martes, 28 de julio de 2015

LA ENFERMEDAD COMO CAMINO PARTE 2 LECTURA 9




ÍNDICE
PRÓLOGO ........................................................................................ 2
Primera parte
CONDICIONES TEÓRICAS PARA LA COMPRENSIÓN DE LA ENFERMEDAD Y LA CURACIÓN
   I.     ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS .................................................... 2 
   II.    POLARIDAD Y UNIDAD ............................................................. 6 
   III.   LA SOMBRA ............................................................................. 14 
   IV.  BIEN Y MAL.............................................................................. 17 
   V.   EL SER HUMANO ES UN ENFERMO...................................... 21 
   VI.  LA BÚSQUEDA DE LAS CAUSAS ........................................... 23 
   VII. EL MÉTODO DE LA INTERROGACIÓN PROFUNDA..............27 
Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
   I.     LA INFECCIÓN......................................................................... 35 
   II.    EL SISTEMA DE DEFENSA ..................................................... 40 
   III.   LA RESPIRACIÓN.................................................................... 42 
   IV.  LA DIGESTIÓN......................................................................... 46 
   V.   LOS ÓRGANOS SENSORIALES ............................................. 53 
   VI.  DOLOR DE CABEZA ................................................................ 56 
   VII. LA PIEL .................................................................................... 59 
   VIII.         LOS RIÑONES ......................................................................... 62 
   IX.  LA SEXUALIDAD Y EL EMBARAZO ........................................ 66 
   X.   CORAZÓN Y CIRCULACIÓN ................................................... 70 
   XI.  EL AP ARA TO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS .................. 73 
   XII. LOS ACCIDENTES...................................................................79
XIII.SÍNTOMAS PSÍQUICOS.........................................................82 XIV.CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)....................................87 XV. EL SIDA....................................................................................90 XVI.¿QUÉ SE PUEDE HACER? ..................................................... 93
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS....................97
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS....................97


Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
Tú dijiste:
– ¿Cuál es la señal del camino, oh derviche? – Escucha lo que te digo
y, cuando lo oigas, ¡medita!
Ésta es para ti la señal:
la de que, aunque avances,
verás aumentar tu sufrimiento.
FARIDUDDIN ATTAR
I. LA INFECCIÓN
La infección representa una de las causas más frecuentes de los procesos de enfermedad en el cuerpo humano. La mayoría de los síntomas agudos son inflamaciones, desde el resfriado hasta el cólera y la viruela, pasando por la tuberculosis. En la terminología latina, la terminación «–itis» revela proceso inflamatorio (colitis, hepatitis, etc.). Por lo que se refiere a infecciones, la moderna medicina académica ha cosechado grandes éxitos con el descubrimiento de los antibióticos (por ejemplo, la penicilina) y la vacunación. Si antiguamente la mayoría de personas morían de infección, hoy, en los países dotados de buena sanidad, las muertes por infección sólo se dan en casos excepcionales. Esto no quiere decir que actualmente haya menos infecciones sino únicamente que disponemos de buenas armas para combatirlas.
Si esta terminología (por cierto, habitual) resulta al lector un tanto «bélica», recuérdese que en el proceso inflamatorio se trata realmente de una «guerra en el cuerpo»: una fuerza de agentes enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere proporciones peligrosas es atacada y combatida por el sistema de defensas del cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en síntomas tales como hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el cuerpo consigue derrotar a los agentes infiltrados, se ha vencido la infección. Si ganan los invasores, el paciente muere. En este ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación y guerra. Sin que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran, empero, la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo principio, aunque en distinto plano.
El idioma refleja claramente esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la «llama» que puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de imágenes que utilizamos también al referirnos a conflictos armados. La situación se inflama, se prende fuego a la mecha, se arroja la antorcha, Europa quedó envuelta en llamas, etc. Con tanto combustible, más tarde o más temprano se produce la explosión por la que se descarga lo acumulado, como
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observamos no sólo en la guerra, sino también en nuestro cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o grande.
Para nuestro razonamiento, trasladaremos la analogía a otro plano: el psíquico. También una persona puede explotar. Pero con esta expresión no nos referimos a un absceso sino a una reacción emotiva por la que trata de liberarse un conflicto interior. Nos proponemos contemplar sincrónicamente los tres planos «mente–cuerpo–naciones» para apreciar su exacta analogía con «conflicto–inflamación–guerra», la cual encierra ni más ni menos que la clave de la enfermedad.
La polaridad de nuestra mente nos coloca en un conflicto permanente, en el campo de tensión entre dos posibilidades. Constantemente, tenemos que decidirnos (en alemán, ent-scheiden, expresión que originariamente significa «desenvainar»), renunciar a una posibilidad, para realizar la otra. Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos incompletos. Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante tensión, esta conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que, si un conflicto no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al niño que puede hacerse invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a los conflictos les es indiferente ser percibidos o no: ellos están ahí. Pero cuando el individuo no está dispuesto a tomar consciencia de sus conflictos, asumirlos y buscar solución, ellos pasan al plano físico y se manifiestan como una inflamación. Toda infección es un conflicto materializado. El enfrentamiento soslayado en la mente (con todos sus dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma de inflamación.
Examinemos este proceso en los tres planos de inflamación–conflicto– guerra:
1. Estimulo: penetran los agentes. Puede tratarse de bacilos, virus o venenos (toxinas). Esta penetración no depende tanto —como creen muchos profanos— de la presencia de los agentes como de la predisposición del cuerpo a admitirlos. En medicina, se llama a esto falta de inmunidad. El problema de la infección no consiste tanto —como creen los fanáticos de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad de convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente al plano mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el individuo viva en un mundo estéril, libre de gérmenes, es decir, de problemas y de conflictos, sino de que sea capaz de convivir con ellos. Que la inmunidad está condicionada por la mente se reconoce incluso en el campo científico, donde se está profundizando en las investigaciones del estrés.
De todos modos, es mucho más impresionante observar atentamente estas relaciones en uno mismo. Es decir, el que no quiera abrir la mente a un conflicto que le perturbaría, tendrá que abrir el cuerpo a los agentes infecciosos. Estos agentes se instalan en determinados puntos del cuerpo, llamados loci minoris resistentiae, considerados por la medicina académica como debilidades congénitas. El que sea incapaz de pensar analógicamente, al llegar a este punto se embarullará en un conflicto teórico insoluble. La medicina académica limita la propensión de determinados órganos a las infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo cual, aparentemente, descarta cualquier
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otra interpretación. De todos modos, a la psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de problemas se relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud que rebate la teoría de la medicina académica de los loci minoris resistentiae.
De todos modos, esta aparente contradicción se deshace rápidamente cuando contemplamos la batalla desde un tercer ángulo. El cuerpo es expresión visible de la conciencia como una casa es expresión visible de la idea del arquitecto. Idea y manifestación se corresponden, como el positivo y el negativo de una fotografía, sin ser lo mismo. Cada parte y cada órgano del cuerpo corresponde a una determinada zona psíquica, una emoción y una problemática determinada (en estas correspondencias se basan, por ejemplo, la fisionomía, la bioenergética y las técnicas del psicomasaje). El individuo se encarna en una conciencia cuyo estadio es producto de lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae consigo un determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones configurarán el destino, porque carácter + tiempo = destino. El carácter no se hereda ni es configurado por el entorno sino que es «aportado»: es expresión de la conciencia, es lo que se ha encarnado.
Este estadio de la conciencia, con las específicas constelaciones de problemas y misiones, es lo que la astrología representa simbólicamente en el horóscopo mediante la medición del tiempo. (Para más información, véase Schicksal als Chance.) Pero, puesto que el cuerpo es expresión de la conciencia, también él lleva el modelo correspondiente. Es decir, que determinados problemas mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en una determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado en consideración una posible correlación psicológica.
El locus minoris resistentiae es ese órgano que siempre tiene que asumir el proceso de aprendizaje en el plano corporal cuando el individuo no presta atención al problema psíquico que corresponde a ese órgano. El tipo de problema que corresponde a cada órgano es algo que nos proponemos aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta correspondencia aprecia una nueva dimensión en cada proceso patológico, dimensión que escapa a los que no se atreven a liberarse del sistema filosófico causal.
Ahora bien, examinando el proceso inflamatorio en sí, sin asociarlo a un órgano determinado, vemos que en la primera fase (estímulo) los agentes penetran en el cuerpo. Este proceso corresponde, en el plano psíquico, al reto que supone un problema. Un impulso que no hemos atendido hasta ahora penetra a través de las defensas de nuestra conciencia y nos ataca. Inflama la tensión de una polaridad que, desde ahora, nosotros experimentamos conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas psíquicas funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia, somos inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al desarrollo.
También aquí impera la disyuntiva de la polaridad: si renunciamos a la defensa en la conciencia, la inmunidad física se mantiene, pero si nuestra conciencia es inmune a los nuevos impulsos, el cuerpo quedará abierto a los
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atacantes. No podemos sustraernos al ataque, sólo podemos elegir el campo. En la guerra, esta primera fase del conflicto corresponde a la penetración del enemigo en un país (violación de frontera). Naturalmente, el ataque atrae sobre los invasores toda la atención política y militar —todos se movilizan, concentran sus energías en el nuevo problema, forman un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los esfuerzos se dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este proceso se le llama:
2. Fase de exudación: los atacantes se han introducido y formado un foco de inflamación. De todas partes afluye el líquido y experimentamos hinchazón de los tejidos y tensión. Si durante esta segunda fase observamos el conflicto en el plano psíquico, veremos que también en él aumenta la tensión. Toda nuestra atención se centra en el nuevo problema —no podemos pensar en otra cosa—, nos persigue de día y de noche —no sabemos hablar de nada más—, todos nuestros pensamientos giran sin parar en torno al problema. De este modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se alza ante nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha inmovilizado todas nuestras fuerzas psíquicas.
3. Reacción defensiva: el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada tipo de atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula). Los linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de los atacantes, los cuales empiezan a ser devorados por los macrófagos. Por lo tanto, en el plano corporal, la guerra está en su apogeo: los enemigos son rodeados y atacados. Si el conflicto no puede resolverse localmente, se impone la movilización general: todo el país va a la guerra y pone su actividad al servicio de la conflagración. En el cuerpo experimentamos esta situación como 4. Fiebre: las fuerzas defensivas destruyen a los atacantes, y los venenos que con ello se liberan producen la reacción de la fiebre. En la fiebre, todo el cuerpo responde a la inflamación local con una subida general de la temperatura. Por cada grado de fiebre se duplica el índice de actividad del metabolismo, de lo que se deduce en qué medida la fiebre intensifica los procesos defensivos. Por ello la sabiduría popular dice que la fiebre es saludable. La intensidad de la fiebre es, pues, inversamente proporcional a la duración de la enfermedad. Por lo tanto, en lugar de combatir pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la temperatura, deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en los que la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del paciente.
En el plano psíquico, el conflicto, en esta fase, absorbe toda nuestra atención y toda nuestra energía. La similitud entre la fiebre corporal y la excitación psíquica es evidente, por lo que también hablamos de expectación o de angustia febril. (La célebre canción «pop» Fever expresa la ambivalencia de la palabra.) Así, cuando nos excitamos sentimos calor, se aceleran los latidos del corazón, nos sonrojamos (tanto de amor como de indignación...), sudamos de excitación y temblamos de ansiedad. Ello no es precisamente agradable, pero sí saludable. Porque no es sólo que la fiebre sea saludable, es que más saludable aún es afrontar los conflictos —a pesar de lo cual la gente trata de
  
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bajar la fiebre y de sofocar los conflictos— y, además, se ufana de practicar la represión. (Si la represión no resultara tan divertida...)
5. Lisis (resolución): supongamos que ganan las defensas del cuerpo, que ponen en fuga a una parte de los agentes extraños y se incorporan a los demás (devorándolos) con la consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas bajas de ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado porque ahora: a) posee información sobre el enemigo, lo que se llama «inmunidad específica», y b) sus defensas han sido entrenadas y robustecidas: «inmunidad no específica». Desde el punto de vista militar, ello supone el triunfo de uno de los contendientes, con pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor sale del conflicto fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede estar preparado.
6. Muerte: también puede ocurrir que venzan los invasores, lo cual produce la muerte del paciente. El que nosotros consideremos nefasto este resultado se debe exclusivamente a nuestra parcialidad; es como en el fútbol: todo depende de con qué equipo se identifica uno. La victoria siempre es victoria, gane quien gane, y también termina la guerra. Y también se celebra el triunfo, pero en el otro lado.
7. El conflicto crónico: cuando ninguna de las partes consigue resolver el conflicto a su favor, se produce un compromiso entre atacantes y defensas: los gérmenes permanecen en el cuerpo, sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos por él (curación en el sentido de la restitutio ad integrum). Es lo que se llama la enfermedad crónica. Sintomáticamente, la enfermedad crónica se manifiesta en un aumento del número de linfocitos y granulocitos, anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de la sangre y décimas de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en el cuerpo se ha formado un foco que constantemente consume energía, hurtándola al resto del organismo: el paciente se siente abatido, cansado, apático. No está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz, sino en una especie de compromiso que, como todos los compromisos del mundo, apesta. El compromiso es el objetivo de los cobardes, de los «tibios» (Jesús dijo: «Me gustaría escupirlos. Sed ardientes o fríos») que siempre temen las consecuencias de sus actos y la responsabilidad que con ellos deben asumir. El compromiso nunca es solución, porque ni representa el equilibrio absoluto entre dos polos ni posee fuerza unificadora. El compromiso significa pugna permanente, estancamiento. Militarmente, es la guerra de posiciones (por ejemplo, la Primera Guerra Mundial) que consume energía y material con lo que debilita y hasta paraliza los restantes aspectos de la vida de la nación, como la economía, la cultura, etc.
En lo psíquico, el compromiso representa el conflicto permanente. Uno permanece inactivo ante el conflicto, sin valor ni energía para tomar una decisión. Cada decisión supone un sacrificio —en cada caso, sólo podemos hacer o una cosa o la otra— y estos sacrificios necesarios generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan indecisas ante el conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro polo. No hacen más que cavilar cuál puede ser la
  
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decisión correcta y cuál, la equivocada, sin comprender que, en el sentido abstracto, nada es correcto ni erróneo, porque, para estar completos y sanos, necesitamos ambos polos, pero dentro de la polaridad, no podemos realizarlos simultáneamente sino uno después del otro. ¡Empecemos, pues, por uno de ellos y decidámonos ya!
Toda decisión libera. El conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el plano psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora bien, cuando nos decantamos por uno de los polos del conflicto, inmediatamente percibimos la energía liberada por nuestra elección. Como el cuerpo sale de cada infección fortalecido, así también la mente sale de cada conflicto más despejada, ya que al afrontar el problema ha aprendido algo, al enfrentarse con los polos opuestos uno tras otro, ha ampliado fronteras y se ha hecho más consciente. De cada conflicto extraemos información (toma de conciencia) que, análogamente a la inmunidad específica, permite al individuo que en adelante pueda tratar el problema sin peligro.
Además, cada conflicto superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más valentía los problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no específica del plano físico. Si en lo corporal cada solución exige grandes sacrificios, sobre todo, al adversario, también a la mente las decisiones le cuestan sacrificios, y muchas actitudes y opiniones, muchas convicciones y costumbres deben ser enviadas a la muerte. Porque todo lo nuevo exige la muerte de lo viejo. Como los grandes focos de infección suelen dejar cicatrices en el cuerpo, así también en la psiquis quedan cicatrices que, al mirar atrás, vemos como profundos cortes en nuestra vida.
Antiguamente, los padres sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto en su desarrollo. Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que antes. La enfermedad le ha hecho crecer. Pero no sólo las enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano sale más maduro de cada conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen más fuerte y capaz. Todas las grandes culturas nacieron de grandes retos, y el propio Darwin atribuyó la evolución de las especies a la facultad de dominar las condiciones del entorno (¡lo cual no quiere decir que aceptemos el darwinismo!).
«La guerra es la madre de todas las cosas», dice Heráclito, y quien comprenda correctamente la frase sabe que expresa una verdad fundamental. La guerra, el conflicto, la tensión entre los polos, genera energía vital, asegurando con ello el progreso y el desarrollo. Estas frases no suenan bien y se prestan a ser mal interpretadas en una época en la que los lobos se envuelven con piel de cordero y presentan sus agresiones reprimidas como amor a la paz.
Si, paso a paso, hemos comparado el desarrollo de la inflamación con la guerra, es porque queríamos dar al tema el mordiente que acaso impida que se asiente con excesiva facilidad a lo dicho. Vivimos en una época y en una cultura enemigas de los conflictos. El individuo trata de evitar el conflicto en
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todos los campos, sin advertir que esta actitud impide la toma de conciencia. Desde luego, en el mundo polarizado, los seres humanos no pueden evitar los conflictos con medidas funcionales; pero, precisamente por ello, estas tentativas provocan una desviación cada vez más complicada de las descargas a otros planos cuyas coordinaciones internas casi nadie advierte.
Nuestro tema, la enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien en nuestra anterior exposición hemos contemplado en paralelo la estructura del conflicto y la estructura de la inflamación, para señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca) discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que uno de los planos sustituya al otro. Si un impulso consigue vencer las defensas de la conciencia y de este modo hacer que el ser humano tome conocimiento de un conflicto, el proceso resolutivo esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del individuo y, generalmente, la infección somática no se produce. Ahora bien, si el hombre no se abre al conflicto, si rehuye todo aquello que pueda cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático como una inflamación.
La inflamación es el conflicto trasladado al plano material. Pero no por ello debe cometerse el error de restar importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no tengo conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos al conflicto conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más que una mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable que suele ser tan incómoda para la conciencia como la infección lo es para el cuerpo. Y es esta incomodidad lo que queremos evitar en todo momento.
Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento, no importa el plano en el que los experimentemos, ya sea la guerra, la lucha interna o la enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos es lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando reconocemos que no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a plantearse. Quien no se permite a sí mismo estallar psíquicamente, algo le estalla en el cuerpo (un absceso). ¿Cabe entonces preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos hace sinceros.
Sinceros son también, a fin de cuentas, los tan cacareados esfuerzos de nuestra época para evitar los conflictos en todos los órdenes. Después de lo expuesto hasta ahora, vemos a una nueva luz los eficaces esfuerzos realizados para combatir las enfermedades infecciosas. La lucha contra las infecciones es la lucha contra los conflictos, pero en el orden material. Honesto es, por lo menos, el nombre que se dio a las armas: antibióticos. Esta palabra se compone de dos voces griegas, anti = contra y bios = vida. Los antibióticos son, pues «sustancias dirigidas contra la vida». ¡Esto es sinceridad!
Esta hostilidad de los antibióticos a la vida se funda en dos fases. Si recordamos que el conflicto es el verdadero motor del desarrollo, es decir, de la vida, toda represión de un conflicto es también un ataque contra la dinámica de la vida en sí.
Pero también en el sentido puramente médico los antibióticos son hostiles a la vida. Las inflamaciones representan unos procesos resolutivos agudos y
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rápidos que, por medio de la superación, eliminan toxinas del cuerpo. Si estos procesos resolutivos se cortan frecuente y prolongadamente por medio de antibióticos, las toxinas tienen que almacenarse en el cuerpo (principalmente, en los tejidos conjuntivos) lo cual determina el incremento de posibilidades para el proceso canceroso. Es el llamado efecto del cubo de la basura: se puede vaciar el cubo con frecuencia (infección) o acumular la basura dejando que críe una vida propia que acabará por amenazar toda la casa (cáncer). Los antibióticos son sustancias extrañas que el individuo no ha elaborado con su propio esfuerzo y que, por lo tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad: la información que proporciona el enfrentamiento.
Desde este ángulo cabe examinar también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos tipos básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la inmunización pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros cuerpos. Se recurre a esta forma de vacunación cuando la enfermedad ya se ha declarado (por ejemplo, la gamma tetánica contra el vacilo del tétanos). En el plano psíquico, ello correspondería a la adopción de soluciones de problemas convencionales: mandamientos y preceptos morales. El individuo adopta fórmulas ajenas, con lo que evita el conflicto y la experimentación: es una vía cómoda pero estéril.
En la inmunización activa se inoculan agentes debilitados, a fin de estimular el cuerpo a fabricar anticuerpos por sí mismo. A este grupo pertenecen todas las vacunaciones preventivas, como la antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc. En el terreno psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución de conflictos hipotéticos (algo así como las maniobras militares). Muchos sistemas pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo quedan dentro de este campo. Se trata de aprender y asimilar estrategias en casos leves, que capaciten al ser humano a tratar los conflictos más serios con mayor eficacia.
Estas consideraciones no deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no vacunarse» ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas, es completamente indiferente lo que haga el individuo, siempre y cuando sepa lo que hace. Lo que buscamos es el conocimiento, no unos mandamientos o prohibiciones prefabricados.
Se suscita la pregunta de si, básicamente, el proceso de la enfermedad corporal puede sustituir a un proceso psíquico. No es fácil responder a esto, ya que la división entre conciencia y cuerpo es sólo una herramienta de argumentación, pues en la realidad el linde no está muy marcado. Porque aquello que se produce en el cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en la psiquis. Cuando nos golpeamos el dedo con un martillo, decimos: me duele el dedo. Pero ello no es exacto, ya que el dolor está sólo en la mente, no en el dedo. Lo que hacemos es sólo proyectar la sensación psíquica de «dolor» al dedo.
Precisamente por ser el dolor un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia: mediante la distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura. (¡El que considere exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno del dolor fantasma!) T odo lo que experimentamos y sufrimos en un proceso de
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enfermedad física ocurre sólo en nuestra mente. La definición «psíquica» o «somática» se refiere sólo a la superficie de proyección. Si una persona está enferma de amor, proyecta sus sensaciones sobre algo incorpóreo, es decir, el amor, mientras que el que tiene anginas las proyecta en la garganta, pero uno y otro sólo pueden sufrir en la mente. La materia —y, por lo tanto, también el cuerpo— sólo pueden servir de superficie de proyección, pero en sí nunca es el lugar en el que surge un problema y, por consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda resolverse. El cuerpo, como superficie de proyección, puede representar un excelente auxiliar para un mejor discernimiento, pero las soluciones sólo puede darlas el conocimiento. Por lo tanto, cada proceso patológico corporal representa únicamente el desarrollo simbólico de un problema cuya experiencia enriquecerá la conciencia. Ésta es también la razón por la que cada enfermedad supone una fase de maduración.
Es decir, entre el tratamiento corporal y psíquico de un problema se establece un ritmo. Si el problema no puede ser resuelto sólo en la conciencia, entonces entra en funciones el cuerpo, escenario material en el que se dramatiza en forma simbólica el problema no resuelto. La experiencia recogida, una vez superada la enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las experiencias recogidas, la conciencia sigue siendo incapaz de captar el problema, éste volverá al cuerpo, para que siga generando experiencias prácticas. Esta alternancia se repetirá hasta que las experiencias recogidas permitan a la conciencia resolver definitivamente el problema o el conflicto.
Podemos representarnos este proceso con la imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a calcular mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede resolverla mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El proyecta el problema en la tabla y, por este medio (y también por la mente) halla el resultado. A continuación le ponemos otra cuenta, que debe resolver sin la tabla. Si no lo consigue, volvemos a darle el medio, y esto se repite hasta que el niño ha aprendido a calcular mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la tabla. En realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la tabla, pero la proyección del problema sobre el plano visible facilita el aprendizaje.
Si me extiendo tanto sobre este particular es porque de la buena comprensión de esta relación entre el cuerpo y la mente se deriva una consecuencia que no consideramos sobrentendida: la de que el cuerpo no es el lugar en el que puede resolverse un problema. Sin embargo, toda la medicina académica se orienta hacia este objetivo. Todos miran fascinados los procesos fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el plano corporal.
Y aquí no hay nada que resolver. Sería como tratar de modificar la tabla de cálculo a cada dificultad que encontrara nuestro colegial. La experiencia humana se produce en la conciencia y se refleja en el cuerpo. Limpiar constantemente el espejo, no mejora al que se mira en él (¡ojalá fuera tan fácil!). En lugar de buscar en el espejo la causa y la solución de todos los problemas reflejados en él, debemos utilizarlo para reconocernos a nosotros mismos.
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INFECCIÓN = UN CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL
La persona propensa a las inflamaciones trata de rehuir los conflictos.
En caso de enfermedad infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué conflicto hay en mi vida, que yo no veo? 2. ¿Qué conflicto rehuyo?
3. ¿Qué conflicto me niego a reconocer?
Para hallar el tema del conflicto, debe estudiarse atentamente el simbolismo del órgano o parte del cuerpo afectada.
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II. EL SISTEMA DE DEFENSA
Defender equivale a rechazar. El polo opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde multitud de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor puede reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano abre barreras y deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas barreras solemos llamar Yo (ego) y todo aquello que queda fuera de la propia identificación es para nosotros Tú (el otro). En el amor, esta barrera se abre para admitir a un Tú que, con la unión, se convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera rechazamos y donde quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la expresión de «mecanismo de defensa» para designar los resortes de la conciencia que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del subconsciente.
Aquí conviene insistir en la ecuación microcosmos = macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de una manifestación procedente del entorno es siempre expresión externa de un rechazo psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa la separación. Por ello al ser humano la negación le resulta considerablemente más grata que la afirmación. Cada «no», cada resistencia, nos permite sentir nuestra frontera, nuestro Yo, mientras que, en cada «comunión» esta frontera se difumina: no nos sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar con palabras lo que son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede describir aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser perfectos y completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el camino de la iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que es y serás uno con todo lo que es. Éste es el camino del amor.
Cada «sí, pero...» es una defensa que nos impide conseguir la unidad. Ahora empiezan las pintorescas estratagemas del ego que, en su afán de separación, no se priva de esgrimir las más piadosas, hábiles y nobles teorías. Y así le hacemos el juego al mundo.
Los espíritus sagaces aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la defensa tiene que serlo. Desde luego, lo es, pues nos hace experimentar tanta fricción en un mundo polarizado que, para seguir adelante, no tenemos más remedio que discriminar, pero, a lo sumo, no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma. En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que nosotros deseamos transmutar en salud cuanto antes.
Como las defensas psíquicas apuntan contra elementos del subconsciente catalogados de peligrosos y que, por lo tanto, tienen vedado el paso a la conciencia, así las defensas físicas se orientan contra enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas. Estamos tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de valores montados por nosotros mismos que hemos llegado a convencernos de que son patrones absolutos. Pero en realidad no hay más enemigo que aquel al que nosotros declaramos como tal. (Basta leer a los distintos apóstoles de la dietética para descubrir los más diversos criterios en el señalamiento de enemigos. Los mismos alimentos
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que un método tacha de absolutamente perniciosos, otro los califica de muy saludables. La dieta que nosotros recomendamos es: leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que a uno le apetezca.) Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal modo por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más remedio que declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos.
Alergia: la alergia es una reacción exagerada a una sustancia que reconocemos como nociva. Desde luego, la actuación del sistema de defensas del organismo está justificada cuando se trata de supervivencia. El sistema inmunizador del cuerpo produce anticuerpos para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa contra invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es irreprochable. En los alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se desorbita. El alérgico construye un gran parapeto y constantemente alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son más numerosas las sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que fabricar más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así también la alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva que ha sido reprimida y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico tiene problemas de agresividad que, en la mayoría de casos, no reconoce y, por lo tanto, no puede asumir.
(Para evitar malas interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico reprimido nos referimos al que no es conscientemente reconocido por el individuo. Puede ser que la persona viva plenamente este aspecto sin reconocer en sí mismo tal propiedad. Pero también, que la propiedad haya sido reprimida de modo tan absoluto que la persona no la viva. Por lo tanto, la represión puede existir tanto en un sujeto agresivo como en el más manso de los mortales.)
En el alérgico, la agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se expansiona a placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias. Para que la diversión no termine por falta de enemigos, se declara la guerra a las cosas más inofensivas: el polen de las flores, el pelo de los gatos o de los caballos, el polvo, los artículos de limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates. La variedad es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar contra todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos elementos cargados de simbolismo.
Es sabido que la agresividad casi siempre va ligada al miedoSólo se combate lo que se teme. Si examinamos atentamente los alergenos** elegidos, en casi todos los casos, descubriremos enseguida cuáles son los temas que atemorizan al alérgico de tal modo que tiene que combatirlos encarnecidamente en el símbolo. En primer lugar, está el pelo de los animales domésticos, especialmente el de los gatos. Al pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias y los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante, «animal». Es un símbolo del amor y tiene una connotación sexual (véanse los animales de felpa que los niños se llevan a la cama). Algo parecido puede decirse de la piel del conejo. En el caballo está más acentuado el
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componente sensual y, en el perro, el agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya que un símbolo nunca tiene límites muy marcados.
El mismo tema es representado por el polen de las flores, alergeno predilecto de los que sufren la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y procreación, y la «grávida» primavera es la estación en la que los enfermos de fiebre del heno más «padecen». Las pieles de los animales y el polen actuando como alergenos indican que los temas de «amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad» suscitan ansiedad y, por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son admitidos.
* Un antígeno es una sustancia extraña, generalmente una proteína, que es capaz de estimular el sistema inmunizador. (N. del T.)
** Alergeno es el antígeno de una reacción alérgica. (Alergia = reactividad alterada por hipersensibilidad. (N. del T.)
Algo similar ocurre con el miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que se manifiesta en la alergia al polvo doméstico. (Recordar expresiones como: chiste guarro, sacar los trapos sucios, llevar una vida limpia, etc.). El alérgico trata de evitar con el mismo empeño los alergenos y las situaciones asociadas con ellos, en lo cual le ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el entorno. Nadie se resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos son eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía sobre el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le permite desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas.
El método de la «desensibilización» es bueno en sí, pero, para obtener buenos resultados, habría que aplicarlo no al plano corporal sino al psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación cuando aprenda a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor ayudándole en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse con sus enemigos, aprender a quererlos. Que los alergenos ejercen exclusivamente un efecto simbólico y nunca un efecto material o químico es algo que debe quedar perfectamente claro, incluso para el materialista más empedernido, cuando comprenda que una alergia, para manifestarse, necesita el concurso de la mente. Por ejemplo, en la narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis, desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple imagen, como por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de una locomotora que echa humo en una película desencadenan el ataque en el asmático. La reacción alérgica es absolutamente independiente de la materia de los alergenos.
La mayoría de los alergenos sugieren vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero precisamente esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en el alérgico. Y es que su actitud es contraria a la vida. Su ideal es una vida estéril, sin gérmenes, exenta de sensualidad y agresiones: estado que
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apenas merece el nombre de «vida». Por consiguiente, no sorprende que en muchos casos las alergias puedan degenerar en autoagresiones que llegan a ser mortales, en las que el cuerpo de estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra largas y encarnizadas batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la resistencia, la autoexclusión, el autoencapsulado alcanza su forma suprema y su plena realización en el ataúd, cámara exenta de todo alergeno.
ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
El alérgico debe hacerse las siguientes preguntas:
1. 2. 3.
4. 5.
¿Por qué no asumo mi agresividad con la conciencia en vez de obligarla a realizar un trabajo corporal?
¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de evitarlos por todos los medios?
¿A qué tema apuntan mis alergenos? Sexualidad, instinto, agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del lado oscuro de la vida.
¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno? ¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
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III. LA RESPIRACIÓN
La respiración es un acto rítmico. Se compone de dos fases, inhalación y exhalación. La respiración es un buen ejemplo de la ley de la polaridad: los dos polos, inspiración y espiración, forman, con su constante alternancia, un ritmo. Un polo depende de su opuesto, y así la inspiración provoca la espiración, etc. También podemos decir que un polo no puede vivir sin el polo opuesto, porque, si destruimos una fase, desaparece también la otra. Un polo compensa el otro polo y los dos juntos forman un todo. Respiración es ritmo, el ritmo es la base de toda la vida. También podemos sustituir los dos polos de la respiración por los conceptos de contracción y relajación. Esta relación de inspiración–contracción y espiración–relajación se muestra claramente cuando suspiramos. Hay un suspiro de inspiración que provoca contracción y un suspiro de espiración que provoca relajación.
Por lo que se refiere al cuerpo, la función central de la respiración es un proceso de intercambio: por la inspiración el oxígeno contenido en el aire es conducido a los glóbulos rojos y en la espiración expulsamos el anhídrido carbónico. La respiración encierra la polaridad de acoger y expulsar, de tomar y dar. Con esto hemos hallado la simbología más importante de la respiración. Goethe escribió:
En la respiración hay dos mercedes, una inspirar, la otra soltar el aire, aquélla colma, ésta refresca,
es la combinación maravillosa de la vida
Todas las lenguas antiguas utilizan para designar el aliento la misma palabra que para alma o espíritu. Respirar viene del latín spirare y espíritu, de spiritus, raíz de la que se deriva también inspiración tanto en el sentido lato como en el figurado. En griego psyke significa tanto hálito como alma. En indostánico encontramos la palabra atman que tiene evidente parentesco con el atmen (respirar) alemán. En la India al hombre que alcanza la perfección se le llama Mahatma, que textualmente significa tanto «alma grande» como «aliento grande». La doctrina hindú nos enseña, también, que la respiración es portadora de la auténtica fuerza vital que el indio llama prana. En el relato bíblico de la Creación se nos cuenta que Dios infundió su aliento divino en la figura de barro convirtiéndola en una criatura «viva», dotada de alma.
