Puesto que no estaba disponible el libro que se señaló podría comprarse en la fotocopiadora, la lectura para la clase del 10 de marzo será la siguiente:
Del libro "La inteligencia emocional" de Daniel Goleman:
EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Cualquiera
puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética
a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad
de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta
nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en
la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida
bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo
rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola!
¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al
autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de
la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica
amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que
muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba
pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y
mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo
mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente
las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes
almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película
recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción
que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad
era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y
descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación
con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista!
¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido
conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en
psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a
la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que
sabía algo— sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la
menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una
contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se
extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una
especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor
que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos
ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años,
aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le
habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e
impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un
incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta
de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una
serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud
con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el aumento alarmante de
estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan
como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento
de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por sus padres o
padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su
conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya
falta, la mayoría de las veces, había consistido en una «infracción» tan grave
como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un
incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco
mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de
disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con
el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los
extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración
diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo
que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias
que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana.
Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos
devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las
emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean.
Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos
que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un
bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye el fiel reflejo de
nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez
de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad.
Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y la desesperación
galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre
trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de
los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y
en la mezquina intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional
también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo
y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados
resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso
emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han
llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el
moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la
suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido
a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y —en la última
década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir
a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional.
Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia de dos
tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra
vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACION AHORA?
A pesar de la abundancia de malas noticias,
durante la última década hemos asistido a una eclosión sin precedentes de
investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más
elocuentes ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro
gracias a la innovadora tecnología del escáner cerebral. Estos nuevos medios
tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana uno de los
misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de
células mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite
comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los centros
emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus
regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que
podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Esta comprensión —desconocida hasta hace muy
poco— de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance
nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar
a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este
conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la
investigación ha soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida
mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran continente
inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado la
aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien
intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en opiniones clínicas
con muy poco fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la
ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las
cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más
irracionales del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el corazón
del ser humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío para
quienes suscriben una visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI
(CI: coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede ser
modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se
halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa
por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a
nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por
ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que
otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente
bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el
conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional,
habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la
perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas
capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los niños,
brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al
potencial intelectual que les haya correspondido en la lotería genética.
Más allá de esta posibilidad puede entreverse un
ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse
aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad
espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la
importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre
los sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la
creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en
la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay que tener
en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo
impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción.
Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos —quienes carecen
de autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de
controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del
carácter.
Por el mismo motivo, la raíz del altruismo
radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los
demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o
la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si
existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
NUESTRO VIAJE
El presente libro constituye una guía para
conocer todas esas visiones científicas sobre la emoción, un viaje cuyo
objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más
desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a
comprender el significado —y el modo— de dotar de inteligencia a la emoción,
una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el
hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto
similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es
decir, transformar el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con
una revisión de los descubrimientos más recientes sobre la arquitectura
emocional del cerebro que nos explica una de las coyunturas más desconcertantes
de nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el
sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes estructuras
cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o nuestras pasiones
y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos
los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como
también puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos
emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante,
todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de
modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada
importante de nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan los datos
neurológicos en esa aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional,
esa disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros
impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos de nuestros
semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o desarrollar lo que
Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento
oportuno, con el propósito justo y del modo correcto». (Aquellos lectores
que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran
comenzar el libro directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga a las emociones
un papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la
tercera parte examinamos algunas de las diferencias fundamentales originadas
por este tipo de aptitudes: cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar
nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede
llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida
laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia
emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden
llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios
paquetes de tabaco al día y cómo, por último, el equilibrio emocional
contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
La herencia genética nos ha dotado de un bagaje
emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales
implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que
no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como muestra la
cuarta parte de nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos en casa
y en la escuela durante la niñez modelan estos circuitos emocionales
tornándonos más aptos —o más ineptos— en el manejo de los principios que rigen
la inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia
constituyen una auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales
fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas.
La quinta parte explora cuál es la suerte que
aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la madurez, no logran
controlar su mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia
emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la
depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por los trastornos
alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta parte también documenta extensamente los
esfuerzos realizados en este sentido por ciertas escuelas pioneras que se
dedican a enseñar a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias
para mantener encarriladas sus vidas.
El conjunto de datos más inquietantes de todo el
libro tal vez sea el que nos habla de la investigación llevada a cabo entre
padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente
generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de
disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad, un
aumento, en suma, de los problemas emocionales.
Si existe una solución, ésta debe pasar
necesariamente, en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros
jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional
de nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una
posible solución consistiría en forjar una nueva visión acerca del papel que
deben desempeñar las escuelas en la educación integral del estudiante,
reconciliando en las aulas a la mente y al corazón. Nuestro viaje concluye con
una visita a algunas escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los niños los
principios fundamentales de la inteligencia emocional. Quisiera imaginar que,
algún día, la educación incluirá en su programa de estudios la enseñanza de
habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol,
la empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los
demás.
En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una
indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad,
desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras
pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en
multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan
sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia.
Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino
en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es:
¿de qué modo podremos aportar más
inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a
nuestra vida social?
1. ¿PARA
QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?
Sólo se puede ver correctamente con el corazón;
lo esencial permanece invisible para el ojo.
Antoine de Saint-Exupéry, El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary
y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija
de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una silla de
ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de
la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el
puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija Andrea,
el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba
sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a
través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate.
Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos
perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo postrero
acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos
instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de
episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la
prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá
ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista
de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone
transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la
perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión desesperada en una
situación limite, no existe más motivación que el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos
permite comprender el poder y el objetivo de las emociones, constituye un
testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier
otra emoción que sintamos— en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros
sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos
constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte
de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos
humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la
urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir
más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de
vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional
pero, visto desde el corazón, constituye la única elección posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una explicación
al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo
humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en
los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos
permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas
irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las
frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera—
como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos
predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una
dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables
desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido,
nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta
importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado
integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y
automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que
soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a
la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel
desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo
sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por
experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto
—y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos
sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo
que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en
aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra
inteligencia se ve francamente desbordada.
CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZON
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una
niña de catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro
de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos,
volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que
Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar
a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al
dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en
el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario.
Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a
proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los legados
emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo fue precisamente el
que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía
que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a
disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso
de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos
evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose
en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un
periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía,
porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas
predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la vista de la
tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una
triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias
referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos
presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al
lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento
o los edictos del emperador Ashoka—
deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida
emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a
imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los
excesos emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones
impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la
pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la
arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos
nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta,
sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y
deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han
tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos,
los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión
demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil
millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas
biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y
nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo
de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que
también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica
necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones
—como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de
los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia,
en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo
postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno.
Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Impulsos para la acción
Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba
atravesando un puerto de montaña de una carretera de Colorado cuando, de
pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del
remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver
absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se
apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los latidos de mi corazón.
Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo
y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que
amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió
y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin
embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían
colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una ambulancia
auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la
tormenta, es muy probable que yo también hubiera chocado con ellos.
Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida.
Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro —o como un
protomamifero ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por
un estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar
conciencia de la proximidad del peligro.
Todas las emociones son, en esencia, impulsos
que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha
dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene
del verbo latino movere (que significa «moverse»)
más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción
hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los
animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo
en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa
extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos
que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada
emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro
repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las
emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el
estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma
en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un
arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de
hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para
acometer acciones vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y
la sensación de «quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga
—como las piernas, por ejemplo- favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el
cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez,
si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones
nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una
respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo
en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija
en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos
producidos por la felicidad consiste
en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir
los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación,
al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no
hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad
que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica
provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo
un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que
se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una
amplia variedad de objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el
sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de
«lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).
La pauta de reacción parasimpática —ligada a la
«respuesta de relajación»— engloba un amplio conjunto de reacciones que
implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción
que favorece la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los
momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en
la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento
inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y
permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser
universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente
repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto
—ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como
observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar
un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en
ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido
o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del
entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los
placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se
enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así
la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus
consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta
disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los
primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros
se encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la acción
son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio
cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo,
provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos
esa aflicción -el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la
intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el
tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados.
El largo período evolutivo durante el cual
fueron moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más crudo que ha
experimentado la especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo
en el que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el
que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un tiempo en el
que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en
el que la supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto
por la alternancia entre sequías e inundaciones. Con la invención de la
agricultura, no obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron
radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los últimos
diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido por todo el mundo
al mismo tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre la especie humana
han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron
convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un eficaz instrumento de
supervivencia pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro
repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un
ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la
facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años puede acceder a una
amplia gama de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una
reacción frecuentemente desastrosa.
Nuestras dos mentes
Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un
doloroso proceso de separación. Su marido se había enamorado de una compañera
de trabajo y un buen día le anunció que quería irse a vivir con ella. A aquel
momento siguieron meses de amargos altercados con respecto al hogar conyugal,
el dinero y la custodia de los hijos. Ahora, pocos meses más tarde, me hablaba
de su autonomía y de su felicidad. «Ya no pienso en él —decía, con los ojos
humedecidos por las lágrimas— eso es algo que ha dejado de preocuparme.» El
instante en que sus ojos se humedecieron podía perfectamente haber pasado
inadvertido para mí, pero la comprensión empática (un acto de la mente
emocional) de sus ojos húmedos me permitió, más allá de las palabras (un acto
de la mente racional), percatarme claramente de su evidente tristeza como si
estuviera leyendo un libro abierto.
En un sentido muy real, todos nosotros tenemos
dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas
fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental.
Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que
solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y
de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso
—aunque a veces ilógico—, es la mente emocional (véase el apéndice B para una
descripción más detallada de los rasgos característicos de la mente emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se
asemeja a la distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza».
Saber que algo es cierto «en nuestro
corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un
tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una
proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional
sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante
llega a ser la mente emocional.., y más ineficaz, en consecuencia, la mente
racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja
evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e
intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas
situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que
detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias
francamente desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la
mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración,
entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a
través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y
la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las
operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura
las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente
emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades
relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos
cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues,
estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son
esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.
Pero, cuando aparecen las pasiones, el
equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente
racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió
irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne entre la razón y la
emoción:
«Júpiter
confiere mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de
veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder
solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre
evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas
combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede,
repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se desgañitan, de un
modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a la razón a seguirlas hasta
que finalmente ésta, agotada, se rinde y se entrega.»
EL DESARROLLO DEL CEREBRO
Para comprender mejor el gran poder de las
emociones sobre la mente pensante —y la causa del frecuente conflicto existente
entre los sentimientos y la razón— consideraremos ahora la forma en que ha
evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y pico de células
y jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces superior al de nuestros
primos evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de millones de años de
evolución, el cerebro ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así
decirlo, y los centros superiores constituyen derivaciones de los centros
inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo que se repite, por cierto, en
el cerebro de cada embrión humano).
La región más primitiva del cerebro, una región
que compartimos con todas aquellas especies que sólo disponen de un
rudimentario sistema nervioso, es el tallo encefálico, que se halla en la parte
superior de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las funciones
vitales básicas, como la respiración, el metabolismo de los otros órganos
corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos decir que
este cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata simplemente de un
conjunto de reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo
y asegurar la supervivencia del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad
de los Reptiles, una época en la que el siseo de una serpiente era la señal que
advertía la inminencia de un ataque.
De este cerebro primitivo —el tallo encefálico—
emergieron los centros emocionales que, millones de años más tarde, dieron
lugar al cerebro pensante —o «neocórtex»— ese gran bulbo de tejidos replegados
sobre sí que configuran el estrato superior del sistema nervioso. El hecho de
que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste sea una
derivación de aquél, revela con claridad las auténticas relaciones existentes
entre el pensamiento y el sentimiento.
La raíz más primitiva de nuestra vida emocional
radica en el sentido del olfato o, más precisamente, en el lóbulo olfatorio,
ese conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los olores. En
aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para la
supervivencia, porque cada entidad viva, ya sea alimento, veneno, pareja
sexual, predador o presa, posee una identificación molecular característica que
puede ser transportada por el viento.
A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a
desarrollarse los centros más antiguos de la vida emocional, que luego fueron
evolucionando hasta terminar recubriendo por completo la parte superior del
tallo encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio estaba
compuesto de unos pocos estratos neuronales especializados en analizar los
olores. Un estrato celular se encargaba de registrar el olor y de clasificarlo
en unas pocas categorías relevantes (comestible, tóxico, sexualmente
disponible, enemigo o alimento) y un segundo estrato enviaba respuestas
reflejas a través del sistema nervioso ordenando al cuerpo las acciones que
debía llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).
Con la aparición de los primeros mamíferos
emergieron también nuevos estratos fundamentales en el cerebro emocional. Estos
estratos rodearon al tallo encefálico a modo de una rosquilla en cuyo hueco se
aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve y rodea al
tallo encefálico se le denominó sistema «límbico», un término derivado del
latín limbus, que significa «anillo».
Este nuevo territorio neural agregó las emociones propiamente dichas al
repertorio de respuestas del cerebro.”
Cuando estamos atrapados por el deseo o la
rabia, cuando el amor nos enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos
hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema límbico.
La evolución del sistema límbico puso a punto
dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria, dos avances realmente
revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas
predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes
exigencias del medio, favoreciendo así una toma de decisiones mucho más
inteligente para la supervivencia. Por ejemplo, si un determinado alimento
conducía a la enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo. Decisiones
como la de saber qué ingerir y qué expulsar de la boca seguían todavía
determinadas por el olor y las conexiones existentes entre el bulbo olfatorio y
el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y
reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y
discriminar lo bueno de lo malo, una tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo»
—que literalmente significa «el cerebro nasal»— una parte del circuito limbico
que constituye la base rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante.
Hace unos cien millones de años, el cerebro de
los mamíferos experimentó una transformación radical que supuso otro
extraordinario paso adelante en el desarrollo del intelecto, y sobre el delgado
córtex de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de células cerebrales
que terminaron configurando el neocórtex (la región que planifica, comprende lo
que se siente y coordina los movimientos).
El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que
el de cualquier otra especie, ha traído consigo todo lo que es
característicamente humano. El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los
centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Y
también agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos permitió tener sentimientos
sobre las ideas, el arte, los símbolos y las imágenes.
A lo largo de la evolución, el neocórtex
permitió un ajuste fino que sin duda habría de suponer una enorme ventaja en la
capacidad del individuo para superar las adversidades, haciendo más probable la
transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma configuración
neuronal. La supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del
neocórtex para la estrategia, la planificación a largo plazo y otras
estrategias mentales, y de él proceden también sus frutos más maduros: el arte,
la civilización y la cultura.
Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a
matizar la vida emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las estructuras
límbicas generan sentimientos de placer y de deseo sexual (las emociones que
alimentan la pasión sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus conexiones
con el sistema limbico permitió el establecimiento del vinculo entre la madre y
el hijo, fundamento de la unidad familiar y del compromiso a largo plazo de
criar a los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las especies
carentes de neocórtex —como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no
existe y los recién nacidos deben ocultarse para evitar ser devorados por la
madre. En el ser humano, en cambio, los vínculos protectores entre padres e
hijos permiten disponer de un proceso de maduración que perdura toda la
infancia, un proceso durante el cual el cerebro sigue desarrollándose.
A medida que ascendemos en la escala
filogenética que conduce de los reptiles al mono rhesus y, desde ahí, hasta el
ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex, un incremento que supone
también una progresión geométrica en el número de interconexiones neuronales. Y
además hay que tener en cuenta que, cuanto mayor es el número de tales
conexiones, mayor es también la variedad de respuestas posibles. El neocórtex
permite, pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional
como, por ejemplo, tener sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de
interconexiones existentes entre el sistema límbico y el neocórtex es superior
en el caso de los primates al del resto de las especies, e infinitamente
superior todavía en el caso de los seres humanos; un dato que explica el motivo
por el cual somos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de
reacciones —y de matices— ante nuestras emociones. Mientras que el conejo o el
mono rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de respuestas posibles
ante el miedo, el neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de
respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al 091. Cuanto más
complejo es el sistema social, más fundamental resulta esta flexibilidad; y no
hay mundo social más complejo que el del ser humano.’ Pero el hecho es que
estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la vida emocional porque,
en los asuntos decisivos del corazón —y, más especialmente, en las situaciones
emocionalmente críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el
sistema limbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el alcance de la
zona limbica son tantas, que el cerebro emocional sigue desempeñando un papel
fundamental en la arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región emocional
es el sustrato en el que creció y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante
y sigue estando estrechamente vinculada con él por miles de circuitos
neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a los centros de la emoción un
poder extraordinario para influir en el funcionamiento global del cerebro
(incluyendo, por cierto, a los centros del pensamiento).
7. LAS
RAÍCES DE LA EMPATÍA
Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano
alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida Ellen haciendo gala de
una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los sentimientos. Como ocurre
con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de intuición. Si
ella le comentaba que se sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si
le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no cesaba de formular
críticas «útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales críticas
no la ayudaban en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.
La conciencia
de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras
propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión de los
sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary no tienen la menor idea
de lo que sienten y por lo mismo también se encuentran completamente
desorientados con respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son, por
así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria para
percatarse de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y
las acciones de sus semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de
voz, los cambios de postura y los elocuentes silencios les pasan totalmente
inadvertidos.
Confundidos, pues, acerca de sus propios
sentimientos, los alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los
sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia
en el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica un grave
menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se asienta
toda relación dimana de la empatía, de la capacidad
para sintonizar emocionalmente con los demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que
sienten los demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde las ventas
hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las
relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que
resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los
violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen
verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través
de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los
demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el
tono de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable que la
investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad de interpretar
los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la
Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para
determinar el grado de empatía al que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no
verbal). Este test consiste en una serie de videos en los que una mujer joven
expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor
maternal, pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El
vídeo ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o varios canales
de comunicación no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo se ha
silenciado el mensaje verbal sino que también se ha ocultado toda clave
—excepto la expresión facial— que pueda ofrecer pistas acerca del estado
emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se muestran los movimientos
corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de
comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las
personas que miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a
pistas específicamente no verbales.
La investigación, llevada a cabo sobre unas
siete mil personas de los Estados Unidos y de otros dieciocho países, puso de
manifiesto las ventajas que conlleva la capacidad de leer los sentimientos
ajenos a partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad,
la sociabilidad y también —no deberíamos sorprendernos por ello— la
sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres suelen superar a
los hombres. Por otra parte. aquellas personas cuya destreza va
perfeccionándose a lo largo de los cuarenta y cinco minutos que dura el test
—un indicador de que se hallan especialmente dotadas para desarrollar la
empatía— suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una habilidad
obviamente inestimable para la vida amorosa.
Esta prueba también demostró la relación
puramente circunstancial existente entre la empatía y las calificaciones
obtenidas en el SAT, el CI y otros tests de rendimiento académico. La
independencia de la empatía con respecto a la inteligencia académica ha quedado
sobradamente demostrada en una investigación realizada con una versión del PSNV
adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre 1.011 niños demostró que
quienes eran mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no sólo
gozaban de mayor popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban
una mayor estabilidad emocional.
