viernes, 3 de marzo de 2017

Lectura para la clase del 10 de marzo

Estimados estudiantes:

Puesto que no estaba disponible el libro que se señaló podría comprarse en la fotocopiadora, la lectura para la clase del 10 de marzo será la siguiente:



Del libro "La inteligencia emocional" de Daniel Goleman:

EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente esperanzadoras.

¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACION AHORA?

A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del escáner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Esta comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la investigación ha soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado la aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional, habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les haya correspondido en la lotería genética.
Más allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la que el entramado  de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre los sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos —quienes carecen de autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del carácter.
Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.

NUESTRO VIAJE

El presente libro constituye una guía para conocer todas esas visiones científicas sobre la emoción, un viaje cuyo objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado —y el modo— de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es decir, transformar el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los descubrimientos más recientes sobre la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las coyunturas más desconcertantes de nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o nuestras pasiones y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante, todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan los datos neurológicos en esa aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional, esa disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto». (Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran comenzar el libro directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga a las emociones un papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera parte examinamos algunas de las diferencias fundamentales originadas por este tipo de aptitudes: cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día y cómo, por último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
La herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como muestra la cuarta parte de nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan estos circuitos emocionales tornándonos más aptos —o más ineptos— en el manejo de los principios que rigen la inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia constituyen una auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas.
La quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la madurez, no logran controlar su mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta parte también documenta extensamente los esfuerzos realizados en este sentido por ciertas escuelas pioneras que se dedican a enseñar a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias para mantener encarriladas sus vidas.
El conjunto de datos más inquietantes de todo el libro tal vez sea el que nos habla de la investigación llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales.
Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional de nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una posible solución consistiría en forjar una nueva visión acerca del papel que deben desempeñar las escuelas en la educación integral del estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al corazón. Nuestro viaje concluye con una visita a algunas escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los niños los principios fundamentales de la inteligencia emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la educación incluirá en su programa de estudios la enseñanza de habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol, la empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los demás.
En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es: ¿de qué modo podremos aportar más inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida social?

1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?

Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece invisible para el ojo.
Antoine de Saint-Exupéry, El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión desesperada en una situación limite, no existe más motivación que el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier otra emoción que sintamos— en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única elección posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada.

CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZON

Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos, volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.

Impulsos para la acción

Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba atravesando un puerto de montaña de una carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los latidos de mi corazón.
Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable que yo también hubiera chocado con ellos.
Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro —o como un protomamifero ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por un estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar conciencia de la proximidad del peligro.
Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de «quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga —como las piernas, por ejemplo- favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).
La pauta de reacción parasimpática —ligada a la «respuesta de relajación»— engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros se encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción -el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados.
El largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo en el que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un tiempo en el que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el que la supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto por la alternancia entre sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido por todo el mundo al mismo tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre la especie humana han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una reacción frecuentemente desastrosa.

Nuestras dos mentes

Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un doloroso proceso de separación. Su marido se había enamorado de una compañera de trabajo y un buen día le anunció que quería irse a vivir con ella. A aquel momento siguieron meses de amargos altercados con respecto al hogar conyugal, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora, pocos meses más tarde, me hablaba de su autonomía y de su felicidad. «Ya no pienso en él —decía, con los ojos humedecidos por las lágrimas— eso es algo que ha dejado de preocuparme.» El instante en que sus ojos se humedecieron podía perfectamente haber pasado inadvertido para mí, pero la comprensión empática (un acto de la mente emocional) de sus ojos húmedos me permitió, más allá de las palabras (un acto de la mente racional), percatarme claramente de su evidente tristeza como si estuviera leyendo un libro abierto.
En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico—, es la mente emocional (véase el apéndice B para una descripción más detallada de los rasgos característicos de la mente emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional.., y más ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.
Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne entre la razón y la emoción:
«Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a la razón a seguirlas hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y se entrega.»

EL DESARROLLO DEL CEREBRO

Para comprender mejor el gran poder de las emociones sobre la mente pensante —y la causa del frecuente conflicto existente entre los sentimientos y la razón— consideraremos ahora la forma en que ha evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y pico de células y jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces superior al de nuestros primos evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de millones de años de evolución, el cerebro ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y los centros superiores constituyen derivaciones de los centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo que se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión humano).
La región más primitiva del cerebro, una región que compartimos con todas aquellas especies que sólo disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el tallo encefálico, que se halla en la parte superior de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las funciones vitales básicas, como la respiración, el metabolismo de los otros órganos corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata simplemente de un conjunto de reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los Reptiles, una época en la que el siseo de una serpiente era la señal que advertía la inminencia de un ataque.
De este cerebro primitivo —el tallo encefálico— emergieron los centros emocionales que, millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro pensante —o «neocórtex»— ese gran bulbo de tejidos replegados sobre sí que configuran el estrato superior del sistema nervioso. El hecho de que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste sea una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas relaciones existentes entre el pensamiento y el sentimiento.
La raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica en el sentido del olfato o, más precisamente, en el lóbulo olfatorio, ese conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los olores. En aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para la supervivencia, porque cada entidad viva, ya sea alimento, veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una identificación molecular característica que puede ser transportada por el viento.
A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse los centros más antiguos de la vida emocional, que luego fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por completo la parte superior del tallo encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio estaba compuesto de unos pocos estratos neuronales especializados en analizar los olores. Un estrato celular se encargaba de registrar el olor y de clasificarlo en unas pocas categorías relevantes (comestible, tóxico, sexualmente disponible, enemigo o alimento) y un segundo estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso ordenando al cuerpo las acciones que debía llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).
Con la aparición de los primeros mamíferos emergieron también nuevos estratos fundamentales en el cerebro emocional. Estos estratos rodearon al tallo encefálico a modo de una rosquilla en cuyo hueco se aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve y rodea al tallo encefálico se le denominó sistema «límbico», un término derivado del latín limbus, que significa «anillo». Este nuevo territorio neural agregó las emociones propiamente dichas al repertorio de respuestas del cerebro.”
Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando el amor nos enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema límbico.
La evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria, dos avances realmente revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes exigencias del medio, favoreciendo así una toma de decisiones mucho más inteligente para la supervivencia. Por ejemplo, si un determinado alimento conducía a la enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo. Decisiones como la de saber qué ingerir y qué expulsar de la boca seguían todavía determinadas por el olor y las conexiones existentes entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo, una tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo» —que literalmente significa «el cerebro nasal»— una parte del circuito limbico que constituye la base rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante.
Hace unos cien millones de años, el cerebro de los mamíferos experimentó una transformación radical que supuso otro extraordinario paso adelante en el desarrollo del intelecto, y sobre el delgado córtex de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de células cerebrales que terminaron configurando el neocórtex (la región que planifica, comprende lo que se siente y coordina los movimientos).
El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el de cualquier otra especie, ha traído consigo todo lo que es característicamente humano. El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Y también agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos permitió tener sentimientos sobre las ideas, el arte, los símbolos y las imágenes.
A lo largo de la evolución, el neocórtex permitió un ajuste fino que sin duda habría de suponer una enorme ventaja en la capacidad del individuo para superar las adversidades, haciendo más probable la transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma configuración neuronal. La supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del neocórtex para la estrategia, la planificación a largo plazo y otras estrategias mentales, y de él proceden también sus frutos más maduros: el arte, la civilización y la cultura.
Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar la vida emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las estructuras límbicas generan sentimientos de placer y de deseo sexual (las emociones que alimentan la pasión sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus conexiones con el sistema limbico permitió el establecimiento del vinculo entre la madre y el hijo, fundamento de la unidad familiar y del compromiso a largo plazo de criar a los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las especies carentes de neocórtex —como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no existe y los recién nacidos deben ocultarse para evitar ser devorados por la madre. En el ser humano, en cambio, los vínculos protectores entre padres e hijos permiten disponer de un proceso de maduración que perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el cerebro sigue desarrollándose.