Esta imagen indica bellamente cómo al cuerpo material, a la forma, se le infunde algo que no procede de la Creación: el aliento divino. Es este aliento, que viene de más allá de lo creado, lo que hace del hombre un ser vivo y dotado de alma. Ya estamos llegando al misterio de la respiración. La respiración actúa en nosotros, pero no nos pertenece. El aliento no está en nosotros, sino que nosotros estamos en el aliento. Por medio del aliento, nos hallamos constantemente unidos a algo que se encuentra más allá de lo creado, más allá de la forma. El aliento hace que esta unión con el ámbito metafísico (literalmente: con lo que está Detrás de la Naturaleza) no se rompa. Vivimos en el aliento como dentro de un gran claustro
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materno que abarca mucho más que nuestro ser pequeño y limitado —es la vida, ese secreto supremo que el ser humano no puede definir, no puede explicar— la vida sólo se experimenta abriéndose a ella y dejándose inundar por ella. La respiración es el cordón umbilical por el que esta vida viene a nosotros. La respiración hace que nos mantengamos en esta unión.
Aquí reside su importancia: la respiración impide que el ser humano se cierre del todo, se aísle, que haga impenetrable la frontera de su yo. Por muy deseoso que el ser humano esté de encapsularse en su ego, la respiración le obliga a mantener la unión con lo ajeno al yo. Recordemos que nosotros respiramos el mismo aire que respira nuestro enemigo. Es el mismo aire que respiran los animales y las plantas. La respiración nos une constantemente con todo. Por más que el hombre quiera aislarse, la respiración lo une con todo y con todos. El aire que respiramos nos une a unos con otros, nos guste o no. La respiración tiene algo que ver con «contacto» y «relajación».
Este contacto entre lo que viene de fuera y el cuerpo se produce en los alvéolos pulmonares. Nuestro pulmón tiene una superficie interna de unos setenta metros cuadrados, mientras que el área de nuestra piel no mide sino entre metro y medio y dos metros cuadrados. El pulmón es nuestro mayor órgano de contacto. Si observamos con más atención, distinguiremos las diferencias existentes entre los dos órganos de contacto del ser humano: pulmones y piel; el contacto de la piel es inmediato y directo. Es más comprometido y más intenso que el de los pulmones y, además, está sometido a nuestra voluntad. Uno puede tocar a otra persona o no tocarla. El contacto que establecemos con los pulmones es indirecto, pero obligatorio. No podemos evitarlo, ni siquiera cuando una persona nos inspira tanta antipatía que no podemos ni olerla, ni cuando otra nos impresiona tanto que nos deja sin aliento. Existe un síntoma de enfermedad que puede pasar de uno a otro de estos órganos de contacto: una erupción cutánea abortada puede manifestarse en forma de asma que, a su vez, con el correspondiente tratamiento, se convierte en erupción. El asma y la erupción cutánea corresponden al mismo tema: contacto, roce, relación. La resistencia a establecer contacto con todo el mundo por medio de la respiración se manifiesta, por ejemplo, en el espasmo respiratorio del asma.
Si seguimos repasando las frases hechas relacionadas con la respiración y con el aire veremos que hay situaciones en las que a uno le falta el aire, o no puede respirar a sus anchas. Con ello tocamos el tema de la libertad y la cohibición. Con el primer aliento empezamos nuestra vida y con el último la terminamos. Con el primer aliento damos también el primer paso por el mundo exterior al desprendernos de la unión simbiótica con la madre y hacernos autónomos, independientes, libres. Cuando a uno le cuesta respirar; ello suele ser señal de que teme dar por sí mismo los primeros pasos con libertad e independencia. La libertad le corta la respiración, es algo insólito que le produce temor. La misma relación entre libertad y respiración se advierte en el que sale de una situación de agobio y pasa a otra esfera en la que se siente
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«desahogado» o, simplemente, sale al exterior: lo primero que hace es inspirar profundamente, por fin puede respirar con libertad.
También el proverbial ahogo que nos aqueja en circunstancias agobiantes es ansia de libertad y de espacio vital.
En resumen, la respiración simboliza los siguientes temas: ritmo, en el sentido de aceptar «tanto lo uno como lo otro»
Contracción – Relajación
Tomar Contacto Libertad
– Dar
– Repudio – Agobio
RESPIRACIÓN = ASIMILACIÓN DE LA VIDA
En las enfermedades respiratorias, procede hacerse las siguientes preguntas:
   1.   ¿ Qué me impide respirar? 
   2.   ¿Qué es lo que no quiero admitir? 
   3.   ¿Qué es lo que no quiero expulsar? 
   4.   ¿Con qué no quiero entrar en contacto? 
   5.   ¿Tengo miedo de dar un paso en una nueva libertad? 
Asma bronquial
Después de las consideraciones de carácter general hechas acerca de la respiración, deseamos examinar especialmente el cuadro del asma bronquial, afección que siempre fue exponente de las manifestaciones psicosomáticas. «Se llama asma bronquial a una disnea que se presenta en forma de acceso, caracterizada por una espiración sibilante. Se produce un estrechamiento de los bronquios y bronquiolos que puede estar provocada por un espasmo de la musculatura plana, una inflamación de las vías respiratorias y la congestión y secreción de la mucosa» (Brautigam).
El ataque de asma es experimentado por el paciente como un ahogo mortal, el enfermo trata de sorber el aire, jadea y la espiración queda muy dificultada. En el asmático coinciden varios problemas que, a pesar de su afinidad, examinaremos por separado, por motivos didácticos.
1. Tomar y dar:
El asmático trata de tomar demasiado. Inspira profundamente y provoca una excesiva dilatación de los pulmones y un espasmo respiratorio. Uno toma llenándose hasta rebosar y, cuando tiene que dar, llega el espasmo.
Aquí se ve claramente la perturbación del equilibrio; los polos «tomar» y «dar» deben estar equilibrados, a fin de poder formar un ritmo. La ley de la evolución depende del equilibrio interno: toda acumulación impide la fluidez. El flujo respiratorio es interrumpido en el asmático porque se excede al tomar. Ocurre luego que no sabe dar y entonces no puede volver a tomar lo que tanto
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ansía. Al inspirar tomamos oxígeno y al espirar expulsamos anhídrido carbónico. El asmático quiere conservarlo todo y con ello se envenena, ya que no puede expulsar lo usado. Este tomar sin dar produce sensación verdadera de asfixia.
El desequilibrio entre tomar y dar, que de forma tan impresionante se manifiesta en el asma, es un tema que puede aplicarse a muchas personas. Suena muy simple, y, sin embargo, muchos fallan en este punto. Sea lo que fuere lo que uno desea tener—ya sea dinero, fama, ciencia, sabiduría— siempre ha de haber un equilibrio entre el tomar y el dar, o uno se expone a asfixiarse con lo tomado. El ser humano recibe en la medida en que da. Si se suspende el dar, el flujo se interrumpe y tampoco entra nada. ¡ Cuán dignos de compasión son quienes quieren llevarse su saber a la tumba! Guardan avariciosamente lo poco que pudieron adquirir y renuncian a la riqueza que espera a todo el que sabe devolver, transformado, lo que ha recibido. ¡Si la gente pudiera comprender que hay de todo en abundancia para todos!
Si a alguien le falta algo es sólo porque se autoexcluye. Observemos al asmático: él ansía el aire, a pesar de que aire hay tanto. Pero los hay ansiosos.
2. El deseo de inhibirse:
El asma puede provocarse experimentalmente en cualquier individuo haciéndole inspirar gases irritantes, como amoníaco, por ejemplo. A partir de una determinada concentración, en el individuo se produce una reacción de protección, mediante la coordinación de varios reflejos, a saber: inmovilización del diafragma, broncoconstricción y secreción de mucosidad. Es el llamado reflejo de Kretschmer que consiste en un bloqueo para impedir la entrada a algo que viene de fuera. Ante el amoníaco el reflejo es saludable; pero en el asmático se produce con un estímulo mucho más débil. El asmático percibe las sustancias más inofensivas del entorno como peligrosas para la vida y se cierra inmediatamente a ellas. En el capítulo anterior hemos hablado extensamente del significado de la alergia, por lo que aquí será suficiente recordar el tema de rechazo y el temor. Y es que el asma suele estar íntimamente ligada a una alergia.
Asma, en griego, significa «estrechez de pecho», estrecho, en latín, es angustus, voz que recuerda la palabra alemana Angst (miedo). Encontramos también angustus en angina (inflamación de las amígdalas) y en angina pectoris (contracción dolorosa de las arterias del corazón). Es de observar que la estrechez o contracción tiene relación con el miedo. La contracción asmática tiene también mucho que ver con el miedo, con el miedo a admitir ciertos aspectos de la vida, a los que también nos referimos al hablar de los alergenos. El afán de cerrarse persiste en el asmático hasta alcanzar su punto culminante en la muerte. La muerte es la última posibilidad de cerrarse, de encapsularse, de aislarse de lo vivo. (A este respecto puede ser interesante la siguiente observación: se puede enfurecer fácilmente a un asmático diciéndole que su asma no es peligrosa y que nunca podrá causarle la muerte. ¡Y es que para él tiene mucha importancia la malignidad de su enfermedad!)
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3. Afán de dominio e insignificancia:
El asmático tiene un gran afán de dominio que él no reconoce y que, por lo tanto, es transmitido al cuerpo en el que se manifiesta en la «soberbia» del asmático. Esta soberbia muestra claramente la arrogancia y la megalomanía que él ha reprimido cuidadosamente en su conciencia. Por ello gusta de evadirse a lo ideal y formalista. Pero si el asmático se enfrenta con el afán de poder y dominio de otro (la ley del símil) el miedo se le pone en los pulmones y le deja sin habla: el habla que precisamente es modulada por la espiración—. El asmático no puede exhalar: se le corta la respiración.
El asmático se sirve de sus síntomas para ejercer el poder sobre su entorno. Los animales domésticos han de ser eliminados, no puede haber ni una mota de polvo, prohibido fumar, etc.
Este afán de dominio alcanza su punto culminante durante los peligrosos ataques, los cuales se manifiestan precisamente cuando se llama la atención del asmático sobre su afán de dominio. Estos ataques chantajistas son muy peligrosos para el propio enfermo, ya que suponen un peligro de muerte. Es impresionante comprobar cómo puede llegar a perjudicarse un enfermo, con tal de dominar. En psicoterapia se ha observado que el ataque suele ser el último recurso cuando el enfermo se siente muy cerca de la verdad.
Pero ya esta proximidad entre el afán de dominio y la autoinmolación nos hace percibir algo de la ambivalencia de este afán de dominio que se vive inconscientemente. Porque, a medida que aumenta esta pretensión de poder, que se adquieren más ínfulas, crece también el polo opuesto, es decir, la indefensión, la sensación de insignificancia y desamparo. La aceptación y asimilación consciente de esta insignificancia debería ser tarea obligada del asmático.
Después de una enfermedad prolongada, el pecho se dilata y robustece. Ello da un aspecto vigoroso, pero limita Ia capacidad respiratoria, a causa de la pérdida de elasticidad. Imposible plasmar el conflicto con más elocuencia: pretensión y realidad.
En lo de sacar el pecho hay un mucho de agresividad. El asmático no ha aprendido a articular debidamente su agresividad en la fase verbal, pero no puede dar salida a su agresividad con gritos o juramentos y se le queda dentro, en los pulmones. Y estas manifestaciones agresivas regresan al plano corporal y salen a la luz del día en forma de tos y expectoración. Veamos algunas frases hechas: Toser a alguno = escupir en la cara = quedarse sin respiración, del disgusto.
La agresividad se muestra también en las alergias, la mayoría de las cuales están asociadas al asma.
4. Rechazo del lado oscuro de la vida.
El asmático ama lo limpio, lo puro, lo transparente y estéril y evita lo oscuro, profundo y terrenal, lo cual suele expresarse claramente en la elección de los alergenos. Él desea instalarse en el ámbito superior, para no entrar en contacto
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con el polo inferior. Por lo tanto, suele ser una persona cerebral (la doctrina de los elementos atribuye el aire al pensamiento). La sexualidad, que también corresponde al polo- inferior, la desplaza el asmático hacia arriba, al pecho, estimulando con ello la producción de mucosidad, proceso que en realidad debería estar reservado a los órganos sexuales. El asmático expulsa esta mucosidad (producida demasiado arriba) por la boca, solución cuya originalidad apreciará quien vea la correspondencia existente entre los genitales y la boca (en un capítulo posterior examinaremos más detenidamente este extremo).
El asmático anhela el aire puro. Le gustaría vivir en la cima de una montaña (deseo que suele concedérsele bajo el nombre de «climaterapia»). Allí se satisface también su afán de dominio: arriba, contemplando desde la cumbre el turbio acontecer del valle sombrío, a distancia segura, elevado en la esfera donde «el aire todavía es puro», situado por encima de las tierras bajas, con sus impulsos y su fecundidad: arriba, en lo alto de la montaña, donde la vida tiene una pureza mineral. Aquí realiza el asmático el ansiado vuelo a las alturas, por obra y gracia de laboriosos climatólogos. Otro lugar recomendado por sus efectos terapéuticos es el mar, con su aire salobre. Y el mismo simbolismo: sal, símbolo del desierto, símbolo de lo mineral, símbolo de la esterilidad. Es el entorno que ansía el asmático, porque de lo vital tiene miedo.
El asmático es un individuo que tiene sed de amor: quiere amor y por eso inspira tan profundamente. Pero no puede dar amor: tiene dificultad en la espiración.
¿Qué puede ayudarle? Al igual que para todos los síntomas, sólo existe una prescripción: toma de conciencia e implacable sinceridad consigo mismo. Cuando una persona ha reconocido sus temores debe acostumbrarse a no evitar las causas del miedo sino afrontarlas hasta poder quererlas y asumirlas. Este necesario proceso se simboliza perfectamente en una terapia que, si bien es desconocida para la medicina académica, suele aplicarla la naturopatía y es uno de los remedios más eficaces contra el asma y alergia. Consiste en inyectar al enfermo la propia orina por vía intramuscular. Vista con una óptica simbólica esta terapia obliga al paciente a readmitir lo que ha expulsado, la propia inmundicia, batallar con ella e integrársela. ¡Esto cura!
ASM A
Preguntas que debería hacerse el asmático:
   1.   ¿En qué aspectos quiero tomar sin dar? 
   2.   ¿Puedo reconocer conscientemente mi agresividad y qué posibilidades 
tengo de exteriorizarla? 
   3.   ¿ Cómo me planteo el conflicto «dominio/desvalimiento»? 
   4.   ¿Qué aspecto de la vida valoro negativamente y rechazo? 
   5.   ¿Puedo sentir algo del miedo que se ha parapetado detrás de mi sistema 
de valoración? 
   6.   ¿Qué aspectos de la vida trato de evitar, cuáles considero sucios, bajos e 
inmundos? 
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No olvidar: cuando se deja sentir la contracción, ¡es miedo!
El único remedio contra el miedo es la expansión. ¡La expansión se consigue dejando entrar lo que se evitaba!
Resfriados y afecciones gripales
Antes de abandonar el tema de la respiración, examinaremos brevemente los síntomas del resfriado, el cual afecta principalmente a las vías respiratorias. La gripe, al igual que el resfriado, es un proceso inflamatorio agudo, o sea, expresión de la manipulación de un conflicto. Para hacer nuestra interpretación, no queda sino examinar los lugares y las zonas en los que se manifiesta el proceso inflamatorio. Un resfriado siempre se produce en situaciones críticas, cuando uno está hasta las narices o se le hinchan las narices. Tal vez haya quien considere exagerada la expresión de «situación crítica». Naturalmente, no nos referimos a crisis indecisas, las cuales se manifiestan con símbolos de una importancia proporcionada. Al decir «situaciones críticas» nos referimos a aquellas que, no siendo dramáticas, son frecuentes e importantes para la mente, que nos producen sensación de agobio y nos inducen a buscar un motivo legítimo para distanciarnos un poco de una situación que nos exige demasiado. Dado que momentáneamente no estamos dispuestos a reconocer ni la carga que suponen estas «pequeñas» crisis cotidianas ni nuestros deseos de evasión, se produce la somatización: nuestro cuerpo manifiesta ostensiblemente nuestra sensación de estar hasta las narices permitiéndonos alcanzar nuestro inconfesado objetivo, y con la ventaja de que todo el mundo se muestra muy comprensivo, algo impensable si hubiéramos dirimido el conflicto conscientemente. Nuestro resfriado nos permite apartarnos de la situación molesta y pensar un poco más en nosotros mismos. Ahora podemos ejercitar la sensibilidad corporal.
Nos duele la cabeza (en estas circunstancias, no se puede pedir a una persona que se meta a resolver problemas), nos lloran los ojos, estamos congestionados, molidos. Esta sensibilización generalizada puede exacerbarse hasta hacer que nos duela «la punta del pelo». Nadie puede acercársenos, nada ni nadie puede rozarnos siquiera. La nariz está tapada y hace imposible toda comunicación (la respiración es contacto, no se olvide). Con la amenaza: «No te acerques, que estoy resfriado», se saca uno a la gente de delante. Esta actitud defensiva puede reforzarse con estornudos, los cuales convierten la espiración en potente arma defensiva. Incluso la palabra queda disminuida como medio de comunicación, por la irritación de la garganta. Desde luego, no permite enfrascarse en discusiones. La tos de perro denota claramente, por su tono áspero, que el placer de la comunicación se reduce, en el mejor de los casos, a toserle a alguno.
Con tanta actividad defensiva, no es de extrañar que también las amígdalas, que figuran entre las defensas más importantes, echen el resto. Y se inflaman de tal modo que uno casi no puede tragar, estado que debe inducir al paciente a preguntarse qué es en realidad lo que se le ha atragantado. Porque tragar es un acto de admisión, de aceptación. Y esto es precisamente lo que ahora no
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queremos hacer. Este detalle nos revela la táctica del resfriado en todos los aspectos. El dolor de las extremidades y la sensación de abatimiento de la gripe dificultan los movimientos y, concretamente, el de los hombros puede llegar a transmitir la presión del peso de los problemas que gravita sobre ellos y que uno se resiste a seguir soportando.
Nosotros tratamos de expulsar una porción de estos problemas en forma de mucosidad purulenta, y cuanta más expulsamos más alivio sentimos. La abundante mucosidad que al principio todo lo obstruía y que congestionó las vías de comunicación debe diluirse a fin de que algo empiece a moverse y a fluir. Por lo tanto, cada resfriado hace que algo vuelva a moverse y marca un pequeño avance en nuestra evolución. La medicina naturista, muy acertadamente, ve en el resfriado un saludable proceso de limpieza por medio del cual se eliminan toxinas del cuerpo; en el plano psíquico, las toxinas representan problemas que también se resuelven y eliminan. Cuerpo y alma salen de la crisis fortalecidos, para esperar la próxima vez que estemos hasta las narices.
IV. LA DIGESTIÓN
Con la digestión ocurre algo muy parecido a lo de la respiración. Con la respiración tomamos entorno, lo asimilamos y expulsamos lo no asimilable. Otro tanto ocurre durante la digestión, si bien el proceso digestivo se hunde más profundamente en la materia del cuerpo. La respiración está regida por el elemento aire, mientras que la digestión pertenece al elemento tierra, es más material. Pero a la digestión le falta el ritmo perfectamente marcado de la respiración. En el elemento pesado de la tierra, la cadencia del proceso de asimilación y expulsión de los alimentos es menos perceptible y rápida.
La digestión también tiene una similitud con las funciones cerebrales, ya que el cerebro (es decir, la mente) procesa y digiere los elementos inmateriales de este mundo (porque no sólo de pan vive el hombre). Por medio de la digestión, procesamos elementos materiales de este mundo. La digestión abarca, pues:
1. Captación del mundo exterior en forma de elementos materiales. 2. Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
3. Asimilación de las sustancias asimilables.
4. Expulsión de lo no digerible.
Antes de ocuparnos más detenidamente de los problemas que pueden presentarse durante la digestión, es conveniente considerar el simbolismo de la nutrición. Por los alimentos y comidas que prefiere cada cual pueden descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te diré quién eres). Será un buen ejercicio aguzar la mirada y la mente, de manera que, incluso en los procesos más habituales y rutinarios, podamos descubrir las relaciones — nunca fortuitas— que hay detrás de los fenómenos aparentes. Si a una persona le apetece algo determinado, ello expresa una preferencia y nos da un indicio sobre la personalidad del individuo. Cuando algo «no le apetece», esta
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aversión es tan reveladora como una respuesta a un test psicológico. El hambre se mueve por el afán de posesión, deseo de absorción, por una cierta codicia. Comer es satisfacer el deseo por medio de la ingestión, integración y asimilación.
El que tiene hambre de cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el aspecto corporal en forma de hambre de golosinas. El hambre de golosinas siempre expresa un hambre de cariño no saciada. Queda patente el doble significado que se atribuye a lo dulce: cuando de una chica guapa decimos que es un bombón y que está para comérsela. El amor y lo dulce tienen una estrecha relación. El deseo de golosinas en los niños es claro indicio de que no se sienten lo bastante amados. Los padres suelen protestar de semejante imputación diciendo que ellos «harían cualquier cosa por su hijo». Pero «hacer cualquier cosa» no es forzosamente lo mismo que «amar». El que come caramelos anhela amor y seguridad. Es más fiable esta regla que la valoración de la propia capacidad de amar. También hay padres que atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que indican que no están dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan de compensarles de otro modo.
Las personas que realizan un trabajo intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia por los alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores tienen predilección por los alimentos en conserva, especialmente los ahumados y el té cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos ricos en ácido tánico).
Los que gustan de comidas picantes denotan deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los desafíos, a pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas a las que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas personas rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los retos y temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta hacerles adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo del estómago, acerca de cuya personalidad hablaremos más extensamente muy pronto. Las papillas son comidas de bebé, lo que indica claramente que el enfermo del estómago ha experimentado una regresión hasta la indiferenciación de la infancia, en la que no se puede elegir ni cortar y hay que renunciar hasta a morder y masticar (actividades estas en exceso agresivas) la comida. Este individuo evita tragar alimentos sólidos.
Un temor exagerado a las espinas simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los huesos, miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los macrobióticos. Estas personas van en busca de problemas a los que hincar el diente. Quieren desentrañar las cosas y prefieren los alimentos duros. Llegan hasta evitar los aspectos placenteros: a la hora del postre, eligen algo duro de roer. Los macrobióticos denotan así cierto miedo al amor y la ternura y su incapacidad para aceptar el amor. Algunas personas llevan a tal extremo su afán de huir de los conflictos que acaban teniendo que ser alimentadas por vía intravenosa en una unidad de cuidados intensivos. Ésta es sin duda la forma más segura de vegetar sin tener que molestarse.
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Los dientes
Los alimentos entran por la boca y en ella son triturados por los dientes. Con los dientes mordemos y masticamos. Morder es un acto muy agresivo, expresión de la capacidad de agarrar, sujetar y atacar. El perro enseña los dientes para demostrar su peligrosa agresividad; también nosotros decimos que vamos a «enseñar los dientes» a alguien cuando estamos decididos a defendernos. Una mala dentadura es indicio de que una persona tiene dificultad para manifestar su agresividad.
Esta relación se mantiene, a pesar de que hoy en día casi todo el mundo, incluso los niños, tiene caries. De todos modos, los síntomas colectivos no hacen sino señalar problemas colectivos. En todas las culturas socialmente desarrolladas de nuestra época, la agresividad se ha convertido en un grave problema. Se exige al ciudadano «adaptación social», lo que en realidad quiere decir: «represión de la agresividad». Esta agresividad reprimida de nuestro conciudadano, tan pacífico y socialmente adaptado, vuelve a salir a la luz del día en forma de «enfermedades» y, a la postre, afecta tanto a la comunidad social en esta forma pervertida como en su forma original. Por ello, las clínicas son los modernos campos de batalla de nuestra sociedad. Aquí la agresividad reprimida libra una lucha sin cuartel contra sus poseedores. Aquí las personas sufren los efectos de sus propias maldades que durante toda su vida no se atrevieron a descubrir en sí mismas y a modificar conscientemente.
A nadie debe sorprender que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos tropecemos con la agresividad y la sexualidad. Son las dos problemáticas que el individuo de nuestro tiempo reprime con más fuerza. Quizás alguien argumentará que tanto la creciente criminalidad y la proliferación de la violencia como la ola de sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que responder que tanto la falta como la explosión de la agresividad son síntomas de represión. Una y otra no son sino fases distintas del mismo proceso. Cuando, en lugar de reprimir la agresividad, se le deja una parcela y se experimenta con esta energía, es posible integrar conscientemente la parte agresiva de la personalidad. Una agresividad integrada es energía y vitalidad al servicio de la personalidad total, que no caerá en los extremos de la mansedumbre empalagosa ni de las explosiones furibundas. Pero este término medio tiene que cultivarse. Para ello debe ofrecerse al individuo la posibilidad de madurar por la experiencia. La agresividad reprimida sólo sirve para alimentar la sombra con la que habrá que lidiar después, cuando se presente bajo la forma pervertida de la enfermedad. Lo mismo puede decirse de la sexualidad y de todas las demás funciones psíquicas.
Volvamos a los dientes, que tanto en el cuerpo del animal como en el del ser humano representan agresividad y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas). Generalmente, suele atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos primitivos a la alimentación natural. Pero es que estos pueblos tratan la agresividad de formas muy diferentes. De todos modos, dejando aparte la problemática colectiva, el estado de los dientes también es revelador a escala
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individual. Además de la ya mentada agresividad, los dientes nos indican nuestra vitalidad (agresividad y vitalidad son sólo dos aspectos de una misma fuerza, y no obstante uno y otro concepto suscitan en nosotros asociaciones diferentes). Veamos la expresión: «A caballo regalado no le mires el diente». El refrán se refiere a la costumbre de mirar la boca al caballo que se va a comprar, para calcular la edad y vitalidad del animal por el estado de los dientes. La interpretación psicoanalítica de los sueños atribuye al sueño de la caída de los dientes una pérdida de energía y potencia.
Hay personas que hacen rechinar los dientes mientras duermen, algunas con tanta fuerza que hay que ponerles un aparato en la boca para que no se los desgasten de tanto rechinar. El simbolismo está claro. El rechinar de dientes es sinónimo reconocido de agresividad impotente. El que durante el día no puede ceder al deseo de morder, tiene que rechinar los dientes por la noche hasta desgastarlos y dejarlos romos...
El que tiene mala dentadura carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente a un problema. Por lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los anuncios de dentífricos describen el objetivo con las palabras -«¡...dientes sanos y fuertes para morder mejor!».
La «tercera dentadura» permite simular una vitalidad y una energía de las que el individuo carece. Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede compararse a un aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la verja del jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura postiza es sólo un «mordiente» comprado».
Las encías son la base de los dientes, su lecho. Las encías representan también la base de la vitalidad y agresividad, confianza y seguridad en sí mismo. La persona que carece de esta confianza y seguridad nunca conseguirá afrontar sus problemas de forma activa y vital, nunca tendrá valor para cascar las nueces duras ni militar activamente. La confianza es lo que proporciona el necesario soporte a esta facultad, del mismo modo que la encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que sangran con facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de vida, y la encía sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad, se le va la vida a la confianza y a la seguridad en sí mismo.
Tragar
Una vez triturados los alimentos con los dientes, los ensalivamos y los tragamos. Con el acto de tragar integramos, admitimos: tragar es incorporar. Mientras tenemos algo en la boca podemos escupirlo. Una vez lo hemos tragado, el proceso es difícilmente reversible. Los trozos grandes son difíciles y hasta imposibles de tragar. A veces, en la vida uno tiene que tragar algo contra su voluntad, por ejemplo, un despido. Hay malas noticias que son difíciles de tragar.
Precisamente en estos casos, un poco de líquido puede facilitar la operación, especialmente si se trata de un buen trago. Del alcohólico se dice que traga mucho. Por lo general, el trago alcohólico sirve para facilitar o,
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incluso, sustituir otros tragos. Se traga alcohol porque en la vida hay otras cosas que uno no puede ni quiere tragar. Así, el alcohólico sustituye la comida por la bebida (beber mucho provoca pérdida del apetito), sustituye el trago duro y sólido por el suave y líquido, el trago de la botella.
Hay numerosos trastornos de la deglución, por ejemplo, el nudo en la garganta, o unas anginas, que producen la sensación de no poder tragar. En estos casos, el afectado debe preguntarse: ¿Qué hay actualmente en mi vida que yo no pueda o no quiera tragar? Entre estos trastornos figura el de la «aerofagia», afección que impulsa a tragar aire. Huelgan más explicaciones para descubrir lo que ocurre en estos casos. Hay algo que uno no quiere tragar, no quiere asimilar, pero disimula tragando aire. Esta resistencia encubierta contra la deglución se manifiesta después con eructos y ventosidades (literalmente: «pearse en algo»).
Náuseas y vómitos
Una vez hemos tragado el alimento, éste puede resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra en el estómago. Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la fruta, es símbolo de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el estómago y quitarnos el apetito un problema. El apetito depende en gran medida de la situación psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan esta analogía entre los procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha quitado el apetito, o: Sólo de pensarlo me da mareo. O también: Nada más verlo se me revuelve el estómago. El mareo señala rechazo de algo que, por lo tanto, se nos sienta en la boca del estómago. También comer desordenada y atropelladamente puede producir mareo. Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona también puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y provocarse una indigestión.
La náusea culmina en el vómito del alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones que rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión categórica de defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania después de 1933: «¡No puedo comer todo lo que me gustaría vomitar!»
Vomitar es «no aceptar». Esta relación se expresa claramente en los vómitos del embarazo. Aquí se expresa el rechazo inconsciente de la criatura o del semen que la mujer no quiere «incorporar». Siguiendo el razonamiento, los vómitos del embarazo también pueden expresar un rechazo de la función femenina (la maternidad).
El estómago
El lugar al que a continuación llega el alimento (no vomitado) es el estómago, cuya primera función es la de servir de recipiente. Él recibe todas las impresiones que vienen del exterior, lo que hay que digerir. La capacidad de recibir exige apertura, pasividad y capacidad de entrega. En virtud de estas propiedades, el estómago representa el polo femenino. Mientras que el
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principio masculino está caracterizado por la facultad de irradiar y por la actividad (elemento fuego), el principio femenino engloba la capacidad de aceptación, la abnegación, la sensibilidad y la facultad de recibir y guardar (elemento agua). Lo que representa el elemento femenino en el terreno psíquico es la sensibilidad, el mundo de la percepción. Si un individuo reprime en la mente la capacidad de sentir, esta función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los alimentos, tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso, no es que el amor pase por el estómago sino que sentimos un peso en el estómago que más tarde o más temprano se manifestará como adiposidad.
Además de la facultad de recibir, en el estómago hallamos otra función, correspondiente ésta al polo masculino: producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen, descomponen: son inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un disgusto dirá: Estoy amargado. Si la persona no consigue vencer este furor conscientemente o transmutarlo en agresión y se traga el mal humor, o traga bilis, su agresividad y su amargura se somatizan en ácidos estomacales. El estómago reacciona produciendo un ácido agresivo con el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no materiales, empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido jugo gástrico aumenta porque quiere imponerse.
Pero esto acarrea problemas al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de enfrentarse conscientemente con su mal humor y su agresividad, para resolver de modo responsable conflictos y problemas. El enfermo del estómago o no exterioriza su agresividad (se la traga) o demuestra una agresividad exagerada, pero ni un extremo ni el otro le ayudan a resolver el problema realmente, ya que carece de confianza y seguridad en sí mismo, sentimiento indispensable para que el individuo resuelva su problema, carencia a la que aludimos al tratar del tema Dientes–Encías. Todo el mundo sabe que el alimento mal masticado es difícilmente tolerable por un estómago excitado y con exceso de ácidos. Pero la masticación es agresión. Y cuando falta una buena masticación el estómago tiene que trabajar más y producir más ácidos. El enfermo del estómago es una persona que rehuye conflictos. Inconscientemente, añora la plácida niñez. Su estómago pide papilla. Y el enfermo del estómago se alimenta de cosas que han sido tamizadas por el pasapurés y que, por lo tanto, han demostrado ser inofensivas. Puede haber grumos. Los problemas se han quedado en el tamiz. El enfermo del estómago no tolera los alimentos crudos, por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que él se atreva con los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo proceso de la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene muchos problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la nicotina y los dulces representan un estímulo excesivo para el enfermo del estómago. La vida y la comida tienen que estar exentas de desafíos. El ácido gástrico produce una sensación de opresión que impide registrar nuevas impresiones.
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La ingestión de medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con el consiguiente alivio, ya que eructar es una manifestación agresiva hacia el exterior. Con esto uno ha hecho disminuir un poco la presión. La terapia que suele aplicar la medicina académica (por ejemplo, «Valium») refleja la misma relación: el medicamento interrumpe químicamente la unión entre la mente y el sistema vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo); paso que, en casos graves, se realiza también quirúrgicamente extirpando al enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas encargadas de la producción de ácidos (vagotomía). En ambos tratamientos prescritos por la medicina académica se corta la unión sentimiento–estómago, a fin de que el estómago no tenga que seguir digiriendo somáticamente los sentimientos. El estómago es desconectado de los estímulos exteriores. La estrecha relación existente entre la mente y la secreción gástrica es bien conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de hacer sonar una campana en el momento de poner la comida a los perros, Pávlov consiguió crear en los animales un reflejo condicionado, de manera que al cabo de algún tiempo bastaba el sonido de la campana para desencadenar la secreción gástrica que normalmente provoca la vista de la comida.)