Estos niños, por otra parte, también mostraban un mayor rendimiento académico
—superior incluso a la media— pero, en cambio, su CI no era superior al de los
menos dotados para descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que
parece sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento escolar (o, tal vez,
simplemente les haga más atractivos a los ojos de sus profesores).
A diferencia de la mente racional, que se
comunica a través de las palabras, las emociones lo hacen de un modo no verbal.
De hecho, cuando las palabras de una persona no coinciden con el mensaje que
nos transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de comunicación no
verbal, la realidad emocional no debe buscarse tanto en el contenido de las
palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el mensaje. Una regla
general utilizada en las investigaciones sobre la comunicación afirma que más
del 90% de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de
la voz, la brusquedad de un gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje suele
captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor repare, por cierto, en
la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite tan sólo a registrarlo
y responder implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades que nos
permiten desempeñar adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma
tácita.
EL DESARROLLO DE LA EMPATIA
Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de
edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en
el regazo de su madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se
hubiera caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche a
su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que éste no dejaba de llorar, le
arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño fueron
registradas por madres que habían sido específicamente adiestradas para recoger
in situ esta clase de manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio
parecen sugerirnos que las raíces de la empatía se retrotraen a la más temprana
infancia. Prácticamente desde el mismo momento del nacimiento, los bebés se
muestran afectados cuando oyen el llanto de otro niño, una reacción que algunos
han considerado como el primer antecedente de la empatía. La psicología
evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de experimentar este tipo de
angustia empática antes incluso de llegar a ser plenamente conscientes de su
existencia separada. A los pocos meses del nacimiento, los bebés reaccionan
ante cualquier perturbación de las personas cercanas como si fuera propia, y
rompen a llorar cuando oyen el llanto de otro niño.
En una investigación llevada a cabo por Martin
L. Hoffman, de la Universidad de Nueva York, un niño de un año llevó a su madre
ante un amigo suyo que se encontraba llorando para que intentara consolarlo, a
pesar de que la madre de éste último también se hallara en la misma habitación.
Este tipo de confusión también puede encontrarse en aquellos niños de un año de
edad que imitan la angustia de los demás, una forma, posiblemente, de poder
llegar a comprender mejor los sentimientos ajenos. No es tampoco infrecuente
que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca para
comprobar si también se ha hecho daño o que, al contemplar el llanto de su
madre, se frote los ojos aunque él no esté llorando.
Esta imitación motriz, como se la denomina,
constituye, en realidad, el auténtico significado técnico del término etopaha ,
tal como lo definió por vez primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener
en la década de los veinte, una acepción ligeramente diferente del significado
original del término griego empatheia,
«sentir dentro», la expresión utilizada por los teóricos de la estética
para referirse a la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra
persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva de una suerte de imitación
física del sufrimiento ajeno con el fin de evocar idénticas sensaciones en uno
mismo y es por ello por lo que se ocupó de buscar una palabra distinta a
simpatía, ya que podemos sentir simpatía por la situación general en que se
halla una persona sin necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.
La imitación motriz de los niños desaparece
alrededor de los dos años y medio de edad, a partir del momento mismo en que
aprenden a diferenciar el dolor de los demás del suyo propio y, en
consecuencia, se hallan más capacitados para consolarles. He aquí un episodio
típico extraído del diario de una madre:
«El bebé de la vecina está llorando ... y Jenny
se acerca a darle una galleta. Entonces lo sigue y también empieza a quejarse.
A continuación, trata de acariciarle el pelo, pero él la aparta. Finalmente, el
bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y continúa dándole juguetes y
suaves palmaditas en la cabeza y los hombros»
En este punto de su desarrollo, los niños
pequeños comienzan a manifestar ciertas diferencias en su capacidad de
experimentar los trastornos emocionales ajenos. Así pues, mientras que algunos
—como Jenny— se muestran agudamente conscientes de las emociones, otros, por el
contrario, parecen ignorarlas por completo. Una serie de estudios llevados a
cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler en el National Institute of
Mental Health demostró que buena parte de las diferencias existentes en el grado de empatía se hallan directamente
relacionadas con la educación que los
padres proporcionan a sus hijos. Según ha puesto de relieve esta
investigación, los niños se muestran más empáticos cuando su educación incluye,
por ejemplo, la toma de conciencia del daño que su conducta puede causar a
otras personas (decirles, por ejemplo, «mira qué triste la has puesto», en lugar
de «eso ha sido una travesura»). La investigación también ha puesto de
manifiesto que el aprendizaje infantil de la empatía se halla mediatizado por
la forma en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno. Así
pues, la imitación permite que los niños desarrollen un amplio repertorio de
respuestas empáticas, especialmente a la hora de brindar ayuda a alguien que lo
necesite.
EL NIÑO BIEN SINTONIZADO
Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a
sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras
que Fred se parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el germen
de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de sus
hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la mirada de Fred y,
cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en atrapar su atención, a lo
que Fred respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah miraba
hacia otro lado, Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo
empezaba de nuevo, un ciclo que solía terminar despertando el llanto de Fred.
En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de imponerle el contacto
visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a
mantenerlo.
Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente
decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se mostraba ostensiblemente más
temeroso y dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba su temor
era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual
con los demás, tal y como había aprendido a hacer con su propia madre. Mark,
por el contrario, miraba a la gente directamente a los ojos y, cuando quería
romper el contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una
sonrisa de satisfacción.
Los gemelos y su madre fueron sometidos a una
observación minuciosa cuando participaban en una investigación llevada a cabo
por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los minúsculos y
repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, es de la opinión
de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos
momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean
aquéllos en los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas
y correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente
sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según Stern, es
muy posible que la continua exposición a momentos de armonía o de disarmonía
entre padres e hijos determine —en mayor medida, posiblemente, que otros
acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia— las
expectativas emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.
La sintonización
constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación. Stern, que estudió este fenómeno con precisión
microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre las madres y
sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre transmite al
niño la sensación de que sabe cómo se siente. Cuando un bebé emite, por
ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su alegría dándole una cariñosa
palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede
menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta.
Este tipo de interacciones en los
que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar,
según Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al
niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado con su
madre.
La sintonización es algo muy distinto a la mera
imitación. «Si te limitas a imitar al bebé
—me comentaba Stern— tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás
qué es lo que siente. Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar
de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá
comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la
estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo. Según Stern,
la relación sexual «implica la capacidad
de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar
con sus intenciones y gozar de un estado mutuo y simultáneo de excitación
cambiante»; una experiencia, en suma, en la que los amantes responden con
una sincronía que les proporciona una sensación tácita de profunda
compenetración. Pero, si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los
casos, la máxima expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin embargo,
manifiesta la ausencia de toda reciprocidad emocional.
EL COSTE DE LA FALTA DE SINTONÍA
Stern sostiene que, gracias a la repetición de
estos momentos de sintonía emocional, el niño desarrolla la sensación de que
los demás pueden y quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación parece
emerger alrededor de los ocho meses de edad —una época en la que el bebé
comienza a comprender que se halla separado de los demás— y sigue modelándose
en función del tipo de relaciones próximas que mantenga a lo largo de toda su
vida.
Cuando los padres están desintonizados
emocionalmente de sus hijos, esta situación puede llegar a ser especialmente
abrumadora. En uno de sus experimentos, Stern utilizó a madres que, en lugar de
establecer una comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban
deliberadamente por encima o por debajo de lo normal a sus demandas, algo a lo
que los niños respondían siempre con una muestra inmediata de consternación o
malestar.
El coste de la falta de sintonía emocional entre
padres e hijos es extraordinario. Cuando
los padres fracasan reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada
gama de emociones de su hijo —ya sea la risa, el llanto o la necesidad de
ser abrazado, por ejemplo— el niño dejará de expresar e incluso dejará de
sentir ese tipo de emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas emociones comiencen a desvanecerse
del repertorio de sus relaciones íntimas, especialmente en el caso de que
estos sentimientos fueran desalentados de forma más o menos explícita durante
la infancia.
Por el mismo motivo, los niños pueden alimentar
también una serie de emociones negativas, dependiendo de los estados de ánimo
que hayan sido reforzados por sus padres. Los niños son tan capaces de «captar»
los estados de ánimo que hasta los bebés de tres meses, hijos de madres
depresivas, por ejemplo, reflejan el estado anímico de éstas mientras juegan
con ellas, mostrando más sentimientos de enfado y tristeza que de curiosidad e
interés espontáneo, en comparación con aquellos otros bebés cuyas madres no
mostraban ningún síntoma depresivo.
Por ejemplo, una de las madres que participó en
la investigación realizada por Stern apenas sí reaccionaba a las demandas de
actividad de su bebé y éste, finalmente, aprendió a ser pasivo.
«Un niño
que es tratado así —afirma Stern— aprende que, cuando está excitado, no puede
conseguir que su madre se excite también, de modo que tal vez sería mejor que
ni siquiera lo intente.»
Sin embargo. existe todavía cierta esperanza en
lo que se ha dado en llamar relaciones
«compensatorias», «las relaciones
mantenidas a lo largo de toda la vida—con los amigos, los familiares o incluso
dentro del campo de la psicoterapia— que remodelan de continuo la pauta de
nuestras relaciones. De este modo, ¿cualquier
posible desequilibrio puede corregirse después o se trata de un proceso que
perdura a lo largo de toda la vida?
De hecho, varias teorías psicoanalíticas
consideran que la relación terapéutica constituye un adecuado correctivo
emocional que puede proporcionar una experiencia satisfactoria de
sintonización. Algunos pensadores psicoanalíticos utilizan el término espejo
para referirse a la técnica mediante la cual el psicoanalista devuelve al
cliente —de modo muy similar a la madre que se halla en armonía emocional con
su hijo— un reflejo que le permite alcanzar una comprensión de su propio estado
interno. La sincronía emocional pasa inadvertida y queda fuera del conocimiento
consciente, aunque el paciente puede sentirse reconfortado y con la profunda
sensación de ser respetado y comprendido.