A medida que ascendemos en la escala filogenética que conduce de los reptiles al mono rhesus y, desde ahí, hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex, un incremento que supone también una progresión geométrica en el número de interconexiones neuronales. Y además hay que tener en cuenta que, cuanto mayor es el número de tales conexiones, mayor es también la variedad de respuestas posibles. El neocórtex permite, pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional como, por ejemplo, tener sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de interconexiones existentes entre el sistema límbico y el neocórtex es superior en el caso de los primates al del resto de las especies, e infinitamente superior todavía en el caso de los seres humanos; un dato que explica el motivo por el cual somos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de reacciones —y de matices— ante nuestras emociones. Mientras que el conejo o el mono rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de respuestas posibles ante el miedo, el neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al 091. Cuanto más complejo es el sistema social, más fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo social más complejo que el del ser humano.’ Pero el hecho es que estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la vida emocional porque, en los asuntos decisivos del corazón —y, más especialmente, en las situaciones emocionalmente críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el sistema limbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el alcance de la zona limbica son tantas, que el cerebro emocional sigue desempeñando un papel fundamental en la arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región emocional es el sustrato en el que creció y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue estando estrechamente vinculada con él por miles de circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a los centros de la emoción un poder extraordinario para influir en el funcionamiento global del cerebro (incluyendo, por cierto, a los centros del pensamiento).

7. LAS RAÍCES DE LA EMPATÍA

Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los sentimientos. Como ocurre con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de intuición. Si ella le comentaba que se sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no cesaba de formular críticas «útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales críticas no la ayudaban en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.
La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary no tienen la menor idea de lo que sienten y por lo mismo también se encuentran completamente desorientados con respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son, por así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria para percatarse de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los cambios de postura y los elocuentes silencios les pasan totalmente inadvertidos.
Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia en el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica un grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se asienta toda relación dimana de la empatía, de la capacidad para sintonizar emocionalmente con los demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable que la investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad de interpretar los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste en una serie de videos en los que una mujer joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor maternal, pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o varios canales de comunicación no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo se ha silenciado el mensaje verbal sino que también se ha ocultado toda clave —excepto la expresión facial— que pueda ofrecer pistas acerca del estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se muestran los movimientos corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas que miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a pistas específicamente no verbales.
La investigación, llevada a cabo sobre unas siete mil personas de los Estados Unidos y de otros dieciocho países, puso de manifiesto las ventajas que conlleva la capacidad de leer los sentimientos ajenos a partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad, la sociabilidad y también —no deberíamos sorprendernos por ello— la sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres suelen superar a los hombres. Por otra parte. aquellas personas cuya destreza va perfeccionándose a lo largo de los cuarenta y cinco minutos que dura el test —un indicador de que se hallan especialmente dotadas para desarrollar la empatía— suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una habilidad obviamente inestimable para la vida amorosa.
Esta prueba también demostró la relación puramente circunstancial existente entre la empatía y las calificaciones obtenidas en el SAT, el CI y otros tests de rendimiento académico. La independencia de la empatía con respecto a la inteligencia académica ha quedado sobradamente demostrada en una investigación realizada con una versión del PSNV adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre 1.011 niños demostró que quienes eran mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no sólo gozaban de mayor popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban una mayor estabilidad emocional. Estos niños, por otra parte, también mostraban un mayor rendimiento académico —superior incluso a la media— pero, en cambio, su CI no era superior al de los menos dotados para descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que parece sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento escolar (o, tal vez, simplemente les haga más atractivos a los ojos de sus profesores).
A diferencia de la mente racional, que se comunica a través de las palabras, las emociones lo hacen de un modo no verbal. De hecho, cuando las palabras de una persona no coinciden con el mensaje que nos transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de comunicación no verbal, la realidad emocional no debe buscarse tanto en el contenido de las palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el mensaje. Una regla general utilizada en las investigaciones sobre la comunicación afirma que más del 90% de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de la voz, la brusquedad de un gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor repare, por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite tan sólo a registrarlo y responder implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades que nos permiten desempeñar adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma tácita.

EL DESARROLLO DE LA EMPATIA

Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se hubiera caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche a su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que éste no dejaba de llorar, le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño fueron registradas por madres que habían sido específicamente adiestradas para recoger in situ esta clase de manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio parecen sugerirnos que las raíces de la empatía se retrotraen a la más temprana infancia. Prácticamente desde el mismo momento del nacimiento, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de otro niño, una reacción que algunos han considerado como el primer antecedente de la empatía. La psicología evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de experimentar este tipo de angustia empática antes incluso de llegar a ser plenamente conscientes de su existencia separada. A los pocos meses del nacimiento, los bebés reaccionan ante cualquier perturbación de las personas cercanas como si fuera propia, y rompen a llorar cuando oyen el llanto de otro niño.
En una investigación llevada a cabo por Martin L. Hoffman, de la Universidad de Nueva York, un niño de un año llevó a su madre ante un amigo suyo que se encontraba llorando para que intentara consolarlo, a pesar de que la madre de éste último también se hallara en la misma habitación. Este tipo de confusión también puede encontrarse en aquellos niños de un año de edad que imitan la angustia de los demás, una forma, posiblemente, de poder llegar a comprender mejor los sentimientos ajenos. No es tampoco infrecuente que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca para comprobar si también se ha hecho daño o que, al contemplar el llanto de su madre, se frote los ojos aunque él no esté llorando.
Esta imitación motriz, como se la denomina, constituye, en realidad, el auténtico significado técnico del término etopaha , tal como lo definió por vez primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener en la década de los veinte, una acepción ligeramente diferente del significado original del término griego empatheia, «sentir dentro», la expresión utilizada por los teóricos de la estética para referirse a la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva de una suerte de imitación física del sufrimiento ajeno con el fin de evocar idénticas sensaciones en uno mismo y es por ello por lo que se ocupó de buscar una palabra distinta a simpatía, ya que podemos sentir simpatía por la situación general en que se halla una persona sin necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.
La imitación motriz de los niños desaparece alrededor de los dos años y medio de edad, a partir del momento mismo en que aprenden a diferenciar el dolor de los demás del suyo propio y, en consecuencia, se hallan más capacitados para consolarles. He aquí un episodio típico extraído del diario de una madre:
«El bebé de la vecina está llorando ... y Jenny se acerca a darle una galleta. Entonces lo sigue y también empieza a quejarse. A continuación, trata de acariciarle el pelo, pero él la aparta. Finalmente, el bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y continúa dándole juguetes y suaves palmaditas en la cabeza y los hombros»
En este punto de su desarrollo, los niños pequeños comienzan a manifestar ciertas diferencias en su capacidad de experimentar los trastornos emocionales ajenos. Así pues, mientras que algunos —como Jenny— se muestran agudamente conscientes de las emociones, otros, por el contrario, parecen ignorarlas por completo. Una serie de estudios llevados a cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler en el National Institute of Mental Health demostró que buena parte de las diferencias existentes en el grado de empatía se hallan directamente relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus hijos. Según ha puesto de relieve esta investigación, los niños se muestran más empáticos cuando su educación incluye, por ejemplo, la toma de conciencia del daño que su conducta puede causar a otras personas (decirles, por ejemplo, «mira qué triste la has puesto», en lugar de «eso ha sido una travesura»). La investigación también ha puesto de manifiesto que el aprendizaje infantil de la empatía se halla mediatizado por la forma en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno. Así pues, la imitación permite que los niños desarrollen un amplio repertorio de respuestas empáticas, especialmente a la hora de brindar ayuda a alguien que lo necesite.

EL NIÑO BIEN SINTONIZADO

Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras que Fred se parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en atrapar su atención, a lo que Fred respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado, Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo, un ciclo que solía terminar despertando el llanto de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de imponerle el contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a mantenerlo.
Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se mostraba ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba su temor era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual con los demás, tal y como había aprendido a hacer con su propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente directamente a los ojos y, cuando quería romper el contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una sonrisa de satisfacción.
Los gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa cuando participaban en una investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos en los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según Stern, es muy posible que la continua exposición a momentos de armonía o de disarmonía entre padres e hijos determine —en mayor medida, posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia— las expectativas emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.
La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación. Stern, que estudió este fenómeno con precisión microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre las madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre transmite al niño la sensación de que sabe cómo se siente. Cuando un bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su alegría dándole una cariñosa palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta. Este tipo de interacciones en los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar, según Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado con su madre.
La sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te limitas a imitar al bebé —me comentaba Stern— tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás qué es lo que siente. Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la capacidad de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y gozar de un estado mutuo y simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma, en la que los amantes responden con una sincronía que les proporciona una sensación tácita de profunda compenetración. Pero, si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los casos, la máxima expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad emocional.

