la tristeza deben
evitarse en todas las circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de todo conflicto. Y
encuentran buenos argumentos en favor de esa idea en el hecho de que las
disputas que observan a diario no son otra cosa que intercambios destructivos
que no producen bien alguno a ninguno de los interesados. Pero el motivo de
ello está en
el hecho de que los «conflictos» de la mayoría
de la gente constituyen, en realidad, intentos de evitar los verdaderos
conflictos reales. Son desacuerdos sobre asuntos secundarios o superficiales
que, por su misma índole, no contribuyen
a aclarar ni a solucionar nada. Los conflictos reales entre dos personas, los
que no sirven para ocultar o proyectar, sino que se experimentan en un nivel
profundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos.
Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de la que ambas personas emergen
con más conocimiento y
mayor fuerza. Y eso nos lleva a destacar algo que ya dijimos antes.
El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de
sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí misma desde el
centro de su existencia. Sólo
en esa «experiencia central» está la
realidad humana, sólo allí hay
vida, sólo allí está la base del amor.
Experimentado en esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer,
trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de
que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el
uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de
amor: la hondura de la relación
y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas; es por tales
frutos por los que se reconoce al amor.
Así
como los autómatas no pueden amarse entre sí
tampoco pueden amar a Dios. La desintegración del amor a Dios ha alcanzado las mismas
proporciones que la desintegración
del amor al hombre. Ese hecho hállase
en evidente contradicción
con la idea de que estamos en presencia de un renacimiento religioso en nuestra
época. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien hay
excepciones) es una regresión
a un concepto idolátrico de Dios, y
una transformación del amor a Dios
en una relación correspondiente a
una estructura caracterológica
enajenada. Es fácil comprobar tal regresión.
La gente está angustiada,
carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que la de seguir
adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas, confiando en que el padre o la
madre acuda a ayudarlos cuando lo necesiten.
Es verdad que en diversas culturas
religiosas, como la de la Edad Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y una madre
protectores. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que la meta fundamental
de su vida era vivir según
los principios de Dios, hacer de la «salvación» su preocupación suprema, a la cual subordinaba todas
las demás actividades. Nada
queda de ese esfuerzo hoy en día.
La vida diaria está estrictamente
separada de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades
materiales y éxito en el mercado
de la personalidad. Los principios en que se basan nuestros esfuerzos seculares
son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado generalmente «individualismo» o
«iniciativa individual»). El hombre de culturas
verdaderamente religiosas puede compararse a un niño de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que comienza a adoptar
en su vida sus enseñanzas y principios.
El hombre contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se
muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.
En ese sentido, en la dependencia infantil
de una imagen antropomórfica
de Dios sin la transformación
de la vida de acuerdo con los principios de Dios, estamos más cerca de una tribu idólatra primitiva que de la cultura
religiosa de la Edad Media. En otro sentido, nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos,
característicos únicamente de la
sociedad occidental capitalista contemporánea. Puedo remitirme a afirmaciones hechas antes. El hombre
moderno se ha transformado en un artículo;
experimenta su energía
vital como una inversión
de la que debe obtener el máximo
beneficio, teniendo en cuenta su posición y la situación
del mercado de la personalidad. Está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Su finalidad
principal es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su conocimiento y de sí mismo, de su «bagaje de
personalidad» con
otros individuos igualmente ansiosos de lograr un intercambio conveniente y
equitativo. La vida carece de finalidad, salvo la de seguir adelante, de
principios, excepto el del intercambio equitativo, de satisfacción, excepto la de consumir.
¿Qué puede significar el
concepto de Dios en tales circunstancias? Ha perdido su significado religioso
original y se ha adaptado a la cultura enajenada del éxito. En el renacimiento religioso de los últimos tiempos, la creencia en Dios se ha
convertido en un recurso psicológico
cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para la pugna competitiva.
La religión se alía con la autosugestión
y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales. Después de la Primera Guerra Mundial aún no se había recurrido a Dios con el propósito de «mejorar la propia personalidad». El libro que más se vendió
en 1938, Cómo
ganar amigos e influir sobre la gente, de Dale Carnegie, se mantuvo en un nivel
estrictamente secular. La función
que cumplió entonces
dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza el best-seller actual, El
poder del pensamiento positivo, del Reverendo N. V. Peale. En este libro
religioso ni siquiera se cuestiona que nuestra preocupación predominante por el éxito esté de acuerdo con el
espíritu de la religión
monoteísta. Por el
contrario, jamás se pone en duda
tal finalidad suprema, sino que se recomiendan la creencia en Dios y las
plegarias como un medio de aumentar la propia habilidad para alcanzar el éxito. Así
como los psiquiatras modernos recomiendan la
felicidad del empleado, para ganar la simpatía de los compradores, del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan
amar a Dios para tener más
éxito. «Haz de Dios tu socio» significa hacer de
Dios un socio en los negocios, antes que hacerse uno con Él en el amor, la justicia y la
verdad. De modo similar a cómo
se ha reemplazado el amor fraternal por la equidad impersonal, se ha
transformado a Dios en un remoto Director General del Universo y Cía.; sabemos que está allí, que dirige la función (aunque ésta probablemente seguiría adelante sin él), nunca lo vemos, pero aceptamos su
dirección mientras «desempeñamos nuestro papel».
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