El coste emocional de la falta de sintonización
en la infancia puede ser alto... y no sólo para el niño. Un estudio efectuado
con convictos de delitos violentos puso de manifiesto que todos ellos habían
padecido una situación infantil —que los diferenciaba también de otros
delincuentes— muy parecida, que consistía en haber cambiado constantemente de
familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber experimentado
una seria orfandad emocional o haber gozado de muy pocas
oportunidades de experimentar la sintonía emocional. El descuido emocional
ocasiona una torpe empatía pero el abuso emocional intenso y sostenido —es
decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y las mezquindades—
provoca un resultado paradójico. En tal caso, los niños que han experimentado
estos abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las
emociones de quienes les rodean, un estado de alerta postraumática ante los
signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta preocupación obsesiva por los
sentimientos ajenos es típica de aquellos niños que han padecido abusos
psicológicos, niños que, al llegar a la edad adulta, mostrarán una volubilidad
emocional que puede llegar a ser diagnosticada como «trastorno borderline
de la personalidad». Muchas de estas personas están especialmente dotadas para
percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común comprobar
que, durante la infancia, han sido objeto de algún tipo de abuso emocional.”
LA NEUROLOGÍA DE LA EMPATÍA
Como suele suceder en el campo de la neurología,
los informes sobre casos extraños o poco frecuentes proporcionan claves muy
importantes para asentar los fundamentos cerebrales de la empatía. Un informe
de 1975, por ejemplo, revisaba varios casos de pacientes que habían sufrido
lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y que presentaban la curiosa
deficiencia de ser incapaces de captar el mensaje emocional contenido en los
tonos de voz, aunque sí que eran capaces de comprender perfectamente el
significado de las palabras. Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un
«gracias» sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por el
contrario, hablaba de pacientes con lesiones en regiones distintas del
hemisferio cerebral derecho que manifestaban otro tipo de deficiencias en la
percepción de las emociones. En este caso se trataba de pacientes incapaces de
expresar sus propias emociones a través del tono de voz o del gesto. Sabían lo
que sentían pero eran simplemente incapaces de comunicarlo. Según apuntan los
investigadores, estas regiones corticales del cerebro están estrechamente
ligadas al funcionamiento del sistema límbico.
Estos estudios sirvieron de base para un
artículo pionero escrito por Leslie Brothers, psiquiatra del Instituto
Tecnológico de California, que versaba sobre la biología de la empatia. Su
revisión de los diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos
realizados sobre animales le llevó a
sugerir que la amígdala y sus
conexiones con el área visual del córtex constituyen el asiento cerebral de la
empatía.
La mayor parte de la investigación neurológica
llevada a cabo en este sentido ha sido realizada con animales, especialmente
primates. El hecho de que los primates sean capaces de experimentar la empatía
—o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación
emocional»— resulta evidente no sólo a partir de estudios más o menos
anecdóticos sino también según investigaciones como la que reseñamos a
continuación. En este experimento se adiestró a varios monos rhesus a emitir
una respuesta anticipada de temor ante un determinado sonido sometiéndoles a
una descarga eléctrica inmediatamente después de escucharlo. Los monos tenían que
aprender a evitar la descarga empujando una palanca cada vez que oían el
sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas separadas cuya
única comunicación posible era a través de un circuito cerrado de televisión
que sólo les permitía ver una imagen del rostro de su compañero. De este modo,
cada vez que uno de los monos escuchaba el sonido que anticipaba la descarga,
su cara reflejaba el miedo y, en el momento en que el otro mono veía ese
semblante, evitaba la descarga empujando la palanca. Todo un acto de empatía...
por no decir de altruismo.
Una vez que se comprobó que los primates son
capaces de leer las emociones en el rostro de sus semejantes, los
investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus cerebros para
detectar el menor indicio de actividad de determinadas neuronas.
Los electrodos insertados en las neuronas del
córtex visual y de la amígdala mostraban que, cuando un mono veía el rostro del
otro, la información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del córtex
visual y posteriormente a las de la amígdala. Este es el camino normal que
sigue la información emocionalmente más relevante. Pero el descubrimiento más
sorprendente de esta investigación fue la identificación de determinadas
neuronas del córtex visual que clínicamente parecen activarse en respuesta a
expresiones faciales o gestos concretos, como una boca amenazadoramente
abierta, una mueca de miedo o una inclinación de sumisión. Y estas neuronas son
distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que permiten el
reconocimiento de los rostros familiares.
Esto podría significar que el cerebro es un
instrumento diseñado para reaccionar ante expresiones emocionales concretas o.
dicho de otro modo, que la empatía es un imponderable biológico.
Según Brothers, otra investigación en la que se
sometió a observación a un grupo de monos en estado salvaje a los que se habían
seccionado las conexiones existentes entre la amígdala y el córtex, demuestra
el importante papel que desempeña la vía amigdalocortical en la percepción y
respuesta ante las emociones.
Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos
seguían siendo capaces de desempeñar tareas ordinarias como alimentarse o
subirse a los árboles pero habían perdido la capacidad de dar una respuesta
emocional adecuada a los otros miembros de la manada.
La situación era tal que llegaban incluso a huir
cuando otro mono se les acercaba amistosamente, y terminaban viviendo aislados
y evitando todo contacto con el grupo.
Según Brothers, las zonas del córtex en las que
se concentran las neuronas especializadas en la emoción están directamente
ligadas a la amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical resulta
fundamental para identificar las emociones y desempeña un papel crucial en la
elaboración de una respuesta apropiada.
«El valor
de este sistema para la supervivencia —afirma Brothers— resulta manifiesto en
el caso de los primates. La percepción de que otro individuo se aproxima pone
rápidamente en funcionamiento una pauta concreta de respuesta fisiológica,
adecuado al propósito del otro, según sea propinar un mordisco, desparasitar o
copular».
La
investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de
Berkeley, sugiere la existencia de un fundamento similar de la empatía en el
caso de los seres humanos. El estudio de Levenson se realizó con parejas
casadas que debían tratar de identificar qué era lo que estaba sintiendo su
cónyuge en el transcurso de una acalorada discusión. El método era muy sencillo
ya que, mientras los miembros de la pareja discutían alguna cuestión
problemática que afectara al matrimonio —la educación de los hijos, los gastos,
etcétera—, eran grabados en vídeo y sus respuestas fisiológicas eran también
monitorizadas. Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el vídeo y
narraba lo que ella o él sentían en cada uno de los momentos de la interacción
y luego volvía a mirar la filmación pero tratando, esta vez, de identificar los
sentimientos del otro.
El mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta fisiológica coincidía, es
decir, en aquéllos en los que el aumento de sudoración de uno de los cónyuges
iba acompañado del aumento de sudoración del otro y en los que el descenso de
la frecuencia cardiaca del uno iba seguido del descenso de la frecuencia del otro.
En suma, era como si el cuerpo de uno imitara, instante tras instante, las reacciones sutiles del otro miembro de
la pareja. Pero, cuando estaban contemplando la grabación, no podría decirse
que tuvieran una gran empatía para determinar lo que su pareja estaba
sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre ellos cuando sus reacciones
fisiológicas se hallaban sincronizadas.
Esto nos sugiere que cuando el cerebro emocional
imprime al cuerpo una reacción violenta —como la tensión de un enfado, por
ejemplo— casi no es posible la empatía. La empatía exige la calma y la
receptividad suficientes para que las señales sutiles manifestadas por los
sentimientos de la otra persona puedan ser captadas y reproducidas por nuestro
propio cerebro emocional.
LA EMPATÍA Y LA ÉTICA: LAS RAÍCES DEL ALTRUISMO
La frase «nunca
preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti» es
una de las más célebres de la literatura inglesa. Las palabras de John Donne se
dirigen al núcleo del vínculo existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es nuestro propio dolor.
Sentir con otro es cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la empaña
seria la antipatía. La actitud empática está inextricablemente ligada a los juicios morales porque éstos tienen que
ver con víctimas potenciales. ¿Mentiremos para no herir los sentimientos de un
amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el contrario, aceptaremos una
inesperada invitación a cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir
utilizando un sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que,
de otro modo, moriría?
Estos dilemas éticos han sido planteados por
Martin Hoffman, un investigador de la empatía que sostiene que en ella se
asientan las raíces de la moral. En opinión de Hoffman, «es la empatía hacia las posibles victimas, el hecho de compartir la
angustia de quienes sufren, de quienes están en peligro o de quienes se hallan
desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta relación
evidente entre empatía y altruismo en los encuentros interpersonales, Hoffman
propone que la empatía —la capacidad de ponernos en el lugar del otro— es, en
última instancia, el fundamento de la comunicación.
Según Hoffman, el desarrollo de la empatía
comienza ya en la temprana infancia. Como hemos visto, una niña de un año de
edad se alteró cuando vio a otro niño caerse y comenzar a llorar; su
compenetración con él era tan íntima que inmediatamente se puso el pulgar en la
boca y sumergió la cabeza en el regazo de su madre como si fuera ella misma
quien se hubiera hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños
comienzan a tomar conciencia de que son una entidad separada de los demás,
tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño
ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los
niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos son diferentes a los
propios y así se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten conocer
cuáles son realmente los sentimientos de los demás. Es en este momento, por
ejemplo, cuando pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que
llora es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no herir su
orgullo.
En la última fase de la infancia aparece un
nivel más avanzado de la empatía, y los niños pueden percibir el malestar más
allá de la situación inmediata y comprender que determinadas situaciones
personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de sufrimiento
crónico. Es entonces cuando suelen comenzar a preocuparse por la suerte de todo
un colectivo, como, por ejemplo, los pobres, los oprimidos o los marginados,
una preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada por convicciones
morales centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio ajeno.
Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es
una habilidad que subyace a muchas facetas del juicio y de la acción ética. Una
de estas facetas es la «indignación
empática» que John Stuart Mill describiera como «el sentimiento natural de venganza alimentado por la razón, la simpatía
y el daño que nos causan los agravios de que otras personas son objeto» y
que calificara como «el custodio de la justicia». Otro ejemplo en el que
resulta evidente que la empatía puede sustentar la acción ética es el caso del
testigo que se ve obligado a intervenir para defender a una posible víctima.
Según ha demostrado la investigación, cuanta más empatía sienta el testigo por
la víctima, más posibilidades habrá de que se comprometa en su favor. Existe
cierta evidencia de que el grado de empatía experimentado por la gente
condiciona sus juicios morales. Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y
Estados Unidos demuestran que cuanto más empática es la persona, más a favor se
halla del principio moral que afirma que los recursos deben distribuirse en
función de las necesidades.
UNA VIDA CARENTE DE EMPATÍA: LA MENTALIDAD DEL AGRESOR.
LA MORAL DEL SOCIOPATA
Eric Eckardt se vio involucrado en un miserable
delito. Cuando era guardaespaldas de la patinadora Tonya Harding preparó un
brutal atentado contra su eterna rival, Nancy Kerrigan, medalla de oro en las
olimpiadas de invierno de 1994, a consecuencia del cual quedó seriamente
maltrecha y tuvo que dejar su entrenamiento durante varios meses. Pero cuando
Eckardt vio la imagen de la sollozante Kerrigan en televisión, tuvo un súbito
arrepentimiento y entonces llamó a un amigo para contarle su secreto, iniciando
así la secuencia de acontecimientos que terminó abocando a su detención. Tal es el poder de la empatía.
Pero, por desgracia, las personas que cometen
los delitos más execrables suelen carecer de toda empatía. Los violadores, los
pederastas y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma
carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa
incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite contarse las
mentiras que les infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos. En el
caso de los violadores, estas mentiras tal vez adopten la forma de pensamientos
como «a todas las mujeres les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se
resista sólo quiere decir que no le gusta poner las cosas fáciles».
En este mismo sentido, la persona que abusa
sexualmente de un niño quizás se diga algo así como «yo no quiero hacerle daño,
sólo estoy mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de
cariño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta
es la mejor de las disciplinas». Todas estas justificaciones, expresadas por
personas que han recibido tratamiento por las conductas que acabamos de
reseñar, son las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se
preparan para hacerlo.
La notable falta de empatía que presentan estas
personas cuando agreden a sus víctimas suele formar parte de un ciclo emocional
que termina precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la secuencia
emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El
ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse alterada: inquieta,
deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden ser activados por la
contemplación de una pareja feliz en la televisión, lo que le lleva a sentirse
inmediatamente deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca
consuelo en su fantasía favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño,
una fantasía que paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más sexual y
suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el agresor experimente un
alivio momentáneo pero la tregua es muy breve y la depresión y la sensación de
soledad retornan con más virulencia que antes. Entonces es cuando el agresor
comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la práctica su fantasía
repitiéndose justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia
física, no le estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el amor
conmigo tratara de evitarlo».
A estas alturas, el agresor ve al niño a través
de la lente de sus perversas fantasías, sin la menor muestra de empatía por sus
sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la escalada de
los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para encontrar a un
niño solo, pasando por la minuciosa consideración de los pasos a seguir, hasta
llegar a la ejecución del plan.
Y todo esto se realiza como si la víctima
careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no percibe sus verdaderos sentimientos (asco, miedo y
rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus planes y, en
cambio, proyecta la actitud cooperante de la víctima.
La falta de empatía es precisamente uno de los
focos principales en los que se centran los nuevos tratamientos diseñados para
la rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los programas más
prometedores los agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de
delitos contados desde la perspectiva de la víctima y contemplar videos en los
que las víctimas narran desconsoladamente lo que experimentaron cuando
sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de su propio
delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la víctima y, por último, debe
representar el episodio en cuestión desempeñando ahora el papel de víctima.
En opinión de William Pithers, psicólogo de la
prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia de cambio de perspectiva: «la empatía hacia la víctima transforma la
percepción hasta el punto de impedir la negación del sufrimiento, incluso a
nivel de las propias fantasías», fortaleciendo así la motivación de los
hombres para combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores
sexuales que, después de pasar por este programa en prisión, reincidían, era la
mitad que la de quienes no se sometieron al programa. Si falta esta motivación
empática, las otras fases del tratamiento no funcionarán adecuadamente.
Pero si son pocas las esperanzas de infundir una
mínima sensación de empatía en los agresores sexuales de los niños, menos
todavía lo son en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a los que los recientes
diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas). El psicópata no sólo es una
persona aparentemente encantadora sino que también carece de todo remordimiento
ante los actos más crueles y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía o
cualquier tipo de compasión o, cuanto menos, remordimientos de conciencia, es una de las deficiencias
emocionales más desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata
parece residir en su comleta incapacidad para establecer una conexión emocional
profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos sádicos múltiples que se
deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la vida,
constituyen el epitome de la psicopatía. Los psicópatas también suelen ser
mentirosos impenitentes dispuestos a manipular cínicamente las emociones de sus
victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos.
Consideremos el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de
una banda de Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un
atropello que él mismo describía con más orgullo que pesar. Mientras se hallaba
conduciendo un coche junto a Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre
las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los Angeles, Faro quiso
hacer una demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el
automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del
incidente:
«El
conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada
a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron
completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó
los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.
Entonces
Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a los
ocupantes del otro coche:
Me miró
directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo
hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la
mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni
tu vida ni la suya.»
Es evidente que hay muchas explicaciones
plausibles de una conducta tan compleja como ésta. Una de ellas podría ser que
la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia
cuando uno debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo
habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser contraproducente. Así
pues, en ciertos aspectos de la vida, una
oportuna falta de empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía malo»
de los interrogatorios hasta el soldado entrenado para matar). En este mismo
sentido, las personas que han practicado torturas en estados totalitarios
refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas para
poder llevar a cabo mejor su «trabajo».
Una de las formas más detestables de falta de
empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente por una investigación que
reveló que los maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con
cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave anomalía
psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse, estos hombres no
actúan cegados por un arrebato de ira sino en un estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más
patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia de sus latidos
cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en los accesos de
furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten,
mayor es su tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de
terror calculado, una forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un
régimen de terror.
Los maridos que muestran una crueldad brutal
constituyen un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como
norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio,
suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus
compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los
hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva —bien sea
movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido
al miedo a ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus
esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que
éstas puedan hacer —ni siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su
violencia.
Algunos estudiosos de los psicópatas criminales
sospechan que esta capacidad de manipular fríamente a los demás, esta total ausencia
de empatía y de afecto, puede originarse en un defecto neurológico.* Existen dos pruebas que apuntan a la
existencia de un posible fundamento fisiológico de las psicopatías más crueles,
pruebas que sugieren la implicación de vías neurológicas ligadas al sistema
límbico. En un determinado experimento se midieron las ondas cerebrales del
sujeto mientras éste trataba de descifrar una serie de palabras entremezcladas,
proyectadas a una velocidad aproximada de diez palabras por segundo. La mayor
parte de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras que
conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras
neutras, como silla, por ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las
personas son capaces de reconocer rápidamente las palabras cargadas
emocionalmente y sus cerebros muestran patrones de onda característicamente
diferentes en respuesta a las palabras cargadas emocionalmente y a las palabras
neutras. Los psicópatas, por el contrario, adolecen de este tipo de reacción y
sus cerebros no muestran ningún patrón distintivo que les permita discernir las
palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente a ellas,
lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que conecta la
región cortical en donde se reconocen las palabras con el sistema límbico, el
área del cerebro que asocia un determinado sentimiento a cada palabra.
En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la
Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a cabo esta investigación, los
psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido emocional de
las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo afectivo. Según
Hare, la indiferencia de los psicópatas se asienta en una pauta fisiológica
ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y de los circuitos neurológicos relacionados con ella. En
este sentido, los psicópatas que reciben una descarga eléctrica no muestran los
síntomas de miedo que son normales en las personas cuando sufren dolor. Es
precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna
reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas
no se preocupen por las posibles consecuencias de sus actos. Y su incapacidad
de experimentar el miedo es la que da cuenta de su ausencia de toda empatía —o
compasión— hacia el dolor y el miedo de sus victimas.
* Una breve nota de advertencia:
si bien puede hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas que
intervengan en algunos tipos de delito —como, por ejemplo, algún defecto
neurológico que impida la empatía—, ello no nos permite inferir que todos los
delincuentes sufran algún deterioro biológico o que exista un determinante
biológico de la delincuencia. Este tema ha suscitado enormes controversias
aunque, por el momento, sólo se ha logrado cierto consenso de que no existe
ningún determinante biológico de que tampoco puede hablarse de «genes criminales»,. Así pues, aunque, con
determinados casos pueda hablarse de un fundamento fisiológico de la falta de
empatía, ello no supone, en modo alguno, que esa disfunción aboque
inexorablemente al delito. La falta de empatía debe ser considerada como uno
más de los factores psicológicos, económicos y sociales que pueden abocar a la
delincuencia.