EL COSTE DE LA FALTA DE SINTONÍA

Stern sostiene que, gracias a la repetición de estos momentos de sintonía emocional, el niño desarrolla la sensación de que los demás pueden y quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación parece emerger alrededor de los ocho meses de edad —una época en la que el bebé comienza a comprender que se halla separado de los demás— y sigue modelándose en función del tipo de relaciones próximas que mantenga a lo largo de toda su vida.
Cuando los padres están desintonizados emocionalmente de sus hijos, esta situación puede llegar a ser especialmente abrumadora. En uno de sus experimentos, Stern utilizó a madres que, en lugar de establecer una comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban deliberadamente por encima o por debajo de lo normal a sus demandas, algo a lo que los niños respondían siempre con una muestra inmediata de consternación o malestar.
El coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es extraordinario. Cuando los padres fracasan reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada gama de emociones de su hijo —ya sea la risa, el llanto o la necesidad de ser abrazado, por ejemplo— el niño dejará de expresar e incluso dejará de sentir ese tipo de emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas emociones comiencen a desvanecerse del repertorio de sus relaciones íntimas, especialmente en el caso de que estos sentimientos fueran desalentados de forma más o menos explícita durante la infancia.
Por el mismo motivo, los niños pueden alimentar también una serie de emociones negativas, dependiendo de los estados de ánimo que hayan sido reforzados por sus padres. Los niños son tan capaces de «captar» los estados de ánimo que hasta los bebés de tres meses, hijos de madres depresivas, por ejemplo, reflejan el estado anímico de éstas mientras juegan con ellas, mostrando más sentimientos de enfado y tristeza que de curiosidad e interés espontáneo, en comparación con aquellos otros bebés cuyas madres no mostraban ningún síntoma depresivo.
Por ejemplo, una de las madres que participó en la investigación realizada por Stern apenas sí reaccionaba a las demandas de actividad de su bebé y éste, finalmente, aprendió a ser pasivo.
«Un niño que es tratado así —afirma Stern— aprende que, cuando está excitado, no puede conseguir que su madre se excite también, de modo que tal vez sería mejor que ni siquiera lo intente
Sin embargo. existe todavía cierta esperanza en lo que se ha dado en llamar relaciones «compensatorias», «las relaciones mantenidas a lo largo de toda la vida—con los amigos, los familiares o incluso dentro del campo de la psicoterapia— que remodelan de continuo la pauta de nuestras relaciones. De este modo, ¿cualquier posible desequilibrio puede corregirse después o se trata de un proceso que perdura a lo largo de toda la vida?
De hecho, varias teorías psicoanalíticas consideran que la relación terapéutica constituye un adecuado correctivo emocional que puede proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización. Algunos pensadores psicoanalíticos utilizan el término espejo para referirse a la técnica mediante la cual el psicoanalista devuelve al cliente —de modo muy similar a la madre que se halla en armonía emocional con su hijo— un reflejo que le permite alcanzar una comprensión de su propio estado interno. La sincronía emocional pasa inadvertida y queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede sentirse reconfortado y con la profunda sensación de ser respetado y comprendido.
El coste emocional de la falta de sintonización en la infancia puede ser alto... y no sólo para el niño. Un estudio efectuado con convictos de delitos violentos puso de manifiesto que todos ellos habían padecido una situación infantil —que los diferenciaba también de otros delincuentes— muy parecida, que consistía en haber cambiado constantemente de familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber experimentado una seria orfandad emocional o haber gozado de muy pocas oportunidades de experimentar la sintonía emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe empatía pero el abuso emocional intenso y sostenido —es decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y las mezquindades— provoca un resultado paradójico. En tal caso, los niños que han experimentado estos abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las emociones de quienes les rodean, un estado de alerta postraumática ante los signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta preocupación obsesiva por los sentimientos ajenos es típica de aquellos niños que han padecido abusos psicológicos, niños que, al llegar a la edad adulta, mostrarán una volubilidad emocional que puede llegar a ser diagnosticada como «trastorno borderline de la personalidad». Muchas de estas personas están especialmente dotadas para percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común comprobar que, durante la infancia, han sido objeto de algún tipo de abuso emocional.”

LA NEUROLOGÍA DE LA EMPATÍA

Como suele suceder en el campo de la neurología, los informes sobre casos extraños o poco frecuentes proporcionan claves muy importantes para asentar los fundamentos cerebrales de la empatía. Un informe de 1975, por ejemplo, revisaba varios casos de pacientes que habían sufrido lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y que presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar el mensaje emocional contenido en los tonos de voz, aunque sí que eran capaces de comprender perfectamente el significado de las palabras. Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un «gracias» sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por el contrario, hablaba de pacientes con lesiones en regiones distintas del hemisferio cerebral derecho que manifestaban otro tipo de deficiencias en la percepción de las emociones. En este caso se trataba de pacientes incapaces de expresar sus propias emociones a través del tono de voz o del gesto. Sabían lo que sentían pero eran simplemente incapaces de comunicarlo. Según apuntan los investigadores, estas regiones corticales del cerebro están estrechamente ligadas al funcionamiento del sistema límbico.
Estos estudios sirvieron de base para un artículo pionero escrito por Leslie Brothers, psiquiatra del Instituto Tecnológico de California, que versaba sobre la biología de la empatia. Su revisión de los diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos realizados sobre animales le llevó a sugerir que la amígdala y sus conexiones con el área visual del córtex constituyen el asiento cerebral de la empatía.
La mayor parte de la investigación neurológica llevada a cabo en este sentido ha sido realizada con animales, especialmente primates. El hecho de que los primates sean capaces de experimentar la empatía —o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación emocional»— resulta evidente no sólo a partir de estudios más o menos anecdóticos sino también según investigaciones como la que reseñamos a continuación. En este experimento se adiestró a varios monos rhesus a emitir una respuesta anticipada de temor ante un determinado sonido sometiéndoles a una descarga eléctrica inmediatamente después de escucharlo. Los monos tenían que aprender a evitar la descarga empujando una palanca cada vez que oían el sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas separadas cuya única comunicación posible era a través de un circuito cerrado de televisión que sólo les permitía ver una imagen del rostro de su compañero. De este modo, cada vez que uno de los monos escuchaba el sonido que anticipaba la descarga, su cara reflejaba el miedo y, en el momento en que el otro mono veía ese semblante, evitaba la descarga empujando la palanca. Todo un acto de empatía... por no decir de altruismo.
Una vez que se comprobó que los primates son capaces de leer las emociones en el rostro de sus semejantes, los investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus cerebros para detectar el menor indicio de actividad de determinadas neuronas.
Los electrodos insertados en las neuronas del córtex visual y de la amígdala mostraban que, cuando un mono veía el rostro del otro, la información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del córtex visual y posteriormente a las de la amígdala. Este es el camino normal que sigue la información emocionalmente más relevante. Pero el descubrimiento más sorprendente de esta investigación fue la identificación de determinadas neuronas del córtex visual que clínicamente parecen activarse en respuesta a expresiones faciales o gestos concretos, como una boca amenazadoramente abierta, una mueca de miedo o una inclinación de sumisión. Y estas neuronas son distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que permiten el reconocimiento de los rostros familiares.
Esto podría significar que el cerebro es un instrumento diseñado para reaccionar ante expresiones emocionales concretas o. dicho de otro modo, que la empatía es un imponderable biológico.
Según Brothers, otra investigación en la que se sometió a observación a un grupo de monos en estado salvaje a los que se habían seccionado las conexiones existentes entre la amígdala y el córtex, demuestra el importante papel que desempeña la vía amigdalocortical en la percepción y respuesta ante las emociones.
Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos seguían siendo capaces de desempeñar tareas ordinarias como alimentarse o subirse a los árboles pero habían perdido la capacidad de dar una respuesta emocional adecuada a los otros miembros de la manada.
La situación era tal que llegaban incluso a huir cuando otro mono se les acercaba amistosamente, y terminaban viviendo aislados y evitando todo contacto con el grupo.
Según Brothers, las zonas del córtex en las que se concentran las neuronas especializadas en la emoción están directamente ligadas a la amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical resulta fundamental para identificar las emociones y desempeña un papel crucial en la elaboración de una respuesta apropiada.
«El valor de este sistema para la supervivencia —afirma Brothers— resulta manifiesto en el caso de los primates. La percepción de que otro individuo se aproxima pone rápidamente en funcionamiento una pauta concreta de respuesta fisiológica, adecuado al propósito del otro, según sea propinar un mordisco, desparasitar o copular».
 La investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de Berkeley, sugiere la existencia de un fundamento similar de la empatía en el caso de los seres humanos. El estudio de Levenson se realizó con parejas casadas que debían tratar de identificar qué era lo que estaba sintiendo su cónyuge en el transcurso de una acalorada discusión. El método era muy sencillo ya que, mientras los miembros de la pareja discutían alguna cuestión problemática que afectara al matrimonio —la educación de los hijos, los gastos, etcétera—, eran grabados en vídeo y sus respuestas fisiológicas eran también monitorizadas. Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el vídeo y narraba lo que ella o él sentían en cada uno de los momentos de la interacción y luego volvía a mirar la filmación pero tratando, esta vez, de identificar los sentimientos del otro.
El mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta fisiológica coincidía, es decir, en aquéllos en los que el aumento de sudoración de uno de los cónyuges iba acompañado del aumento de sudoración del otro y en los que el descenso de la frecuencia cardiaca del uno iba seguido del descenso de la frecuencia del otro. En suma, era como si el cuerpo de uno imitara, instante tras instante, las reacciones sutiles del otro miembro de la pareja. Pero, cuando estaban contemplando la grabación, no podría decirse que tuvieran una gran empatía para determinar lo que su pareja estaba sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre ellos cuando sus reacciones fisiológicas se hallaban sincronizadas.
Esto nos sugiere que cuando el cerebro emocional imprime al cuerpo una reacción violenta —como la tensión de un enfado, por ejemplo— casi no es posible la empatía. La empatía exige la calma y la receptividad suficientes para que las señales sutiles manifestadas por los sentimientos de la otra persona puedan ser captadas y reproducidas por nuestro propio cerebro emocional.