La actitud básica de proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino hacia dentro, contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de estómago. La úlcera es una llaga que se forma en la pared del estómago. El enfermo de úlcera, en lugar de digerir las impresiones del exterior, digiere el propio estómago. En rigor se trata de autofágia. El enfermo de estómago tiene que aprender a tomar conciencia de sus sentimientos, afrontar conscientemente los conflictos y digerir conscientemente las impresiones. Además, el paciente de úlcera debe admitir y reconocer sus deseos de dependencia infantil, de la protección materna y el afán de ser querido y mimado, incluso y precisamente cuando estos deseos estén bien disimulados tras una fachada de independencia, autoridad y aplomo. También aquí el estómago revela la verdad.
TRASTORNOS ESTOMACALES Y DIGESTIVOS
Las personas aquejadas de trastornos estomacales y digestivos deben hacerse las preguntas siguientes:
   1.   ¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar? 
   2.   ¿Me consumo interiormente? 
   3.   ¿Cómo llevo mis sentimientos? 
   4.   ¿Qué me amarga? 
   5.   ¿Cómo llevo mi agresividad? 
   6.   ¿En qué medida huyo de los conflictos? 
   7.   ¿Hay en mi una añoranza reprimida de un paraíso infantil sin conflictos 
en el que se me quería y mimaba sin que yo tuviera que abrirme paso a mordiscos? 
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Intestino delgado e intestino grueso
En el intestino delgado se produce la digestión propiamente dicha, mediante división en componentes (análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido existente entre el intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una misión similar: el cerebro digiere las impresiones en el plano mental y el intestino digiere las sustancias materiales. Las afecciones del intestino delgado suscitan la pregunta de si el individuo no estará analizando demasiado, ya que la función característica del intestino delgado es el análisis, la división, el detalle. Las personas con afecciones del intestino delgado suelen tender a un exceso de análisis y crítica, de todo tienen algo que decir. El intestino delgado es también un buen indicador de las angustias vitales; en el intestino delgado el alimento es valorado y «aprovechado». En el fondo de la preocupación por la valoración está la angustia vital, angustia de no recibir lo suficiente y morir de hambre. Más raramente, los problemas del intestino delgado pueden denotar también lo contrario: falta de capacidad de crítica. Éste es el caso de las llamadas [Fettstuhlen] de la insuficiencia pancreática.
Uno de los síntomas que con más frecuencia se dan en la zona del intestino delgado es la diarrea. Vulgarmente se dice: Tener caca y también Ése de miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca significa tener miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una problemática de angustia. El que tiene miedo no se entretiene en estudiar analíticamente las impresiones sino que las suelta sin digerir. No hay más remedio. Uno se retira a un lugar tranquilo y solitario donde puede dejar que las cosas sigan su curso. Con ello se pierde mucho líquido, ese líquido símbolo de la flexibilidad que sería necesaria para ampliar la angustiosa frontera del Yo y con ello vencer el miedo. Ya hemos dicho que el miedo siempre está asociado con lo estrecho y con el afán de aferrarse. La terapia del miedo consiste siempre en: soltarse y expandirse, adquirir flexibilidad, observar los acontecimientos: ¡dejarlo correr! El tratamiento de la diarrea suele limitarse a administrar al enfermo gran cantidad de líquidos. Con ello recibe simbólicamente esa fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en los que experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos indica siempre que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos enseña a soltar y dejar correr.
En el intestino grueso, la digestión ya ha terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el agua del resto de los alimentos indigestibles. La afección más generalizada que se produce en esta zona es el estreñimiento. Desde Freud, el psicoanálisis interpreta la defecación como un acto de dar y regalar. Para darnos cuenta de que simbólicamente la deposición tiene algo que ver con el dinero basta recordar una expresión común en Alemania de Geld– schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de oro que, en lugar de estiércol, defecaba monedas de oro. Popularmente también se asocia el pisar deposiciones de perro con la perspectiva de recibir una suma de dinero. Estas indicaciones deben bastar para poner de manifiesto, sin recurrir a complicadas teorías, la relación simbólica existente entre excremento y dinero o entre
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defecar y dar. Estreñimiento es expresión de la resistencia a dar, del afán de retener y está relacionado con la problemática de la avaricia. En nuestra época el estreñimiento es un síntoma muy extendido que padece la mayor parte de la gente. Indica claramente un exagerado afán de aferrarse a lo material y la incapacidad de ceder.
Pero al intestino grueso corresponde otro importante significado simbólico. Si el intestino delgado se relaciona con el pensamiento analítico consciente, el intestino grueso corresponde al inconsciente, en el sentido literal, al «submundo». El inconsciente es, desde el punto de vista mitológico, el reino de los muertos. El intestino grueso es también un reino de los muertos, ya que en él se encuentran las sustancias que no pueden ser convertidas en vida, es el lugar en el que puede producirse la fermentación. La fermentación es también un proceso de putrefacción y muerte. Si el intestino grueso simboliza el inconsciente, el lado nocturno del cuerpo, el excremento representa el contenido del inconsciente. Y ahora reconocemos claramente el otro significado del estreñimiento: es el miedo a dejar salir a la luz el contenido del inconsciente. Es la tentativa de retener fondos reprimidos. Las impresiones espirituales se acumulan y uno no consigue distanciarse de ellas. El paciente estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí. Por ello para la psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el contenido del inconsciente haciendo que se manifieste, del mismo modo que se desbloquea el atasco corporal. El estreñimiento nos indica que tenemos dificultades para dar y soltar, que queremos retener tanto las cosas materiales como el contenido del inconsciente y no queremos que nada salga a la luz. Se llama colitis ulcerosa a una inflamación del intestino grueso que se manifiesta en forma aguda y tiende a hacerse crónica y produce dolores y frecuentes deposiciones de mucosidades sanguinolentas. También aquí la voz popular demuestra sus grandes conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama vulgarmente Schleimscheisser o Schleimer, es decir, «caga moco», al individuo hipócrita, obsequioso y adulador capaz de todo por congraciarse, incluso de sacrificar su personalidad, de renunciar a su vida propia a fin de vivir la vida de otro en una especie de unidad simbiótica. La sangre y la mucosidad son sustancias vitales, símbolos de la vida. (Los mitos de numerosos pueblos primitivos cuentan que la vida surgió del lodo o mucílago.) Sangre y moco pierde el que teme asumir su propia vida y su propia personalidad. Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse del otro, lo cual provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De esto tiene miedo el que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por el intestino. Por el intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio los símbolos de su propia vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle reconocer que cada cual ha de vivir su propia vida de forma responsable, porque, si no, la pierde.
El páncreas
El páncreas forma parte del aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la exocrina, que consiste en la producción de los jugos gástricos esenciales, de carácter eminentemente agresivo, y la endocrina. Mediante la
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función endocrina, el páncreas produce la insulina. El déficit de producción de estas células da lugar a una afección muy frecuente: la diabetes (azúcar en la sangre). La palabra diabetes se deriva del verbo griego diabainain, que significa echar o pasar a través. En un principio, en Alemania, se llamó a esta enfermedad Zuckerharnruhr, es decir, literalmente, diarrea de azúcar. Si recordamos el simbolismo de la alimentación expuesto al principio de este capítulo, podemos traducir libremente la diarrea de azúcar por diarrea del amor. El diabético (por falta de insulina) no puede asimilar el azúcar contenido en los alimentos; el azúcar escapa de su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo la palabra azúcar por la palabra amor habremos expuesto con claridad el problema del diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de otras dulzuras. Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias células está el afán no reconocido de la realización amorosa, unido a la incapacidad de aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético —y esto es significativo— tiene que alimentarse de «sucedáneos»: sucedáneos para satisfacer unos deseos auténticos. La diabetes produce la hiperacidulación o avinagramiento de todo el cuerpo y puede provocar incluso un coma. Ya conocemos estos ácidos, símbolo de la agresividad. Una y otra vez, nos encontramos con esta polaridad de amor y agresividad, de azúcar y ácido (en mitología: Venus y Marte). El cuerpo nos enseña: el que no ama se agria; o, formulado más claramente: el que no sabe disfrutar se hace insoportable.
Sólo puede recibir amor el que es capaz de darlo: el diabético da amor sólo en forma de azúcar en la orina. El que no se deja impregnar no retiene el azúcar. El diabético quiere amor (cosas dulces), pero no se atreve a buscarlo activamente («¡A mí lo dulce no me conviene!»). Pero lo desea («¡Qué más quisiera, pero no puedo!»). No puede recibir, puesto que no aprendió a dar, y por lo tanto no retiene el amor en el cuerpo: no asimila el azúcar y tiene que expulsarlo. ¡Cualquiera no se amarga!
El hígado
No es fácil examinar el hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno de los más grandes del ser humano y el principal del metabolismo intermediario, o —expresado gráficamente— el laboratorio de la persona. Repasemos de forma esquemática sus funciones más importantes:
1. Almacenamiento de energía: el hígado produce glucógeno (fuerza) y lo
almacena (unas quinientas kilocalorías). Además, transforma en grasa los hidratos de carbono ingeridos, los cuales son almacenados en los depósitos distribuidos por el cuerpo.
2. Producción de energía: con los aminoácidos y grasas ingeridos con la alimentación, el hígado produce glucosa (= energía). Las grasas van al hígado donde son utilizadas en la combustión, para la obtención de energía.
3. Metabolismo de la albúmina: el hígado puede tanto desintegrar los aminoácidos como sintetizarlos. Por ello, el hígado es el elemento de unión entre la albúmina (proteína) del reino animal y vegetal procedente de los
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alimentos y la del ser humano. La albúmina de cada especie es totalmente individual, pero los elementos que la componen, los aminoácidos, son universales (ejemplo: casas diferentes [albúmina] construidas con idénticos ladrillos [aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales, los animales y los humanos consisten en la ordenación de los aminoácidos; el orden de los aminoácidos está codificado en el ADN.
4. Desintoxicación: las toxinas, tanto las del cuerpo como las ajenas a él, son desactivadas e hidrolizadas en el hígado, para poder ser eliminadas por la vesícula o los riñones. También la bilirrubina (producto de la desintegración de la hemoglobina, el colorante de la sangre) debe ser transformada en el hígado para poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce la ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada por los riñones.
Hasta aquí, una rápida ojeada a las funciones más importantes del polifacético hígado. Empecemos nuestra interpretación simbólica por el punto citado en último lugar: la desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar presupone la facultad de diferenciación y valoración, porque quien no puede diferenciar lo que es tóxico de lo que no lo es, no puede desintoxicar. Los trastornos y afecciones del hígado, por lo tanto, denotan problemas de valoración, es decir, señalan una clasificación errónea de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial (¿alimento o veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que es tolerable y cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente, nunca se producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al hígado: exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol, exceso de drogas, etc. Un hígado enfermo indica que el individuo ingiere con exceso algo que supera su capacidad de proceso, denota inmoderación, exageradas ansias de expansión e ideales demasiado ambiciosos. El hígado es el proveedor de energía. El enfermo del hígado pierde esta energía y vitalidad: pierde su potencia, pierde el apetito. Pierde el ánimo para todo aquello que tenga que ver con las manifestaciones vitales, y así el mismo síntoma corrige y compensa el problema, creado por el exceso. Es la reacción del cuerpo a la incontinencia y a la megalomanía y exhorta a la moderación. Al dejar de formarse coagulante, la sangre —savia vital— se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad, el paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia (sexo, comida y bebida), proceso que ilustra claramente la hepatitis.
Por otra parte, el hígado tiene una marcada relación simbólica con el terreno filosófico y religioso, afinidad quizá difícil de apreciar para muchos. Recordemos la síntesis de la albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se compone de aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir de la albúmina animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando el orden de los aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado, conservando los componentes (aminoácidos), modifica la estructura espacial, con lo que determina un salto cualitativo, es decir, un salto evolutivo desde el
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reino vegetal y animal al humano: pero, al mismo tiempo, se mantiene la identidad de los componentes, asegurando así la unión con el origen. La síntesis de la albúmina es, a escala microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el macrocosmos se llama evolución. Mediante modificación del modelo con los elementos originales, se crea la infinita diversidad de las formas. En virtud de la homogeneidad del «material», todo permanece ligado entre sí, por lo cual los sabios enseñan que todo está en uno y uno está en todo (pars pro toto).
Otra forma de expresión de esta idea es religio, literalmente «religazón». La religión busca la reunión con el principio, con el punto de partida, con el Todo y el Uno, y lo encuentra, porque la pluralidad que nos separa de la unidad no es, en definitiva, más que la ilusión (maja), nacida del juego de la distinta ordenación de unas mismas esencias. Por ello sólo puede hallar el camino del origen aquel que no se deja engañar por la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en este campo de tensión actúa el hígado.
ENFERMEDADES HEPÁTICAS
El enfermo del hígado debe plantearse las siguientes preguntas:
   1.   ¿En qué órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión? 
   2.   ¿Cuándo soy incapaz de distinguir entre lo que puedo asimilar y lo que es 
«tóxico» para mí? 
   3.   ¿Cuándo he sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar 
demasiado alto (megalomanía), cuándo «me he pasado»? 
   4.   ¿Me preocupo del tema de mi «religión», mi religazón, con el origen, o acaso la multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en mi vida los 
temas filosóficos una parcela muy pequeña? 
   5.   ¿Me falta confianza? 
La vesícula biliar
La vesícula almacena la bilis producida por el hígado. Pero con frecuencia los conductos biliares están obstruidos por cálculos y la bilis no puede llegar a la digestión. La bilis es símbolo de agresividad, tal como nos dice el lenguaje corriente.
Decimos: Ese viene escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado a causa de la biliosa agresividad que almacena.
Llama la atención que los cálculos biliares sean más frecuentes entre las mujeres, mientras que entre los hombres se den más a menudo los de riñón, como corresponde al polo opuesto. Más aún, los cálculos biliares son más frecuentes entre las mujeres casadas y con hijos que entre las solteras. Estas observaciones estadísticas quizá puedan facilitar nuestra interpretación. La energía quiere fluir. Si se obstaculiza el flujo, se produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y concreciones que se producen en el cuerpo humano siempre son manifestación de energía coagulada. Los cálculos
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biliares son agresividad petrificada. (Energía y agresividad son conceptos casi idénticos. Hay que señalar que nosotros no atribuimos una valoración negativa a palabras tales como agresividad: la agresividad nos es tan necesaria como la bilis o los dientes.)
Por ello, no es de extrañar la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres de familia. Estas mujeres sienten su familia como una estructura que les impide dar libre curso a su energía y agresividad. Las situaciones familiares se viven como una coerción de la que la mujer no se atreve a librarse: las energías se coagulan y petrifican. Con el cólico, el paciente es obligado a hacer todo aquello que hasta ahora no se atrevió a hacer: con las convulsiones y los gritos se libera mucha energía reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad!
La anorexia nerviosa
Vamos a cerrar el capítulo sobre la digestión con una enfermedad típicamente psicosomática que extrae su encanto de la combinación de peligrosidad y originalidad (de todos modos, causa la muerte de un veinte por ciento de las pacientes): la anorexia. En esta enfermedad se manifiestan con especial claridad la paradoja y la ironía que entraña toda enfermedad: una persona se niega a comer porque no tiene apetito, y se muere sin llegar a sentirse enferma. ¡Es fabuloso! A los familiares y los médicos de estos pacientes les cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la mayoría de casos, se esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de las ventajas de la alimentación y de la vida, llevando su amor al prójimo hasta la intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad del caso debe de ser un mal espectador del gran teatro del mundo.)
La anorexia se da casi exclusivamente entre las mujeres. Es una enfermedad típicamente femenina. Las pacientes, la mayoría en la pubertad, se distinguen por sus peculiares hábitos de alimentación o de «desnutrición»: se niegan a ingerir alimentos, actitud motivada —consciente o inconscientemente— por el afán de estar delgadas.
De todos modos, a veces, esta rotunda negativa a comer se trueca en todo lo contrario: cuando están solas y saben que nadie puede verlas, engullen enormes cantidades de alimentos. Son capaces de vaciar el frigorífico por la noche, comiendo todo lo que encuentran. Pero no quieren retener el alimento dentro del cuerpo y se provocan el vómito. Ponen en práctica todas las estratagemas imaginables para engañar a su preocupada familia acerca de sus hábitos. Suele ser muy difícil averiguar lo que una paciente come en realidad y lo que deja de comer, cuándo sacia su hambre canina y cuándo no.
Cuando comen, prefieren cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones, manzanas verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas calorías y escaso valor alimenticio. Además, estas pacientes suelen tomar laxantes, a fin de librarse cuanto antes de lo poco que comen. Tienen también mucha necesidad de movimiento. Dan largos pasos y carreras para quemar una grasa que no han ingerido, lo cual, dado la debilidad general de las pacientes, es realmente asombroso. Llama la atención el altruismo de las
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anoréxicas que las hace cocinar con primor para los demás. No les importa guisar, servir y ver comer a los demás, con tal de que no las obliguen a acompañarles. Por lo demás, gustan de la soledad. Muchas anorexicas o no menstruan o tienen problemas con la regla.
Repasando los síntomas, detrás de esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está el antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e instinto. La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las formas. La negativa a comer es la negación de la fisiología. El ideal del anoréxico es la pureza y la espiritualidad. Desea librarse de todo lo grosero y corporal, escapar de la sexualidad y del instinto. El objetivo es la castidad y la condición asexuada. Para conseguirlo, hay que estar lo más delgada posible, porque si no, aparecerían en el cuerpo unas curvas reveladoras de su feminidad. Y ella no quiere ser mujer.
No sólo se tiene miedo a las curvas por ser femeninas, es que, además, un vientre abultado recuerda la posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad y de la sexualidad se manifiesta, también, en la falta de la regla. El ideal supremo de la anoréxica es la desmaterialización. Hay que apartarse de todo lo que tiene que ver con lo bajo y material.
Desde la perspectiva de semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se considera enfermo ni admite medidas terapéuticas dirigidas únicamente al cuerpo, ya que precisamente del cuerpo quiere apartarse. En el hospital, burla la alimentación forzada escamoteando con habilidad, por medios cada vez más refinados, todos los alimentos que se le dan. Rechaza toda ayuda y persigue denodadamente su ideal de dejar tras de sí todo lo corporal, en aras de la espiritualidad. La muerte no se considera amenaza, ya que es precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca. Todo lo redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor; se tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas que sufren anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas. Reunirse alrededor de una mesa para comer juntos es, en todas las culturas, un ritual antiquísimo que fomenta cálida cordialidad y compenetración. Pero precisamente esta compenetración es lo que da miedo a la anoréxica.
Este miedo es alimentado desde la sombra de la paciente, sombra en la que, anhelantes, esperan realizarse los temas que la paciente rehuye con tanto empeño en su vida consciente. La enferma tiene hambre de vida pero, por temor a ser arrastrada por ella, trata de desterrarla por medio del síntoma. De vez en cuando, el hambre reprimida y combatida se impone mediante un acceso de gula. Y devora a escondidas. Después, este «desliz» será neutralizado con el vómito provocado. Por lo tanto, la enferma no encuentra el punto intermedio en su conflicto entre la gula y el ascetismo, entre el hambre y el ayuno, entre el egocentrismo y la abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un egocentrismo disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas pacientes. Uno ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que se niega a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que, angustiados y desesperados, creen su deber obligarle a comer
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y seguir viviendo. Con este truco, ya los niños pequeños pueden meter a toda la familia en un puño.
Al que padece anorexia nerviosa no se le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo sumo, tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene que aprender a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo, su feminidad, sus instintos y su carnalidad. Debe comprender que no podemos superar lo terreno combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que únicamente podemos transmutarlo integrándolo y viviéndolo. Muchas personas pueden sacar enseñanzas del cuadro patológico de la anorexia. No son sólo estos enfermos los que, con una filosofía exigente, tratan de reprimir los deseos del cuerpo, generadores de ansiedad, y de llevar una vida pura y espiritual. Estas personas pasan por alto con facilidad que el ascetismo suele proyectar una sombra, y la sombra se llama deseo.
V. LOS ÓRGANOS SENSORIALES
Los órganos sensoriales son las puertas de la percepción. A través de los órganos sensoriales nos comunicamos con el mundo exterior. Son las ventanas del alma a las que nos asomamos, en definitiva, para vernos a nosotros mismos. Porque ese mundo exterior que «sentimos» y en cuya incuestionable realidad tan firmemente creemos, en realidad no existe.
Vayamos por partes. ¿Cómo funciona nuestra percepción? Cada acto de percepción sensorial puede reducirse a una información producida por la modificación de las vibraciones de las partículas. Miramos, por ejemplo, una barra de hierro y observamos que es negra, la tocamos y notamos que está fría, olemos su olor característico y percibimos su dureza. Calentemos la barra con un soplete y veremos que su color cambia y que se pone roja e incandescente, notaremos el calor que despide y observaremos su ductilidad. ¿Qué ha pasado? Sólo que hemos conducido a la barra una energía que ha provocado el aumento de la velocidad de las partículas. Esta aceleración de las partículas ha provocado cambios en la percepción que describimos con las palabras «rojo», «caliente», «flexible», etc.
Este ejemplo nos indica claramente que nuestra percepción se basa en la frecuencia de la oscilación de las partículas. Las partículas llegan a unos receptores especiales de nuestros órganos de percepción, donde provocan un estímulo que, por medio de impulsos químico–eléctricos, es conducido al cerebro a través del sistema nervioso y allí suscita una imagen compleja que nosotros catalogamos de «roja», «caliente», «olorosa», etc. Entran las partículas y sale una percepción compleja: entre lo uno y lo otro está la elaboración. ¡Y nosotros creemos que las imágenes complejas que nuestra mente elabora con las informaciones de las partículas existen realmente fuera de nosotros! Ahí reside nuestro error. Fuera no hay más que partículas, pero precisamente las partículas no las hemos percibido nunca. Desde luego, nuestra percepción depende de las partículas, pero nosotros no podemos percibirlas. En realidad, nosotros estamos rodeados de imágenes subjetivas.
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Desde luego, estamos convencidos de que los demás (¿existen los demás?) perciben lo mismo, en el caso de que ellos utilicen para la percepción las mismas palabras que nosotros; sin embargo, dos personas nunca pueden comprobar si ven lo mismo cuando dicen «verde». Estamos solos en la esfera de nuestras propias imágenes, pero cerramos los ojos a esta verdad.
Las imágenes parecen tan reales —tan reales como en los sueños—, pero sólo mientras dura el sueño. Un día uno se despierta de este sueño de cada día y se asombra de que este mundo que considerábamos tan real se diluya en la nada: maja, ilusión, velo que nos oculta la verdadera realidad. Quien haya seguido nuestra argumentación puede replicar que aunque el mundo exterior no exista con la forma que nosotros percibimos, existe un mundo exterior formado de partículas. Pues también esto es una ilusión. Porque en el plano de las partículas no se aprecia la divisoria entre el Yo y Los Demás, entre Dentro y Fuera. Mirando una partícula no se aprecia si me pertenece a mí o al entorno. Aquí no hay fronteras. Aquí todo es uno.
Precisamente éste es el significado del viejo principio esotérico «microcosmos = macrocosmos». Este «igual» tiene aquí exactitud matemática. El Yo (Ego) es la ilusión, la frontera artificial que sólo existe en la mente hasta que el ser humano aprende a ofrecer en sacrificio este Yo y averigua, con asombro, que la temida «soledad» no es sino «ser uno con todo». Pero el camino de esta unión, la iniciación a la unidad, es largo y arduo. Sólo estamos unidos a este mundo aparente de la materia por nuestros cinco sentidos, como las cinco llagas que quedaron en Jesús después de que fuera clavado a la cruz del mundo material. Esta cruz sólo puede superarse convirtiéndola en vehículo del «renacimiento espiritual».
Al principio de este capítulo decimos que los órganos de los sentidos son las ventanas de nuestra alma por la que nos contemplamos a nosotros mismos. Lo que llamamos entorno o mundo exterior no son sino reflejo de nuestra alma. Un espejo nos permite mirarnos y reconocernos, porque nos muestra las zonas que sin el reflejo no podríamos ver. Es decir, que nuestro «entorno» es un medio grandioso que debe ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. Dado que la imagen que aparece en el espejo no es siempre halagüeña —porque también nuestra sombra se refleja en él—, nos empeñamos en hacer distinciones entre nosotros y el mundo exterior y protestar que nosotros «no tenemos nada que ver con eso». Sólo ahí reside el peligro. Nosotros proyectamos al exterior nuestra forma de ser y creemos en la independencia de nuestra proyección. Luego, omitimos interiorizar la proyección y aquí empieza la Era de la asistencia social en la que todos se ayudan mutuamente y nadie se ayuda a sí mismo. Para nuestra toma de conciencia, necesitamos el reflejo que viene de fuera. Pero, si queremos estar sanos y enteros, no debemos dejar de admitir dentro de nosotros mismos esa proyección. La mitología judaica nos expone el tema con la imagen de la creación de la mujer. A Adán, criatura perfecta y andrógina, se le quita un costado (Lutero traduce «costilla») al que se da forma independiente. Ahora falta a Adán una mitad que él ve como oponente en la proyección. Ha quedado incompleto y sólo podrá estar otra vez
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entero uniéndose a lo que le falta. Pero esto sólo puede realizarse por medio de lo externo. Si el ser humano deja de reintegrar gradualmente a lo largo de su vida aquello que percibe del exterior, cediendo a la tentadora ilusión de creer que el exterior no tiene nada que ver con él, entonces el destino empieza poco a poco a impedir la percepción.
Percibir equivale a tomar conciencia de la verdad. Esto sólo es posible si el ser humano se reconoce a sí mismo en todo lo que percibe. Si se le olvida, entonces las ventanas del alma, los órganos de los sentidos, poco a poco se empañan, pierden la transparencia y obligan al ser humano a volver su percepción hacia dentro. En la medida en que los órganos de los sentidos dejan de funcionar, el hombre aprende a mirar hacia dentro y a escuchar en su interior. El hombre es obligado a recogerse en sí mismo.
Existen técnicas de meditación por las que el ser humano se recoge voluntariamente: se cierran las puertas de los sentidos con los dedos de las dos manos: oídos, ojos y boca, y se medita sobre las percepciones sensoriales internas que, al que llega a adquirir cierta práctica, se le ofrecen como gusto, color y sonido.
Los ojos
Los ojos no sólo recogen impresiones del exterior sino que también dejan pasar algo de dentro afuera: en ellos se ven los sentimientos y estados de ánimo de la persona. Por ello, el individuo indaga en los ojos del otro y trata de leer en su mirada. Los ojos son espejo del alma. También los ojos derraman lágrimas y con ello revelan al exterior una situación psíquica interna. Hasta hoy, el diagnóstico por el iris utiliza el ojo únicamente como espejo del cuerpo, pero también es posible ver en el ojo el carácter y la idiosincrasia de una persona. También el mal de ojo y el mirar con malos ojos nos dan a entender que el ojo es un órgano que no sólo recibe sino que también proyecta. Los ojos actúan cuando se le echa un ojo a alguien. En el lenguaje popular se dice que el amor es ciego, frase que indica que los enamorados no ven claramente la realidad.
Las afecciones más frecuentes de los ojos son la miopía y la presbicia, la primera se manifiesta principalmente en la juventud, mientras que la última es un trastorno de la edad. Esta distinción es justa, ya que los jóvenes sólo acostumbran a ver lo inmediato y les falta la visión de conjunto o de alcance. La vejez se distancia de las cosas. Análogamente, la memoria de los viejos es incapaz de retener hechos recientes pero conserva un recuerdo exacto de sucesos lejanos.
La miopía denota una subjetividad exagerada. El miope lo ve todo desde su óptica y se siente personalmente afectado por cualquier tema. Hay gente que no ve más allá de sus narices, pero no por alargar menos esta limitada visión les permite conocerse mejor a sí mismos. Ahí radica el problema, porque el individuo debería aplicarse a sí mismo aquello que ve, para aprender a verse. Pero el proceso toma el signo contrario cuando la persona se queda encallada en la subjetividad. Esto, en definitiva, quiere decir que, si bien el individuo lo relaciona todo consigo mismo, se niega a verse y reconocerse a sí mismo en
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todo. Entonces la subjetividad desemboca en una susceptibilidad irritable u otras reacciones defensivas sin que la proyección llegue a resolverse.
La miopía compensa esta mala interpretación. Obliga al individuo a mirar de cerca su propio entorno. Acerca el enfoque a los ojos, a la punta de la nariz. Por lo tanto, la miopía denota, en el plano corporal, una gran subjetividad y, al mismo tiempo, desconocimiento de sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos nos hace salir de la subjetividad. Cuando una persona no ve claro, la pregunta clave será: «¿Qué es lo que no quiere ver?» La respuesta siempre es la misma: «A sí mismo».
La magnitud de la resistencia a verse uno mismo tal como es se manifiesta en el número de dioptrías de sus lentes. Los lentes son una prótesis y, por lo tanto, un engaño. Con ellos se rectifica artificialmente el destino y uno hace como si todo estuviera en orden. Este engaño se intensifica con las lentes de contacto, porque en este caso se pretende disimular incluso que uno no ve claro. Imaginemos que de la noche a la mañana se le quitan a la gente sus gafas y lentes de contacto. ¿Qué ocurriría? Pues que aumentaría la sinceridad. Entonces enseguida sabríamos cómo cada cual ve lo mismo y se ve a sí mismo y —lo que es más importante— los afectados asumirían su incapacidad para ver las cosas tal como son. Una incapacidad sólo es útil al que la vive. Entonces más de uno se daría cuenta de lo «poco clara» que es su imagen del mundo, cuán «borroso» lo ve y cuán pequeña es su perspectiva. Quizás entonces a más de uno se le cayera la venda de los ojos y empezara a ver claro.
El viejo, con la experiencia de los años, adquiere sabiduría y visión de conjunto. Lástima que muchos sólo experimenten esta buena visión a distancia cuando la presbicia les impide ver de cerca. El daltonismo indica ceguera para la diversidad y el colorido de la vida: es algo que afecta a las personas que todo lo ven pardo y tienden a arrasar diferencias. En suma, un ser gris.
La conjuntivitis, como todas las inflamaciones, denota conflicto. Produce un dolor que sólo se calma cuando uno cierra los ojos. Así cerramos los ojos ante un conflicto que no queremos afrontar.
Estrabismo:
Para poder ver algo en toda su dimensión, necesitamos dos imágenes. ¿Quién no reconoce en esta frase la ley de la polaridad? Nosotros, para captar la unidad completa, necesitamos siempre dos visiones. Pero si los ejes visuales no están bien alineados, los ojos se desvían, el individuo bizquea, porque en la retina de uno y otro ojo se forman dos imágenes no coincidentes (visión doble). Pero, antes que presentarnos dos imágenes divergentes, el cerebro opta por prescindir de una de ellas (la del ojo desviado). En realidad, entonces se ve con un solo ojo, ya que la imagen del otro ojo no nos es transmitida. Todo se ve plano, sin relieve.
Algo parecido ocurre con la polaridad. El ser humano debería poder ver los dos polos como una sola imagen (por ejemplo, onda y corpúsculo, libertad y autoritarismo, bien y mal). Si no lo consigue, si la visión se desdobla, él elimina
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una de las imágenes (la reprime) y, en lugar de visión completa, tiene visión de tuerto. En realidad, el bizco es tuerto, ya que la imagen del ojo desviado es desechada por el cerebro, lo cual provoca pérdida de relieve de la imagen y da una visión unilateral del mundo.
Cataratas:
La «catarata gris» empaña el cristalino y, por lo tanto, enturbia la visión. No se ve con nitidez. Las cosas que se ven con nitidez poseen un perfil afilado, es decir, son cortantes. Pero, si se difumina el contorno, el mundo se hace más romo, menos hiriente. La visión borrosa proporciona un tranquilizador distanciamiento del entorno, y de uno mismo. La «catarata gris» es como una persiana que se baja para no tener que ver lo que uno no quiere ver. La catarata gris es como un velo que puede llegar a cegar.
En la «catarata verde» (glaucoma), el aumento de la presión interna del ojo provoca una progresiva contracción del campo visual, hasta llegar a la visión tubular. Se pierde la visión de conjunto: sólo se percibe la zona que se enfoca. Detrás de esta afección se halla la presión psíquica de las lágrimas no vertidas (presión interna del ojo).
La forma extrema del no querer ver es la ceguera. La ceguera está considerada por la mayoría de las personas como la pérdida más grave que pueda sufrir una persona en el aspecto físico. La expresión: Está ciego se emplea también en sentido figurado. Al ciego se le arrebata definitivamente la superficie de proyección externa y se le obliga a mirar hacia dentro. La ceguera corporal es sólo la última manifestación de la verdadera ceguera: la ceguera de la mente.
Hace varios años, mediante una nueva técnica quirúrgica se dio la vista a varios jóvenes ciegos. El resultado no fue totalmente halagüeño ya que la mayoría de los operados no acababan de adaptarse a su nueva vida. Este caso puede tratar de explicarse y analizarse desde los más diversos puntos de vista. En nuestra opinión sólo importa el reconocimiento de que, si bien con medidas funcionales pueden modificarse los síntomas, no se eliminan los problemas de fondo que se manifiestan por medio de ellos. Mientras no rectifiquemos la idea de que todo impedimento físico es una perturbación molesta que hay que eliminar o subsanar cuanto antes, no podremos extraer de ella beneficio alguno. Debemos dejarnos perturbar por la perturbación en nuestra vida habitual, consentir que el impedimento nos impida seguir viviendo como hasta ahora. Entonces la enfermedad es la vía que nos conduce a la verdadera salud. Incluso la ceguera, por ejemplo, puede enseñarnos a ver, darnos una visión superior.