COMPLEMENTO A ESTA LECTURA: LAS INTELIGENCIAS
Inteligencia interpersonal, Intrapersonal y espiritual
(textos tomados de Wilkipedia y editados libremente)
El concepto de inteligencia
En el desarrollo del concepto de Inteligencia como tal, un primer momento estuvo representado por el trabajo de Alfred Bineta principios de 1900, quien desarrolló el concepto de cociente intelectual (CI). Aquí, la inteligencia está referida principalmente a una capacidad lógico-matemática y verbal, es lo que se conoce como racionalidad instrumental, una capacidad para el control técnico del mundo, un concepto nacido de una visión unidimensional de la conciencia. Las definiciones populares de inteligencia hacen hincapié en los aspectos cognitivos, tales como la memoria y la capacidad para resolver problemas cognitivos, sin embargo Edward L. Thorndike, en 1920, utilizó el término inteligencia social para describir la habilidad de comprender y motivar a otras personas.1 En 1940, David Wechsler describió la influencia de factores no intelectivos sobre el comportamiento inteligente y sostuvo, además, que los tests de inteligencia no serían completos hasta que no se pudieran describir adecuadamente estos factores.2
Desafortunadamente, el trabajo de estos autores pasó desapercibido durante mucho tiempo hasta que, en 1983, Howard Gardner, en su libro Inteligencias múltiples: la teoría en la práctica,3 introdujo la idea de que los indicadores de inteligencia, como el cociente intelectual, no explican plenamente la capacidad cognitiva, porque no tienen en cuenta ni la “inteligencia interpersonal” (la capacidad para comprender las intenciones, motivaciones y deseos de otras personas) ni la “inteligencia intrapersonal” (la capacidad para comprenderse uno mismo, apreciar los sentimientos, temores y motivaciones propios).4
Un segundo momento está representado por el trabajo de Howard Gardner y un grupo de académicos de la Universidad de Harvard quienes en el año de 1967 empezaron a desarrollar una visión plural de la inteligencia a través del Proyecto Zero. Gardner desarrolló así su teoría de las inteligencias múltiples reconociendo diversas facetas de la cognición así como potenciales y estilos cognitivos en las personas. Las ocho inteligencias de Gardner son:
• inteligencia lógico-matemática
• inteligencia corporal
La teoría de las inteligencias múltiples abrió el camino para seguir investigando acerca de la inteligencia como el trabajo desarrollado por Daniel Goleman sobre inteligencia emocional, en parte inspirado por el trabajo de Gardner sobre la inteligencia interpersonal e intrapersonal. Según Goleman, la inteligencia emocional es mejor para predecir el éxito futuro en la vida social y profesional de los estudiantes, ya que la inteligencia lógico-matemática no va más allá del éxito escolar. La inteligencia emocional se define como la capacidad de mantener la calma y dominar la impulsividad, la capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de diferir las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras facultades racionales y la capacidad de empatizar y confiar en los demás. El primer uso del término inteligencia emocional generalmente es atribuido a Wayne Payne, citado en su tesis doctoral Un estudio de las emociones: el desarrollo de la inteligencia emocional (1985).5 Sin embargo, esta expresión ya había aparecido antes en textos de Beldoch (1964),6 y Leuner (1966).7 Stanley Greenspan también propuso un modelo de inteligencia emocional en 1989, al igual que Peter Salovey y John D. Mayer.8 La relevancia de las emociones en el mundo laboral y la investigación sobre el tema siguió ganando impulso, pero no fue hasta la publicación en 1995 del célebre libro de Daniel Goleman, Inteligencia emocional, cuando se popularizó.9 En ese año, la revista Time fue el primer medio de comunicación de masas interesado en la IE y Nancy Gibbs publicó un artículo sobre el texto de Goleman.
Inteligencia Interpersonal
La inteligencia interpersonal corresponde a una de las inteligencias del modelo propuesto por Howard Gardner
Es la que nos permite entender a los demás. La inteligencia interpersonal es mucho más importante en nuestra vida diaria que la brillantez académica, porque es la que determina la elección de la pareja, los amigos y, en gran medida, nuestro éxito en el trabajo o en el estudio. La inteligencia interpersonal se basa en el desarrollo de dos grandes tipos de capacidades, la empatía y la capacidad de manejar las relaciones interpersonales.
La inteligencia interpersonal forma parte del modelo de inteligencias múltiples de Howard Gardner, aunque otras corrientes psicológicas la denominan empatía. El modelo de Gardner propugna que no existe una única forma de entender el concepto de inteligencia ya que eso es un enfoque restrictivo del problema, sino una multiplicidad de perspectivas en adecuación a los distintos contextos vitales del hombre y de los animales. En principio propuso 7, que luego aumentó a 8. En 1995 el autor agregó la inteligencia naturalista.
La interpersonal es la inteligencia relacionada con la actuación y propia comprensión acerca de los demás, como por ejemplo notar las diferencias entre personas, entender sus estados de ánimo, sus temperamentos, intenciones, etc.
La inteligencia interpersonal permite comprender a los demás y comunicarse con ellos, teniendo en cuenta sus diferentes estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y habilidades. Incluye la capacidad para establecer y mantener relaciones sociales y para asumir diversos roles dentro de grupos, ya sea como un miembro más o como líder. Este tipo de inteligencia la podemos detectar en personas con habilidades sociales definidas, políticos, líderes de grupos sociales o religiosos, docentes, terapeutas y asesores educativos. Y en todos aquellos individuos que asumen responsabilidades y muestran capacidad para ayudar a otros. Son aquellos individuos que poseen la llave de las relaciones humanas, del sentido del humor: desde pequeños disfrutan de la interacción con amigos y compañeros escolares, y en general no tienen dificultades para relacionarse con personas de otras edades diferentes a la suya. Algunos presentan una sensibilidad especial para detectar los sentimientos de los demás, se interesan por los diversos estilos culturales y las diferencias socioeconómicas de los grupos humanos. La mayoría de ellos influyen sobre otros y gustan del trabajo grupal especialmente en proyectos colaborativos. Son capaces de ver distintos puntos de vista en cuanto a cuestiones sociales o políticas, y aprecian valores y opiniones diferentes de las suyas. Suelen tener buen sentido del humor y caer simpáticos a amigos y conocidos, siendo ésta una de las más apreciadas de sus habilidades interpersonales, ya que son sociables por naturaleza. Podemos decir que una vida plenamente feliz depende en gran parte de la inteligencia interpersonal. La Inteligencia Interpersonal está relacionada con el contacto persona a persona y las interacciones efectuadas en agrupaciones o trabajos en equipo. El estudiante con inteligencia interpersonal tiene la facultad de interactuar verbal y no verbalmente con personas o con un grupo de personas; y es quien toma el papel de líder.
La inteligencia interpersonal tiene directa relación con el área de la corteza cerebral llamado lóbulo frontal, esta área del cerebro posee la llamada área de Broca que es la encargada de la producción lingüística y oral, además de las funciones ejecutivas que manejan la conducta, atención, planificación entre otros.1
Inteligencia intrapersonal
La inteligencia intrapersonal corresponde a una de las inteligencias del modelo propuesto por Howard Gardner en la teoría de las inteligencias múltiples que se define como la capacidad que nos permite conocernos mediante un autoanálisis.
Características
La inteligencia intrapersonal: la capacidad de ver cómo somos y lo que queremos.
Despuntar en materias como las matemáticas o el lenguaje es importante, pero puede no ser suficiente para alcanzar un desarrollo personal y profesional adecuado. Sin embargo, si esas habilidades se complementan con una buena inteligencia intrapersonal, que es la capacidad de conocerse a uno mismo y actuar en consecuencia, las posibilidades de tener éxito en el trabajo y encontrarse feliz y satisfecho en el plano personal se acrecientan.
La inteligencia intrapersonal es uno de los componentes del modelo de las inteligencias múltiples propuesto por Howard Gardner. Este modelo propugna que no existe una única inteligencia, sino una multiplicidad (en principio propuso 7, que luego aumentó a 8).
La inteligencia intrapersonal se refiere a la autocomprensión, el acceso a la propia vida emocional, a la propia gama de sentimientos, la capacidad de efectuar discriminaciones de estas emociones y finalmente ponerles nombre y recurrir a ellas como medio de interpretar y orientar la propia conducta.
Las personas que poseen una inteligencia intrapersonal notable, poseen modelos viables y eficaces de sí mismos. Pero al ser esta forma de inteligencia la más privada de todas, requiere otras formas expresivas para que pueda ser observada en funcionamiento.
La inteligencia interpersonal permite comprender y trabajar con los demás, la intrapersonal permite comprenderse mejor y trabajar con uno mismo. En el sentido individual de uno mismo, es posible hallar una mezcla de componentes intrapersonales e interpersonales. El sentido de uno mismo es una de las más notables invenciones humanas: simboliza toda la información posible respecto a una persona y qué es. Se trata de una invención que todos los individuos construyen para sí mismos.
Las cualidades de una persona con inteligencia intrapersonal
La inteligencia es la capacidad para formarse un modelo ajustado y verídico de uno mismo y ser capaz de usarlo para desenvolverse en la vida. Este tipo de inteligencia está directamente relacionada, por lo tanto, con el conocimiento de la propia persona y la capacidad de tener una imagen individual precisa y objetiva. También implica tener conciencia de los estados de ánimo interiores, intenciones, motivaciones, temperamentos y deseos y capacidad para la autodisciplina, autocomprensión y autoestima.
Las principales cualidades de las personas con la inteligencia intrapersonal bien desarrollada son:
• Capacidad de autodisciplina y autocontrol.
• Elevada autoestima de uno mismo.
• Consciencia de las propias limitaciones y conocimientos.
• Ponderación de la importancia de sus acciones.
• Capacidad para introspección y meditación .
• Conseguir una gran alineamiento con el presente, el aquí y el ahora.
La inteligencia intrapersonal es también la capacidad de ver con realismo y veracidad cómo somos y qué queremos, estableciendo prioridades y anhelos personales para de esta forma actuar en consecuencia. Las personas con este tipo de inteligencia no suelen engañarse con respecto a sus propios sentimientos y emociones y saben como respetarlos.