LA EMPATÍA Y LA ÉTICA: LAS RAÍCES DEL ALTRUISMO

La frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti» es una de las más célebres de la literatura inglesa. Las palabras de John Donne se dirigen al núcleo del vínculo existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es nuestro propio dolor. Sentir con otro es cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la empaña seria la antipatía. La actitud empática está inextricablemente ligada a los juicios morales porque éstos tienen que ver con víctimas potenciales. ¿Mentiremos para no herir los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el contrario, aceptaremos una inesperada invitación a cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir utilizando un sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que, de otro modo, moriría?
Estos dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un investigador de la empatía que sostiene que en ella se asientan las raíces de la moral. En opinión de Hoffman, «es la empatía hacia las posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de quienes sufren, de quienes están en peligro o de quienes se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta relación evidente entre empatía y altruismo en los encuentros interpersonales, Hoffman propone que la empatía —la capacidad de ponernos en el lugar del otro— es, en última instancia, el fundamento de la comunicación.
Según Hoffman, el desarrollo de la empatía comienza ya en la temprana infancia. Como hemos visto, una niña de un año de edad se alteró cuando vio a otro niño caerse y comenzar a llorar; su compenetración con él era tan íntima que inmediatamente se puso el pulgar en la boca y sumergió la cabeza en el regazo de su madre como si fuera ella misma quien se hubiera hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar conciencia de que son una entidad separada de los demás, tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten conocer cuáles son realmente los sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no herir su orgullo.
En la última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la empatía, y los niños pueden percibir el malestar más allá de la situación inmediata y comprender que determinadas situaciones personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de sufrimiento crónico. Es entonces cuando suelen comenzar a preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como, por ejemplo, los pobres, los oprimidos o los marginados, una preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada por convicciones morales centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio ajeno.
Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es una habilidad que subyace a muchas facetas del juicio y de la acción ética. Una de estas facetas es la «indignación empática» que John Stuart Mill describiera como «el sentimiento natural de venganza alimentado por la razón, la simpatía y el daño que nos causan los agravios de que otras personas son objeto» y que calificara como «el custodio de la justicia». Otro ejemplo en el que resulta evidente que la empatía puede sustentar la acción ética es el caso del testigo que se ve obligado a intervenir para defender a una posible víctima. Según ha demostrado la investigación, cuanta más empatía sienta el testigo por la víctima, más posibilidades habrá de que se comprometa en su favor. Existe cierta evidencia de que el grado de empatía experimentado por la gente condiciona sus juicios morales. Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y Estados Unidos demuestran que cuanto más empática es la persona, más a favor se halla del principio moral que afirma que los recursos deben distribuirse en función de las necesidades.

UNA VIDA CARENTE DE EMPATÍA: LA MENTALIDAD DEL AGRESOR.
LA MORAL DEL SOCIOPATA

Eric Eckardt se vio involucrado en un miserable delito. Cuando era guardaespaldas de la patinadora Tonya Harding preparó un brutal atentado contra su eterna rival, Nancy Kerrigan, medalla de oro en las olimpiadas de invierno de 1994, a consecuencia del cual quedó seriamente maltrecha y tuvo que dejar su entrenamiento durante varios meses. Pero cuando Eckardt vio la imagen de la sollozante Kerrigan en televisión, tuvo un súbito arrepentimiento y entonces llamó a un amigo para contarle su secreto, iniciando así la secuencia de acontecimientos que terminó abocando a su detención. Tal es el poder de la empatía.
Pero, por desgracia, las personas que cometen los delitos más execrables suelen carecer de toda empatía. Los violadores, los pederastas y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos. En el caso de los violadores, estas mentiras tal vez adopten la forma de pensamientos como «a todas las mujeres les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se resista sólo quiere decir que no le gusta poner las cosas fáciles».
En este mismo sentido, la persona que abusa sexualmente de un niño quizás se diga algo así como «yo no quiero hacerle daño, sólo estoy mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de cariño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta es la mejor de las disciplinas». Todas estas justificaciones, expresadas por personas que han recibido tratamiento por las conductas que acabamos de reseñar, son las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se preparan para hacerlo.
La notable falta de empatía que presentan estas personas cuando agreden a sus víctimas suele formar parte de un ciclo emocional que termina precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la secuencia emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse alterada: inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden ser activados por la contemplación de una pareja feliz en la televisión, lo que le lleva a sentirse inmediatamente deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca consuelo en su fantasía favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño, una fantasía que paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más sexual y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el agresor experimente un alivio momentáneo pero la tregua es muy breve y la depresión y la sensación de soledad retornan con más virulencia que antes. Entonces es cuando el agresor comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la práctica su fantasía repitiéndose justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia física, no le estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el amor conmigo tratara de evitarlo».
A estas alturas, el agresor ve al niño a través de la lente de sus perversas fantasías, sin la menor muestra de empatía por sus sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la escalada de los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para encontrar a un niño solo, pasando por la minuciosa consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la ejecución del plan.
Y todo esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no percibe sus verdaderos sentimientos (asco, miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de la víctima.
La falta de empatía es precisamente uno de los focos principales en los que se centran los nuevos tratamientos diseñados para la rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los programas más prometedores los agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de delitos contados desde la perspectiva de la víctima y contemplar videos en los que las víctimas narran desconsoladamente lo que experimentaron cuando sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de su propio delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la víctima y, por último, debe representar el episodio en cuestión desempeñando ahora el papel de víctima.
En opinión de William Pithers, psicólogo de la prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia de cambio de perspectiva: «la empatía hacia la víctima transforma la percepción hasta el punto de impedir la negación del sufrimiento, incluso a nivel de las propias fantasías», fortaleciendo así la motivación de los hombres para combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores sexuales que, después de pasar por este programa en prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes no se sometieron al programa. Si falta esta motivación empática, las otras fases del tratamiento no funcionarán adecuadamente.
Pero si son pocas las esperanzas de infundir una mínima sensación de empatía en los agresores sexuales de los niños, menos todavía lo son en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a los que los recientes diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas). El psicópata no sólo es una persona aparentemente encantadora sino que también carece de todo remordimiento ante los actos más crueles y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía o cualquier tipo de compasión o, cuanto menos, remordimientos de conciencia, es una de las deficiencias emocionales más desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata parece residir en su comleta incapacidad para establecer una conexión emocional profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos sádicos múltiples que se deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la vida, constituyen el epitome de la psicopatía. Los psicópatas también suelen ser mentirosos impenitentes dispuestos a manipular cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos. Consideremos el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de una banda de Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un atropello que él mismo describía con más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los Angeles, Faro quiso hacer una demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del incidente:
«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.
Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes del otro coche:
Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya.»
Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan compleja como ésta. Una de ellas podría ser que la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia cuando uno debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una oportuna falta de empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía malo» de los interrogatorios hasta el soldado entrenado para matar). En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en estados totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas para poder llevar a cabo mejor su «trabajo».
Una de las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente por una investigación que reveló que los maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave anomalía psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse, estos hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia de sus latidos cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en los accesos de furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un régimen de terror.
Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva —bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer —ni siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su violencia.
Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta capacidad de manipular fríamente a los demás, esta total ausencia de empatía y de afecto, puede originarse en un defecto neurológico.* Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de un posible fundamento fisiológico de las psicopatías más crueles, pruebas que sugieren la implicación de vías neurológicas ligadas al sistema límbico. En un determinado experimento se midieron las ondas cerebrales del sujeto mientras éste trataba de descifrar una serie de palabras entremezcladas, proyectadas a una velocidad aproximada de diez palabras por segundo. La mayor parte de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras que conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras neutras, como silla, por ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las personas son capaces de reconocer rápidamente las palabras cargadas emocionalmente y sus cerebros muestran patrones de onda característicamente diferentes en respuesta a las palabras cargadas emocionalmente y a las palabras neutras. Los psicópatas, por el contrario, adolecen de este tipo de reacción y sus cerebros no muestran ningún patrón distintivo que les permita discernir las palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente a ellas, lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que conecta la región cortical en donde se reconocen las palabras con el sistema límbico, el área del cerebro que asocia un determinado sentimiento a cada palabra.
En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a cabo esta investigación, los psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido emocional de las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los psicópatas se asienta en una pauta fisiológica ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y de los circuitos neurológicos relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben una descarga eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son normales en las personas cuando sufren dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas no se preocupen por las posibles consecuencias de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la que da cuenta de su ausencia de toda empatía —o compasión— hacia el dolor y el miedo de sus victimas.
* Una breve nota de advertencia: si bien puede hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas que intervengan en algunos tipos de delito —como, por ejemplo, algún defecto neurológico que impida la empatía—, ello no nos permite inferir que todos los delincuentes sufran algún deterioro biológico o que exista un determinante biológico de la delincuencia. Este tema ha suscitado enormes controversias aunque, por el momento, sólo se ha logrado cierto consenso de que no existe ningún determinante biológico de que tampoco puede hablarse de «genes criminales»,. Así pues, aunque, con determinados casos pueda hablarse de un fundamento fisiológico de la falta de empatía, ello no supone, en modo alguno, que esa disfunción aboque inexorablemente al delito. La falta de empatía debe ser considerada como uno más de los factores psicológicos, económicos y sociales que pueden abocar a la delincuencia.