Los oídos
Repasemos varias frases hechas que se refieren al oído: Tender el oído = prestar oídos = regalar los oídos = escuchar a alguien. Todas estas frases nos muestran la clara relación existente entre los oídos y el tema de captar, de la receptividad (prestar atención) y de escuchar, también en el sentido de
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obedecer. Comparada con el oído, la vista es una forma de percepción mucho más activa. Y también es más fácil desviar la mirada o cerrar los ojos que taparse los oídos. La facultad de oír es expresión corporal de obediencia y humildad. Así, al niño desobediente le preguntamos: ¿No me has oído? Cuando no se quiere obedecer se hacen oídos sordos. Hay personas que, sencillamente, no oyen lo que no quieren oír. Denota cierto egocentrismo no prestar oídos a los demás, no querer enterarse de nada. Indica falta de humildad y de obediencia. Lo mismo ocurre con la llamada «sordera del altavoz». No es el altavoz lo que daña sino la resistencia psíquica al ruido, el «no querer oír» conduce al «no poder oír». Las otitis y los dolores de oídos se dan con mayor frecuencia en los niños en la edad en que deben aprender a obedecer. La mayoría de las personas de edad avanzada sufren una sordera más o menos acentuada. La dureza de oído, al igual que la pérdida de visión, la rigidez y pesadez de los miembros, son los síntomas somáticos de la edad, todos ellos expresión de la tendencia del ser humano a hacerse más inflexible e intolerante con la edad. El anciano suele perder la capacidad de adaptación y la flexibilidad y está menos dispuesto a obedecer. Este esquema es típico de la vejez, pero, desde luego, no inevitable. La vejez no hace sino poner de relieve los problemas no resueltos y hacernos más sinceros, lo mismo que la enfermedad.
A veces, se produce una brusca pérdida de audición, generalmente unilateral y acusada, del oído interno que puede degenerar en sordera total (es posible perder el otro oído). Para interpretar el significado de esta afección es preciso estudiar atentamente las circunstancias en las que se presenta. La brusca pérdida de audición es una exhortación a tender el oído hacia dentro y escuchar la voz interior. Sólo se queda sordo el que ya hace tiempo que lo estaba para su voz interior.
AFECCIONES DE LA VISTA
Quien tenga problemas visuales lo primero que debería hacer es prescindir durante un día de las gafas (o lentes de contacto) y asumir la situación conscientemente. A continuación, hacer por escrito una descripción de la forma en que durante ese día vieron y experimentaron el mundo, lo que pudieron hacer y lo que no, cómo se las ingeniaron. Este informe debería darles material de reflexión y revelarles su actitud hacia el mundo y hacia sí mismos. Pero ante todo debería uno responderse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué es lo que no quiero ver?
2. ¿Obstaculiza la subjetividad el conocimiento de mi mismo? 3. ¿Evito reconocerme a mi mismo en mis obras?
4. ¿ Utilizo la vista para mejorar mi perspectiva?
5. ¿ Tengo miedo de ver las cosas con nitidez?
6. ¿Puedo ver las cosas tal como son?
7. ¿A qué aspecto de mi personalidad cierro los ojos?
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AFECCIONES DE LOS OÍDOS
Quien tenga problemas con el oído formúlese estas preguntas:
   1.   ¿Por qué no quiero escuchar a cierta persona?
   2.   ¿Qué es lo que no quiero oír? 
   3.   ¿Están equilibrados en mí los polos de egocentrismo y humildad? 
VI. DOLOR DE CABEZA
El dolor de cabeza era desconocido hasta hace varios siglos. En épocas pretéritas no se daba. El dolor de cabeza toma incremento especialmente en los países más avanzados, en los que el veinte por ciento de la población «sana» reconoce sufrirlo. Las estadísticas indican que la incidencia es mayor entre las mujeres y los «estratos superiores». Esto no sorprende si tratamos de rompernos un poco la cabeza con el simbolismo de esta parte del cuerpo. La cabeza presenta una clara polaridad respecto al cuerpo. Es la instancia suprema de nuestra institución corporal. Con ella nos imponemos. La cabeza representa lo alto mientras que el cuerpo expresa lo bajo.
Consideramos la cabeza como la sede del entendimiento, el conocimiento y el pensamiento. El que pierde la cabeza actúa irracionalmente. Podemos comer el coco a una persona, pero en tal caso no debemos esperar que mantenga la cabeza en su sitio. Por lo tanto, sentimientos irracionales como el «amor» atacan muy especialmente la cabeza: la mayoría de las personas suelen perderla cuando se enamoran (...y, si no la pierden, los dolores de cabeza no acaban). De todos modos, también los hay cabezotas que nunca llegarán a perder la cabeza, ni aun en el caso de que se den con la cabeza contra la pared. Ciertos observadores piensan que esta extraordinaria insensibilidad se debe a que tienen serrín en la cabeza, aunque científicamente no se ha demostrado.
El dolor de cabeza producido por la tensión se inicia de forma difusa, más como una opresión, y puede prolongarse durante horas, días y semanas. Probablemente, el dolor se produce por un exceso de tensión en los vasos sanguíneos. Generalmente, al mismo tiempo se siente una fuerte tensión en la musculatura de la cabeza, los hombros, el cuello y la columna vertebral. Este tipo de dolor de cabeza suele presentarse en situaciones en las que el ser humano se halla sometido a fuerte presión o cuando una crisis va a desbordarle.
Es el «camino ascendente» que conduce fácilmente a una acentuación excesiva del polo superior, es decir, de la cabeza. Suelen padecer este tipo de dolor de cabeza las personas ambiciosas y perfeccionistas que tratan de imponer su voluntad. En tales casos, la ambición y el afán de poder se suben a la cabeza, porque el individuo que sólo atiende a la cabeza, que sólo acepta lo racional, sensato y comprensible, pronto pierde el contacto con el «polo inferior» y, por lo tanto, con sus raíces que son lo único que puede anclarlo en la vida. Es el cerebral. Pero los derechos del cuerpo y sus casi siempre
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inconscientes funciones son más antiguos que la facultad del pensamiento racional, que es una adquisición relativamente reciente del ser humano, con el desarrollo de la corteza cerebral.
El ser humano posee dos centros: corazón y cerebro: sentimiento y pensamiento. El individuo de nuestro tiempo y de nuestra cultura ha desarrollado extraordinariamente las fuerzas cerebrales, por lo que corre peligro de descuidar su otro centro, el corazón. Por ello, tampoco es una solución denostar el pensamiento, la razón y la cabeza. Ningún centro es mejor ni peor que el otro. El ser humano no debe optar por uno de los dos sino buscar el equilibrio.
Las personas «todo sensibilidad» están tan incompletas como las «todo cerebro». Pero nuestra cultura ha favorecido y desarrollado tanto el polo de la cabeza que en muchos casos padecemos un déficit en el polo inferior. A ello se suma el problema de a qué aplicamos nuestra actividad mental. En casi todos los casos, utilizamos nuestras funciones racionales para la consolidación de nuestro Yo. Por medio del modelo filosófico causal, nos prevenimos más y más frente al destino, con objeto de ampliar el dominio de nuestro ego. Esta empresa está condenada al fracaso. En el mejor de los casos, acaba como la torre de Babel, en la confusión. La cabeza no puede independizarse y recorrer su camino sin el cuerpo, sin el corazón. Cuando el pensamiento se disocia de lo de abajo, rompe con sus raíces. Por ejemplo, el pensamiento funcional de la ciencia es un pensamiento sin raíces: le falta religión, el enlace con la causa primitiva. La persona que sólo se rige por la cabeza, sin un anclaje en el suelo, alcanza alturas vertiginosas. No es de extrañar que a veces uno tenga la sensación de que va a estallarle la cabeza. Es una señal de alarma.
La cabeza es, de todos los órganos, el que más rápidamente reacciona al dolor. En todos los demás órganos tienen que producirse alteraciones mucho mayores para que haya dolor. La cabeza es nuestro vigía más despierto. Su dolor indica que nuestro modo de pensar es erróneo, que seguimos un criterio equivocado, que perseguimos objetivos dudosos. Da la alarma cuando nos rompemos la cabeza con cavilaciones estériles en busca de unas seguridades que, en definitiva, no existen. El ser humano, dentro de su forma de existencia material, no puede asegurar nada: en realidad, a cada intento que realiza sólo consigue ponerse en ridículo.
El individuo suele devanarse los sesos, hasta que le sale humo de la cabeza, por cosas intrascendentes. La tensión se descarga por medio de la relajación que, en realidad, no es sino otro modo de llamar al acto de soltar, de desconectarse. Cuando la cabeza da la alarma por medio del dolor, es que ha llegado el momento de desechar la obcecación del «yo quiero», la ambición que nos empuja hacia arriba, la cabezonería y el fanatismo. Es el momento de dirigir la mirada hacia abajo y recordar las raíces. Imposible ayudar a quienes durante años acallan esta alarma a fuerza de analgésicos. Esos arriesgan la cabeza.
Jaqueca
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«La jaqueca (migraña o hemicránea) es un acceso de dolor de cabeza, generalmente hemicraneal, que puede asociarse a trastornos visuales (sensibilidad a la luz, centelleo) o digestivos, como vómitos y diarrea. Estos ataques que generalmente duran varias horas se presentan asociados a un estado de ánimo depresivo e irritable. En el apogeo de la jaqueca, el afectado siente el deseo imperioso de estar solo en una habitación oscura o en la cama» (Brautigam). A diferencia de lo que ocurre con el dolor de cabeza debido a la tensión, en la jaqueca, después de unos espasmos iniciales, se produce una gran dilatación de los vasos sanguíneos. En griego se llama a la cabeza hemikranie (kranion = cráneo) literalmente mitad del cráneo, palabra que denota claramente la unilateralidad del pensamiento que, en los enfermos de jaqueca, es similar a la que se da en las personas que sufren dolor de cabeza provocado por la tensión.
Todo lo dicho respecto a este último síntoma vale también para la migraña, salvo un punto esencial. Mientras que el paciente aquejado de dolor de cabeza trata de aislar la cabeza del tronco, el que sufre jaqueca traslada un tema corporal a la cabeza para vivirlo en ella. Este tema es la sexualidad. La jaqueca siempre es sexualidad desplazada a la cabeza. Se da a la cabeza la función del vientre. Este desplazamiento no es tan incongruente, ya que el aparato genital y la cabeza tienen entre sí una cierta analogía. Son las partes del cuerpo que albergan todos los orificios del ser humano.
Los orificios del cuerpo desempeñan un papel preponderante en la sexualidad (amor = admisión: el acto del amor sólo puede realizarse donde el cuerpo se abre). La voz popular desde siempre ha relacionado la boca de la mujer con la vagina (por ejemplo: labios secos [!]) y la nariz del hombre con el pene, y hace las correspondientes deducciones entre uno y otro. También en la sexualidad oral se demuestra claramente la relación y la «intercambiabilidad» entre el vientre y la cabeza. El bajo vientre y la cabeza son polos y detrás de su contraposición está su unidad: así arriba como abajo. Cuán a menudo se utiliza la cabeza como sustitutivo del bajo vientre lo vemos claramente en el acto de sonrojarse. En situaciones embarazosas, que casi siempre tienen una connotación sexual, la sangre sube a la cabeza y la hace enrojecer. Con ello se realiza arriba lo que en realidad debería ocurrir abajo, ya que durante la excitación sexual la sangre normalmente acude al aparato genital y los órganos sexuales se dilatan y enrojecen. La misma transposición entre el aparato genital y la cabeza la encontramos en la impotencia. En el acto sexual, cuanto más hace trabajar la cabeza un hombre, más fácil es que le falte potencia en el bajo vientre, lo cual tiene consecuencias fatales. La misma transposición hacen las personas sexualmente insatisfechas que, en compensación, comen más de lo normal, tratando de saciar por la boca su hambre de amor, y nunca se sienten llenas. Todas estas indicaciones deberían bastar para revelar la analogía existente entre el bajo vientre y la cabeza. El paciente aquejado de jaqueca (la mayoría son mujeres) siempre tiene problemas con la sexualidad.
Como ya dijimos al hablar de otros temas, existen básicamente dos posibilidades de tratar un problema: arrumbarlo y reprimirlo (inhibirse) o
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magnificarlo. Parecen tratamientos opuestos, pero no son sino posibilidades polares de expresión de una misma dificultad. Cuando una persona tiene miedo tanto puede esconderse como empezar a repartir golpes a diestro y siniestro: ambas reacciones denotan debilidad. Así, entre los aquejados de jaqueca encontramos a los que han descartado totalmente de su vida la sexualidad («...eso no va conmigo») como a los que alardean de «falta de prejuicios». Ambas categorías tienen una cosa en común: problemas sexuales. Si uno no reconoce el problema, ya sea porque no tiene vida sexual ya porque uno no tiene problemas de ésos, como todo el mundo puede ver, el problema se instala en la cabeza y se manifiesta en forma de jaqueca. En tal caso, el problema sólo se puede afrontar al más alto nivel.
La jaqueca es un orgasmo en la cabeza. El proceso es idéntico, sólo que tiene lugar más arriba. Durante la fase de excitación sexual, la sangre acude a la zona genital y, en el momento culminante, la tensión cede y se produce la relajación; así discurre también la jaqueca: la sangre acude a la cabeza, se produce una sensación de presión, la tensión se agudiza hasta alcanzar su punto máximo y se produce la distensión (dilatación de los vasos sanguíneos). Cualquier estimulo puede desencadenar la jaqueca: luz, ruido, corriente de aire, el tiempo, la emoción, etc. Una característica de la jaqueca es que el enfermo, después del acceso, experimenta una transitoria sensación de bienestar. En el apogeo del ataque, el paciente desea estar en una habitación a oscuras y en la cama, pero solo.
Todo esto apunta a la temática sexual, al igual que el temor de tratar el tema con otra persona en el plano más adecuado. Ya en 1934 E. Gutheil describía en una revista de psicología el caso de un enfermo cuyos accesos de jaqueca cedían después de experimentar el orgasmo sexual. A veces, el paciente tenía que experimentar varios orgasmos antes de que se produjera el relajamiento y terminara el ataque. En nuestro enfoque encaja también la observación de que entre los síntomas secundarios de la jaqueca figuran en primer lugar los trastornos digestivos y el estreñimiento: uno se cierra por abajo. Uno no quiere saber nada del contenido desconocido (excremento) y se retira hacia las alturas del pensamiento, hasta que le estalla la cabeza. Hay matrimonios que utilizan la jaqueca (palabra con la que habitualmente se designa cualquier dolor de cabeza) como pretexto para rehuir la relación sexual.
En resumen, en los pacientes de jaqueca encontramos el conflicto entre instinto y pensamiento, entre abajo y arriba, entre bajo vientre y cabeza, lo cual conduce al intento de utilizar la cabeza como puerta de escape o campo de maniobras para resolver problemas (cuerpo, sexo, agresividad) que sólo pueden plantearse y resolverse en un plano totalmente distinto. Ya Freud describía el pensamiento como una acción experimental. Al ser humano le parece menos peligroso y comprometido el pensamiento que la acción. Pero no se puede sustituir la acción por el pensamiento sino que lo uno tiene que apoyarse en lo otro. El ser humano ha recibido un cuerpo para, con ayuda de este instrumento, realizarse (hacerse real). Sólo por medio de la realización puede seguir fluyendo la energía. No es casualidad que conceptos como
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entender comprender contengan ideas alusivas a movimientos corporales. Si se rompe esta combinación, la energía se condensa y acumula y se manifiesta por medio de diferentes grupos de síntomas, en forma de enfermedad. Hagamos un resumen ilustrativo:
Fases de escalada de la energía bloqueada:
   1.    La actividad (sexualidad, agresividad) relegada al pensamiento, se traduce en dolor de cabeza. 
   2.    La actividad bloqueada en el plano vegetativo (es decir, en las funciones corporales), provoca hipertensión y un cuadro de atonía vegetativa. 
   3.    La actividad bloqueada en el plano nervioso, puede provocar cuadros tales como esclerosis múltiple. 
   4.    La actividad reprimida en el campo muscular, produce afecciones del sistema locomotor como reúma y gota. 
Esta división corresponde a las distintas fases de un acto realizado. 
Cualquier acto, sea un puñetazo o un coito, se inicia en la imaginación (1) en la que se prepara mentalmente. Después pasa a la preparación vegetativa (2) del cuerpo, con el incremento del riego sanguíneo de los órganos precisos, aceleración del pulso, etc. Finalmente, la actividad imaginada se convierte en acto por el efecto de los nervios (3) en los músculos (4). Pero cuando la idea imaginada no llega a transformarse en acto, la energía forzosamente queda bloqueada en uno de los cuatro campos (mental, vegetativo, nervioso, muscular) y con el tiempo desarrolla los síntomas correspondientes.
El que sufra de jaqueca se halla en la primera etapa: bloquea su sexualidad en la mente. Debe aprender a buscar su problema donde está y situar en su sitio — abajo— lo que se le ha subido a la cabeza. La evolución siempre empieza por abajo, y la cuesta arriba siempre es fatigosa, cuando se sube como es debido.
DOLOR DE CABEZA
En caso de dolor de cabeza o jaqueca deberían hacerse las siguientes preguntas:
   1.   ¿Por qué me caliento la cabeza? 
   2.   ¿Existe en mi una interrelación fluida entre arriba y abajo? 
   3.   ¿Trato con excesivo afán de ir para arriba? (ambición). 
   4.   ¿Soy un cabezota que da con la cabeza contra la pared? 
   5.   ¿Pretendo sustituir la acción por el pensamiento? 
   6.   ¿Soy sincero frente a mi problemática sexual?
   7.   ¿Por qué traslado el orgasmo a la cabeza? 
VII. LA PIEL
La piel es el órgano más grande del ser humano. Realiza múltiples funciones, las más importantes de las cuales son:
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   1.    Delimitación y protección. 
   2.    Contacto.
   3.    Expresión.
   4.    Estímulo sexual. 
   5.    Respiración.
   6.    Exudación.
   7.    T ermorregulación
Estas diversas funciones de la piel giran en torno a un tema común que oscila entre los dos polos de separación y contacto. La piel es nuestra frontera material externa y, al mismo tiempo, a través de la piel estamos en contacto con el exterior, con ella tocamos nuestro entorno. En la piel sentimos el mundo que nos rodea y de la piel no podemos salirnos. La piel refleja nuestro modo de ser hacia el exterior y lo hace de dos maneras. Por un lado, la piel es la superficie en la que se reflejan todos los órganos internos. Toda perturbación de uno de nuestros órganos internos se proyecta en la piel y toda afección de una determinada zona de la piel es transmitida al órgano correspondiente. En esta relación se basan todas las terapias de zonas reflejo aplicadas desde hace mucho tiempo por la medicina naturista, de las cuales la medicina académica utiliza sólo unas cuantas (por ejemplo, zonas de Head*). Merecen mención especial la del masaje de las zonas reflejo de los pies, la aplicación de ventosas a la espalda, la terapia de la zona reflejo de la nariz, la audiopuntura, etc.
El médico que posee buen ojo clínico, examinando y palpando la piel averigua el estado de los órganos y trata las afecciones de éstos desde las zonas de su proyección en la piel.
Ni lo que ocurre en la piel, mancha, tumefacción, inflamación, granito, absceso, ni el lugar de su aparición, es casual sino indicación de un proceso interno. Antiguamente se utilizaban sistemas muy sofisticados para tratar de averiguar el carácter de la persona por el lugar en el que aparecían las manchas hepáticas, por ejemplo. La Ilustración echó por la borda estas «tonterías y supersticiones», pero, poco a poco, volvemos a acercarnos a estas prácticas. ¿Es realmente tan difícil comprender que, detrás de todo lo creado, hay un esquema invisible que sólo se manifiesta en el mundo material? Todo lo visible es sólo expresión de lo invisible, como una obra de arte es expresión visible de la idea del artista. De lo visible podemos deducir lo invisible. Es lo que hacemos continuamente en la vida diaria. Entramos en una sala y de lo que allí vemos deducimos el gusto del que la habita. Y otro tanto habríamos podido hacer mirando su armario. No importa dónde uno mire: si una persona tiene mal gusto, éste se mostrará por todas partes.
* Zonas de la piel que corresponden a la proyección de los reflejos víscero– cutáneos. (N. del T.)
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Por ello la información total se muestra siempre en todas partes. En cada parte encontramos el todo (pars pro toto, llamaban los romanos a este fenómeno). De manera que es indiferente la parte del cuerpo que se contemple. En todas puede reconocerse el mismo esquema, el esquema que representa a cada individuo. El esquema se encuentra en el ojo (diagnóstico por el iris), en el pabellón auditivo (auriculopuntura francesa), en la espalda, en los pies, en los meridianos (diagnóstico por los puntos terminales), en cada gota de sangre (prueba de coagulación, dinamolisis capilar, hemodiagnóstico holístico), en cada célula (genética), en la mano (quirología), en la cara y configuración corporal (fisiognomía), en la piel (¡nuestro tema!).
Este libro enseña a conocer al ser humano a través de los síntomas de la enfermedad. Es indiferente dónde se mire: lo que importa es poder mirar. La verdad está en todas partes. Si los especialistas consiguieran olvidarse de su (totalmente inútil) intento de demostrar la casualidad de la relación descubierta por ellos, inmediatamente verían que todas las cosas mantienen entre sí una relación analógica: así arriba como abajo, así dentro como fuera.
La piel no sólo muestra al exterior nuestro estado orgánico interno sino que en ella y por ella se muestran también todos nuestros procesos y reacciones psíquicos. Algunas de estas manifestaciones son tan claras que cualquiera puede observarlas: una persona se pone colorada de vergüenza y blanca de susto; suda de miedo o de excitación; el cabello se le eriza de horror, o se le pone la piel de gallina. Invisible exteriormente, pero mensurable con aparatos electrónicos, es la conductividad eléctrica de la piel. Los primeros experimentos y mediciones de esta clase se remontan a C. G. Jung, quien con sus «experimentos asociativos» exploró este fenómeno. Hoy, gracias a la electrónica, es posible amplificar y registrar las constantes oscilaciones de la conductividad eléctrica de la piel y «dialogar» con la piel de una persona, ya que la piel responde a cada palabra, cada tema, cada pregunta, con una inmediata alteración de su conductividad eléctrica, llamada PGR o ESR.
Todo ello nos confirma que la piel es una gran superficie de proyección en la que se ven tanto procesos somáticos como psíquicos. Pero, puesto que la piel revela tantas cosas de nuestro interior, es fácil caer en la tentación no ya de cuidarla con esmero sino de manipularla. A esta operación de engaño se llama cosmética, y en este arte de la impostura se invierten de buen grado sumas fabulosas. No es el objetivo de estas líneas denostar las artes de embellecimiento de la cosmética, pero sí examinar brevemente el afán que informa la antigua tradición de la pintura corporal. Si la piel es expresión externa de lo que hay en el interior, todo intento de modificar artificialmente esta expresión es, indiscutiblemente, un acto de falsedad. Se trata de disimular o aparentar algo. Se aparenta lo que no se es. Se levanta una fachada falsa y se pierde la coincidencia entre contenido y forma. Es la diferencia entre «ser bonita» y «parecer bonita», o entre ser y parecer. Este intento de mostrar al mundo una máscara empieza por el maquillaje y termina grotescamente por la cirugía estética. La gente se hace estirar la cara; ¡es curioso que tantos se preocupen tan poco de perder la faz!
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Detrás de todos estos afanes por ser lo que no se es, está la realidad de que el ser humano a nadie quiere menos que a sí mismo. Quererse a sí mismo es una de las cosas más difíciles del mundo. El que cree que se gusta y que se quiere, seguramente confunde su «ser» con su pequeño ego. Generalmente, sólo cree que se quiere el que no se conoce. Dado que nuestra personalidad, en conjunto, incluida nuestra sombra, no nos gusta, constantemente estamos tratando de modificar y pulir nuestra imagen. Pero, mientras el ser interior, es decir, el espíritu, no se modifique, esto no pasa de pura «cosmética». Con esto no pretendemos descartar la posibilidad de que, mediante modificaciones de forma, pueda iniciarse un proceso dirigido hacia el interior, como se hace, por ejemplo, en el Hatha Yoga, la Bioenergía y métodos similares. De todos modos, estos métodos se diferencian de la cosmética porque conocen el objetivo. Al más leve contacto, la piel de un individuo ya nos dice algo acerca de su psiquis. Bajo una piel muy sensible hay un alma muy sensible también (tener la piel fina), mientras que una piel áspera nos hace pensar en un pellejo duro, una piel sudorosa nos muestra la inseguridad y el miedo de nuestro oponente y la piel colorada, la excitación. Con la piel nos rozamos y establecemos contacto unos con otros. El contacto, ya sea un puñetazo o una caricia, se establece por la piel. La piel puede romperse desde el interior (por una inflamación, una erupción, un absceso) o desde el exterior (una herida, una operación). En ambos casos, nuestra frontera es atacada. Uno no siempre consigue salvar la piel.
Erupciones
En la erupción, algo atraviesa la frontera, algo quiere salir. La forma más simple de expresar esta idea nos la facilita el acné juvenil. En la pubertad, aflora en el ser humano la sexualidad, pero casi siempre sus imperativos son reprimidos con temor. La pubertad es un buen ejemplo de situación conflictiva. En una fase de aparente tranquilidad, bruscamente, de unas profundidades desconocidas, brota un nuevo deseo que, con una fuerza irresistible, trata de hacerse un lugar en la conciencia y la vida de un ser humano. Pero el nuevo impulso que nos acomete es desconocido e insólito y nos atemoriza. A uno le gustaría eliminarlo y recobrar el familiar estado anterior. Pero no es posible. No se puede dar marcha atrás.
Y uno se encuentra en un conflicto. La atracción de lo nuevo y el temor a lo nuevo tiran de uno casi con igual fuerza. Todos los conflictos se desarrollan según este esquema, sólo cambia el tema. En la pubertad, el tema se llama sexualidad, amor, pareja. Despierta el deseo de hallar un oponente, el Tú, el polo opuesto. Uno desea entrar en contacto con aquello que a uno le falta, y no se atreve. Surgen fantasías sexuales, y uno se avergüenza. Es muy revelador que este conflicto se manifieste como inflamación de la piel. Y es que la piel es la frontera del Yo que uno tiene que cruzar para encontrar el Tú. Al mismo tiempo, la piel es el órgano con el que el ser humano entra en contacto con los demás, lo que el otro puede tocar y acariciar. La piel tiene que gustar para que el otro nos quiera.
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Este tema candente hace que la piel del adolescente se inflame, lo que señala tanto que algo pugna por atravesar la frontera —una nueva energía que quiere salir—, como que uno pretende impedírselo. Es el miedo al instinto recién despertado. Por medio del acné uno se protege a sí mismo, porque el acné obstaculiza toda relación e impide la sexualidad. Se abre un círculo vicioso: la sexualidad no vivida se manifiesta en la piel como acné: el acné impide el sexo. El reprimido deseo de inflamar al prójimo se transforma en una inflamación de la piel. La estrecha relación existente entre el sexo y el acné se demuestra claramente por el lugar de su aparición; la cara y, en algunas chicas, el escote (a veces, también la espalda). Las otras partes del cuerpo no son afectadas, ya que en ellas el acné no tendría ninguna finalidad. La vergüenza por la propia sexualidad se transforma en vergüenza por los granos.
Muchos médicos, contra el acné recetan la píldora, y con buenos resultados. El fondo simbólico del tratamiento es evidente: la píldora simula un embarazo y, desde el momento en que «eso» parece haber ocurrido, el acné desaparece: ya no hay nada que evitar. Generalmente, el acné cede también a los baños de sol y mar, mientras que cuanto más se cubre uno el cuerpo más se agrava. La «segunda piel» que es la ropa acentúa la inhibición y la intangibilidad. El desnudarse, por el contrario, es el primer paso de una apertura, y el sol sustituye de modo inofensivo el ansiado y temido calor del cuerpo ajeno. Todo el mundo sabe que, en última instancia, la sexualidad vivida es el mejor remedio contra el acné.
Todo lo dicho acerca de la pubertad puede aplicarse, a grandes rasgos, a todas las erupciones cutáneas. Una erupción siempre indica que algo que estaba reprimido trata de atravesar la frontera y salir a la luz (al conocimiento). En la erupción se muestra algo que hasta ahora no estaba visible. Ello también indica por qué casi todas las enfermedades de la infancia, como el sarampión, la escarlatina o la roséola, se manifiestan a través de la piel. A cada enfermedad, algo nuevo brota en la vida del niño, por lo que toda enfermedad infantil suele determinar un avance en el desarrollo. Cuanto más violenta la erupción, más rápido es el proceso y el desarrollo. La costra de leche de los lactantes denota que la madre tiene poco contacto físico con la criatura, o que la descuida en el aspecto emotivo. La costra de leche es expresión visible de esta pared invisible y del intento de romper el aislamiento. Muchas veces, las madres utilizan el eccema para justificar su íntimo rechazo del niño. Suelen ser madres especialmente preocupadas por la «estética», que dan mucha importancia a la limpieza de la piel.
Una de las dermatosis más frecuentes es la psoriasis. Se manifiesta en focos de inflamación de la piel que se cubren de unas escamas de un blanco plateado. En la psoriasis se incrementa exageradamente la fabricación de escamas de la piel. Nos recuerda la formación del caparazón de algunos animales. La protección natural de la piel se trueca en coraza: uno se blinda por los cuatro costados. Uno no quiere que nada entre ni salga. Reich llama muy acertadamente al resultado del deseo de aislamiento psíquico «blindaje
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del carácter». Detrás de toda defensa hay miedo a ser heridos. Cuanto más robusta la defensa y más gruesa la coraza, mayor es la sensibilidad y el miedo.
Ocurre lo mismo entre los animales: si a un crustáceo le quitamos el caparazón, encontraremos una criatura blanda y vulnerable. Las personas aparentemente más ariscas son en realidad las más sensibles. De todos modos, el afán de proteger el alma con una coraza encierra un cierto patetismo. Porque, si bien la coraza protege de las heridas, también impide el acceso al amor y la ternura. El amor exige apertura, pero entonces la defensa queda comprometida. El caparazón aparta al alma del río de la vida y la oprime, y la angustia crece. Es cada vez más difícil sustraerse a este círculo vicioso. Más tarde o más temprano, el ser humano tendrá que resignarse a recibir la temida herida, para descubrir que el alma no sucumbe, ni mucho menos. Hay que hacerse vulnerable, para comprobar la propia resistencia. Este paso se produce sólo bajo presión externa, aplicada ya por el destino y por la psicoterapia.
Si nos hemos extendido en el comentario de la relación entre la vulnerabilidad y el blindaje es porque, en el plano corporal, la psoriasis muestra esta relación: la psoriasis llega a producir ulceración de la piel lo que aumenta el peligro de infección. Con ello vemos cómo los extremos se tocan, cómo vulnerabilidad y autodefensa ponen de manifiesto el conflicto entre el deseo de compenetración y el miedo a la proximidad. Con frecuencia, la psoriasis empieza por los codos. Y es que con los codos uno se abre paso, en los codos uno se apoya. Precisamente en este punto se muestran a un tiempo la callosidad y la vulnerabilidad. En la psoriasis, inhibición y aislamiento llegan al extremo, por lo que obligan al paciente, por lo menos corporalmente, a abrirse y hacerse vulnerable.
Prurito
El prurito es un fenómeno que acompaña a muchas enfermedades de la piel (por ejemplo, urticaria), pero que también puede presentarse solo, sin «causa» alguna. El prurito o picor puede llevar a una persona a la desesperación; continuamente tiene que rascarse algún lugar del cuerpo. El picor y el rascarse también tienen idiomáticamente un significado psíquico: Al que le pique que se rasque. Es decir, al que le «irrite». El picor, con sus sensaciones asociadas de cosquilleo, irritación y ardor, tiene connotaciones sexuales, pero no dejemos que la sexualidad nos haga pasar por alto otros conceptos afines al tema. También, en el sentido agresivo, se puede «picar» a alguien. Se trata, en suma, de un estímulo que puede ser de índole sexual, agresiva o amorosa. Es un estímulo que tiene una valoración ambivalente, que puede ser grato o molesto, pero siempre excitante. La palabra latina prurigo significa, además de picor, alegría y el verbo prurire significa picar.
El picor corporal indica que, en el plano mental, algo nos excita, algo que, evidentemente, hemos pasado por alto, o no habría tenido que manifestarse en forma de prurito. Detrás del picor existe alguna pasión, un ardor, un deseo que está pidiendo ser descubierto. Por eso nos obliga a rascar. El rascarse es una
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forma suave de escarbar o cavar. Como se escarba y se cava en la tierra para sacar algo a la luz, así el que tiene picores rasca su superficie, su piel, en busca de lo que le pica, le hace cosquillas, le excita y le irrita. Cuando lo encuentra, se siente aliviado. Es decir, el prurito siempre anuncia algo que me pica, anuncia algo que no me deja frío, algo que me hace cosquillas: una pasión ardiente, una exaltación, un amor fogoso o, también, la llama de la ira. No es de extrañar que el picor esté acompañado de erupciones cutáneas, manchas rojas e inflamaciones. El lema es: rascar en la conciencia hasta encontrar qué es lo que pica.