Las personas con inteligencia intrapersonal son capaces de analizar el por qué de sus pensamientos y actitudes, siendo capaces de corregir los comportamientos y acciones que no les convienen. También tienen más posibilidades de tomar elecciones acertadas a la hora de elegir qué estudios cursar o qué trabajos aceptar.
Para lograr el equilibrio emocional es fundamental conocer cómo satisfacer nuestras necesidades emocionales, lo que nos permite calmarnos ante situaciones estresantes y actuar con practicidad y eficacia, evitando que tengamos que tengamos reacciones desmedidas ante determinadas situaciones. Todo esto redunda en la consecución de un marcado bienestar emocional que influye positivamente en el resto de inteligencias, así como en el plano físico.
Ligada a la inteligencia intrapersonal encontramos otro tipo de inteligencia: la interpersonal, que es la capacidad de entender a otras personas, interactuar con ellos y entablar empatía. Las personas con este tipo de inteligencia son capaces de discernir y comprender qué le sucede a otra persona en un determinado contexto. Esto supone una gran ventaja, ya que puede actuar de manera apropiada en relación con los estados de ánimo, las conductas y los deseos de las personas que le rodean en el plano familiar, social y profesional.
Por lo general, quienes poseen inteligencia interpersonal son populares, tienen muchos amigos y tienden a mantener una buena relación con los compañeros de trabajo y con la gente que los rodea. Les resulta sencillo captar las necesidades ajenas y, por lo tanto, reaccionan en consecuencia. Tienen una gran facilidad para encontrar las palabras adecuadas y el comportamiento idóneo para lograr la empatía con su interlocutor, y al leer emociones en los demás pueden adoptar una actitud positiva, puesto que es necesario tener en cuenta lo que la otra persona siente o necesita para lograr una comunicación realmente efectiva.
Una de las claves de la empatía se encuentran en prestar mucha atención al lenguaje no verbal: tono de voz, expresiones de la cara, movimientos del cuerpo, gestos, accesos oculares, etc. En caso que las palabras y el lenguaje no verbal de una persona no concuerden, es conveniente centrarse en cómo se dice algo más que en las palabras que se utilizan para expresarlo.
La inteligencia intrapersonal sumada a la inteligencia interpersonal da como resultado la inteligencia emocional, una habilidad muy importante para desarrollarse con normalidad, prosperar en el plano profesional y personal y alcanzar un alto grado de bienestar y satisfacción
La inteligencia espiritual
Para Danah Zohar e Ian Marshall la Inteligencia Espiritual es la inteligencia primordial; es la inteligencia que nos permite afrontar y resolver problemas de significados y valores, ver nuestra vida en un contexto más amplio y significativo y al mismo tiempo determinar que acción o camino es más valioso para nuestra vida. Consideran que la inteligencia espiritual está en todo nuestro Ser, como una totalidad trabajando de manera armónica con la inteligencia racional y la inteligencia emocional.
La inteligencia espiritual es la más nueva y la más antigua. Hay reportes muy específicos de ella por lo menos hace 2.500 años, cuando el Buda la llamó visión cabal o Vipassana; señaló que era la capacidad de visión penetrativa para comprender la realidad profunda de los fenómenos, ver las cosas como son. Esta comprensión era la base para superar la ignorancia, base del sufrimiento, y alcanzar la verdadera felicidad. El Apóstol Pablo de Tarso en la carta a los Colosense en el Cap. 1: 9-10 ora pidiendo inteligencia espiritual y la describe como la capacidad dada por Dios para vivir plenamente en congruencia con la fe cristiana proclamada.
Con la inteligencia espiritual, por primera vez tenemos un orden holárquico, un modelo de tres niveles de la inteligencia, donde la inteligencia espiritual se ocupa del sentido de trascendencia.
• El primer nivel de la inteligencia es el más básico y lo compartimos con los animales, es el nivel subhumano de la inteligencia emocional, está basado en nuestros instintos, impulsos y sensaciones y opera con el ojo de la carne, es una inteligencia primitiva, pre-racional, pero necesaria y muy importante para la supervivencia.
• El segundo nivel de la inteligencia tiene una importancia media pero ya es exclusiva de los humanos, son todas las inteligencias múltiples basadas en la mente, de una u otra forma son inteligencias intelectuales, está basada en nuestra capacidad de razonamiento, en lo cognitivo, en nuestro pensamiento lógico, en la capacidad de simbolizar y opera con el ojo de la mente; es una inteligencia cultural, social, basada en el lenguaje y nos sirve para controlar y medir el mundo. Las inteligencias múltiples de Howard Gardner son combinaciones de elementos de estos dos niveles, son combinaciones de lo emocional y lo racional en diferentes grados y del uso de los ojos carnal y mental. Siguen el plano de capacidades de nivel intermedio.
• El tercer nivel de la inteligencia es el más importante y se corresponde con la inteligencia espiritual, también es exclusivamente humana y está basada en la sabiduría, nuestra capacidad de visión holista de la realidad profunda, de comprensión de contextos y totalidades significativas. Es la capacidad de trascendencia, de ir más allá de lo biofísico y social, más allá del cuerpo y las emociones. Opera con el ojo de la contemplación, es una inteligencia transpersonal porque se sitúa más allá del ego narcisista. Opera con visión universal. Es transracional, no se limita a la racionalidad instrumental mecánica de la ciencia. Es la única que puede darle sentido espiritual a la vida, es decir, generar sentido trascendente para vivir, alimentar la integridad de nuestra conciencia. Las otras inteligencias y los dos niveles inferiores no pueden hacer esto. También es la capacidad de relacionarnos armónicamente con la totalidad, de estar relacionados con el todo, es la capacidad de ser felices a pesar de las circunstancias.
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Según Danah Zohar e Ian Marshall, la Inteligencia Espiritual se distingue por las siguientes características:
• Capacidad de ser flexible
• Poseer un alto nivel de conciencia de sí mismo
• Capacidad de afrontar y trascender el dolor y el sufrimiento
• La capacidad de ser inspirado por visiones y valores
• Reluctancia a causar daños innecesarios
• Tendencia a ver las relaciones entre las cosas (holismo)
• Marcada tendencia a preguntar ¿Por qué? o ¿Y si?
• Hacerse preguntas y buscar sus respuestas fundamentales
• Facilidad para estar contra las convenciones
Dan Millman considera que la Inteligencia Espiritual pertenece a cada uno de nosotros; se encuentra en nuestros corazones y está en el corazón de cada religión, cultura y sistema moral, y señala que la vía de acceso a la inteligencia espiritual se da a través de las Leyes Universales.
Robert Emmons, considera que aquellos que tienen inteligencia espiritual poseen ciertas capacidades, como la capacidad de trascendencia, la capacidad de experimentar estados elevados de conciencia, la capacidad de encontrar el sentido de lo sagrado en las actividades diarias, la capacidad de usar los recursos de la espiritualidad para resolver los problemas prácticos de la vida, y la capacidad de comprometerse en llevar una vida virtuosa expresada en el perdón, la gratitud, la humildad, la compasión y la sabiduría.
Para Tony Buzan, la Inteligencia Espiritual es la forma como cultivamos las cualidades vitales de la energía, el entusiasmo, el coraje y la determinación, así como la protección y el desarrollo del alma. Él sugiere 10 formas para despertar el poder de la inteligencia espiritual que incluye una visión global y de la vida, tener un propósito, desarrollar la compasión, la caridad y la gratitud, descubrir el poder de la risa y de vivir una actitud de entusiasmo, amor ilimitado, sentido de aventura, confianza y sinceridad, así como así como reconocer la importancia de la paz, los rituales espirituales y el poder del amor.
Por su parte, Frances Vaughan señala que la Inteligencia Espiritual implica múltiples vías de conocimiento y se orienta a la integración de la vida interior de la mente y el espíritu con la vida exterior del trabajo en el mundo. Para ella, la inteligencia puede ser cultivada a través de preguntas fundamentales, la indagación, la práctica y las experiencias espirituales. Vaughan considera que la inteligencia espiritual es necesaria para discernir sobre las decisiones espirituales que contribuyen al bienestar psicológico y a una salud amplia del desarrollo espiritual.
Ramón Gallegos señala que la inteligencia espiritual es exclusivamente humana. Agrega que mientras animales y computadoras muestran evidencias de inteligencia emocional e intelectual, la inteligencia espiritual es de exclusividad humana, ni máquinas ni animales tienen inteligencia espiritual ni pueden desarrollarla. La inteligencia emocional está arraigada en nuestro cuerpo biofísico, depende de nuestros instintos, sentimientos, hormonas, etc., su objetivo es dar una respuesta emocional aceptable a una situación particular. Los animales también muestran inteligencia emocional. Para lograr atrapar a su presa, un tigre necesita ser silencioso, esperar la oportunidad, posponer la satisfacción, atacar en el momento indicado, en síntesis, controlar sus emociones; la inteligencia emocional no pregunta ¿por qué?
La Educación de la Inteligencia espiritual
El Dr. Ramón Gallegos explica que la Inteligencia Espiritual permite, por primera vez, construir un modelo integral de todas las inteligencias sobre la base de tres niveles jerárquicos y nos ofrece un Modelo Holista de la Inteligencia donde considera tanto dimensiones como niveles. En el Modelo de Inteligencia Espiritual se observa:
• En el primer nivel, la inteligencia más básica, la inteligencia emocional, que está más relacionada con el cuerpo, los instintos y es acerca de sentir.
• El segundo nivel lo ocupa la inteligencia intelectual que está más relacionada con las actividades de la mente, lo cognitivo y es acerca de pensar.
• El tercer nivel lo ocupa la inteligencia espiritual que está más relacionada con el bienestar, con vivir una vida feliz y es acerca del Ser.
La inteligencia espiritual ha sido relacionada últimamente con la educación holista.