COMPLEMENTO A ESTA LECTURA: LAS INTELIGENCIAS


Inteligencia interpersonal, Intrapersonal y espiritual
(textos tomados de Wilkipedia y editados libremente)


El concepto de inteligencia

En el desarrollo del concepto de Inteligencia como tal, un primer momento estuvo representado por el trabajo de Alfred Bineta principios de 1900, quien desarrolló el concepto de cociente intelectual (CI). Aquí, la inteligencia está referida principalmente a una capacidad lógico-matemática y verbal, es lo que se conoce como racionalidad instrumental, una capacidad para el control técnico del mundo, un concepto nacido de una visión unidimensional de la conciencia. Las definiciones populares de inteligencia hacen hincapié en los aspectos cognitivos, tales como la memoria y la capacidad para resolver problemas cognitivos, sin embargo Edward L. Thorndike, en 1920, utilizó el término inteligencia social para describir la habilidad de comprender y motivar a otras personas.1 En 1940, David Wechsler describió la influencia de factores no intelectivos sobre el comportamiento inteligente y sostuvo, además, que los tests de inteligencia no serían completos hasta que no se pudieran describir adecuadamente estos factores.2

Desafortunadamente, el trabajo de estos autores pasó desapercibido durante mucho tiempo hasta que, en 1983, Howard Gardner, en su libro Inteligencias múltiples: la teoría en la práctica,3 introdujo la idea de que los indicadores de inteligencia, como el cociente intelectual, no explican plenamente la capacidad cognitiva, porque no tienen en cuenta ni la “inteligencia interpersonal” (la capacidad para comprender las intenciones, motivaciones y deseos de otras personas) ni la “inteligencia intrapersonal” (la capacidad para comprenderse uno mismo, apreciar los sentimientos, temores y motivaciones propios).4

Un segundo momento está representado por el trabajo de Howard Gardner y un grupo de académicos de la Universidad de Harvard quienes en el año de 1967 empezaron a desarrollar una visión plural de la inteligencia a través del Proyecto Zero. Gardner desarrolló así su teoría de las inteligencias múltiples reconociendo diversas facetas de la cognición así como potenciales y estilos cognitivos en las personas. Las ocho inteligencias de Gardner son:
              inteligencia lógico-matemática
              inteligencia lingüística
              inteligencia musical
              inteligencia corporal
              inteligencia espacial
              inteligencia interpersonal
              inteligencia intrapersonal
              inteligencia naturalista

La teoría de las inteligencias múltiples abrió el camino para seguir investigando acerca de la inteligencia como el trabajo desarrollado por Daniel Goleman sobre inteligencia emocional, en parte inspirado por el trabajo de Gardner sobre la inteligencia interpersonal e intrapersonal. Según Goleman, la inteligencia emocional es mejor para predecir el éxito futuro en la vida social y profesional de los estudiantes, ya que la inteligencia lógico-matemática no va más allá del éxito escolar. La inteligencia emocional se define como la capacidad de mantener la calma y dominar la impulsividad, la capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de diferir las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras facultades racionales y la capacidad de empatizar y confiar en los demás. El primer uso del término inteligencia emocional generalmente es atribuido a Wayne Payne, citado en su tesis doctoral Un estudio de las emociones: el desarrollo de la inteligencia emocional (1985).5 Sin embargo, esta expresión ya había aparecido antes en textos de Beldoch (1964),6 y Leuner (1966).7 Stanley Greenspan también propuso un modelo de inteligencia emocional en 1989, al igual que Peter Salovey y John D. Mayer.La relevancia de las emociones en el mundo laboral y la investigación sobre el tema siguió ganando impulso, pero no fue hasta la publicación en 1995 del célebre libro de Daniel GolemanInteligencia emocional, cuando se popularizó.9 En ese año, la revista Time fue el primer medio de comunicación de masas interesado en la IE y Nancy Gibbs publicó un artículo sobre el texto de Goleman.


Inteligencia Interpersonal

La inteligencia interpersonal corresponde a una de las inteligencias del modelo propuesto por Howard Gardner

Es la que nos permite entender a los demás. La inteligencia interpersonal es mucho más importante en nuestra vida diaria que la brillantez académica, porque es la que determina la elección de la pareja, los amigos y, en gran medida, nuestro éxito en el trabajo o en el estudio. La inteligencia interpersonal se basa en el desarrollo de dos grandes tipos de capacidades, la empatía y la capacidad de manejar las relaciones interpersonales.
La inteligencia interpersonal forma parte del modelo de inteligencias múltiples de Howard Gardner, aunque otras corrientes psicológicas la denominan empatía. El modelo de Gardner propugna que no existe una única forma de entender el concepto de inteligencia ya que eso es un enfoque restrictivo del problema, sino una multiplicidad de perspectivas en adecuación a los distintos contextos vitales del hombre y de los animales. En principio propuso 7, que luego aumentó a 8. En 1995 el autor agregó la inteligencia naturalista
La interpersonal es la inteligencia relacionada con la actuación y propia comprensión acerca de los demás, como por ejemplo notar las diferencias entre personas, entender sus estados de ánimo, sus temperamentos, intenciones, etc.