ENFERMEDADES DE LA PIEL
En las enfermedades de la piel y erupciones, preguntar:
   1.   ¿Me aíslo excesivamente? 
   2.   ¿Cómo llevo mi capacidad de contacto? 
   3.   ¿No reprimo con mi actitud distante, el deseo de compenetración? 
   4.   ¿ Qué es lo que está tratando de salir a la luz? (Sexualidad, instinto, 
pasión, agresividad, entusiasmo.)
5. 6.
VIII.
¿Qué me pica en realidad? ¿Me he retraído al aislamiento?
LOS RIÑONES
Los riñones representan en el cuerpo humano la zona de la convivencia. Los dolores y afecciones de riñón se presentan cuando existen problemas de convivencia. No se trata tanto de la relación sexual como de la capacidad de relacionarse con los semejantes en general. La forma en que una persona se enfrenta con las demás se manifiesta con especial claridad en las relaciones de la pareja, pero es común a todos sus semejantes. Para comprender la relación existente entre los riñones y la comunicación con el prójimo, puede ser conveniente examinar, en primer lugar, el fondo psíquico de las relaciones humanas.
La polaridad de nuestra mente nos impide tener conciencia de nuestra totalidad y hace que nos identifiquemos sólo con una parte del Ser. A esta parte la llamamos Yo. Lo que no vemos es nuestra sombra que nosotros —por definición— desconocemos. El camino que debe seguir el ser humano es el que conduce hacia un mayor conocimiento. El ser humano está obligado constantemente a tomar conciencia de partes de sombra hasta ahora desconocidas e integrarlas en su identidad. Este proceso de aprendizaje no se termina hasta que poseemos el conocimiento total, hasta que estamos «completos». Esta unidad abarca toda la polaridad sin distinciones, es decir, tanto la parte masculina como la femenina.
El individuo completo es andrógino, ha fundido en su alma los aspectos masculino y femenino, para formar la unidad (bodas químicas). No se debe confundir lo andrógino con lo dual; naturalmente, el carácter andrógino se refiere al aspecto psíquico: el cuerpo conserva su sexo. Pero la mente ya no se
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identifica con él (como tampoco el niño pequeño se identifica con el sexo a pesar de que físicamente lo tiene). Este objetivo de bisexualidad también se expresa con el celibato y la indumentaria de los sacerdotes. Ser hombre es identificarse con el polo masculino del alma, con lo que la parte femenina automáticamente pasa a la sombra; por lo tanto, ser mujer es identificarse con el polo femenino, relegando al polo masculino a la sombra. Nuestro objetivo es tomar conciencia de nuestra sombra. Pero esto sólo se consigue a través de la proyección. Debemos buscar y hallar fuera de nosotros lo que nos hace falta y que, en realidad, está dentro de nosotros.
Esto, a primera vista, parece una paradoja: tal vez por ello sean tan pocos los que lo comprenden. Pero el reconocimiento requiere la división entre sujeto y objeto. Por ejemplo, el ojo ve pero no puede verse; para ello necesita de la proyección sobre un objeto. En la misma situación nos hallamos los seres humanos. El hombre sólo puede tomar conciencia de la parte femenina de su alma (C. G. Jung la llama «ánima») a través de su proyección sobre una mujer concreta, y la mujer, viceversa. Nosotros imaginamos la sombra estratificada. Hay capas muy profundas que nos angustian, y hay capas que están cerca de la superficie, esperando ser reconocidas y asumidas. Si encuentro a una persona que exhibe unas cualidades que se hallan en la parte superior de mi sombra, me enamoro de ella. Al decir ella me refiero tanto a la otra persona como a la parte de la propia sombra, puesto que, en definitiva, una y otra son idénticas.
Lo que nosotros amamos o aborrecemos en otra persona está siempre en nosotros mismos. Hablamos de amor cuando el otro refleja una zona de la sombra que en nosotros asumiríamos de buen grado, y hablamos de odio cuando alguien refleja una capa muy profunda de nuestra sombra que no deseamos ver en nosotros. El sexo opuesto nos atrae porque es lo que nos falta. A menudo nos da miedo porque nos es desconocido. El encuentro con la pareja es el encuentro con el aspecto desconocido de nuestra alma. Cuando tengamos claro este mecanismo de proyección en el otro de partes de la sombra propia, veremos todos los problemas de la convivencia a una nueva luz. Todas las dificultades que experimentamos con nuestra pareja son dificultades que tenemos con nosotros mismos.
Nuestra relación con el inconsciente siempre es ambivalente: nos atrae y nos atemoriza. No menos ambivalente suele ser nuestra relación con la pareja: la queremos y la odiamos, deseamos poseerla plenamente y librarnos de ella, la encontramos maravillosa e irritante. En el cúmulo de actividades y fricciones que constituyen una relación no hacemos más que andar a vueltas con nuestra sombra. Por ello, es frecuente que personas de carácter opuesto congenien. Los extremos se atraen: esto lo sabe todo el mundo, y no obstante siempre nos asombra que «se lleven tan bien siendo tan distintas». Mejor se llevarán dos personas cuanto más distintas sean, porque cada una vive la sombra de la otra o —más exactamente— cada una hace que su sombra viva en la otra. Cuando la pareja está formada por personas muy parecidas, aunque las relaciones resulten más apacibles y cómodas, no suelen favorecer mucho el desarrollo de
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quienes la componen: en el otro sólo se refleja la cara que ya conocemos: ello no acarrea complicaciones pero resulta aburrido. Los dos se encuentran mutuamente maravillosos y proyectan la sombra común al entorno, al que juntos rehuyen. En una pareja sólo son fecundas las divergencias, ya que a través de ellas, afrontándose a la propia sombra descubierta en el otro, puede uno encontrarse a sí mismo. Está claro que el objetivo de esta tarea es encontrar la propia identidad total.
El caso ideal es aquel en el que, al término de la convivencia, hay dos personas que se han completado a sí mismas o, por lo menos —renunciando al ideal— se han desarrollado, descubriendo partes ignoradas del alma y asumiéndolas conscientemente. No se trata, desde luego, de la pareja de tórtolos que no pueden vivir el uno sin el otro. La frase de que uno no puede vivir sin el otro sólo indica que uno, por comodidad (también podríamos decir por cobardía), se sirve del otro para hacer que viva la propia sombra, sin reconocerse en la proyección ni asumirla. En estos casos (son la mayoría) el uno no deja que el otro se desarrolle, ya que con ello habría que cuestionarse el papel que cada uno se ha adjudicado. En muchos casos, cuando uno de los dos se somete a psicoterapia, su pareja se queja de lo mucho que ha cambiado... («¡Nosotros sólo queríamos que desapareciera el síntoma!»)
La asociación de la pareja ha alcanzado su objetivo cuando el uno ya no necesita del otro. Sólo en este caso se demuestra que la promesa de «amor eterno» era sincera. El amor es un acto de la conciencia y significa abrir la frontera de la conciencia propia para dejar entrar aquello que se ama. Esto sucede sólo cuando uno acoge en su alma todo lo que la pareja representaba o —dicho de otro modo— cuando uno ha asumido todas las proyecciones y se ha identificado con ellas. Entonces la persona deja de hacer las veces de superficie de proyección —en ella nada nos atrae ni nos repele—, el amor se ha hecho eterno, es decir, independiente del tiempo, ya que se ha realizado en la propia alma. Estas consideraciones siempre producen temor en las personas que tienen proyecciones puramente materiales, que depositan el amor en las formas y no en el fondo de la conciencia. Esta actitud ve en la transitoriedad de lo terrenal una amenaza y se consuela con la esperanza de encontrar a sus «seres queridos» en el más allá. Pero suele pasar por alto que el «más allá» siempre está aquí. El más allá es la zona que trasciende las formas materiales. El individuo no tiene más que transmutar en su mente todo lo visible, y ya está más allá de las formas. Todo lo visible no es más que un símbolo, ¿por qué no habían de serlo también las personas?
Con nuestra manera de vivir tenemos que hacer superfluo el mundo visible, y también a nuestra pareja. Sólo se plantean problemas cuando dos personas «utilizan» su asociación de forma diferente, y mientras una reconoce sus proyecciones y las integra, la otra se limita a proyectarse. En este caso, cuando uno se independiza, el otro se queda con el corazón destrozado. Y cuando ninguno de los dos pasa de la fase de proyección, tenemos un amor de los que duran hasta la muerte, y después, cuando falta la otra mitad, viene el desconsuelo (!). Dichoso del que comprenda que a uno no pueden arrebatarle
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aquello que ha asumido en su interior. El amor o es uno o no es nada. Mientras se deposita en los objetos externos no ha alcanzado su objetivo. Es importante conocer con exactitud esta interrelación de la pareja antes de establecer la analogía con lo que ocurre en los riñones. En el cuerpo hay órganos singulares (estómago, hígado, páncreas) y órganos pares como los pulmones, los testículos y los ovarios. Si examinamos los órganos pares, llama la atención el que todos tengan relación con el tema de «contacto» «convivencia». Mientras los pulmones representan el contacto y comunicación con el entorno en general y los testículos y los ovarios, órganos sexuales, la relación sexual, los riñones son los órganos que corresponden a la convivencia con los semejantes. Por cierto que estos tres campos representan las tres denominaciones griegas del amor: filia (amistad), eros (amor sexual) y ágape (la progresiva unificación con el todo).
Todas las sustancias que entran en el cuerpo pasan a la sangre. Los riñones actúan como una central de filtrado. Para ello tienen que poder reconocer qué sustancias son tolerables y aprovechables por el organismo y qué residuos y toxinas deben ser expulsados. Para realizar esta difícil tarea, los riñones disponen de diferentes mecanismos que, dada su complejidad, reduciremos a dos funciones básicas: la primera etapa del filtrado funciona como un tamiz mecánico en el que son retenidas las partículas a partir de un tamaño determinado. El poro de este tamiz tiene la luz precisa para retener hasta la más pequeña molécula de albúmina. El segundo paso, bastante más complicado, se basa en una combinación de ósmosis y del principio de la contracorriente. Esencialmente, la ósmosis consiste en el equilibrio de la presión y la concentración de dos líquidos separados entre sí por una membrana semipermeable. El principio de contracorriente hace que los dos líquidos de distinta concentración circulen repetidamente en sentido contrario con lo cual, en caso necesario, los riñones pueden expulsar orina concentrada (por ejemplo, en la micción matinal). Esta compensación osmótica sirve, en definitiva, para retener las sales vitales para el cuerpo, de las que depende, entre otras cosas, el equilibrio entre álcalis y ácidos.
El profano suele ignorar la importancia vital que tiene el equilibrio de los ácidos en el cuerpo, que se expresa numéricamente con el valor PH. Todas las reacciones bioquímicas (como por ejemplo la producción de energía y la síntesis de la albúmina) dependen de un valor PH estable dentro de unos márgenes muy estrechos. La sangre se mantiene en el justo medio entre lo alcalino y lo ácido, entre Yin y Yang. Análogamente, toda sociedad consiste en la tentativa de situar en equilibrio armónico los dos polos, el masculino (Yang, ácido) y el femenino (Yin, alcalino). Como el riñón se encarga de garantizar el equilibrio entre ácido y alcalino, así la sociedad, análogamente, trata de que el individuo, mediante la unión con otra persona que vive la sombra de uno, se perfeccione y se complete. Así la otra mitad (la «media naranja») con su manera de ser, compensa lo que a uno le falta.
De todos modos, el mayor peligro de la pareja estriba en la convicción de que los problemas y perturbaciones se deben únicamente a la convivencia y no
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tienen nada que ver con uno. En este caso, uno se queda atascado en la fase de la proyección y no reconoce la necesidad ni el beneficio de asumir e integrar la parte de la propia sombra reflejada por la pareja, y crecer y madurar con esta toma de conciencia. Si este error se refleja en el plano somático, los riñones dejarán pasar sustancias esenciales para la vida (albúmina, sales) a través del sistema de filtrado, con lo que unos componentes esenciales para el propio desarrollo pasan al mundo exterior (por ejemplo, en el caso de la glomerulonefritis). Los riñones, a su vez, demuestran la misma incapacidad para asimilar las sustancias importantes que manifestó la mente al no reconocer como propios problemas importantes y cargarlos al otro. Como el individuo tiene que reconocerse a sí mismo en el compañero, así también los riñones necesitan la facultad de reconocer la importancia que para la propia realización y desarrollo tienen las sustancias «ajenas», que vienen del exterior. La estrecha relación de los riñones con el tema de la «compenetración» y la «comunicación» se deduce claramente de determinadas costumbres de la vida diaria. En todas las ocasiones en las que las personas se reúnen con el propósito de comunicar, la bebida desempeña papel preponderante. Ello no es de extrañar, ya que la bebida estimula el riñón, «órgano de la comunicación» y, por consiguiente, también la facultad de la comunicación psíquica. Es fácil entrar en contacto haciendo chocar las copas o las jarras de cerveza. Es éste un «choque» sin agresividad. En Alemania, es frecuente iniciar el tuteo con un brindis. Sin la bebida común, el establecimiento de contacto sería casi inconcebible. Tanto en una reunión de sociedad como en una fiesta popular, el individuo bebe para acercarse al prójimo. Por ello, suele mirarse con recelo al que bebe poco o nada, ya que denota que no quiere estimular sus órganos de contacto y que prefiere mantenerse a distancia. En todas estas ocasiones, se da preferencia a las bebidas muy diuréticas que excitan los riñones, como café, té y alcohol. (En las reuniones sociales no sólo se bebe sino que también se fuma. Y es que el tabaco estimula el otro de nuestros órganos de contacto, los pulmones. Sabido que el individuo bebe mucho más en compañía que cuando está solo.) El acto de beber denota deseo de establecer contacto, aunque existe el peligro de que este contacto no pase de sucedáneo de la verdadera comunicación.
Los cálculos se forman por la precipitación y cristalización del exceso de ciertas sustancias de la orina (ácido úrico, fosfato y oxalato cálcico). Influye en la formación de cálculos, además de las condiciones ambientales, la cantidad de líquido que se bebe; el líquido reduce la concentración de una sustancia y aumenta la solubilidad. Cuando se forma un cálculo, se interrumpe el flujo y puede producirse el cólico. El cólico es la tentativa del cuerpo de expulsar el cálculo por medio de movimientos peristálticos del conducto urinario. Es un proceso tan doloroso como un parto. El dolor del cólico produce vivo desasosiego y deseo de movimiento. Si el cólico generado por el propio cuerpo no basta para expulsar la piedra, el médico hace saltar al paciente para ayudar a desalojar el cálculo. El tratamiento que se aplica para acelerar el parto de la piedra consiste en relajación, calor e ingestión de líquidos.
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La relación de este proceso con el plano psíquico es evidente. El cálculo se compone de sustancias que en realidad hubieran debido ser eliminadas, ya que no son necesarias para el cuerpo. Ello corresponde a una acumulación de temas de los que el individuo hubiera tenido que aligerarse hace tiempo, ya que no eran necesarios para su desarrollo. Si uno se aferra a temas superfluos y trasnochados, éstos bloquean la corriente del desarrollo y producen congestión. El síntoma del cólico induce a ese movimiento que uno, con su agarrotamiento, deseaba impedir, y el médico exige al paciente lo más conveniente: saltar. Sólo el salto para dejar atrás lo inservible puede hacer fluir nuevamente el desarrollo y liberarnos de lo viejo (piedra).
Las estadísticas indican que los hombres son más propensos a los cálculos renales que las mujeres. Los temas de «armonía» «convivencia» son para el hombre más difíciles que para la mujer, mejor dotada para manejar estos principios. La agresiva autoafirmación, por el contrario, entraña más dificultades para la mujer, por ser éste un principio más propio del hombre. Estadísticamente, ello se refleja en la ya indicada incidencia de los cálculos biliares en las mujeres. Las solas medidas terapéuticas aplicadas al cólico nefrítico describen ya perfectamente los principios que pueden servir de ayuda en la solución de problemas de armonía y convivencia: calor como expresión de afecto y amor, relajación de los vasos contraídos en señal de apertura y, finalmente, aumento de la fluidez para que todo vuelva a circular.
Riñón contraído = riñón artificial
La degeneración llega a su fase terminal cuando cesan todas las funciones del riñón y una máquina, el riñón artificial, tiene que encargarse de la vital tarea de purificar la sangre (diálisis). Ahora, el que no supo resolver sus problemas con la pareja de carne y hueso, encuentra pareja en la máquina perfecta. Cuando ninguna pareja fue lo bastante buena, ni lo bastante segura, o todo lo supeditó al propio afán de libertad e independencia, uno encuentra en el riñón artificial a la pareja ideal que hace todo lo que uno le pide sin exigir nada a cambio. Pero, por otro lado, uno depende enteramente de ella: tiene que ir a visitarla al hospital por lo menos tres veces a la semana o —si puede permitirse tener una máquina de propiedad— dormir fielmente a su lado noche tras noche. Uno no puede mantenerse apartado de ella mucho tiempo y tal vez así aprenda que la pareja perfecta no existe, para el que no es perfecto.


ENFERMEDADES DEL RIÑÓN
Cuando el riñón se obtura, debería uno hacerse las preguntas siguientes:
   1.   ¿Qué problemas de convivencia tengo? 
   2.   ¿Acostumbro a pararme en la fase de proyección y considerar los 
defectos de mi pareja como problemas exclusivamente suyos? 
   3.   ¿Dejo de verme a mí mismo en la manera de obrar de mi pareja? 
   4.   ¿Me aferro a viejos problemas impidiendo con ello el libre curso del 
desarrollo?
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5. ¿Qué saltos quiere hacerme dar en realidad la piedra de mi riñón?
La vejiga
La vejiga es el recipiente en el que la orina, es decir, todas las sustancias desechadas por los riñones, espera poder salir del cuerpo. La presión que provoca la orina acumulada, impulsa a la evacuación, la cual produce un alivio. Todos sabemos por experiencia que muchas veces las ganas de orinar están relacionadas con determinadas situaciones. Siempre son situaciones en las que el individuo se encuentra bajo presión psíquica, ya sea un examen, un tratamiento o condiciones similares que generan ansiedad o tensión. La presión, experimentada primeramente en el plano psíquico, pasa al plano físico y se manifiesta en la vejiga.
La presión siempre nos insta a soltar y relajarnos. Cuando somos incapaces de atender esta llamada en el plano psíquico, tenemos que hacerlo a través de la vejiga. De este modo se experimenta claramente la magnitud de la presión de una situación, cuán dolorosa puede llegar a ser si no se le libera y qué alivio se siente al liberarla. Además, la somatización permite transformar la presión que se experimenta de modo pasivo en una presión activa puesto que, con el pretexto de ir al aseo, puede interrumpirse y manipularse casi cualquier situación. El que tiene que ir al aseo siente una presión y, al mismo tiempo, la ejerce: eso lo sabe el estudiante tan bien como cualquier paciente y siempre, inconsciente pero infaliblemente, recurre a este síntoma.
La relación entre síntoma y manipulación de poder que está especialmente clara en este caso, desempeña también un papel importante en todos los síntomas. El enfermo siempre tiende a utilizar sus síntomas como medios de presión. Con esto abordamos uno de los más grandes tabúes de nuestro tiempo. El afán de dominio es un problema básico del ser humano. Mientras el individuo tiene un Yo, ansía dominar. Cada «...pero yo quiero», es expresión de este afán de dominio. Ahora bien, dado que, por otra parte, el poder se ha convertido en un concepto muy negativo, los humanos se sienten obligados a disimular su juego. Son relativamente pocas las personas que tienen el valor de declarar y asumir abiertamente su ansia de poder. La mayoría trata de imponerse indirectamente. Para ello utiliza ante todo los medios de la enfermedad y del desamparo social. Estos medios son relativamente seguros; no serán cuestionados porque los procesos funcionales y el medio social están por encima de toda sospecha.
Dado que casi todo el mundo utiliza, en alguna medida, estos medios para sus propias estrategias de dominio, a nadie interesa que sean desenmascaradas y toda tentativa dirigida a este fin es rechazada con viva indignación. Nuestro mundo es coaccionable por la enfermedad y la muerte. Por medio de la enfermedad casi siempre puede lograrse lo que, sin síntomas, nunca se conseguiría: atención, compasión, dinero, tiempo libre, ayuda y poder sobre los demás. Este beneficio secundario de la enfermedad, que se consigue utilizando el síntoma como instrumento de dominio, no pocas veces impide la curación.
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El tema del «síntoma como expresión de dominio» está patente en la enuresis. Si durante el día un niño está sometido a una presión tan fuerte (padres, escuela) que no puede relajarse ni formular sus propias pretensiones, la enuresis nocturna resuelve varios problemas a la vez: permite la relajación de la presión sufrida y, al mismo tiempo, proporciona la oportunidad de hacer que los padres, siempre tan fuertes y poderosos, queden reducidos a la impotencia. Por medio de este síntoma, el niño, encubiertamente, desde luego, responde a la presión que soporta durante el día. Y no hay que olvidar la relación existente entre la enuresis y el llanto. Ambos sirven para descargar una presión interna. Por lo tanto, la enuresis podría describirse también como un «llanto inferior». En todos los demás síntomas de la vejiga intervienen los temas comentados hasta ahora. En la cistitis o inflamación el escozor al orinar indica claramente cuánto duele al paciente «dejarlo correr». Las frecuentes ganas de orinar sin evacuación de líquido o con una evacuación mínima denotan incapacidad de desasirse de un tema, a pesar de la presión. En todos estos síntomas, hay que recordar que las sustancias o, en su caso, temas que hay que dejar correr, ya están pasados y no representan más que lastre.
ENFERMEDADES DE LA VEJIGA
Las afecciones de la vejiga plantean las siguientes preguntas:
1. 2.
3. 4.
¿A qué cosas me aferro, a pesar de que están superadas y esperando ser evacuadas?
¿Qué hace que yo mismo me someta a presión y la proyecte sobre otros (un examen, el jefe)?
¿Qué temas superados tengo que dejar correr? ¿Por qué lloro?
IX. LA SEXUALIDAD Y EL EMBARAZO
La sexualidad es el ámbito más amplio en el que los humanos dirimen, practicando, el tema de la polaridad. El ser humano experimenta su carencia y busca aquello que le falta. En la unión corporal con su polo opuesto alcanza un nuevo estado de conciencia al que llama orgasmo. Este estado lo asimila el individuo a la felicidad. Sólo tiene un inconveniente: no puede mantenerse en el tiempo. El ser humano trata de compensar este inconveniente por medio de la reiteración. Por muy breve que sea este momento, indica al individuo que hay estados de conciencia cualitativamente muy superiores al «normal». Esta sensación de felicidad es también lo que, en definitiva, impide que el ser humano descanse, lo que le hace estar siempre buscando algo. La sexualidad revela ya la mitad del secreto: cuando se unen dos polos formando una unidad se produce una sensación de felicidad. Por lo tanto, la felicidad es «unidad». Ahora queda la segunda mitad del secreto, la que nos revele cómo se puede prolongar indefinidamente este estado. Muy sencillo: mientras la unión de los opuestos se realice sólo en el plano corporal (sexualidad), el estado de la conciencia (orgasmo) resultante está limitada en el tiempo, ya que este plano
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del cuerpo está sometido a la ley del tiempo. Sólo se libera uno del tiempo realizando la unión de los opuestos también en la mente: si consigo alcanzar la unidad en este plano, habré encontrado la felicidad eterna, es decir, fuera del tiempo.
Con este reconocimiento empieza el camino esotérico, que en Oriente se llama camino del yoga. Yoga es una palabra sánscrita que significa yugo. El yugo siempre forma unidad de una dualidad: dos bueyes, dos cubos, etc. Yoga es el arte de unir la dualidad. Dado que la sexualidad contiene en sí el esquema básico del camino y, al mismo tiempo, lo expone en un plano accesible a todos los seres humanos, la sexualidad ha sido utilizada en todos los tiempos para la representación analógica del camino. Aún hoy el turista contempla con asombro y perplejidad en los templos orientales las —a su modo de ver— pornográficas imágenes. No obstante, aquí la unión sexual de dos divinidades se utiliza para exponer simbólicamente el gran secreto de la conjunctio oppositorum.
Una de las peculiaridades de la teología cristiana es la de haber denostado de tal manera el cuerpo y la sexualidad que nosotros, hijos de una cultura de raíz cristiana, tratamos de construir un antagonismo irreconciliable entre el sexo y la senda espiritual (...desde luego, el simbolismo sexual no siempre ha sido ajeno a los cristianos, como demuestran, por ejemplo, las «doctrinas de la esposa de Cristo»). En muchos grupos que se consideran a sí mismos «esotéricos» se cultiva todavía activamente esta oposición entre carne y espíritu. En estos círculos se confunde básicamente la transmutación con la represión. También aquí bastaría comprender el fundamento esotérico «así arriba como abajo» para darse cuenta de que lo que el ser humano no consiga abajo nunca podrá realizarlo arriba. Es decir, el que tenga problemas sexuales deberá resolverlos en el aspecto corporal, en lugar de buscar la salvación en la huida: la unión de los opuestos es aún mucho más difícil en los planos «superiores».
Desde este punto de vista, tal vez resulte comprensible por qué Freud relaciona casi todos los problemas humanos con la sexualidad. Esta actitud tiene su justificación y sólo adolece de un pequeño defecto de forma.
Freud (y todos los que piensen de este modo) omitió dar el último paso desde el plano de la manifestación concreta hasta el principio que se halla detrás de ella. Porque la sexualidad no es sino una de las formas de expresión posibles del principio de la «polaridad» «unión de los contrarios». Planteado el tema de esta forma abstracta, incluso los críticos de Freud tendrían que convenir en que: todos los problemas humanos pueden reducirse a la polaridad y a la tentativa de aunar los contrarios (este paso lo dio finalmente C. G. Jung). De todos modos, lo cierto es que la mayoría de los seres humanos descubren, experimentan y dirimen los problemas de la polaridad primeramente en el plano de la sexualidad. Ésta es la razón por la que la sexualidad y la convivencia generan los mayores motivos de conflicto para el ser humano: es el difícil problema de la «polaridad» lo que atormenta al ser humano hasta que éste halla el punto de la unidad.
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Trastornos de la regla
El flujo mensual es expresión de feminidad, fertilidad y receptividad. La mujer está sometida a este ritmo. Tiene que amoldarse a él y aceptar las limitaciones que le impone. Con el término de amoldarse tocamos un aspecto fundamental de la feminidad: la abnegación. Al decir feminidad nos referimos al principio general del polo femenino en el mundo, al que los chinos, por ejemplo, llaman «Yin», los alquimistas simbolizan con la Luna y la psicología profunda expresa con el símbolo del agua. Desde esta óptica, cada mujer no es sino manifestación del principio femenino arquetípico. El principio femenino puede definirse por su receptividad. Así en «I Ging» se lee: «Lo masculino rige lo creativo, lo femenino rige lo receptivo.» Y, en otro lugar: «En la receptividad está la mayor capacidad de entrega del mundo.»
La capacidad de entrega es la característica esencial de la mujer: es la base de todas las demás facultades, como la de apertura, absorción, acogida. La capacidad de entrega exige también la renuncia a la actuación activa. Examinemos los símbolos de la feminidad: la Luna y el agua. Ambos renuncian a irradiar y emitir como sus polos opuestos, el Sol y el fuego. Por ello, son capaces de absorber, acumular y reflejar la luz y el calor. El agua renuncia a la pretensión de poseer forma propia: adopta cualquier forma. Se amolda, en entrega.
La polaridad Sol y Luna, fuego y agua, masculino y femenino, no lleva implícita valoración alguna. Toda valoración sería absolutamente improcedente, ya que, por sí solo, cada polo está incompleto: para estar entero necesita del otro polo. Ahora bien, esta calidad de entero sólo se consigue cuando ambos polos representan plenamente su peculiaridad específica. En muchas reinvindicaciones emancipadoras se pasan por alto fácilmente estas leyes del arquetipo. Sería una tontería que el agua se quejara de no poder arder ni brillar y por ello se sintiera inferior. Precisamente por no poder arder puede recibir, capacidad a la que el fuego tiene que renunciar. Uno no es mejor ni es peor que el otro, sólo es diferente. De esta diferencia entre los polos surge la tensión llamada «vida». Nivelando los polos no se consigue eliminar oposiciones. La mujer que acepte y viva plenamente su feminidad nunca se sentirá «inferior».
La «no reconciliación» con la propia feminidad subyace en la mayoría de los trastornos menstruales y en muchos otros síntomas del campo sexual. La entrega, la adaptabilidad, siempre es difícil para el ser humano, exige renuncia a la propia voluntad, al yo, al predominio del ego. Uno tiene que sacrificar algo de su ego, una parte de sí, y esto es lo que la menstruación exige de la mujer. Porque, con la sangre, la mujer sacrifica una parte de su fuerza vital. La regla es un pequeño embarazo y un pequeño parto. Y, en la medida en que una mujer no esté conforme con esta «regla», se producirán trastornos y dolencias menstruales. Éstos indican que una parte de la mujer (por lo general, inconscientemente) se rebela ya sea a la regla, al sexo o al hombre, o a todo ello. Precisamente a esta rebelión, «yo no quiero», apela la propaganda de las compresas y tampones, prometiendo que, si empleas el producto, serás libre y
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podrás hacer todo lo que quieras durante el periodo. La publicidad explota hábilmente el conflicto básico de la mujer: ser mujer, sí, pero no aceptar lo que trae consigo la condición femenina.
A la que sufre dolores menstruales le duele ser mujer. Los problemas menstruales denotan problemas sexuales, pues la resistencia a la entrega que se manifiesta en el trastorno menstrual delata un agarrotamiento de la vida sexual. La que se relaja en el orgasmo se relaja también en la menstruación. El orgasmo es una pequeña muerte, lo mismo que el sueño. También la menstruación tiene algo de muerte: unos tejidos mueren y son expulsados. Pero morir no es sino la invitación a superar las limitaciones del yo y sus ansias de dominio y dejar que las cosas sigan su curso. La muerte sólo es una amenaza para el ego, nunca para el ser humano en sí. El que se aferra al ego experimenta la muerte como una lucha. El orgasmo también es una pequeña muerte, porque exige desprenderse del Yo. Y es que el orgasmo es la unión del Yo y el Tú, lo cual presupone la apertura de la frontera del Yo. Quien se aferra al Yo no experimenta el orgasmo (lo mismo ocurre cuando se quiere conciliar el sueño, como se verá más adelante). La afinidad entre muerte, orgasmo y menstruación debería estar clara: es la capacidad de entrega, el estar dispuesto a sacrificar una parte del ego.
No es de extrañar, pues, que, como ya hemos visto, las anoréxicas no menstrúen o padezcan trastornos menstruales: es el ansia de dominio reprimida lo que les impide aceptar la regla. Tienen miedo de su feminidad, miedo de la sexualidad, de la fertilidad y de la maternidad. Se ha comprobado que en situaciones de gran angustia e inseguridad, catástrofes, cárcel, campos de trabajo y campos de concentración suelen producirse faltas de la menstruación (amenorrea secundaria). Y es que, desde luego, tales situaciones, lejos de fomentar el tema de la «entrega», inducen a la mujer a adoptar actitudes masculinas de actividad y autoafirmación.
Hay otro aspecto de la menstruación que no debemos pasar por alto: el flujo menstrual es expresión de la facultad de tener hijos. La menstruación produce reacciones distintas, según la mujer desee tener un hijo o no. Si lo desea, le indica que «tampoco esta vez pudo ser». En este caso, el período provoca molestias y mal humor. La regla se acusa «con dolor». Pese a su deseo de tener hijos, estas mujeres suelen utilizar métodos anticonceptivos, aunque poco fiables: es el compromiso entre la inconsciente ansia de maternidad y el afán de procurarse una coartada. Si la mujer teme quedar embarazada, espera la regla con ansiedad, lo cual es el medio más seguro para producir un retraso. El flujo suele ser entonces abundante y prolongado, circunstancia que también puede utilizarse para rehuir el sexo. Básicamente, la regla, como cualquier síntoma, puede esgrimirse como instrumento ya sea para eludir el acto sexual, ya para reclamar atenciones y mimos.
La menstruación es determinada físicamente por la interrelación de la hormona femenina estrógeno y la hormona masculina gestágeno. Esta interrelación corresponde a una «sexualidad a escala hormonal». Si esta «sexualidad hormonal» se perturba, se trastorna también la regla. Esta clase
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de anomalías difícilmente se subsana con la administración de hormonas medicamentosas, ya que las hormonas son exclusivamente representantes materiales de las partes del alma masculina y femenina. La curación sólo puede hallarse en la reconciliación con la propia condición sexual, ya que éste es requisito indispensable para poder realizar en sí el polo del sexo opuesto.
El embarazo imaginario (Pseudogravidez)
El embarazo imaginario nos permite observar con claridad meridiana la traslación de procesos psíquicos al campo somático. Estas mujeres no sólo experimentan síntomas subjetivos del embarazo, como: antojos, sensación de hartazgo, náuseas y vómitos, sino también la típica hinchazón de los pechos, pigmentación de los pezones e, incluso, secreción láctica. La mujer siente los movimientos del niño y el vientre se le abulta como en los últimos meses de un embarazo real. Este fenómeno del embarazo aparente, conocido desde la antigüedad pero relativamente raro, se debe al conflicto entre un gran deseo de tener hijos y el miedo inconsciente a la responsabilidad. Si el embarazo aparente se presenta en mujeres que viven solas y aisladas, puede ser indicio de un conflicto entre sexualidad y maternidad. Una desea desempeñar el noble papel de madre pero sin que intervenga el innoble contacto sexual. En cualquier caso, el embarazo aparente del cuerpo indica la verdad: se hincha sin contenido.