Las ocho inteligencias de Gardner
La inteligencia corporal cinestésica
La inteligencia corporal cinestésica o kinestésica es la capacidad de unir el cuerpo y la mente para lograr el perfeccionamiento del desempeño físico. Comienza con el control de los movimientos automáticos y voluntarios, avanza hacia el empleo del cuerpo de manera altamente diferenciada y competente.
Permite al individuo manipular objetos y perfeccionar las habilidades físicas. Se manifiesta en los atletas, los bailarines, los cirujanos y los artesanos. En la sociedad occidental, las habilidades físicas no cuentan con tanto reconocimiento como las cognitivas, aun cuando en otros ámbitos la capacidad de aprovechar las posibilidades del cuerpo constituye una necesidad de supervivencia, así como también una condición importante para el desempeño de muchos roles prestigiosos.
También existe la habilidad cinestésica expresada en movimientos pequeños, por lo que podemos admirar esta capacidad en personas que se dedican a la joyería, mecánicos o que se dedican al cultivo de distintas artesanías y trabajos manuales. La escuela tradicional no le da suficiente importancia a este tipo de inteligencia, se le dedican una o dos horas semanales a las actividades que la desarrollan y es una manera de formar socialización, la estimulación sensoriomotriz no solo sirve a nivel físico sino que permite mayor desarrollo cognitivo.
La inteligencia espacial
Este tipo de inteligencia se relaciona con la capacidad que tiene el individuo frente a aspectos como color, línea, forma, figura, espacio, y la relación que existe entre ellos. Es además, la capacidad que tiene una persona para procesar información en tres dimensiones. Las personas con marcada tendencia espacial tienden a pensar en imágenes y fotografías, visualizarlas, diseñarlas o dibujarlas.
La inteligencia espacial es la inteligencia de los arquitectos, pilotos, navegantes, jugadores de ajedrez, cirujanos, pintores, escultores, etc. 1
La inteligencia musical
Este tipo de inteligencia se relaciona con la capacidad de percibir, discriminar, transformar y expresarse mediante las formas musicales. Asimismo, esta inteligencia incluye las habilidades en el canto dentro de cualquier tecnicismo y género musical, tocar un instrumento a la perfección y lograr con él una adecuada presentación, dirigir un conjunto, ensamble, orquesta; componer (en cualquier modo y género) y tener apreciación musical.
Merece la pena resaltar que las personas con discapacidad mental tienen una sensibilidad especial hacia la música, y que incluso, algunas personas con lesiones en el habla, pueden tener una gran capacidad para cantar o seguir un ritmo.2
Características de la inteligencia musical
Algunas de las características relacionadas con esta inteligencia son las siguientes:
• Capacidad de percibir y expresar formas musicales.
• Facilidad para aprender canciones y ritmos.
Sensibilidad
La inteligencia lógico-matemática
Es la capacidad para utilizar los números de manera efectiva y de razonar adecuadamente empleando el pensamiento lógico-matemático. Es un tipo de inteligencia formal según la clasificación de Howard Gardner, y se manifiesta comúnmente cuando se trabaja con conceptos abstractos o argumentaciones de carácter complejo.
Esta inteligencia permite resolver problemas de lógica y de matemática, y es fundamental en las personas de formación científica; en la antigua concepción "unitaria" de la inteligencia era la capacidad predominante.
Las personas que tienen un nivel alto en este tipo de inteligencia poseen sensibilidad para realizar esquemas y relaciones lógicas, afirmaciones, proposiciones, funciones y otras abstracciones relacionadas. Un ejemplo de ejercicio intelectual de carácter afín a esta inteligencia es resolver pruebas que miden el cociente intelectual.
La inteligencia lingüística
Es la capacidad de usar las palabras de manera efectiva al escribirlas o al hablarlas, pudiendo así citar dos tipos de inteligencia lingüística, la oral o verbal y la escrita. Por ello, describe la capacidad sensitiva en el lenguaje hablado y en el escrito, la habilidad para aprender idiomas, comunicar ideas y lograr metas usando la capacidad lingüística.
Esta inteligencia incluye también la habilidad de usar efectivamente el lenguaje para expresarse retóricamente o tal vez poéticamente. Esta inteligencia es normal en escritores, poetas, abogados, líderes carismáticos y otras profesiones que utilizan habilidades como la de comunicarse. No obstante, no nos limita únicamente a la capacidad de comunicar, sino también a la de vincular conceptos mediante símbolos o signos.
Inteligencia emocional
La inteligencia emocional
Consiste en una serie de actividades que sirven para apreciar y expresar de manera justa las emociones y las de otros, y para emplear la sensibilidad a fin de motivarse, planificar y realizar de manera cabal la propia vida.
Entonces la inteligencia emocional, “es la habilidad para tomar conciencia de las emociones propias y ajenas para regularlas” 42 Es preciso para llegar a este punto realizar los procesos mentales descritos con antelación. La diferencia de la competencia emocional con las competencias cognitivas es que parte de la autorrealización personal, aprendiendo a regular las emociones.
Competencia emocional
Actualmente no existe consenso a la hora de definir las competencias emocionales, sigue siendo un tema de debate dentro de la comunidad de expertos, sin embargo, autores como Bisquerra señalan que las competencias emocionales son la capacidad de movilizar una serie de recursos, a través de la identificación de emociones propias y de los otros, para resolver problemas en situaciones específicas.
Siguiendo la idea del autor, investigaciones recientes indican que una persona con competencias emocionales es menos susceptible de caer en situaciones de riesgo social y de salud. Es decir, son personas que están preparadas para no entrar en el mundo de la drogadicción, alcoholismo, vandalismo, delincuencia, entre otras. Una persona con un control emocional adecuado es candidata a convertirse en un ciudadano sano, capaz de construir redes en beneficio de todos los integrantes del grupo social, con vida productiva y democrática activa.
Cuando una persona carece de los elementos mínimos para reconocer sus propias emociones y en consecuencia las emociones de los demás, invariablemente dichas carencia se verán reflejadas en la forma de enfrentar la vida, se dice que son personas con bajas defensas del sistema inmunitario.
El autor también señala que las competencias se pueden adquirir, es decir, se pueden educar, por tal motivo, es importante que la educación emocional comience desde el nacimiento. Resulta trascendente difundir las competencias emocionales del modelo del Grup de Recerca en Orientación Psicopedagógica (GROP) de la Universitat de Barcelona. Dicho modelo se ha experimentado con éxito en el sector educativo43 y contempla las siguientes competencias:
• Conciencia emocional. Conocer las emociones propias y las de los demás.
• Regulación de las emociones. Responder de manera apropiada cuando alguien experimenta alguna emoción. Es importante no confundirla con la represión.
• Autonomía emocional. Que los estímulos externos no afecten de manera drástica a la persona. Ser sensibles pero con cierto autoblindaje.
• Habilidades socioemocionales. Ser capaces de construir redes sociales.
• Competencias para la vida y el bienestar. Favorecen una sana convivencia social y personal.
Las competencias descritas anteriormente se pueden transmitir a través de la educación emocional, educar implica intencionalidad, construir estrategias, líneas de acción que lleguen a las aulas de los estudiantes.
Bisquerra señala que la educación emocional es un proceso que se da de manera continua y de forma permanente,44 esto significa que en cualquier nivel de estudios se puede brindar educación emocional y dicha educación tendrá variaciones dependiendo del tipo de estudiante, ya que las necesidades de un niño son totalmente diferente de las de un adolescente.
Niños, adolescente o adultos, se pretende que con la educación emocional se logren los siguientes objetivos:
• Reconocer emociones propias.
• Reconocer las emociones de los demás.
• Identificar y nombrar correctamente a las emociones.
• Ser capaz de regular las propias emociones.
• Incrementar el umbral de tolerancia a la frustración.
• Identificar de manera anticipada los efectos nocivos de las emociones negativas.
• Ser capaz de construir emociones positivas.
• Ser capaz de lograr la automotivación.
• Tener una actitud positiva ante la vida.
• Desarrollar la capacidad de avanzar.
Son objetivos que se pretenden alcanzar a partir de la educación emocional, el papel de las autoridades educativas y principalmente del docente, será fundamental para desarrollar en los estudiantes prácticas más sanas a partir del control emocional, coadyuvando de ésta manera el logro exitoso de su plan de vida.
Inteligencia naturalista
Esta inteligencia es la de los sentimientos con la naturaleza y los animales y personas. Se especializa en identificar, discernir, observar y clasificar miembros de grupos o especies de la flora y fauna, siendo el campo de observación y uso eficiente del mundo natural.1 Está presente en ambientólogos, biólogos, botánicos, paleontólogos, veterinarios y agrónomos.
Referencias
1 Buzan, Tony (2003) El poder de la Inteligencia Espiritual. Ed. Urano. Barcelona (ISBN-84-79535393)
2 Emmons, Robert A. (2004). Spiritual Intelligence – Definitions. http://mindwise.com.au/spiritual_intelligence.shtml
3 Gardner, Howard (1987) La teoría de las inteligencias múltiples. Ed. Fondo de Cultura Económica. México
4 Goleman, Daniel (2001) Inteligencia Emocional. Ed. Kairós. Barcelona
5 Millman, Dan (1995) Inteligencia Espiritual. Ed. Swami. Barcelona (ISBN-84-931153-2-0)
6 Vaughan, Frances (2002) What is Spiritual Intelligence? Journal of Humanistic Psychology 2002 42: 16-33. Sage Publications
7
Zohar, Danah y Marshall, Ian (2002) Inteligencia Espiritual, la inteligencia que permite ser creativo, tener valores y fe.Ed. Random House Mondadori. Barcelona (ISBN-84-397-0961-7
A simple vista parece una lectura que cautivará. Sin embargo, podría ser importante que la clase de ética médica incluyera temas que el médico en formación pueda aplicar en su actuar diario, como por ejemplo el código de ética médica, que quizá podría ser útil para usarlo en los trabajos de investigación y en general en el actuar médico.
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