La inteligencia interpersonal permite comprender a los demás y comunicarse con ellos, teniendo en cuenta sus diferentes estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y habilidades. Incluye la capacidad para establecer y mantener relaciones sociales y para asumir diversos roles dentro de grupos, ya sea como un miembro más o como líder. Este tipo de inteligencia la podemos detectar en personas con habilidades sociales definidas, políticos, líderes de grupos sociales o religiosos, docentes, terapeutas y asesores educativos. Y en todos aquellos individuos que asumen responsabilidades y muestran capacidad para ayudar a otros. Son aquellos individuos que poseen la llave de las relaciones humanas, del sentido del humor: desde pequeños disfrutan de la interacción con amigos y compañeros escolares, y en general no tienen dificultades para relacionarse con personas de otras edades diferentes a la suya. Algunos presentan una sensibilidad especial para detectar los sentimientos de los demás, se interesan por los diversos estilos culturales y las diferencias socioeconómicas de los grupos humanos. La mayoría de ellos influyen sobre otros y gustan del trabajo grupal especialmente en proyectos colaborativos. Son capaces de ver distintos puntos de vista en cuanto a cuestiones sociales o políticas, y aprecian valores y opiniones diferentes de las suyas. Suelen tener buen sentido del humor y caer simpáticos a amigos y conocidos, siendo ésta una de las más apreciadas de sus habilidades interpersonales, ya que son sociables por naturaleza. Podemos decir que una vida plenamente feliz depende en gran parte de la inteligencia interpersonal. La Inteligencia Interpersonal está relacionada con el contacto persona a persona y las interacciones efectuadas en agrupaciones o trabajos en equipo. El estudiante con inteligencia interpersonal tiene la facultad de interactuar verbal y no verbalmente con personas o con un grupo de personas; y es quien toma el papel de líder.
La inteligencia interpersonal tiene directa relación con el área de la corteza cerebral llamado lóbulo frontal, esta área del cerebro posee la llamada área de Broca que es la encargada de la producción lingüística y oral, además de las funciones ejecutivas que manejan la conducta, atención, planificación entre otros.1

Inteligencia intrapersonal


La inteligencia intrapersonal corresponde a una de las inteligencias del modelo propuesto por Howard Gardner en la teoría de las inteligencias múltiples que se define como la capacidad que nos permite conocernos mediante un autoanálisis.

Características

La inteligencia intrapersonal: la capacidad de ver cómo somos y lo que queremos.
Despuntar en materias como las matemáticas o el lenguaje es importante, pero puede no ser suficiente para alcanzar un desarrollo personal y profesional adecuado. Sin embargo, si esas habilidades se complementan con una buena inteligencia intrapersonal, que es la capacidad de conocerse a uno mismo y actuar en consecuencia, las posibilidades de tener éxito en el trabajo y encontrarse feliz y satisfecho en el plano personal se acrecientan.
La inteligencia intrapersonal es uno de los componentes del modelo de las inteligencias múltiples propuesto por Howard Gardner. Este modelo propugna que no existe una única inteligencia, sino una multiplicidad (en principio propuso 7, que luego aumentó a 8).
La inteligencia intrapersonal se refiere a la autocomprensión, el acceso a la propia vida emocional, a la propia gama de sentimientos, la capacidad de efectuar discriminaciones de estas emociones y finalmente ponerles nombre y recurrir a ellas como medio de interpretar y orientar la propia conducta.
Las personas que poseen una inteligencia intrapersonal notable, poseen modelos viables y eficaces de sí mismos. Pero al ser esta forma de inteligencia la más privada de todas, requiere otras formas expresivas para que pueda ser observada en funcionamiento.
La inteligencia interpersonal permite comprender y trabajar con los demás, la intrapersonal permite comprenderse mejor y trabajar con uno mismo. En el sentido individual de uno mismo, es posible hallar una mezcla de componentes intrapersonales e interpersonales. El sentido de uno mismo es una de las más notables invenciones humanas: simboliza toda la información posible respecto a una persona y qué es. Se trata de una invención que todos los individuos construyen para sí mismos.

Las cualidades de una persona con inteligencia intrapersonal

La inteligencia es la capacidad para formarse un modelo ajustado y verídico de uno mismo y ser capaz de usarlo para desenvolverse en la vida. Este tipo de inteligencia está directamente relacionada, por lo tanto, con el conocimiento de la propia persona y la capacidad de tener una imagen individual precisa y objetiva. También implica tener conciencia de los estados de ánimo interiores, intenciones, motivaciones, temperamentos y deseos y capacidad para la autodisciplina, autocomprensión y autoestima.
Las principales cualidades de las personas con la inteligencia intrapersonal bien desarrollada son:
              Capacidad de autodisciplina y autocontrol.
              Elevada autoestima de uno mismo.
              Consciencia de las propias limitaciones y conocimientos.
              Ponderación de  la importancia de sus acciones.
              Capacidad para  introspección y meditación .
              Conseguir una gran alineamiento con el presente, el aquí y el ahora.

La inteligencia intrapersonal es también la capacidad de ver con realismo y veracidad cómo somos y qué queremos, estableciendo prioridades y anhelos personales para de esta forma actuar en consecuencia. Las personas con este tipo de inteligencia no suelen engañarse con respecto a sus propios sentimientos y emociones y saben como respetarlos.
Las personas con inteligencia intrapersonal son capaces de analizar el por qué de sus pensamientos y actitudes, siendo capaces de corregir los comportamientos y acciones que no les convienen. También tienen más posibilidades de tomar elecciones acertadas a la hora de elegir qué estudios cursar o qué trabajos aceptar.
Para lograr el equilibrio emocional es fundamental conocer cómo satisfacer nuestras necesidades emocionales, lo que nos permite calmarnos ante situaciones estresantes y actuar con practicidad y eficacia, evitando que tengamos que tengamos reacciones desmedidas ante determinadas situaciones. Todo esto redunda en la consecución de un marcado bienestar emocional que influye positivamente en el resto de inteligencias, así como en el plano físico.
Ligada a la inteligencia intrapersonal encontramos otro tipo de inteligencia: la interpersonal, que es la capacidad de entender a otras personas, interactuar con ellos y entablar empatía. Las personas con este tipo de inteligencia son capaces de discernir y comprender qué le sucede a otra persona en un determinado contexto. Esto supone una gran ventaja, ya que puede actuar de manera apropiada en relación con los estados de ánimo, las conductas y los deseos de las personas que le rodean en el plano familiar, social y profesional.
Por lo general, quienes poseen inteligencia interpersonal son populares, tienen muchos amigos y tienden a mantener una buena relación con los compañeros de trabajo y con la gente que los rodea. Les resulta sencillo captar las necesidades ajenas y, por lo tanto, reaccionan en consecuencia. Tienen una gran facilidad para encontrar las palabras adecuadas y el comportamiento idóneo para lograr la empatía con su interlocutor, y al leer emociones en los demás pueden adoptar una actitud positiva, puesto que es necesario tener en cuenta lo que la otra persona siente o necesita para lograr una comunicación realmente efectiva.
Una de las claves de la empatía se encuentran en prestar mucha atención al lenguaje no verbal: tono de voz, expresiones de la cara, movimientos del cuerpo, gestos, accesos oculares, etc. En caso que las palabras y el lenguaje no verbal de una persona no concuerden, es conveniente centrarse en cómo se dice algo más que en las palabras que se utilizan para expresarlo.
La inteligencia intrapersonal sumada a la inteligencia interpersonal da como resultado la inteligencia emocional, una habilidad muy importante para desarrollarse con normalidad, prosperar en el plano profesional y personal y alcanzar un alto grado de bienestar y satisfacción


La inteligencia espiritual


Para Danah Zohar e Ian Marshall la Inteligencia Espiritual es la inteligencia primordial; es la inteligencia que nos permite afrontar y resolver problemas de significados y valores, ver nuestra vida en un contexto más amplio y significativo y al mismo tiempo determinar que acción o camino es más valioso para nuestra vida. Consideran que la inteligencia espiritual está en todo nuestro Ser, como una totalidad trabajando de manera armónica con la inteligencia racional y la inteligencia emocional.