Problemas del embarazo
Los problemas del embarazo denotan siempre un rechazo del niño. Esta afirmación será sin duda rebatida con vehemencia por aquellas personas en las que mejor encaja. Pero, si queremos conocer la verdad, si queremos conocernos a nosotros mismos, tenemos que prescindir de los valores habituales. Porque son el peor enemigo de la sinceridad. Mientras uno esté convencido de que para ser buena persona sólo tiene que mantener una actitud u observar un comportamiento determinados, forzosamente reprimirá todos los impulsos que no encajen con su esquema. Estos impulsos reprimidos son lo que, en forma de síntomas corporales, equilibran la realidad.
No nos cansamos de insistir sobre este aspecto, para que nadie se engañe a sí mismo con un precipitado: «¡Eso no va conmigo!» El tener hijos es precisamente uno de los temas más positivamente valorados, lo que da lugar a mucha falta de sinceridad, la cual, a su vez, se traduce en síntomas. Por ejemplo, las pérdidas indican el deseo de perder el niño: es un aborto inconsciente. Este rechazo del niño se manifiesta en forma más suave en la (casi habitual) náusea y, especialmente, en los vómitos del embarazo. Es síntoma que se manifiesta sobre todo en mujeres muy delicadas y delgadas, dado que en ellas el embarazo produce un fuerte incremento de las hormonas femeninas (estrógeno). Pero, precisamente en las mujeres menos femeninas, esta irrupción (hormonal) de feminidad genera un temor y rechazo que se manifiesta en náuseas y vómitos. La generalizada sensación de náusea y malestar durante un embarazo indica únicamente que son muchos los casos en
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los que la llegada de un hijo provoca, además de alegría, una sensación de rechazo. Ello es comprensible, ya que, al fin y al cabo, un hijo supone un cambio trascendental en la vida y una responsabilidad que, en un principio, indudablemente desencadena temor. Pero, en la medida en que este conflicto no se afronta conscientemente, el rechazo pasa al cuerpo.
Gestosis del embarazo
Hay que distinguir entre la gestosis temprana (6o a 14o semana) y la gestosis tardía llamada también toxemia del embarazo. La gestosis se manifiesta con hipertensión, pérdida de albúmina por el riñón, calambre (eclampsia del embarazo), mareos y vómitos matutinos. El cuadro indica rechazo del niño e intentos, unos simbólicos y otros concretos, de librarse de él. La albúmina que se pierde por los riñones es muy necesaria para el niño. Pero, puesto que se pierde, no le es suministrada: se trata, pues, de impedir su crecimiento negándole la materia prima. Los calambres revelan el intento de expulsar al niño (se asemejan a las contracciones del parto). Todos estos síntomas, relativamente frecuentes, indican el conflicto descrito. De la violencia y peligrosidad de los síntomas puede deducirse la fuerza del rechazo o en qué medida la madre está dispuesta a admitir al niño.
En la gestosis tardía encontramos un cuadro ya más agudo que amenaza seriamente no sólo al bebé sino también a la madre. En este caso, el riego sanguíneo de la placenta se reduce sustancialmente. La superficie de intercambio de la placenta es de doce a catorce metros cuadrados. Con la gestosis, queda reducida a unos siete metros cuadrados, y con menos de cuatro metros y medio, el feto muere. La placenta es el órgano de contacto entre la madre y el hijo. Si el riego sanguíneo se reduce, se merma el contacto. La insuficiencia placentaria provoca la muerte del feto en una tercera parte de los casos. Si el bebé sobrevive a la gestosis tardía, suele ser raquítico y tener aspecto de anciano. La gestosis tardía es el intento del cuerpo de asfixiar al niño, en el cual la madre arriesga su propia vida.
La medicina considera que son propensas a la gestosis las diabéticas, las enfermas del riñón y las obesas. Si examinamos estos tres grupos vemos que tienen un problema común: el amor. Las diabéticas son incapaces de aceptar amor y, por lo tanto, tampoco pueden darlo; las enfermas de riñón tienen problemas de convivencia, y las obesas, con su bulimia, indican que tratan de resarcirse de la falta de amor con la comida. No es pues de extrañar que mujeres que tienen problemas con el tema del «amor» tengan dificultades para abrirse a un niño.
El parto y la lactancia
Todos los problemas que retrasan o dificultan el parto indican la tentativa de retener al niño, la negativa de separarse de él. Este problema ancestral entre madre e hijo se repite cuando el hijo quiere abandonar la casa paterna. Es la misma situación en planos distintos: en el parto, el niño abandona la seguridad del claustro materno y, en el segundo caso, el amparo de la casa paterna.
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Ambas situaciones suelen conducir a un «parto difícil» hasta que, finalmente, se corta el cordón umbilical. También aquí el tema consiste en «soltar».
Cuanto más profundizamos en los cuadros de la enfermedad y, por consiguiente, en los problemas del ser humano, mejor observamos que la vida humana oscila entre los polos de «tomar» y «dejar». El primero suele llamarse también «amor» y el segundo, en su forma extrema, «muerte». Vivir consiste en ejercitar rítmicamente la aceptación y el desprendimiento. Lo más frecuente es que se pueda hacer una cosa y no la otra y, a veces ninguna de las dos. En el acto sexual, la mujer tuvo que abrirse y ensancharse para admitir al Tú. En el parto tiene que volver a abrirse y ensancharse, ahora para desprenderse de una parte de su ser, a la que debe dejar que se convierta en Tú. Si se resiste, el parto se complica y hay que recurrir a la cesárea. Los niños hipermaduros suelen nacer por cesárea, carácter que expresa esta «resistencia a la separación». También las restantes causas que suelen determinar la práctica de la cesárea son indicios del mismo problema: la mujer tiene miedo de ser demasiado estrecha, de sufrir desgarro del perineo o de resultar poco atractiva para el hombre.
El problema contrario se da en el parto prematuro que suele ser provocado por una rotura de aguas antes de tiempo, la cual, a su vez, es debida a contracciones que se adelantan a su momento. Es el intento del niño por abrirse paso.
La lactancia materna es mucho más que simple alimentación. La leche materna contiene anticuerpos que protegen al niño durante el primer medio año. Sin la leche materna, el niño carece de esta protección que es mucho más amplia que la que proporcionan los anticuerpos por sí solos. El niño que no mama de su madre está privado del contacto directo y falto de la sensación de protección que la madre transmite por el acto de «apretarlo contra su pecho». El caso del niño que no mama de su madre expresa la falta de deseo de la madre de alimentarlo, de protegerlo, de ocuparse personalmente de él. Este problema es objeto de una represión más profunda en las madres que no tienen leche que en las que reconocen francamente que no quieren dar de mamar.
Esterilidad
Cuando una mujer no tiene hijos a pesar de desearlos, ello indica bien la presencia de un rechazo inconsciente, bien que el deseo de tener un hijo se funda en una motivación engañosa. Motivación engañosa puede ser, por ejemplo, el afán de retener a la pareja por medio del niño o el de relegar a segundo plano problemas existentes. En tales casos, el cuerpo suele reaccionar con sinceridad y clarividencia. Análogamente, la esterilidad del hombre indica el miedo a las ataduras y a la responsabilidad que un niño pondría en su vida.
La menopausia y el climaterio
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El final de la menstruación supone para la mujer un cambio de vida tan trascendental como la aparición de la primera regla. La menopausia señala a la mujer la pérdida de la facultad de procrear y, por lo tanto, también la pérdida de una forma de expresión específicamente femenina. La manera en que este cambio sea experimentado y asumido por la mujer dependerá de su actitud hacia la propia feminidad y de la satisfacción sexual experimentada hasta el momento. Además de las reacciones secundarias de ansiedad, irritabilidad y falta de energía, todos ellos indicios de dificultad para amoldarse a la nueva etapa de la vida, existen una serie de síntomas de carácter más somático. Son conocidos los sofocos, con los cuales, en realidad, se pretende aparentar «calor sexual». Es un intento de demostrar que, con la pérdida de la regla, no se ha perdido la feminidad en el sentido sexual, y de este modo una demuestra que está caliente. También las frecuentes hemorragias son afán de simular fertilidad y juventud.
La magnitud de los problemas y dolencias del climaterio dependen, en gran medida, de la plenitud con que se haya experimentado la propia feminidad. Todos los deseos no realizados suelen agigantarse en esta fase, produciendo amargura por las oportunidades perdidas, ansiedad y deseos de recuperación. Sólo lo no vivido nos hace arder. En esta fase de la vida, suelen producirse también los miomas del útero, tumores benignos del tejido muscular. Estos tumores de la matriz simbolizan un embarazo: la mujer alimenta en la matriz algo que luego habrá que extraer por medio de una operación que será como un parto. Los miomas pueden considerarse indicio de inconscientes deseos de embarazo.
Frigidez e impotencia
Detrás de todos los trastornos sexuales está el miedo. Ya hemos hablado de la relación existente entre el orgasmo y la muerte. El orgasmo amenaza nuestro Yo, ya que libera una fuerza que no podemos dominar, que no podemos controlar con nuestro ego. Todos los estados de éxtasis o delirio — tanto de índole sexual como religioso— desencadenan en las personas fascinación y temor. El temor se acrecienta en la medida en que una persona está acostumbrada a controlarse. El éxtasis es pérdida del control.
El autodominio es una cualidad que nuestra sociedad valora de forma muy positiva y, que, por lo tanto, inculca activamente en los niños («¡Ya basta de llanto!»). La afirmación de que un riguroso autodominio facilita la convivencia social es también muestra de la increíble falsedad de esta sociedad. En definitiva, el autodominio no es sino la represión al inconsciente de todos los impulsos no deseados por una comunidad. Con ello, el impulso desaparece de la vista, sí, pero tenemos que preguntarnos qué pasará con él. Por naturaleza, el impulso tiene que manifestarse, es decir que pugnará por volver a salir a la superficie, y el ser humano tendrá que seguir gastando energía para seguir reprimiéndolo y controlándolo.
Aquí se ve por qué el ser humano tiene miedo a la pérdida de control. Un estado de éxtasis o embriaguez «destapa» el inconsciente y enseña todo lo
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que hasta ahora fuera cuidadosamente ocultado. Y el ser humano practica una sinceridad que habitualmente le resulta dolorosa. «In veno veritas», decían ya los romanos. En la embriaguez, de un manso cordero brotan accesos de furiosa agresividad, mientras que un «tipo duro» puede echarse a llorar. La reacción es auténtica, pero socialmente indecorosa: por eso, «uno tiene que dominarse». En estos casos, el hospital nos hace sinceros.
La persona que, por miedo a perder el control, constantemente se ejercita en el autodominio, encuentra muy difícil renunciar al control del Yo sólo en la sexualidad y dejar libre curso a los acontecimientos. En el orgasmo, ese pequeño Yo del que siempre estamos tan orgullosos, tiene que desaparecer. En el orgasmo, el Yo muere (¡...por desgracia, sólo momentáneamente, ya que, si no, la iluminación sería mucho más fácil!). Pero el que se aferra al Yo bloquea el orgasmo. Cuanto más pretende el Yo forzar el orgasmo, menos lo consigue. Esta ley, aunque conocida, se olvida con frecuencia. Mientras el Yo desea algo, es imposible alcanzarlo. En última instancia, el deseo se traduce en todo lo contrario: desear dormir produce insomnio, desear potencia hace impotente. ¡Mientras el Yo ansíe la iluminación no la conseguirá! El orgasmo es la renuncia al Yo: sólo así se consigue la «unificación», porque, mientras exista un Yo existirá también un «los otros» y viviremos en la dualidad. Si quieren experimentar el orgasmo, tanto el hombre como la mujer tienen que relajarse, dejar que las cosas sigan su curso. Pero, para que haya armonía en la relación sexual, además de este requisito común, hombre y mujer tienen que cumplir otros específicos de su sexo.
Ya hemos hablado extensamente de la capacidad de entrega como principio de la feminidad. La frigidez indica no que una mujer no quiera entregarse plenamente sino que quiere hacer de hombre. No desea supeditarse, no quiere estar «abajo», quiere mandar. Estas ansias de dominio y de poder son expresión del principio masculino e impiden que la mujer se identifique plenamente con el principio de la feminidad. Estas alteraciones, naturalmente, tienen que perturbar un proceso polar tan sensible como la sexualidad. Esta observación se confirma por el hecho de que las mujeres frígidas pueden experimentar el orgasmo por medio del onanismo. En el onanismo desaparece el problema del dominio y la entrega: una se siente sola y no necesita acoger a nadie, sólo las propias fantasías. Un Yo que no se ve amenazado por un Tú se retira voluntariamente. En la frigidez se manifiestan también los temores de las mujeres a sus propios instintos, especialmente cuando se valoran tópicos tales como mujer decente, golfa, etcétera. La mujer frígida no quiere relajarse ni abrirse, sino mantenerse fría.
El principio masculino es hacer, crear y realizar. El hombre (Yang) es activo y, por lo tanto, agresivo. La potencia sexual es expresión y símbolo de poder, la impotencia es debilidad. Detrás de la impotencia está el temor a la propia masculinidad y a la propia agresividad. Uno tiene miedo a tener que demostrar su hombría. La impotencia es también expresión de temor a la feminidad en sí. Lo femenino se ve como una amenaza que quiere engullirnos. Lo femenino se manifiesta aquí en el aspecto de la vieja que se come a los niños, la bruja. Uno
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no quiere ir a la «guarida de la bruja». Ello demuestra también poca identificación con la masculinidad y por lo tanto, con los atributos de poder y agresividad. El impotente se identifica más con el polo pasivo y el papel del subordinado. Tiene miedo a la acción. Y, una vez más, se entra en el círculo vicioso de tratar de conseguir la potencia con la voluntad y el esfuerzo. Cuanto mayor es la presión, más inalcanzable la erección. La impotencia debería ser el acicate para averiguar la propia actitud frente a los temas de poder, fuerza y agresividad y las fobias relacionadas con ellos.
Al examinar los problemas sexuales en general no hay que olvidar que en el alma del ser humano hay un aspecto femenino y un aspecto masculino y que, en definitiva, cada cual, sea hombre o mujer, tiene que desarrollar totalmente ambos aspectos. Pero este difícil camino empieza por la total identificación con la propia sexualidad corporal. Una vez asumido este polo, se podrá despertar e integrar conscientemente la parte del alma correspondiente al otro polo, a través del encuentro con el otro sexo.
X. CORAZÓN Y CIRCULACIÓN
Presión baja = presión alta (Hipotensión = hipertensión)
La sangre simboliza la vida. La sangre es el sustentador material de la vida y expresión de la individualidad. La sangre es «un jugo muy especial», es el jugo de la vida. Cada gota de sangre contiene a todo el individuo, de ahí la gran importancia de la sangre en la magia. Por eso los Pendler utilizan una gota de sangre como Mumia. Por eso basta una gota de sangre para hacer un diagnóstico completo.
La presión sanguínea es expresión de la dinámica del ser humano. Se deriva de la interacción del fluido sanguíneo y las paredes de los vasos que lo contienen. Al considerar la presión sanguínea, no debemos perder de vista estos dos componentes antagónicos: por un lado, el líquido que corre y, por el otro, las paredes de los vasos que los contienen. Si la sangre refleja el ser, las paredes de los vasos representan las fronteras a las que se orienta el desarrollo de la personalidad, y la resistencia que se opone al desarrollo.
Una persona con la presión sanguínea baja (hipotenso) no desafía en absoluto estas fronteras. No trata de cruzarlas sino que rehuye toda resistencia: nunca va hasta el límite. Si tropieza con un conflicto, se retira rápidamente, y así se retira también la sangre, hasta que la persona se desmaya.«Por lo tanto, este individuo renuncia a todo poder (¡aparentemente!); él y su sangre se retiran y dimiten de su responsabilidad. Por el desmayo, el individuo pierde el conocimiento, se retira hacia lo desconocido y se desentiende de los problemas: se ausenta. La clásica escena de opereta: una señora es sorprendida por su esposo en una situación comprometida, ella se desmaya y todos los presentes se afanan por hacerle recobrar el conocimiento, salpicándola de agua, dándole aire y haciéndole oler sales, porque, ¿qué
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objeto puede tener el más bello de los conflictos si el protagonista se retira a otro plano renunciando bruscamente a cualquier responsabilidad?
El hipotenso, literalmente, se evade, por falta de ánimo y de valor. Se desentiende de todo desafío, y los que están a su alrededor le sostienen las piernas en alto, para que la sangre afluya a la cabeza, centro de poder, y él recupere el conocimiento y pueda asumir su responsabilidad. La sexualidad es uno de los temas que el hipotenso rehuye, pues la sexualidad depende en gran medida de la presión sanguínea.
En el hipotenso solemos encontrar también el cuadro de la anemia cuya forma más frecuente consiste en falta de hierro en la sangre. Ello perturba la transformación de la energía cósmica (prana) que absorbemos con cada aspiración en energía corporal (sangre). La anemia indica la negativa a absorber la parte de energía vital que a uno le corresponde y convertirla en poder de acción. También en este caso se utiliza la enfermedad como pretexto por la propia pasividad. Falta la presión necesaria.
Todas las medidas terapéuticas indicadas para el aumento de la presión están relacionadas con el desarrollo de energía, lo cual es en sí bastante revelador, y sólo actúan mientras son aplicadas: fricciones, hidromasaje, movimiento, gimnasia y curas de Kneipp. Aumentan la presión sanguínea porque uno hace algo y con ello transforma energía en fuerza. Su utilidad acaba en el momento en que uno interrumpe los ejercicios. El éxito permanente sólo puede conseguirse mediante la modificación de la actitud interior.
El polo opuesto es la presión muy alta (hipertensión). Por experimentos realizados, se sabe que la aceleración del pulso y el aumento de la presión sanguínea no se producen únicamente como resultado de un incremento del esfuerzo corporal sino ya con la sola idea. La presión sanguínea de una persona también aumenta cuando, por ejemplo, en una conversación se plantea un conflicto que le afecta, pero vuelve a bajar cuando la persona habla del problema, es decir, lo traslada al terreno verbal. Este conocimiento, obtenido experimentalmente, es una buena base para comprender los resortes de la hipertensión. Cuando, por la constante imaginación de una acción, la circulación se acelera sin que esta acción llegue a transformarse en actividad, es decir, se descargue, se produce una «presión permanente». En este caso, el individuo es sometido por la imaginación a una excitación constante, y el sistema circulatorio mantiene esta excitación, con la esperanza de poder transformarla en acción. Si esto no se produce, el individuo permanece sometido a presión. Pero, y para nosotros esto es aún más importante, lo mismo ocurre en el plano de la acción en sí. Puesto que sabemos que el solo tema del conflicto produce un aumento de la presión y que, cuando hemos hablado de él, la presión vuelve a bajar, es evidente que el hipertenso se mantiene constantemente al borde del conflicto, pero sin aportar una solución. Tiene un conflicto, pero no lo afronta. El aumento de la presión sanguínea es una reacción fisiológica justificada: el organismo suministra más energía, a fin de que podamos acometer con vigor las tareas necesarias para resolver conflictos inminentes. Si esto se realiza, el exceso de energía es consumido y
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la presión vuelve a situarse al nivel normal. Pero el hipertenso no resuelve sus conflictos, por lo que no consume la sobrepresión. Por el contrario, se refugia en la actuación externa y, con un derroche de actividad en el mundo exterior, trata de distraerse a sí mismo y a los demás de la invitación a afrontar el conflicto.
Hemos visto que tanto el que tiene la tensión muy baja como el que la tiene muy alta rehuyen los conflictos, aunque con tácticas diferentes: mientras el primero se retira al inconsciente, el segundo se aturde a sí mismo y al entorno con un derroche de actividad y dinamismo. Por consiguiente, lo normal es que la tensión baja se dé con más frecuencia en las mujeres y la tensión alta en los hombres. Además, la hipertensión es indicio de agresividad reprimida. La hostilidad permanece encallada en la idea, y la energía aportada no es descargada mediante la acción. El individuo llama a esta actitud autodominio. El impulso agresivo provoca un aumento de presión y de autodominio, la contracción de los vasos. Así el individuo puede mantener la presión controlada. La presión de la sangre y la contrapresión de las paredes de los vasos provocan la sobrepresión. Después veremos cómo esta actitud de agresividad reprimida conduce directamente al infarto.
Existe también la hipertensión de la vejez, provocada por la calcificación de los vasos. El sistema vascular tiene por objeto la conducción y la comunicación. Con la edad, se pierde flexibilidad y elasticidad, la comunicación se entorpece y la presión aumenta.
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El corazón
El palpitar del corazón es un proceso relativamente autónomo que, sin una técnica determinada (por ejemplo, biofeedback), se sustrae a la voluntad. Este ritmo sinusal es expresión de una rigurosa norma del cuerpo. El ritmo cardíaco imita el ritmo respiratorio, el cual sí es susceptible de alteración voluntaria. El palpitar del corazón lleva un ritmo rigurosamente ordenado y armónico. Cuando, por las llamadas arritmias, el corazón se encalla momentáneamente o se desboca, ello manifiesta una perturbación del orden y el desfase respecto al esquema normal.
Si repasamos algunas de las muchas frases hechas en las que se habla del corazón, veremos que siempre se refieren a situaciones emotivas. Una emoción es algo que el individuo saca de sí, un movimiento de dentro afuera (latín emovere = mover hacia fuera). Decimos: El corazón me salta de alegría = del susto, me ha dado un vuelco el corazón = se me sale del pecho = lo noto en la garganta = se me oprime el corazón. Si una persona carece de esta parte emotiva, independiente del entendimiento, nos parece que no tiene corazón. Si dos personas están bien compenetradas decimos que sus corazones laten al unísono. En todas estas imágenes, el corazón es símbolo de un centro del individuo que no está regido ni por el intelecto ni por la voluntad.
Pero el corazón no es sólo un centro, sino el centro del cuerpo; está aproximadamente en el centro, ligeramente ladeado hacia la izquierda, el lado de los sentimientos (correspondiente al hemisferio cerebral derecho). Está exactamente en el lugar que uno toca cuando se señala a sí mismo. El sentimiento y, más aún, el amor están íntimamente unidos al corazón, como nos indican ya las frases hechas. El que lleva a los niños en el corazón es que los quiere. Cuando se encierra a una persona en el corazón es que uno se abre a ella. Tiene gran corazón la persona que es abierta y expansiva, todo lo contrario del individuo de corazón mezquino, que no conoce sentimientos cordiales, que tiene el corazón duro. Ése nunca dejaría que nadie le robara el corazón y por eso en nada pone el corazón. El blando de corazón, por el contrario, se arriesga a amar con todo el corazón, infinitamente. Estos sentimientos apuntan a la superación de la polaridad que para todo necesita unos límites y un fin.
Ambas posibilidades las encontramos simbolizadas en el corazón. Nuestro corazón anatómico está dividido interiormente, y el «latido» es bitonal. Con el nacimiento del individuo y su entrada en la polaridad, consumada con la primera inspiración de aire, se cierra la divisoria del corazón con un movimiento reflejo y lo que era una gran cámara y un sistema circulatorio se convierte súbitamente en dos, lo cual el recién nacido suele acusar con llanto. Por otra parte, la representación esquemática del símbolo del corazón —tal como lo pintaría espontáneamente un niño— se compone de dos cámaras redondas que terminan en un vértice. De la dualidad surge la unidad. A esto nos referimos al decir que la madre lleva al niño debajo del corazón. Anatómicamente, la expresión no tiene sentido: aquí el corazón se considera
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símbolo del amor, y no importa que la anatomía lo sitúe en la parte superior del cuerpo cuando el niño se está formando más abajo.
También podría decirse que el ser humano tiene dos centros, uno arriba y otro abajo: cabeza y corazón, entendimiento y sentimiento. De una persona completa esperamos que disponga de ambas funciones y que las tenga en armónico equilibrio. El individuo puramente cerebral resulta incompleto y frío. El que sólo se rige por un sentimiento resulta con frecuencia imprevisible y atolondrado. Sólo cuando ambas funciones se complementan y enriquecen mutuamente, el individuo se nos aparece redondo.
Las múltiples expresiones en las que se invoca el corazón indican que lo que hace perder al corazón su ritmo habitual y mesurado es siempre una emoción, que tanto puede ser el miedo que dispara el corazón o lo paraliza, como alegría o amor, las cuales aceleran de tal modo los latidos que uno los siente en la garganta. Lo mismo ocurre con las perturbaciones patológicas del ritmo cardíaco. Sólo que aquí la emoción que las provoca no se advierte. Y éste es el problema: las perturbaciones afectan a las personas que no se dejan desviar de su camino por «simples emociones». Y el corazón se altera porque el ser humano no se atreve a dejarse alterar por las emociones. El individuo se aferra a la razón y a la norma y no está dispuesto a dejarse gobernar por los sentimientos. No quiere romper la rutina de la vida por las acometidas de la emoción. Pues bien, en estos casos la emoción pasa al terreno somático y uno empieza a padecer trastornos cardíacos y tiene que auscultar su corazón literalmente.
Normalmente, no percibimos los latidos del corazón: sólo una emoción o una enfermedad nos hacen sentirlos. No percibimos los latidos del corazón más que cuando algo nos excita o cuando algo se altera. Aquí tenemos la clave para la comprensión de todos los síntomas cardíacos: son síntomas que obligan al individuo a escuchar su corazón. Los enfermos cardíacos son personas que sólo quieren escuchar a la cabeza y dejan en su vida muy poco espacio al corazón. Esto se aprecia especialmente en el cardiófobo. Se llama cardiofobia (o neurosis cardíaca) a una angustia, sin fundamento físico, por el funcionamiento del propio corazón, que induce a una observación enfermiza del corazón. El miedo al ataque al corazón es tan fuerte en el cardioneurótico que éste no tiene inconveniente en cambiar totalmente de vida.
Si buscamos el simbolismo de este comportamiento, apreciaremos una vez más la sabiduría y la ironía con las que actúa la enfermedad: el que sólo quería regirse por el cerebro, es obligado a vigilar constantemente su corazón y supeditar su vida a las necesidades del corazón. Tiene tanto miedo de que su corazón un día se pare —miedo, por otra parte, totalmente justificado— que vive pendiente de él y lo sitúa en el centro de su mente. ¿No tiene gracia?
Lo que en el neurocardíaco se opera en el plano mental, en la angina de pecho ya ha pasado al cuerpo. Los vasos que llevan la sangre al corazón se han endurecido y estrechado y el corazón no recibe suficiente alimento. Aquí no hay mucho que explicar, pues todo el mundo sabe lo que significa un corazón duro o un corazón de piedra. Angina equivale a angostura, y angina de
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pecho, por lo tanto, es estrechez de corazón. Mientras que el cardioneurótico experimenta esta estrechez en forma de ansiedad, en el enfermo de angina pectoris esta estrechez se ha concretado. La terapia aplicada por la medicina académica en estos casos tiene un simbolismo original. Se administra al enfermo cápsulas de nitroglicerina (por ejemplo, «Cafinitrina»), es decir, material explosivo. De este modo se dilatan las estrecheces, a fin de volver a hacer sitio para el corazón en la vida del enfermo. Los enfermos cardíacos temen por su corazón, ¡y con razón!
Pero muchos no entienden la invitación. Cuando el miedo al sentimiento crece de tal modo que uno sólo se fía de la norma absoluta, la solución es hacerse colocar un marcapasos. Y así el ritmo vivo se sustituye por un marcador de compás (¡el compás es al ritmo lo que lo muerto es a lo vivo!). Lo que antes hacía el sentimiento lo hace ahora un aparato. Pero, si bien uno pierde la flexibilidad y capacidad de adaptación del ritmo cardíaco, ya no ha de temer los brincos de un corazón vivo. El que tiene un corazón «estrecho» es víctima de las fuerzas del Yo y de sus ansias de poder.
Todo el mundo sabe que la hipertensión favorece el infarto de miocardio. Ya hemos visto que el hipertenso es un individuo que tiene agresividad pero la reprime por medio del autodominio. Esta acumulación de energía se descarga por el infarto de miocardio: le rompe el corazón. El ataque al corazón es la suma de todos los ataques no lanzados. En el infarto, el individuo comprueba la verdad de que la sobrevaloración de las fuerzas del Yo y el dominio de la voluntad nos aísla de la corriente de la vida. ¡ Sólo un corazón duro puede quebrarse!
ENFERMEDADES CARDÍACAS
En los trastornos y afecciones cardíacas debería buscarse la respuesta a las siguientes preguntas:
   1.   ¿ Tengo la cabeza y el corazón, el entendimiento y el sentimiento en un equilibrio armónico? 
   2.   ¿Dejo a mis sentimientos espacio suficiente y me atrevo a exteriorizarlos? 
   3.   ¿ Vivo y amo con todo el corazón o sólo con la mitad? 
   4.   ¿Mi vida es animada por un ritmo vivo o trato de forzarle un compás 
rígido? 
   5.   ¿Hay aún en mi vida combustible y explosivo? 
   6.   ¿Ausculto mi corazón? 
Debilidad de los tejidos conjuntivos = Varices = Trombosis
El tejido conjuntivo (mesénquima) une todas las células específicas, las sostiene y une los diferentes órganos y unidades funcionales para formar un todo mayor que nosotros conocemos como figura. Un tejido conjuntivo débil indica falta de firmeza, tendencia a ceder y falta de elasticidad interna. Por regla general, se trata de personas muy susceptibles y rencorosas. Esta
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característica se manifiesta en el cuerpo por los hematomas que producen en estas personas los más leves golpes.
La debilidad del tejido conjuntivo favorece la formación de las varices. Éstas se deben a la acumulación, en las venas superiores de las piernas, de la sangre, que no retorna debidamente al corazón. Ello da preponderancia a la circulación en el polo inferior del ser humano y muestra la estrecha vinculación de una persona a la tierra. También denota cierta apatía y pesadez. A estas personas les falta elasticidad. En general, todo lo que hemos dicho en relación con la anemia y la hipotensión puede aplicarse a este síntoma.
Se llama trombosis a la obstrucción de una vena por un coágulo. El peligro de la trombosis consiste en que el coágulo se suelte, pase al pulmón y allí produzca una embolia. El problema que hay detrás de este síntoma es fácil de reconocer. La sangre, que debería ser fluida, se espesa, se coagula y no circula bien.
La fluidez exige siempre capacidad de transformación. En la misma medida en que deja de transformarse una persona, se manifiestan en su cuerpo síntomas de estrangulamiento o bloqueo de la circulación. La movilidad externa exige movilidad interna. Si el individuo se hace premioso en el orden mental, si sus opiniones se hacen lema y sentencia inflexible, también en lo corporal se condensará y solidificará lo que debe ser fluido. Es sabido que la inmovilización en la cama hace aumentar el peligro de trombosis. La inmovilización indica claramente que ya no se vive el polo del movimiento. «Todo fluye», dijo Heráclito. En una forma de existencia polar, la vida se manifiesta como movimiento y cambio. Todo intento de aferrarse a un único polo conduce a la parálisis y la muerte. Lo inmutable, lo eterno, no lo encontraremos sino más allá de la polaridad. Para llegar allí, tenemos que someternos al cambio, porque sólo él nos llevará hasta lo inmutable.
XI. EL APARATO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS
Cuando hablamos de la postura de una persona, por esta sola palabra no está claro si nos referimos a lo corporal o a lo moral. De todos modos, esta ambivalencia semántica no da lugar a confusión, puesto que la postura exterior es reflejo de la interior. Lo interno siempre se refleja en lo externo. Así hablamos, por ejemplo, de una persona recta, casi siempre sin darnos cuenta que la palabra rectitud describe una postura corporal que ha tenido importancia capital en la Historia de la Humanidad. Un animal no puede ser recto porque todavía no se ha erguido. En tiempos remotos, el ser humano dio el trascendental paso de erguirse y dirigió su mirada hacia arriba, al cielo: así consiguió la oportunidad de convertirse en Dios, y, al mismo tiempo, desafió el peligro de creerse Dios. El peligro y la oportunidad del acto de erguirse se reflejan también en el plano corporal. Las partes blandas del cuerpo, que los cuadrúpedos mantienen bien protegidas, en el hombre están expuestas. Esta falta de protección y mayor vulnerabilidad lleva aparejada la virtud polar de mayor apertura y receptividad. Es la columna vertebral lo que nos permite
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mantener la postura erguida. Da al ser humano verticalidad, movilidad, equilibrio y flexibilidad. Tiene forma de S doble y actúa por el principio del amortiguador. La polaridad de vértebras duras y discos blandos le da movilidad y flexibilidad.
Decíamos que la postura interna y la postura externa se corresponden y que esta analogía se expresa en muchas frases hechas: hay personas rectas y derechas y también las hay que se doblegan con facilidad; conocemos a gente rígida e inflexible y a los que se arrastran fácilmente; a más de uno le falta rectitud. Pero también se puede tratar de modificar artificialmente la firmeza externa a fin de simular una firmeza interna. Por eso el padre dice al hijo: «¡Ponte derecho!», o: «¿Es que no puedes erguir la espalda?» Y así se entra en el juego de la hipocresía.