La inteligencia espiritual es la más nueva y la más antigua. Hay reportes muy específicos de ella por lo menos hace 2.500 años, cuando el Buda la llamó visión cabal o Vipassana; señaló que era la capacidad de visión penetrativa para comprender la realidad profunda de los fenómenos, ver las cosas como son. Esta comprensión era la base para superar la ignorancia, base del sufrimiento, y alcanzar la verdadera felicidad. El Apóstol Pablo de Tarso en la carta a los Colosense en el Cap. 1: 9-10 ora pidiendo inteligencia espiritual y la describe como la capacidad dada por Dios para vivir plenamente en congruencia con la fe cristiana proclamada.
Con la inteligencia espiritual, por primera vez tenemos un orden holárquico, un modelo de tres niveles de la inteligencia, donde la inteligencia espiritual se ocupa del sentido de trascendencia.
              El primer nivel de la inteligencia es el más básico y lo compartimos con los animales, es el nivel subhumano de la inteligencia emocional, está basado en nuestros instintos, impulsos y sensaciones y opera con el ojo de la carne, es una inteligencia primitiva, pre-racional, pero necesaria y muy importante para la supervivencia.
              El segundo nivel de la inteligencia tiene una importancia media pero ya es exclusiva de los humanos, son todas las inteligencias múltiples basadas en la mente, de una u otra forma son inteligencias intelectuales, está basada en nuestra capacidad de razonamiento, en lo cognitivo, en nuestro pensamiento lógico, en la capacidad de simbolizar y opera con el ojo de la mente; es una inteligencia cultural, social, basada en el lenguaje y nos sirve para controlar y medir el mundo. Las inteligencias múltiples de Howard Gardner son combinaciones de elementos de estos dos niveles, son combinaciones de lo emocional y lo racional en diferentes grados y del uso de los ojos carnal y mental. Siguen el plano de capacidades de nivel intermedio.
              El tercer nivel de la inteligencia es el más importante y se corresponde con la inteligencia espiritual, también es exclusivamente humana y está basada en la sabiduría, nuestra capacidad de visión holista de la realidad profunda, de comprensión de contextos y totalidades significativas. Es la capacidad de trascendencia, de ir más allá de lo biofísico y social, más allá del cuerpo y las emociones. Opera con el ojo de la contemplación, es una inteligencia transpersonal porque se sitúa más allá del ego narcisista. Opera con visión universal. Es transracional, no se limita a la racionalidad instrumental mecánica de la ciencia. Es la única que puede darle sentido espiritual a la vida, es decir, generar sentido trascendente para vivir, alimentar la integridad de nuestra conciencia. Las otras inteligencias y los dos niveles inferiores no pueden hacer esto. También es la capacidad de relacionarnos armónicamente con la totalidad, de estar relacionados con el todo, es la capacidad de ser felices a pesar de las circunstancias.
               
Según Danah Zohar e Ian Marshall, la Inteligencia Espiritual se distingue por las siguientes características:
              Capacidad de ser flexible
              Poseer un alto nivel de conciencia de sí mismo
              Capacidad de afrontar y trascender el dolor y el sufrimiento
              La capacidad de ser inspirado por visiones y valores
              Reluctancia a causar daños innecesarios
              Tendencia a ver las relaciones entre las cosas (holismo)
              Marcada tendencia a preguntar ¿Por qué? o ¿Y si? 
              Hacerse preguntas y buscar sus respuestas fundamentales
              Facilidad para estar contra las convenciones
Dan Millman considera que la Inteligencia Espiritual pertenece a cada uno de nosotros; se encuentra en nuestros corazones y está en el corazón de cada religión, cultura y sistema moral, y señala que la vía de acceso a la inteligencia espiritual se da a través de las Leyes Universales.
Robert Emmons, considera que aquellos que tienen inteligencia espiritual poseen ciertas capacidades, como la capacidad de trascendencia, la capacidad de experimentar estados elevados de conciencia, la capacidad de encontrar el sentido de lo sagrado en las actividades diarias, la capacidad de usar los recursos de la espiritualidad para resolver los problemas prácticos de la vida, y la capacidad de comprometerse en llevar una vida virtuosa expresada en el perdón, la gratitud, la humildad, la compasión y la sabiduría.

Para Tony Buzan, la Inteligencia Espiritual es la forma como cultivamos las cualidades vitales de la energía, el entusiasmo, el coraje y la determinación, así como la protección y el desarrollo del alma. Él sugiere 10 formas para despertar el poder de la inteligencia espiritual que incluye una visión global y de la vida, tener un propósito, desarrollar la compasión, la caridad y la gratitud, descubrir el poder de la risa y de vivir una actitud de entusiasmo, amor ilimitado, sentido de aventura, confianza y sinceridad, así como así como reconocer la importancia de la paz, los rituales espirituales y el poder del amor.

Por su parte, Frances Vaughan señala que la Inteligencia Espiritual implica múltiples vías de conocimiento y se orienta a la integración de la vida interior de la mente y el espíritu con la vida exterior del trabajo en el mundo. Para ella, la inteligencia puede ser cultivada a través de preguntas fundamentales, la indagación, la práctica y las experiencias espirituales. Vaughan considera que la inteligencia espiritual es necesaria para discernir sobre las decisiones espirituales que contribuyen al bienestar psicológico y a una salud amplia del desarrollo espiritual.

Ramón Gallegos señala que la inteligencia espiritual es exclusivamente humana. Agrega que mientras animales y computadoras muestran evidencias de inteligencia emocional e intelectual, la inteligencia espiritual es de exclusividad humana, ni máquinas ni animales tienen inteligencia espiritual ni pueden desarrollarla. La inteligencia emocional está arraigada en nuestro cuerpo biofísico, depende de nuestros instintos, sentimientos, hormonas, etc., su objetivo es dar una respuesta emocional aceptable a una situación particular. Los animales también muestran inteligencia emocional. Para lograr atrapar a su presa, un tigre necesita ser silencioso, esperar la oportunidad, posponer la satisfacción, atacar en el momento indicado, en síntesis, controlar sus emociones; la inteligencia emocional no pregunta ¿por qué?

La Educación de la Inteligencia espiritual

El Dr. Ramón Gallegos explica que la Inteligencia Espiritual permite, por primera vez, construir un modelo integral de todas las inteligencias sobre la base de tres niveles jerárquicos y nos ofrece un Modelo Holista de la Inteligencia donde considera tanto dimensiones como niveles. En el Modelo de Inteligencia Espiritual se observa:

              En el primer nivel, la inteligencia más básica, la inteligencia emocional, que está más relacionada con el cuerpo, los instintos y es acerca de sentir.
              El segundo nivel lo ocupa la inteligencia intelectual que está más relacionada con las actividades de la mente, lo cognitivo y es acerca de pensar.

              El tercer nivel lo ocupa la inteligencia espiritual que está más relacionada con el bienestar, con vivir una vida feliz y es acerca del Ser.


La inteligencia espiritual ha sido relacionada últimamente con la educación holista.



Las ocho inteligencias de Gardner

La inteligencia corporal cinestésica


La inteligencia corporal cinestésica o kinestésica es la capacidad de unir el cuerpo y la mente para lograr el perfeccionamiento del desempeño físico. Comienza con el control de los movimientos automáticos y voluntarios, avanza hacia el empleo del cuerpo de manera altamente diferenciada y competente.
Permite al individuo manipular objetos y perfeccionar las habilidades físicas. Se manifiesta en los atletas, los bailarines, los cirujanos y los artesanos. En la sociedad occidental, las habilidades físicas no cuentan con tanto reconocimiento como las cognitivas, aun cuando en otros ámbitos la capacidad de aprovechar las posibilidades del cuerpo constituye una necesidad de supervivencia, así como también una condición importante para el desempeño de muchos roles prestigiosos.
También existe la habilidad cinestésica expresada en movimientos pequeños, por lo que podemos admirar esta capacidad en personas que se dedican a la joyería, mecánicos o que se dedican al cultivo de distintas artesanías y trabajos manuales. La escuela tradicional no le da suficiente importancia a este tipo de inteligencia, se le dedican una o dos horas semanales a las actividades que la desarrollan y es una manera de formar socialización, la estimulación sensoriomotriz no solo sirve a nivel físico sino que permite mayor desarrollo cognitivo.

La inteligencia espacial

Este tipo de inteligencia se relaciona con la capacidad que tiene el individuo frente a aspectos como color, línea, forma, figura, espacio, y la relación que existe entre ellos. Es además, la capacidad que tiene una persona para procesar información en tres dimensiones. Las personas con marcada tendencia espacial tienden a pensar en imágenes y fotografías, visualizarlas, diseñarlas o dibujarlas.
La inteligencia espacial es la inteligencia de los arquitectos, pilotos, navegantes, jugadores de ajedrez, cirujanos, pintores, escultores, etc. 1



La inteligencia musical

Este tipo de inteligencia se relaciona con la capacidad de percibir, discriminar, transformar y expresarse mediante las formas musicales. Asimismo, esta inteligencia incluye las habilidades en el canto dentro de cualquier tecnicismo y género musical, tocar un instrumento a la perfección y lograr con él una adecuada presentación, dirigir un conjunto, ensamble, orquesta; componer (en cualquier modo y género) y tener apreciación musical.
Merece la pena resaltar que las personas con discapacidad mental tienen una sensibilidad especial hacia la música, y que incluso, algunas personas con lesiones en el habla, pueden tener una gran capacidad para cantar o seguir un ritmo.2
Características de la inteligencia musical
Algunas de las características relacionadas con esta inteligencia son las siguientes:
              Capacidad de percibir y expresar formas musicales.
              Facilidad para aprender canciones y ritmos.
                 Sensibilidad 

La inteligencia lógico-matemática

Es la capacidad para utilizar los números de manera efectiva y de razonar adecuadamente empleando el pensamiento lógico-matemático. Es un tipo de inteligencia formal según la clasificación de Howard Gardner, y se manifiesta comúnmente cuando se trabaja con conceptos abstractos o argumentaciones de carácter complejo.
Esta inteligencia permite resolver problemas de lógica y de matemática, y es fundamental en las personas de formación científica; en la antigua concepción "unitaria" de la inteligencia era la capacidad predominante.
Las personas que tienen un nivel alto en este tipo de inteligencia poseen sensibilidad para realizar esquemas y relaciones lógicas, afirmaciones, proposiciones, funciones y otras abstracciones relacionadas. Un ejemplo de ejercicio intelectual de carácter afín a esta inteligencia es resolver pruebas que miden el cociente intelectual.


La inteligencia lingüística

Es la capacidad de usar las palabras de manera efectiva al escribirlas o al hablarlas, pudiendo así citar dos tipos de inteligencia lingüística, la oral o verbal y la escrita. Por ello, describe la capacidad sensitiva en el lenguaje hablado y en el escrito, la habilidad para aprender idiomas, comunicar ideas y lograr metas usando la capacidad lingüística.
Esta inteligencia incluye también la habilidad de usar efectivamente el lenguaje para expresarse retóricamente o tal vez poéticamente. Esta inteligencia es normal en escritorespoetasabogados, líderes carismáticos y otras profesiones que utilizan habilidades como la de comunicarse. No obstante, no nos limita únicamente a la capacidad de comunicar, sino también a la de vincular conceptos mediante símbolos o signos.
Inteligencia emocional

La inteligencia emocional

Consiste en una serie de actividades que sirven para apreciar y expresar de manera justa las emociones y las de otros, y para emplear la sensibilidad a fin de motivarse, planificar y realizar de manera cabal la propia vida.
Entonces la inteligencia emocional, “es la habilidad para tomar conciencia de las emociones propias y ajenas para regularlas” 42 Es preciso para llegar a este punto realizar los procesos mentales descritos con antelación. La diferencia de la competencia emocional con las competencias cognitivas es que parte de la autorrealización personal, aprendiendo a regular las emociones.

Competencia emocional

Actualmente no existe consenso a la hora de definir las competencias emocionales, sigue siendo un tema de debate dentro de la comunidad de expertos, sin embargo, autores como Bisquerra señalan que las competencias emocionales son la capacidad de movilizar una serie de recursos, a través de la identificación de emociones propias y de los otros, para resolver problemas en situaciones específicas.
Siguiendo la idea del autor, investigaciones recientes indican que una persona con competencias emocionales es menos susceptible de caer en situaciones de riesgo social y de salud. Es decir, son personas que están preparadas para no entrar en el mundo de la drogadicción, alcoholismo, vandalismo, delincuencia, entre otras. Una persona con un control emocional adecuado es candidata a convertirse en un ciudadano sano, capaz de construir redes en beneficio de todos los integrantes del grupo social, con vida productiva y democrática activa.
Cuando una persona carece de los elementos mínimos para reconocer sus propias emociones y en consecuencia las emociones de los demás, invariablemente dichas carencia se verán reflejadas en la forma de enfrentar la vida, se dice que son personas con bajas defensas del sistema inmunitario.
El autor también señala que las competencias se pueden adquirir, es decir, se pueden educar, por tal motivo, es importante que la educación emocional comience desde el nacimiento. Resulta trascendente difundir las competencias emocionales del modelo del Grup de Recerca en Orientación Psicopedagógica (GROP) de la Universitat de Barcelona. Dicho modelo se ha experimentado con éxito en el sector educativo43 y contempla las siguientes competencias:
              Conciencia emocional. Conocer las emociones propias y las de los demás.
              Regulación de las emociones. Responder de manera apropiada cuando alguien experimenta alguna emoción. Es importante no confundirla con la represión.
              Autonomía emocional. Que los estímulos externos no afecten de manera drástica a la persona. Ser sensibles pero con cierto autoblindaje.
              Habilidades socioemocionales. Ser capaces de construir redes sociales.
              Competencias para la vida y el bienestar. Favorecen una sana convivencia social y personal.
Las competencias descritas anteriormente se pueden transmitir a través de la educación emocional, educar implica intencionalidad, construir estrategias, líneas de acción que lleguen a las aulas de los estudiantes.
Bisquerra señala que la educación emocional es un proceso que se da de manera continua y de forma permanente,44 esto significa que en cualquier nivel de estudios se puede brindar educación emocional y dicha educación tendrá variaciones dependiendo del tipo de estudiante, ya que las necesidades de un niño son totalmente diferente de las de un adolescente.
Niños, adolescente o adultos, se pretende que con la educación emocional se logren los siguientes objetivos:
              Reconocer emociones propias.
              Reconocer las emociones de los demás.
              Identificar y nombrar correctamente a las emociones.
              Ser capaz de regular las propias emociones.
              Incrementar el umbral de tolerancia a la frustración.
              Identificar de manera anticipada los efectos nocivos de las emociones negativas.
              Ser capaz de construir emociones positivas.
              Ser capaz de lograr la automotivación.
              Tener una actitud positiva ante la vida.
              Desarrollar la capacidad de avanzar.
Son objetivos que se pretenden alcanzar a partir de la educación emocional, el papel de las autoridades educativas y principalmente del docente, será fundamental para desarrollar en los estudiantes prácticas más sanas a partir del control emocional, coadyuvando de ésta manera el logro exitoso de su plan de vida.

Inteligencia naturalista


Esta inteligencia es la de los sentimientos con la naturaleza y los animales y personas. Se especializa en identificar, discernir, observar y clasificar miembros de grupos o especies de la flora y fauna, siendo el campo de observación y uso eficiente del mundo natural.1 Está presente en ambientólogos, biólogos, botánicos, paleontólogos, veterinarios y agrónomos.

Referencias


1      Buzan, Tony (2003) El poder de la Inteligencia Espiritual. Ed. Urano. Barcelona (ISBN-84-79535393)
2              Emmons, Robert A. (2004). Spiritual Intelligence – Definitions. http://mindwise.com.au/spiritual_intelligence.shtml
3              Gardner, Howard (1987) La teoría de las inteligencias múltiples. Ed. Fondo de Cultura Económica. México
4              Goleman, Daniel (2001) Inteligencia Emocional. Ed. Kairós. Barcelona
5              Millman, Dan (1995) Inteligencia Espiritual. Ed. Swami. Barcelona (ISBN-84-931153-2-0)
6              Vaughan, Frances (2002) What is Spiritual Intelligence? Journal of Humanistic Psychology 2002 42: 16-33. Sage Publications
7               
Zohar, Danah y Marshall, Ian (2002) Inteligencia Espiritual, la inteligencia que permite ser creativo, tener valores y fe.Ed. Random House Mondadori. Barcelona (ISBN-84-397-0961-7



1 comentario:

  1. A simple vista parece una lectura que cautivará. Sin embargo, podría ser importante que la clase de ética médica incluyera temas que el médico en formación pueda aplicar en su actuar diario, como por ejemplo el código de ética médica, que quizá podría ser útil para usarlo en los trabajos de investigación y en general en el actuar médico.

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