Después, es el Ejército el que ordena a sus soldados: «¡Firmes!» Aquí la situación se hace grotesca. El soldado tiene que erguir el cuerpo pero interiormente debe doblegarse. Desde siempre, el Ejército se ha empeñado en cultivar la firmeza externa a pesar de que, desde el punto de vista estratégico es, sencillamente, una idiotez. Durante el combate, de nada sirve marcar el paso ni cuadrarse. Se necesita cultivar la firmeza externa únicamente para deshacer la correspondencia natural entre la firmeza interna y la externa. La inestabilidad interna de los soldados aflora en el tiempo libre, después de una victoria y en ocasiones parecidas. Los guerrilleros no tienen esa actitud marcial, pero poseen una identificación interna con su misión. La efectividad aumenta considerablemente con la firmeza interior y disminuye con la simulación de una firmeza artificial. Comparemos la rígida actitud de un soldado que permanece con todas sus articulaciones bien rígidas con la del cow–boy, que nunca sacrificaría su libertad de movimientos bloqueándose las articulaciones. Esa actitud abierta, en la que el individuo se sitúa en su propio centro, la encontramos también en el Tai Chi.
Toda postura que no refleja la esencia interior de una persona nos parece forzada. Por otra parte, por su postura natural podemos reconocer a una persona. Si la enfermedad obliga al individuo a adoptar una postura determinada que voluntariamente nunca asumiría, tal postura revela una actitud interna que no ha sido vivida, nos indica contra qué se rebela el individuo.
Al observar a una persona, hemos de distinguir si se identifica con su postura externa o si tiene que adoptar una postura forzada. En el primer caso, la postura refleja su identidad consciente. En el segundo, en la rigidez de la postura se manifiesta una zona de sombra que él no aceptaría voluntariamente. Así, la persona que va por el mundo erguida, con la frente alta, muestra cierta inabordabilidad, orgullo, altivez y rectitud. Esta persona podrá, pues, identificarse perfectamente con todas estas cualidades. Nunca las negaría.
Algo muy distinto ocurre, por ejemplo, con el mal de Bechterew, con la típica forma de tallo de bambú de la columna vertebral. Aquí se somatiza un egocentrismo no asumido conscientemente por el paciente y una inflexibilidad no reconocida. En el morbus Bechterew, con el tiempo, la columna vertebral se calcifica de arriba abajo, la espalda se pone rígida y la cabeza se inclina hacia
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delante, ya que la sinuosidad de la columna vertebral en forma de S ha sido eliminada o invertida. El paciente no tendrá más remedio que admitir lo rígido e inflexible que es en realidad. Análoga problemática se expresa con la desviación de la columna: en la giba se manifiesta una humildad no asumida.
Lumbago y ciática
Con la presión, los discos de cartílagos situados entre las vértebras, especialmente los de la zona lumbar, son desplazados lateralmente y comprimen nervios, provocando distintos dolores, como ciática, lumbago, etc. El problema que revela este síntoma es la sobrecarga. Quien toma mucho sobre sus hombros y no se da cuenta de este exceso, siente esta presión en el cuerpo en forma de dolor de espalda. El dolor obliga al individuo a descansar, ya que todo movimiento, toda actividad, causa dolor. Muchos tratan de eliminar esta justa regulación con analgésicos, a fin de proseguir sus habituales actividades sin obstáculos. Pero lo que habría que hacer es aprovechar la oportunidad para reflexionar con calma sobre por qué se ha sobrecargado uno tanto, para que la presión se haya hecho tan grande. Cargar demasiado revela afán de aparentar grandeza y laboriosidad, a fin de compensar con los hechos un sentimiento de inferioridad.
Detrás de las grandes hazañas, siempre hay inseguridad y complejo de inferioridad. La persona que se ha encontrado a sí misma no tiene que demostrar nada sino que puede limitarse a ser. Pero, detrás de todos los grandes (y pequeños) hechos y gestas de la Historia, siempre hay personas que fueron impulsadas a la grandeza externa por un sentimiento de inferioridad. Con sus actos, estas personas quieren demostrar algo al mundo, aunque en realidad nadie les exige ni espere de ellas tal demostración, excepto el propio sujeto. Siempre se quiere demostrar algo, pero la pregunta es: ¿el qué? Quien se esfuerza mucho debería preguntarse lo antes posible por qué lo hace, a fin de que el desengaño no sea muy grande. La persona que es sincera consigo misma, hallará siempre la misma respuesta: para que me lo reconozcan, para que me quieran. Desde luego, el deseo de amor es la única motivación del esfuerzo que se conoce, pero este intento siempre fracasa, ya que éste no es el camino para alcanzar el objetivo. Porque el amor es gratuito, el amor no se compra. «Te querré si me das un millón», o «Te querré si eres el mejor futbolista del mundo», son frases absurdas. El secreto del amor precisamente es no imponer condiciones. El prototipo del amor lo encontramos, pues, en el amor materno. Objetivamente, un bebé sólo representa para la madre molestias e incomodidades. Pero a la madre no le parece así, porque ella quiere a su bebé. ¿Por qué? No tiene respuesta. Si la tuviera no tendría amor. Todos los seres humanos —consciente o inconscientemente— anhelan este amor puro e incondicional que es sólo mío y que no depende de cosas externas ni grandes hazañas.
Es complejo de inferioridad creer que la propia persona no pueda ser admitida tal como es. Entonces el individuo trata de hacerse querer, con su destreza, su laboriosidad, su riqueza, su fama, etc. Utiliza estas trivialidades del
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mundo exterior para congraciarse, pero aunque ahora le quieran, siempre le quedará la duda de si se le quiere «sólo» por su trabajo, su fama, su riqueza, etcétera. Se ha cerrado a sí mismo el camino del verdadero amor. El reconocimiento de unos méritos no satisface el afán que indujo al individuo a esforzarse por adquirirlos. Por ello es conveniente afrontar conscientemente, a su debido tiempo, el sentimiento de inferioridad: el que no quiera reconocerlo y siga imponiéndose grandes esfuerzos sólo conseguirá empequeñecerse físicamente. El aplastamiento de los discos le hace más pequeño y los dolores le obligan a encorvarse. El cuerpo siempre dice la verdad.
La misión del disco es dar movilidad y elasticidad. Si un disco es pellizcado por una vértebra que ha sido castigada, nuestro cuerpo se agarrota y adoptamos una postura forzada. Análogas manifestaciones observamos en el plano psíquico. Una persona «agarrotada» no tiene flexibilidad: está rígida, paralizada en una actitud forzada. Se libera a los discos aprisionados por medio de la quiropráctica, se extrae a la vértebra de su posición forzada y, por medio de una brusca sacudida o tirón, se le da la posibilidad de recuperar una posición natural (solve et coagula).
También las almas pueden desbloquearse como una articulación o una vértebra. Hay que darles una sacudida fuerte y brusca para darles la posibilidad de reorientarse y centrarse. Y los que sufren el bloqueo mental temen esta sacudida tanto como los pacientes la mano del quiropráctico. En ambos casos, un fuerte crujido indica el éxito.
Articulaciones
Las articulaciones dan movilidad al ser humano. En las articulaciones se manifiestan síntomas de inflamación y dolor con los movimientos y pueden llegar a producir la parálisis. Cuando una articulación se paraliza, es señal de que el paciente se ha bloqueado. Una articulación paralizada pierde su función: si una persona se bloquea en un tema o sistema, éste pierde también su función. Una nuca rígida indica la inflexibilidad de su dueño. En la mayoría de casos, basta oír hablar a una persona para descubrir la información de un síntoma. En las articulaciones, además de inflamación y rigidez, se producen torceduras, distensiones, rebotaduras y rotura de ligamentos. También el lenguaje de estos síntomas es revelador, a saber: se puede dislocar un tema — botar a una persona—, retorcer a otro —estar tenso o un poco descentrado—. No sólo se puede reducir o enderezar una articulación sino también una situación o una relación.
En general, para enderezar una articulación, hay que dar un fuerte tirón situándola en una posición límite o acentuar la posición forzada que pueda tener, a fin de que, una vez rebasado el límite, pueda encontrar su justo medio. Esta técnica tiene su paralelo en la psicoterapia. Si alguien se encuentra paralizado en una situación límite, se le puede empujar en el mismo sentido, hasta alcanzar el extremo del movimiento pendular, desde el que pueda volver al centro. Es más fácil salir de una situación forzada sumiéndose por completo en ese polo. Pero la cobardía coarta al ser humano y la mayoría se encallan a
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la mitad de un polo. Las personas se quedan atascadas en sus opiniones y formas de conducta y por eso hay tan poca transformación. Pero cada polo tiene un valor límite, desde el que se convierte en el polo opuesto. Por ello, de una fuerte tensión puede pasarse fácilmente a la distensión (sistema Jakobson), también por ello la física fue la primera de las ciencias exactas que descubrió la metafísica y también por ello los movimientos pacifistas son militantes. El ser humano tiene que encontrar el justo medio, pero el afán de conseguirlo inmediatamente le hace quedarse en la mediocridad.
Pero también, de tanto exasperar la movilidad, se expone uno a quedarse inmóvil. Las alteraciones mecánicas de las articulaciones nos indican que hemos abusado tanto de un polo, que hemos forzado tanto el movimiento en una dirección que se impone rectificar. Uno ha ido demasiado lejos, ha rebasado el límite y, por lo tanto, tiene que volverse hacia el otro polo.
La medicina moderna permite sustituir por prótesis determinadas articulaciones, especialmente las de la cadera. Como ya dijimos al hablar de los dientes, una prótesis siempre es una mentira, ya que simula lo que no es. A la persona que, estando interiormente anquilosada, finge agilidad, la afección de la cadera le obliga a rectificar imponiéndole sinceridad. Esta corrección es neutralizada por medio de una articulación artificial, otra mentira, y el cuerpo seguirá simulando agilidad.
Para hacerse una idea de la falta de sinceridad que permite la medicina, imaginemos la siguiente situación: supongamos que, con un sortilegio, pudiéramos hacer desaparecer todas las prótesis y las modificaciones que el ser humano ha introducido en su cuerpo: todas las gafas y lentes de contacto, audífonos, articulaciones, dentaduras, las operaciones de cirugía estética, los tornillos de los huesos, los marcapasos y demás hierros y plásticos. El espectáculo sería dantesco.
Si después, con otro sortilegio, anuláramos todos los triunfos de la medicina, nos encontraríamos rodeados de cadáveres, tullidos, cojos, medio ciegos y medio sordos. Sería un cuadro horrible, pero verdadero. Sería la expresión visible del alma de las personas. Las artes médicas nos han ahorrado esta visión horrenda, restaurando y completando el cuerpo humano con toda suerte de prótesis, de modo que da la impresión de estar completo. Pero, ¿y el alma? Aquí no ha cambiado nada; aunque no la veamos, sigue estando muerta, ciega, sorda, rígida, agarrotada, tullida. Por eso es tan grande el temor a la verdad. Es el caso del retrato de Dorian Gray. Con manipulaciones externas, es posible conservar artificialmente la hermosura y la juventud durante un tiempo, pero, cuando uno descubre su verdadera faz interior, se asusta. Mejor sería cuidar constantemente nuestra alma que limitarnos a atender el cuerpo, porque el cuerpo es mortal y el espíritu, no.
Las afecciones reumáticas
Reuma es una denominación genérica un tanto difusa que abarca una serie de alteraciones dolorosas de los tejidos que se manifiestan principalmente en las articulaciones y en la musculatura. El reuma siempre va unido a la
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inflamación, la cual puede ser aguda o crónica. El reuma produce hinchazón de los tejidos y los músculos y deformación y anquilosis de las articulaciones. El dolor afecta la capacidad de movimientos y puede llegar a producir la invalidez. Los dolores musculares y de las articulaciones se manifiestan con mayor fuerza cuando el cuerpo ha estado en reposo y disminuyen a medida que el paciente se mueve. Con el tiempo, la inactividad produce atrofia de la musculatura y da un aspecto fusiforme a la articulación.
La enfermedad suele empezar por rigidez matinal y dolor en las articulaciones, que aparecen hinchadas y rojas. Generalmente, las articulaciones son afectadas simétricamente y el dolor pasa de las periféricas a las mayores. El proceso es crónico y las anquilosis se acentúan gradualmente.
La enfermedad, por medio de una anquilosis progresiva, produce una incapacidad que se acentúa gradualmente. No obstante, el poliartrítico, en lugar de quejarse, muestra gran paciencia y una sorprendente indiferencia hacia su mal.
El cuadro de la poliartritis nos conduce al tema central de todas las enfermedades del aparato locomotor: movimiento/reposo, respectivamente, agilidad y rigidez. En los antecedentes de casi todos los pacientes reumáticos encontramos una actividad y una movilidad extraordinarias. Practicaban deportes de esfuerzo y competición, trabajaban mucho en la casa y el jardín, desplegaban una actividad incansable y se sacrificaban por los demás. Se trata, pues, de personas activas, ágiles e inquietas a las que la poliartritis obliga a descansar por el procedimiento de la atrofia. Da la impresión de que un exceso de movimiento y actividad es corregido por medio de la rigidez.
A primera vista, esto puede desconcertar, después de que hasta ahora no nos hemos cansado de insistir en la necesidad de la modificación y el movimiento. La aparente contradicción no se aclara hasta que recordamos que la enfermedad física da sinceridad. Esto, en el caso de la poliartritis, significa que en realidad estas personas estaban rígidas. La hiperactividad y movilidad que mostraban antes de la enfermedad se limitaban a lo corporal, ámbito en el que trataban de compensar la verdadera inmovilidad de la mente. La misma palabra rigidez sugiere la idea de rigor y hasta de muerte.
Este concepto encaja en el tipo del paciente poliartrítico cuyo perfil psicológico es bien conocido, ya que la medicina psicosomática estudia a este tipo de pacientes desde hace medio siglo. Hasta ahora, todos los investigadores coinciden en que «los pacientes poliartríticos suelen ser muy meticulosos y perfeccionistas y presentan un rasgo masoquista–depresivo con gran espíritu de sacrificio y deseo de ayudar, unido a una actitud ultramoralista y una propensión a la melancolía» (Brautigam). Estas características denotan rigidez y terquedad, indican que se trata de personas inflexibles e inmovilistas. Esta inmovilidad interior se compensa con la práctica del deporte y una gran actividad corporal que, en realidad, sólo pretende disimular (mecanismo de defensa) la instintiva rigidez.
La frecuente práctica de los deportes de competición por estos pacientes nos lleva a considerar otra gran problemática: la agresividad. El reumático
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limita su agresividad al plano motor, es decir, bloquea la energía de la musculatura. Las mediciones experimentales de la electricidad muscular del reumático indican claramente que cualquier clase de estímulos provocan un aumento de la tensión muscular, especialmente de la musculatura de las articulaciones. Estas mediciones ratifican la sospecha de que el reumático se esfuerza por dominar los impulsos agresivos que buscan expansión corporal. La energía no descargada se queda en la musculatura de las articulaciones y produce inflamación y dolor. Todo el dolor que el ser humano experimenta en la enfermedad, en un principio, estaba destinado a otro. El dolor siempre es resultado de un acto agresivo. Si yo descargo mi agresividad dando un puñetazo a otro, mi víctima sentirá dolor. Pero si reprimo el impulso agresivo, éste se vuelve contra mí y el dolor lo experimento yo (autoagresión). El que sufre dolores debería preguntarse a quién estaban destinados en realidad.
Entre las manifestaciones reumáticas hay un síntoma muy concreto en el que, a causa de la inflamación de los tendones de los músculos del antebrazo debajo del codo, la mano se cierra formando un puño (epicondilitis crónica). La forma del «puño apretado» denota la agresividad reprimida y el deseo de «descargar un buen puñetazo sobre la mesa». Análoga tendencia a apretar el puño se observa en la contractura de Dupuytren que impide abrir la mano. La mano abierta es símbolo de paz. El ademán de agitar la mano en señal de saludo se deriva de la costumbre de enseñar la mano vacía en los encuentros, para demostrar que uno no llevaba armas y se acercaba en son de paz. El mismo símbolo tiene el acto de «tender la mano». Si la mano abierta expresa intenciones pacíficas y conciliadoras, el puño cerrado indica hostilidad y agresividad.
El reumático no puede realizar sus agresiones, o no las reprimiría y bloquearía; pero, puesto que existen, producen en él un fuerte sentimiento de culpabilidad que se traduce en generosidad y abnegación. Se produce una peculiar combinación de altruismo y deseo de dominio del otro que ya Alejandro Magno definió acertadamente como «benévola tiranía». Habitualmente, la enfermedad se manifiesta cuando, en virtud de un cambio de vida, se pierde la posibilidad de compensar los sentimientos de culpabilidad por medio del servicio. También el abanico de los más frecuentes síntomas secundarios muestra la importancia capital de la hostilidad reprimida; son ante todo dolencias de estómago e intestinos, síntomas cardíacos, frigidez e impotencia, acompañadas de angustia y depresión. La poliartritis afecta casi al doble de mujeres que de hombres, y es que las mujeres tienen más dificultades para asumir conscientemente sus impulsos agresivos.
La medicina naturista atribuye el reúma a la acumulación de toxinas en los tejidos conjuntivos. Las toxinas acumuladas simbolizan para nosotros problemas no planteados, es decir, temas no digeridos que el individuo no ha resuelto sino que ha almacenado en el subconsciente. Esto justifica el ayuno como medida terapéutica*. Con la total supresión de la alimentación externa, el organismo es obligado a practicar la autofagia y quemar y procesar los «desechos corporales». Trasladado al plano psíquico, este proceso es el
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planteamiento y reconocimiento de temas que hasta el momento habían sido postergados y reprimidos. Pero el reumático no quiere abordar sus problemas. Es muy rígido y muy testarudo, está bloqueado. Tiene miedo de analizar su altruismo, su espíritu de sacrificio, su abnegación, sus normas morales y su ductilidad. Por lo tanto, su egoísmo, su inflexibilidad, su inadaptación, su afán de dominio y su agresividad permanecen en la zona de sombra y se infiltran en el cuerpo en forma de anquilosis y atrofia que pondrán fin a la falsa generosidad.
Trastornos motores: torticolis, calambres del escribiente
La característica común a estos trastornos es que el paciente pierde parcialmente el control de las funciones motrices que normalmente pueden regirse por la voluntad. Determinadas funciones se escapan al control de su voluntad y se desmandan, especialmente cuando el paciente se siente observado o se encuentra en situaciones en las que quiere causar una determinada impresión en los demás. Por ejemplo, en los casos de tortícolis espasmódica, la cabeza se mueve lateralmente, con lentitud o brusquedad. Generalmente, al cabo de unos segundos, puede volver a la posición normal. Generalmente, y por extraño que parezca, basta la simple presión de los dedos en la barbilla o un collarín para que el paciente pueda mantener erguida la cabeza. Pero también el lugar que ocupa la persona en la habitación influye en la posibilidad de controlar el cuello. Si está de espaldas a la pared y puede apoyar en ella la cabeza, no tendrá dificultad para prevenir el espasmo.
* Véase R. Dahlke, Bewusst Fasten, Urania Waakirchen, 1980.
Esta particularidad, así como la influencia en el síntoma de diversas circunstancias (otras personas), nos indican que el problema básico de todos estos trastornos gravita en torno a los polos seguridad / inseguridad. A diferencia de los movimientos voluntarios, los trastornos motores, entre los que figuran también los tics, desmienten la ostensible seguridad en sí mismo que exhibe el individuo e indican que esta persona no sólo no posee seguridad sino que carece incluso de control sobre sus propios movimientos. Siempre fue muestra de decisión y valentía mirar a una persona a la cara y sostener su mirada. Pero en esta situación al paciente aquejado de tortícolis espasmódica se le ladea la cabeza sin que él pueda evitarlo. Ello hace que tema más y más relacionarse con personas importantes o ser observado en sociedad. El síntoma hace, pues, que se rehuyan ciertas situaciones. Uno da la espalda a sus conflictos y deja de lado un aspecto del mundo.
Un cuerpo erguido obliga al ser humano a mirar de frente las exigencias y los desafíos del mundo. Pero si ladeamos la cabeza rehuimos esta confrontación. El individuo se hace «parcial» y vuelve la cara para no ver lo que no quiere. Uno empieza a ver las cosas «sesgadas», de «soslayo». A esta visión sesgada y oblicua alude la expresión alemana de girar a alguien la cabeza (hinchar la cabeza, manipular a una persona). Este atentado mental tiene la finalidad de hacer perder a la víctima el dominio sobre la dirección de su mirada y obligarla a seguirnos con los ojos y el pensamiento.
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Idénticos condicionantes encontramos en el calambre del escribiente y en los calambres que agarrotan los dedos de pianistas y violinistas. En la personalidad de estos pacientes encontramos siempre una extrema ambición y un altísimo nivel de exigencia. El individuo persigue escalar una posición social, pero muestra una gran modestia. Sólo quiere impresionar por su trabajo (buena caligrafía, esmerada interpretación musical). El síntoma del calambre tónico de la mano nos hace sinceros: muestra el «agarrotamiento» de nuestros esfuerzos y alardes y demuestra que en realidad «no tenemos nada que decir (escribir)».
Morderse las uñas
Morderse las uñas no es un trastorno motor, desde luego, pero por su similitud puramente externa con estas afecciones lo hemos incluido en este grupo. También el deseo de morderse las uñas se experimenta como un imperativo que afecta al control puramente voluntario de la mano. El morderse las uñas no sólo se presenta habitualmente como un síntoma transitorio en niños y adolescentes sino también en adultos, y puede prolongarse durante décadas. Este síntoma tiene difícil tratamiento. El carácter psíquico del impulso de morderse las uñas está bien claro, y el reconocimiento de esta motivación tendría que servir de ayuda a muchos padres cuando este síntoma aparece en un niño. Porque las prohibiciones, amenazas y castigos son las reacciones menos adecuadas.
Lo que en los seres humanos llamamos uñas son en los animales las zarpas. Las zarpas sirven ante todo para la defensa y el ataque, son instrumentos de agresión. Sacar las uñas es una expresión que utilizamos en el mismo sentido que enseñar los dientes. Las zarpas muestran la disposición para la lucha. La mayoría de los animales de presa más evolucionados utilizan las zarpas y los dientes como armas. ¡El acto de morderse las uñas es castración de la propia agresividad! La persona que se muerde las uñas tiene miedo de su propia agresividad y por ello, simbólicamente, destruye sus armas. Mordiendo se descarga parte de la agresividad, pero no la dirige exclusivamente contra sí mismo: uno se muerde su propia agresividad.
Muchas mujeres adolecen del síntoma de morderse las uñas, sobre todo porque admiran a las mujeres que tienen las uñas largas y rojas. Las uñas largas, pintadas del marcial color rojo, son un símbolo de agresividad especialmente bello y luminoso: estas mujeres exhiben abiertamente su agresividad. Es natural que sean envidiadas por las que no se atreven a reconocer su agresividad ni mostrar sus armas. También querer tener uñas largas y rojas es sólo la formulación externa del deseo de poder ser un día francamente agresiva.
Cuando un niño se muerde las uñas, ello indica que el niño pasa por una etapa en la que no se atreve a proyectar hacia fuera su agresividad. En este caso, los padres deberían preguntarse en qué medida, en su manera de educarlo o en su propia conducta, reprimen ellos o valoran negativamente el
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comportamiento agresivo. Habrá que procurar dar al niño la ocasión de manifestar su agresividad sin sentirse culpable. Generalmente, este comportamiento desencadenará ansiedad en los padres, ya que, si ellos no hubieran tenido problemas de agresividad, ahora no tendrían un hijo que se muerde las uñas. Por lo tanto, sería muy saludable para toda la familia que los padres empezaran por reconocer su falta de sinceridad y trataran de ver lo que se esconde tras la fachada de este comportamiento. Cuando el niño, en lugar de respetar los temores de los padres, aprenda a defenderse, ya habrá vencido prácticamente este hábito. Pero los padres, mientras no estén dispuestos a rectificar, por lo menos que no se lamenten de los trastornos y los síntomas de sus hijos. Desde luego, los padres no tienen la culpa de los trastornos de los hijos, pero los trastornos de los hijos reflejan los problemas de los padres.
El tartamudeo
El don de la palabra es fluido; hablamos de fluidez en el lenguaje, de estilo fluido. En el tartamudeo el lenguaje no fluye sino que es machacado, triturado, castrado. Lo que tiene que correr necesita espacio: si tratáramos de hacer pasar un río por un tubo provocaríamos estancamiento y presión, y el agua, en el mejor de los casos, saldría a presión pero no fluiría. El tartamudo impide el flujo de la palabra estrangulándola en la garganta. Ya hemos visto que lo angosto tiene relación con la angustia. En el tartamudo la angustia está en la garganta. El cuello es unión (en sí angosta) y puerta de comunicación entre el tronco y la cabeza, entre abajo y arriba.
En este punto debemos recordar todo lo que dijimos acerca de la jaqueca, del simbolismo entre Abajo y Arriba. El tartamudo trata de estrechar todo lo posible el paso del cuello, a fin de controlar mejor lo que pasa de abajo arriba o, análogamente, lo que trata de pasar del subconsciente a la conciencia. Es el mismo principio de defensa que encontramos en las viejas fortificaciones, que sólo poseen pasos muy pequeños y bien controlables. Estos accesos y puertas (pasos fronterizos, portillos, etc.) siempre provocan la congestión e impiden la fluidez. El tartamudo se pone un control en la garganta, porque tiene miedo de lo que viene de abajo y pretende pasar a la conciencia, y lo estrangula en el cuello.
La expresión de cintura para abajo señala la región «problemática e impura» del sexo. La cintura es la línea divisoria entre la peligrosa zona baja y la limpia parte superior. Esta divisoria se le ha subido al tartamudo al cuello, porque para él todo el cuerpo es zona peligrosa y sólo la cabeza es clara y limpia. Al igual que el propenso a las jaquecas, el tartamudo traslada su sexualidad a la cabeza, y se convulsiona tanto arriba como abajo. La persona no quiere soltarse, no quiere abrirse a las exigencias y los instintos del cuerpo cuya presión se hace más fuerte y más angustiosa cuanto más se reprime. Luego, a su vez, el síntoma del tartamudeo se aduce como causa de dificultades de contacto y comunicación, y aquí se cierra el círculo vicioso.
Por efecto de la misma confusión, en los niños tartamudos se interpreta la timidez como consecuencia del tartamudeo. Pero el tartamudeo es únicamente
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manifestación de retraimiento: el niño se retrae y ello se muestra en el tartamudeo. El niño tartamudo se siente cohibido por algo y teme soltarlo, darle libre curso. Y, para mejor controlar lo que dice, estrecha el paso. Si uno quiere atribuir esta inhibición a la agresividad o la sexualidad reprimidas o, por tratarse de un niño, prefiere otras expresiones es indiferente. El tartamudo no suelta las cosas tal como le vienen. La palabra es un medio de expresión. Pero, cuando se trata de reprimir lo que sale de dentro, se demuestra que se tiene miedo a lo que pretende manifestarse. El individuo no es franco. El tartamudo que consigue abrirse se derrama en un torrente de sexualidad, agresividad y palabras. Cuando todo lo inexpresado es expresado, ya no hay motivo para tartamudear.
XII. LOS ACCIDENTES
Muchas personas se sorprenden de que se catalogue los accidentes como cualquier otra enfermedad. Piensan que los accidentes son algo completamente distinto: al fin y al cabo, vienen de fuera, por lo que mal puede uno tener la culpa. Esta argumentación denota la confusión de nuestro pensamiento en general, y en qué medida nuestra manera de pensar y nuestras teorías se amoldan a nuestros deseos inconscientes. A todos nos resulta extraordinariamente desagradable asumir la plena responsabilidad de nuestra existencia y de todo lo que nos ocurre. Constantemente buscamos la manera de proyectar la culpa hacia el exterior. Y nos irrita que se nos desenmascaren estas proyecciones. La mayoría de los esfuerzos científicos están dirigidos a consolidar y legalizar con teorías estas proyecciones. «Humanamente» hablando, ello es perfectamente comprensible. Pero dado que este libro ha sido escrito para personas que buscan la verdad y que saben que este objetivo sólo puede alcanzarse por la vía de la sinceridad con uno mismo, no podemos pasar por alto cobardemente un tema como el de los «accidentes».
Tenemos que comprender que siempre hay algo que aparentemente nos viene de fuera y que nosotros siempre podemos interpretar como causa. Ahora bien, esta interpretación causal no es sino una posibilidad de ver las cosas y en este libro nos hemos propuesto sustituir o, en su caso, completar esta visión habitual. Cuando nos miramos al espejo, nuestro reflejo, aparentemente, también nos mira desde fuera y, no obstante, no es la causa de nuestro aspecto. En el resfriado, son miasmas que nos vienen de fuera y en ellos vemos la causa. En el accidente de circulación es el automovilista borracho que nos ha arrebatado la preferencia de paso la causa del accidente. En el plano funcional siempre hay una explicación. Pero ello no nos impide interpretar lo sucedido con una óptica trascendente.
La ley de la resonancia determina que nosotros nunca podamos entrar en contacto con algo con lo que no tenemos nada que ver. Las relaciones funcionales son el medio material necesario para que se produzca una manifestación en el plano corporal. Para pintar un cuadro necesitamos un
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lienzo y colores; pero ellos no son la causa del cuadro sino únicamente los medios materiales con ayuda de los cuales el pintor plasma su cuadro interior. Sería una tontería refutar el mensaje del cuadro con el argumento de que el color, el lienzo y los pinceles son sus causas verdaderas.
Nosotros no buscamos los accidentes, del mismo modo que no buscamos las «enfermedades» y nada nos hace desistir de utilizar cualquier cosa como «causa». Sin embargo, de todo lo que nos pasa en la vida los responsables somos nosotros. No hay excepciones, por lo que vale más dejar de buscarlas. Cuando una persona sufre, sufre sólo a sus propias manos (¡lo cual no presupone que no sea grande el sufrimiento!). Cada cual es agente y paciente en una sola persona. Mientras el ser humano no descubra en sí a ambos no estará sano. Por la intensidad con que las personas denostan al «agente externo», podemos ver en qué medida se desconocen. Les falta esa visión que permite ver la unidad de las cosas.
La idea de que los accidentes son provocados inconscientemente no es nueva. Freud, en su Psicopatología de la vida diaria, además de fallos como defectos de pronunciación, olvidos, extravío de objetos, etc., cita también los accidentes como fruto de un propósito inconsciente. Posteriormente, la investigación psicosomática ha demostrado estadísticamente la existencia de la llamada «propensión al accidente». Se trata de una personalidad que se inclina a afrontar sus conflictos en forma de accidente. Ya en 1926 el psicólogo alemán K. Marbe, en su Psicología práctica de los accidentes y siniestros industriales, observa que el individuo que ya ha sufrido un accidente tiene más probabilidades de sufrir otros accidentes que el que nunca los tuvo.
En la obra fundamental de Alexander sobre la medicina psicosomática, publicado en 1950, encontramos las siguientes observaciones sobre el tema: «En la investigación de los accidentes de automóvil en Connecticut se descubrió que en un período de seis años, de un pequeño grupo de sólo 3,9% de todos los automovilistas implicados en accidente habían sufrido el 36,4% de todos los accidentes. Una gran empresa que emplea a numerosos conductores de camiones, alarmada por los altos costes de los accidentes, mandó investigar las causas. Entre otros posibles factores, se examinó el historial de cada conductor y aquellos que habían sufrido mayor número de accidentes fueron destinados a otros trabajos. Con esta sencilla medida pudo reducirse en una quinta parte la cifra de los siniestros. Es interesante observar que los conductores apartados de la carretera siguieron mostrando su propensión en el nuevo puesto de trabajo. Ello indica irrefutablemente que la propensión al accidente existe y que estas personas conservan esta propiedad en todas las actividades de la vida diaria» (Alexander, Medicina Psicosomática).
Alexander deduce que «en la mayoría de los accidentes, existe un elemento de deliberación, si bien casi siempre es inconsciente. En otras palabras, la mayoría de los accidentes están provocados inconscientemente». Esta mirada a la vieja literatura psicoanalítica nos indica, entre otras cosas, que nuestra forma de contemplar los accidentes no tiene nada de nueva y lo mucho que se
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tarda en conseguir que cierta evidencia (desagradable) llegue a penetrar (si es que llega) en la conciencia colectiva.
En nuestro examen nos interesa no tanto la descripción de una determinada personalidad propensa al accidente como, ante todo, el significado de un accidente que ocurre en nuestra vida. Aunque una persona no posea una personalidad propensa al accidente, éste siempre tiene un mensaje para ella, y deseamos aprender a descifrarlo. Si en la vida de un individuo abundan los accidentes, ello sólo quiere decir que esta persona no ha resuelto conscientemente sus problemas y, por lo tanto, está escalando las etapas del aprendizaje forzoso. Que una persona determinada realice sus rectificaciones de un modo primario por los accidentes obedece al llamado «locus minoris resistentiae» de las otras personas. Un accidente cuestiona violentamente una manera de actuar o el camino emprendido por una persona. Es una pausa en la vida que hay que investigar. Para ello hay que contemplar todo el proceso del accidente como una obra teatral y tratar de comprender la estructura exacta de la acción y referirla a la propia situación. Un accidente es la caricatura de la propia problemática, y es tan certero y tan doloroso como toda caricatura.
Accidentes de tránsito
«Accidente de tránsito» es un término difícil de interpretar, por lo abstracto. Hay que saber qué ocurre exactamente en un accidente determinado, para poder decir qué mensaje encierra. Pero si, en general, la interpretación es difícil y hasta imposible, en el caso concreto resulta muy difícil. No hay más que escuchar atentamente la exposición de los hechos. La ambivalencia del lenguaje lo delata todo. Lamentablemente, una y otra vez se comprueba que muchas personas carecen de oído para captar estas connotaciones verbales. Nosotros acostumbramos a hacer que un paciente repita una frase determinada de su descripción hasta que se da cuenta de lo que representa. En estos casos, se advierte la inconsciencia con que las personas manejan el lenguaje o lo bien que actúan los filtros cuando de los propios problemas se trata.
Por lo tanto, en la vida y en la circulación, una persona puede, por ejemplo, desviarse de su camino = pisar el acelerador = perder el norte = perder el control o el dominio, atropellar a uno, etcétera. ¿Qué queda por explicar? Basta con escuchar. Uno acelera de tal manera que no puede frenar y no sólo se acerca demasiado al (¿o a la?) que va delante sino que lo embiste, con lo que se produce una colisión (o un porrazo, como dicen otros). Este choque supone una contrariedad, por lo que los automovilistas suelen chocar no sólo con los coches sino también con las palabras.
Con frecuencia, la pregunta: «¿Quién tuvo la culpa del accidente?», nos da la respuesta clave: «No pude frenar a tiempo», indica que una persona, en algún aspecto de su vida, ha acelerado de tal manera (por ejemplo, en el trabajo) que ha llegado a poner en peligro tal aspecto. Esta persona debe interpretar el accidente como una llamada a examinar todas las aceleraciones de su vida y aminorar la marcha. La respuesta: «No lo vi», indica que esta
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persona deja de ver algo muy importante de su vida. Si un intento de adelantamiento acaba en accidente, uno debería pasar revista a todas las «maniobras de adelantamiento» de su vida. El que se duerme al volante debería despertar cuanto antes también su vida para no estrellarse. El que se queda tirado de noche en la carretera debe examinar atentamente cuáles son las cosas de la zona nocturna del alma que pueden impedirle el avance. Éste corta a alguien, el otro sobrepasa la raya o se salta el bordillo, otro más se queda atascado en el barro. De pronto, uno deja de ver claro, no ve la señal de alto, confunde la dirección, choca con resistencias. Casi siempre, los accidentes de tránsito acarrean un intenso contacto con otras personas; en la mayoría de los casos, la aproximación es excesiva y, desde luego, violenta.
Vamos a examinar juntos un accidente concreto, para ilustrar mejor con un ejemplo práctico nuestro enfoque. Se trata de un accidente real que, al mismo tiempo, representa un tipo de accidente de tránsito muy corriente. En un cruce con preferencia a la derecha chocan dos turismos con tanta violencia que uno de ellos es lanzado a la acera donde queda volcado, con las ruedas hacia arriba. En el interior han quedado atrapadas varias personas que gritan pidiendo auxilio. La radio del coche funciona a todo volumen. Los transeúntes van sacando a los encerrados de su prisión de hierro, los cuales, con heridas de mediana gravedad, son trasladados al hospital.
Este suceso puede explicarse así: todas las personas involucradas en este accidente se encontraban en una situación en la que deseaban continuar en línea recta por la dirección que habían tomado en su vida. Esto corresponde al deseo y al intento de seguir adelante sin detenerse. Pero tanto en la carretera como en la vida hay cruces. La vía recta es la norma en la vida, es la que se sigue por inercia. El hecho de que la trayectoria rectilínea de todas estas personas fuera interrumpida bruscamente por el accidente indica que todos habían pasado por alto la necesidad de rectificar la dirección. Llega un momento en la vida en que se impone rectificar. Por buena que sea una norma o una dirección, con el tiempo puede llegar a ser inadecuada. Casi siempre, las personas defienden sus normas invocando su observancia en el pasado. Esto no es un argumento. En un lactante lo normal es mojar los pañales, y no hay nada mejor que objetar. Pero el niño que a los cinco años aún moja la cama no tiene justificación.
Una de las dificultades de la vida humana es reconocer a tiempo la necesidad de cambio. Seguramente, los involucrados en el accidente no la habían reconocido. Trataban de continuar en línea recta por el camino que hasta entonces se había acreditado como bueno y reprimían la invitación a abandonar la norma, a variar el rumbo, a apearse de la situación. Este impulso es inconsciente. Inconscientemente, sentimos que el camino no es el indicado. Pero falta valor para cuestionarlo conscientemente y abandonarlo. Los cambios generan miedo. Uno querría, pero no se atreve. Esto puede ser una relación humana que se ha superado, o un trabajo, o una idea. Lo común a todos es que todos reprimen el deseo de liberarse de la costumbre con un salto. Este deseo no vivido busca su realización por medio del deseo inconsciente, una
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realización que la mente experimenta como procedente «de fuera»: uno es apartado de su camino, en nuestro ejemplo, por medio de un accidente de circulación.
El que sea sincero consigo mismo, después del suceso puede comprobar que, en el fondo, hacía tiempo que no estaba satisfecho de su camino y deseaba abandonarlo, pero le faltaba el valor. A una persona, en realidad, sólo le ocurre aquello que ella quiere. Las soluciones inconscientes son eficaces, desde luego, pero tienen el inconveniente de que, en definitiva, no resuelven el problema del todo. Ello se debe, sencillamente, a que a fin de cuentas un problema sólo puede resolverse con una decisión deliberada, mientras que la solución inconsciente representa siempre sólo una realización material. La realización puede dar un impulso, puede informar, pero no resolver totalmente el problema.
Así, en nuestro ejemplo, el accidente provoca la liberación del camino habitual pero impone una nueva y aún mayor falta de libertad: el encierro en el coche. Esta situación nueva e insospechada es resultado de la inconsciencia del proceso, pero también puede interpretarse como un aviso de que el abandono de la vía vieja puede llevar no a la ansiada libertad sino a una falta de libertad aún mayor. Los gritos de socorro de los heridos y encerrados casi estaban ahogados por la estrepitosa música de la radio del coche. Para el que en todo ve un símbolo, este detalle es expresión del intento de desviarse del conflicto por medios externos. La música de la radio ahoga la voz interior que pide socorro y que la conciencia desea oír. Pero el pensamiento se desentiende y este conflicto y el deseo de libertad del alma quedan encerrados en el inconsciente. No pueden liberarse por sí mismos sino que tienen que esperar a que los hechos externos los liberen. El accidente es aquí el «hecho externo» que abrió a los problemas inconscientes un canal para que se articularan. Los gritos de socorro del alma se hicieron audibles. El individuo aprendió a ser sincero.
Los accidentes en el hogar y en el trabajo
Análogamente a los accidentes de tránsito, la diversidad de posibilidades y su simbolismo en los demás accidentes en casa y en el trabajo es casi ilimitada, por lo cual cada caso debe examinarse con atención.
En las quemaduras encontramos un rico simbolismo. Muchas frases hechas utilizan la quemadura y el fuego como símbolo de procesos psíquicos: quemarse los labios = quemarse las manos = agarrar un hierro candente = jugar con fuego = poner las manos en el fuego por una persona, etc.
El fuego es aquí sinónimo de peligro. Por lo tanto, las quemaduras indican que uno no supo ver o medir el peligro oportunamente. Tal vez uno no acierte a ver lo candente que es en realidad un tema determinado. Las quemaduras nos hacen comprender que estamos jugando con el peligro. Además, el fuego tiene una clara relación con el tema del amor y la sexualidad. Se dice del amor que es ardiente, uno se inflama de amor, un enamorado es fogoso. El simbolismo sexual del fuego, es, pues, evidente.
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Las quemaduras afectan primeramente la piel, es decir, la envoltura o frontera del individuo. Esta violación de la frontera significa siempre el cuestionamiento del Yo. Con el Yo nos aislamos y el aislamiento impide el amor. Para poder amar tenemos que abrir la frontera del Yo, tenemos que inflamarnos con la brasa del amor, derribar obstáculos. Al que se resista al fuego interior, quizás un fuego exterior le queme la frontera de la piel, dejándolo abierto y vulnerable.

Un simbolismo parecido encontramos en casi todas las heridas que, desde luego, empiezan por perforar la frontera exterior de la piel. Por ello se habla también de heridas psíquicas y se dice que uno se siente herido por una determinada palabra. Pero uno puede herir no sólo a los demás sino también lacerarse la propia carne. También el simbolismo de la «caída» y el «tropezón» es fácil de descifrar. Los hay que dan un resbalón en el parqué o que ruedan escaleras abajo. Si el resultado es conmoción cerebral, el pensamiento del individuo queda afectado. Todo intento de incorporarse en la cama produce dolor de cabeza, por lo que uno vuelve a echarse enseguida. Por consiguiente, se arrebata a la cabeza y al pensamiento el predominio que tuviera hasta el momento y el paciente experimenta en su propio cuerpo que el pensar duele.

Fracturas
Los huesos se rompen, casi sin excepción, en circunstancias de hiperdinamismo (automóvil, moto, deportes), por intervención de un factor mecánico externo. La fractura impone inmediatamente la inmovilización (reposo, escayola). Toda fractura provoca una interrupción del movimiento y la actividad y exige descanso. De esta pasividad forzosa debería surgir una reorientación. La fractura indica claramente que se ha olvidado el imperativo de la finalidad de una evolución, por lo que el cuerpo tiene que romper con lo viejo para permitir la irrupción de lo nuevo. La fractura rompe con el camino anterior que estaba caracterizado por la hiperactividad y el movimiento. El individuo exagera el movimiento y la sobrecarga o hiperactividad se acumula hasta que el punto más débil cede.
El hueso representa en el cuerpo el principio de la solidez, de las normas que dan un punto de apoyo, y también al de la anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y no puede cumplir su función. Algo parecido ocurre con las normas: tienen que proporcionar una base, pero una rigidez excesiva las hace inoperantes. Una fractura nos señala en el plano físico que se ha pasado por alto un exceso de rigidez de la norma en el sistema psíquico. El individuo se había hecho excesivamente rígido e inflexible. La persona, con la edad, suele aferrarse a sus principios con mayor rigidez y pierde su capacidad de adaptación, la anquilosis de los huesos aumenta a su vez y el peligro de fractura crece. Todo lo contrario de lo que ocurre al niño pequeño, que tiene unos huesos tan flexibles que prácticamente no pueden romperse. El niño pequeño no conoce normas ni medidas en las que petrificarse. Cuando una persona se hace excesivamente inflexible, una fractura de vértebras corrige la
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anomalía: se le parte el espinazo. ¡Esto puede evitarse doblegándolo voluntariamente!
XIII. SÍNTOMAS PSÍQUICOS
Bajo este epígrafe queremos referirnos a ciertos trastornos frecuentes que habitualmente se califican de «psíquicos». De todos modos, deseamos hacer constar que, desde nuestro punto de vista, tal denominación tiene poco sentido. En realidad, no es posible trazar una línea divisoria clara entre los síntomas somáticos y psíquicos. Todo síntoma tiene un contenido psíquico y se manifiesta a través del cuerpo. También la ansiedad y las depresiones utilizan el cuerpo para manifestarse. Estas correlaciones somáticas, sin embargo, proporcionan también a la psiquiatría académica la base para sus tratamientos farmacológicos. Las lágrimas de un paciente depresivo no son «más psíquicas» que el pus o la diarrea. La diferencia, en el mejor de los casos, está justificada en los puntos finales del continuo, en los que compara una degeneración orgánica con una alteración psicótica de la personalidad. Pero cuanto más nos alejamos de los extremos hacia el centro, más difícil es encontrar la divisoria, aunque tampoco el examen de los extremos justifica la diferenciación entre lo «somático» y lo «psíquico» ya que la diferencia sólo reside en la forma de manifestación del símbolo. El cuadro del asma se diferencia de la amputación de una pierna tanto como de la esquizofrenia. La distinción entre «somático» «psíquico» provoca más confusión que claridad.
Nosotros no vemos necesidad para esta diferenciación, ya que nuestra teoría es aplicable a todos los síntomas sin excepción. Los síntomas pueden servirse, de las más diversas formas de expresión, desde luego, pero todos necesitan del cuerpo, a través del cual el factor psíquico se hace visible y experimentable. De todos modos, el síntoma, ya sea pena o el dolor de una herida, se experimenta en la mente. En la Primera Parte, hemos señalado ya que todo lo individual es síntoma y que el término enfermo o sano responde a una valoración subjetiva. El llamado aspecto psíquico no es excepción.
También aquí tenemos que librarnos de la idea de que existe el comportamiento normal y el anormal. La normalidad es expresión de una frecuencia estadística, por lo que no puede entenderse ni como concepto clasificador ni como medida de valor. La normalidad, desde luego, hace disminuir la ansiedad pero es contraria a la individualización. La defensa de una normalidad es una pesada hipoteca de la psiquiatría tradicional. Una alucinación no es ni más real ni más irreal que cualquier otra percepción. Sólo le falta ser reconocida por la colectividad. El «enfermo psíquico» funciona según las mismas leyes psicológicas que todas las personas. El enfermo que se siente perseguido o amenazado por asesinos proyecta su propia sombra agresiva al entorno lo mismo que el ciudadano que reclama penas más severas para los delincuentes o que tiene miedo de los terroristas. Toda proyección es ilusión, por lo que huelga preguntar hasta dónde es normal una ilusión y a partir de dónde es enfermiza.
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El enfermo psíquico y el sano psíquico son puntos terminales teóricos de un continuo que resulta de la interrelación entre el conocimiento y la sombra. En el llamado psicótico tenemos la forma extrema de una represión bien lograda. Cuando todas las vías y campos posibles para vivir la sombra están totalmente cerrados, en un momento dado, cambia el predominio y la sombra pasa a gobernar por completo la personalidad. Para ello anula la parte de la conciencia que ha dominado hasta ahora, y se resarce con gran energía de la represión sufrida, viviendo intensamente todo lo que la otra parte del individuo no se había atrevido a asumir. Así, los moralistas rigurosos se convierten en exhibicionistas obscenos, los pusilánimes dulces, en bestias furiosas y los perdedores resignados, en megalómanos exaltados.
También la psicosis da sinceridad, ya que recupera todo lo perdido hasta el momento de una forma tan intensa y absoluta que infunde temor en el entorno. Es el desesperado intento por devolver el equilibrio a la unilateralidad; intento, desde luego, que se expone a reducirse a una alternancia pendular entre uno y otro extremo. Esta dificultad por encontrar el punto medio, el equilibrio, se aprecia claramente en el síndrome maníaco–depresivo. En la psicosis, el ser humano vive su propia sombra. El loco nos abre una puerta al infierno de la mente que está en todos nosotros. Las frenéticas tentativas por combatir y ahogar este síntoma, provocadas por el miedo, son comprensibles pero poco aptas para resolver el problema. El principio de represión de la sombra provoca precisamente la violenta explosión de la sombra; tratar de reprimirla aplaza el problema, pero no lo resuelve.
El primer paso en la dirección correcta será también aquí el reconocimiento de que el síntoma tiene su sentido y su justificación. Partiendo de esta base, uno puede plantearse la manera de atender con eficacia la sana indicación que nos hace el síntoma.
Por lo que respecta al tema de los síntomas psicóticos, deben bastarnos estas observaciones. Las interpretaciones profundas son escasamente provechosas, ya que el psicótico no aporta ninguna base para una interpretación. Su miedo a la sombra es tan grande que casi siempre la proyecta enteramente hacia fuera. El observador interesado no tendrá dificultad para hallar la explicación si no pierde de vista las dos reglas que se comentan repetidamente en este libro:
   1.    Todo lo que el paciente experimenta en el mundo exterior son proyecciones de su sombra (voces, ataques, persecuciones, hipnosis, ansias asesinas, etc.). 
   2.    El comportamiento psíquico en sí es la realización de una de las sombras no asumida. 
Los síntomas psíquicos, a fin de cuentas, no se prestan a una interpretación, ya que expresan directamente el problema y no necesitan otro plano en el que plasmarse. Por ello, todo lo que uno pueda decir sobre la problemática de los síntomas psíquicos enseguida suena trivial, ya que falta el paso de la traducción. De todos modos, en este capítulo nos referiremos, por vía de
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ejemplo, a tres síntomas muy difundidos y relacionados con el campo psíquico:
la depresión, el insomnio y la adicción.
La depresión
La depresión es un concepto compuesto por un cuadro de síntomas que abarcan desde el abatimiento y la inhibición hasta la llamada depresión endógena con apatía total. La depresión va acompañada de la total paralización de la actividad, la melancolía y de una serie de síntomas corporales como cansancio, trastornos del sueño, inapetencia, estreñimiento, dolor de cabeza, taquicardia, dolor de espalda, trastornos menstruales en la mujer y baja del tono corporal. El depresivo sufre sentimiento de culpabilidad y continuamente se hace reproches, trata de hacerse perdonar. Cabe preguntar qué es lo que en realidad deprime al depresivo. En respuesta hallamos tres temas:
1. Agresividad. Antes hemos dicho que la agresividad que no es conducida hacia el exterior se convierte en dolor corporal. Esta afirmación puede completarse diciendo que la agresividad reprimida en el aspecto psíquico conduce a la depresión. La agresividad bloqueada y no exteriorizada se dirige hacia dentro y convierte al emisor en receptor. En la cuenta de la agresividad reprimida se cargan no sólo los sentimientos de culpabilidad sino también los numerosos síntomas somáticos que la acompañan, con sus dolores difusos. En otro lugar decimos que la agresividad sólo es una forma especial de energía vital y actividad. Por lo tanto, el que reprime con miedo su agresividad, reprime también su energía y su actividad. La psiquiatría trata de inducir al depresivo a alguna actividad, pero esto el depresivo lo vive como una amenaza. El depresivo evita todo lo que no tiene el reconocimiento público y trata de disimular los impulsos agresivos y destructivos con una vida irreprochable. La agresividad dirigida contra uno mismo encuentra su expresión más clara en el suicidio. En el deseo de suicidio siempre hay que preguntar a quién se dirige en realidad el propósito.
2. Responsabilidad. La depresión es —dejando aparte el suicidio—la forma extrema de rehuir la responsabilidad. El depresivo no actúa sino que vegeta, más muerto que vivo. Pero a pesar de su negativa a encarar activamente la vida, el depresivo, a través de la puerta trasera de los sentimientos de culpabilidad, sigue teniendo que afrontar el tema de la «responsabilidad». El miedo a asumir responsabilidad está en primer término en todas las depresiones que se producen precisamente cuando el paciente tiene que entrar en otra fase de la vida, por ejemplo, claramente en la depresión postparto.
3. Renuncia, soledad, vejez, muerte. Estos cuatro conceptos íntimamente relacionados entre sí abarcan el último y, a nuestro entender, más importante conjunto de temas. El paciente que sufre depresión es obligado violentamente a afrontar el polo de la muerte. Todo lo vivo, como movimiento, cambio, relación social y comunicación es arrebatado al
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depresivo y se le ofrece el polo opuesto a lo vivo: apatía, inmovilidad, soledad, pensamientos sobre la muerte. El polo de la muerte que con tanta fuerza se manifiesta en la depresión, es la sombra de este paciente.
El conflicto radica en que se teme tanto a la vida como a la muerte. La vida activa trae consigo culpabilidad y responsabilidad y esto es lo que uno quiere evitar. Asumir responsabilidad significa también renunciar a la proyección y aceptar la propia soledad. La personalidad depresiva tiene miedo de esto y, por lo tanto, necesita personas a las que aferrarse. La separación o la muerte de una de estas personas suele ser desencadenante de una depresión. Uno se ha quedado solo, y uno no quiere vivir solo ni asumir responsabilidad. Uno tiene miedo a la muerte y, por lo tanto, no reconoce las condiciones de la vida. La depresión nos da sinceridad: hace visible la incapacidad de vivir y de morir.
Insomnio
El número de personas que, durante un período más o menos largo, padece trastornos del sueño, es muy grande. No menos grande es el consumo de somníferos. Al igual que la comida y el sexo, el sueño es una necesidad instintiva del ser humano. Pasamos en este estado una tercera parte de la vida. Un lugar seguro, abrigado y cómodo donde dormir es de capital importancia para el hombre y para el animal. Por cansado que esté un animal o una persona, recorrerá un buen trecho con tal de encontrar una buena cama. Las perturbaciones del sueño las combatimos con gran inquietud y la falta de sueño la siente el individuo como una de las mayores amenazas. Un buen descanso suele estar asociado a muchas costumbres: una cama determinada, una postura determinada, una hora determinada, etc. La ruptura de esa costumbre puede perturbarnos el sueño.
El sueño es un fenómeno curioso. Todos podemos dormir sin haber aprendido, pero no sabemos cómo. Pasamos una tercera parte de nuestra vida en este estado pero no sabemos nada de él. Deseamos dormir y, sin embargo, con frecuencia, percibimos una amenaza que nos llega del mundo del sueño. Tratamos de desechar estos temores restando importancia al tema, por ejemplo: «Sólo ha sido un sueño», o: «Vano como un sueño», pero, si hemos de ser sinceros, reconocemos que en el sueño experimentamos y vivimos con la misma sensación de realidad que en la vigilia. Quien medite sobre este tema, tal vez saque la conclusión de que el mundo de la vigilia es también ilusión, sueño como el sueño nocturno y que ambos mundos sólo existen en nuestra mente.
¿De dónde sale la idea de que nuestra vida, la que hacemos durante el día, es más real o más auténtica que la de los sueños? ¿Quién nos autoriza a poner un sólo delante de la palabra sueño? Cada experiencia de la mente es igual de verdadera, no importa que la llamemos realidad, sueño o fantasía. Puede ser un buen ejercicio mental invertir la óptica habitual de la vida y el sueño e imaginar que el sueño es nuestra verdadera vida, interrumpida a intervalos regulares por períodos de vigilia.
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«Wang soñó que era una mariposa. Estaba entre hierbas y flores. Revoloteaba de un lado a otro. Luego despertó y no sabía si era Wang que soñaba que era una mariposa o era una mariposa que soñaba que era Wang.»
Esta inversión es un buen ejercicio para descubrir que, desde luego, conciencia de día y conciencia de noche, son polos que se compensan mutuamente. Por analogía, corresponde al día y a la luz la vigilia, la vida, la actividad y a la noche, la oscuridad, el reposo, el inconsciente y la muerte.
Analogías
 
Yang elemento masculino lóbulo izquierdo del cerebro fuego
día
vigilia
vida
bien conciencia intelecto racional
Yin elemento femenino lóbulo derecho del cerebro
agua
noche sueño muerte
mal inconsciente sentimiento irracional
 
De acuerdo con estas analogías de arquetipos, la voz popular llama al sueño el hermano menor de la muerte. Cada vez que nos dormimos, ensayamos la muerte. El sueño nos exige soltar todos los controles, toda meditación, toda actividad. El sueño nos exige entrega y confianza, abandonarnos a lo desconocido. No se puede conciliar el sueño a la fuerza, con un acto de voluntad. No hay como querer dormir a toda costa para no poder pegar ojo. Nosotros no podemos sino crear las condiciones favorables, pero a partir de ahí tenemos que aguardar con paciencia y confianza que el sueño venga. Apenas nos está permitido observar el proceso: la observación nos impediría dormir.
Todo lo que el sueño (y la muerte) exigen de nosotros no pertenece precisamente a los puntos fuertes del ser humano. Todos estamos muy anclados en el polo de la actividad, estamos muy orgullosos de nuestras obras, dependemos mucho de nuestro intelecto y de nuestro rígido control como para que el abandono, la confianza y la pasividad sean formas de comportamiento familiares. Por lo tanto, a nadie debe asombrar que el insomnio (¡junto al dolor de cabeza!) sea uno de los trastornos más frecuentes de nuestra civilización.
Nuestra cultura, a causa de su unilateralidad, tiene dificultades con todos los campos antipolares, como puede apreciarse rápidamente por la lista de analogías que exponemos. Tenemos miedo del sentimiento, de lo irracional, de la sombra, del inconsciente, del mal, de la oscuridad y de la muerte. Nos aferramos a nuestro intelecto y a nuestra conciencia de día con la que creemos poder entenderlo todo. Cuando llega la invitación a «abandonarse» se produce
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el miedo, porque la pérdida nos parece excesiva. Y, no obstante, todos ansiamos dormir y experimentamos la necesidad. Como la noche pertenece al día, así la sombra nos pertenece a nosotros y la muerte, a la vida. El sueño nos lleva todos los días a ese umbral entre el Aquí y Allá, nos acompaña a la zona oscura de nuestra alma, nos hace vivir en el sueño lo no vivido y nos sitúa otra vez en equilibrio.
El que sufre de insomnio —mejor dicho: de dificultad para conciliar el sueño— tiene dificultades y miedo de soltar el control consciente y abandonarse a su inconsciente. El individuo actual apenas hace una pausa entre el día y la noche, sino que lleva consigo a la zona del sueño todos sus pensamientos y actividades. Prolongamos el día durante la noche y pretendemos analizar el lado nocturno de nuestra alma con los métodos de la conciencia diurna. Falta la pausa de la conmutación consciente.
El insomne debe aprender ante todo a terminar el día conscientemente para poder entregarse por completo a la noche y a sus leyes. También debe aprender a preocuparse de las zonas de su inconsciente, para averiguar de dónde procede la ansiedad. La mortalidad es un tema importante para él. El insomne carece de confianza y de capacidad de entrega. Él se considera «activo» y no puede abandonarse. Los temas son casi idénticos a los que consideramos al tratar del orgasmo. El sueño y el orgasmo son pequeñas muertes que las personas con un Yo muy desarrollado experimentan como peligro. Por lo tanto, la conciliación con el lado nocturno de la vida es un somnífero infalible.
Los viejos sistemas, tales como contar, dan resultado sólo en la medida en que permiten distraer el intelecto. La monotonía aburre la mitad izquierda del cerebro y la induce a cejar en su afán de predominio. Todas las técnicas de meditación utilizan este recurso: concentración en un punto, o en la respiración, en la repetición de una mantra o un koan inducen a pasar del hemisferio izquierdo al derecho, del lado del día al lado de la noche, de la actividad a la pasividad. Quien experimente dificultades en esta rítmica alternancia natural debe dedicar atención al polo que rehuye. Esto es lo que pretende el síntoma. Proporciona al individuo tiempo para dilucidar sus conflictos con las alarmas y los temores de la noche. También en este caso el síntoma da sinceridad: todos los que padecen de insomnio tienen miedo a la noche. Cierto.
La excesiva somnolencia denota el problema contrario. El que, a pesar de haber dormido lo necesario, tiene problemas para despertar y levantarse, debe analizar su temor a las exigencias del día, a la actividad y el esfuerzo. Despertar y empezar el día significa actuar y asumir responsabilidades. La persona que tiene dificultad para pasar a la conciencia del día pretende huir al mundo de los sueños y a la inconsciencia de la niñez y evitar los desafíos y responsabilidades de la vida. En este caso, el tema se llama: huida a la inconsciencia. Si el dormirse guarda relación con la muerte, el despertar es un pequeño nacimiento. El nacimiento y el despertar a la conciencia pueden resultar tan angustiosos como la noche y la muerte. El problema está en la
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unilateralidad; la solución está en el medio, en el equilibrio, en la conjunción. Sólo aquí se descubre que nacimiento y muerte son uno.
TRASTORNOS DEL SUEÑO
El insomnio debe hacer que nos planteemos las siguientes preguntas:
   1.   ¿En qué medida dependo del poder, el control, el intelecto y la 
observación? 
   2.   ¿Soy capaz de desasirme? 
   3.   ¿Están desarrolladas en mí la capacidad de entrega y la confianza? 
   4.   ¿Me preocupo del lado nocturno de mi alma? 
   5.   ¿Cuánto temo a la muerte? ¿He meditado sobre ella lo suficiente? 
La excesiva somnolencia sugiere estas preguntas:
   1.   ¿Rehuyo la actividad, la responsabilidad y la toma de conciencia? 
   2.   ¿Vivo en un mundo de sueños y tengo miedo de despertar a la realidad? 
La adicción
El tema de la somnolencia nos lleva directamente a los estupefacientes y la adicción, en general, problema cuyo tema central es también la huida. Huida y búsqueda a la vez. Todos los drogadictos buscaban algo pero dejaron la búsqueda muy pronto conformándose con un sucedáneo. La búsqueda no debe acabar sino con el hallazgo. Jesús dijo: «El que busca no debe dejar de buscar hasta que encuentre; y cuando encuentre estará conmovido; y cuando esté conmovido se admirará y reinará sobre el Todo.» (Tomás. Evangelios Apócrifos, 2.)
Todos los grandes héroes de la mitología y la literatura buscan algo — Ulises, Don Quijote, Parsifal, Fausto— pero no dejan de buscar hasta que lo encuentran. La búsqueda lleva al héroe por peligros, perplejidad, desesperación y oscuridad. Pero cuando encuentra, lo encontrado hace que todos los esfuerzos parezcan insignificantes. El ser humano va a la deriva y en su deambular es arrojado a las más extrañas playas del alma, pero en ninguna debe demorarse ni encallar, no debe dejar de buscar hasta haber encontrado.
«Buscad y encontraréis...», dice el Evangelio. Pero el que se asusta de las pruebas y peligros, de las penalidades y extravíos del camino, se queda en la adicción. Proyecta su afán de búsqueda en algo que ya ha encontrado en el camino y ahí termina la búsqueda. Asimila el sucedáneo a su objetivo y no se ve harto. Trata de saciar el hambre con más y más del «mismo» sucedáneo y no advierte que cuanto más come más hambre tiene. Se intoxica y no advierte que se ha equivocado de objetivo y que debería seguir buscando. El miedo, la comodidad y la ofuscación le aprisionan. Todo alto en el camino puede intoxicar. En todas partes acechan las sirenas que tratan de retener al caminante y hacerlo prisionero.
Cualquier cosa puede provocar adicción cuando no la limitamos: dinero, poder, fama, influencia, saber, diversión, comida, bebida, ascetismo, ideas religiosas, drogas. Sea lo que fuere, todo tiene justificación en tanto que
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experiencia y todo puede convertirse en manía cuando no sabemos decir basta. Cae en la adicción el que se acobarda ante nuevas experiencias. El que considera su vida como un viaje y siempre va de camino es un buscador, no un adicto. Para sentirse buscar hay que reconocer la propia calidad de apátrida. El que cree en ataduras ya es adicto. Todos tenemos nuestras adicciones, con las que nuestra alma se embriaga una y otra vez. El problema no es lo que nos provoca la adicción sino nuestra pereza para seguir buscando. El examen de las adicciones nos indica, en el mejor de los casos, el objeto de las ansias de cada cual. Y nuestra perspectiva queda sesgada si absolvemos las adicciones aceptadas por la sociedad (riqueza, trabajo, éxito, saber, etc.). De todos modos aquí mencionaremos brevemente sólo las adicciones que en general son consideradas patológicas.
Bulimia
Vivir es aprender. Aprender es asimilar principios que hasta el momento sentíamos ajenos al Yo. La constante asimilación de lo nuevo ensancha el conocimiento. Se puede sustituir el «alimento espiritual» por «alimento material», el cual sólo provoca el «ensanchamiento del cuerpo». Si el hambre de vida no se sacia con experiencias, pasa al cuerpo y se manifiesta como hambre de comida. Y es un hambre que no puede saciarse, ya que el vacío interior no puede llenarse con comida.
En un capítulo anterior dijimos que el amor es apertura y aceptación: el bulímico sólo vive el amor en el cuerpo, ya que en el espíritu no puede. Ansía amor, pero no abre su interior sino sólo la boca y se lo traga todo. El resultado se llama obesidad. El bulímico busca amor, afirmación, recompensa, pero por desgracia en el plano equivocado.
Alcohol
El alcohólico ansía un mundo sin penas ni conflictos. El objetivo en sí no es malo, lo malo es que él trata de conseguirlo rehuyendo los conflictos y problemas. Él no está dispuesto a encararse con la conflictividad de la vida y resolverla con el esfuerzo. Con el alcohol, adormece sus conflictos y problemas y se pinta un mundo sano. Generalmente, el alcohólico busca también el calor humano. El alcohol produce una especie de caricatura de humanidad al destruir las barreras y las inhibiciones, borra las diferencias sociales y provoca una rápida camaradería, a la que, desde luego, falta profundidad y solidez. El alcohol es la tentativa de apaciguar el deseo de búsqueda de un mundo sano, feliz y hermanado. Todo lo que se oponga al ideal hay que ahogarlo en vino.
Tabaco
El hábito de fumar está relacionado con las vías respiratorias y los pulmones. Recordemos que la respiración tiene que ver sobre todo con la comunicación, el contacto y la libertad. Fumar es el intento de estimular y satisfacer este afán. El cigarrillo es el sucedáneo de la auténtica comunicación y la auténtica libertad. La publicidad de los cigarrillos apunta deliberadamente a
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estos deseos de las personas: la libertad del cow–boy, la superación de alegre compañía: todos estos deseos relacionados con el Yo se satisfacen con un cigarrillo. Uno hace kilómetros, ¿para qué? Quizá por una mujer, por un amigo, por la libertad..., o uno sustituye todos estos nobles fines por un cigarrillo, y el humo del tabaco borra los verdaderos objetivos.
Drogas
El hachís (marihuana) tiene una temática similar a la del alcohol. El individuo huye de sus problemas y conflictos a un estado agradable. El hachís les quita las aristas duras a la vida y suaviza el contorno. Todo es más suave y los desafíos desaparecen.
La cocaína (y estimulantes similares como «Captagon») tiene el efecto contrario. Mejora enormemente el rendimiento y, por lo tanto, puede proporcionar un mayor éxito. Aquí hay que examinar detenidamente el tema «éxito, rendimiento y reconocimiento», ya que la droga no es más que el medio de aumentar artificialmente la fuerza creadora. La búsqueda del éxito es siempre búsqueda de amor. Por ejemplo, en el mundo del espectáculo y del cine está muy extendido el uso de la cocaína. El ansia de amor es el problema específico de esta profesión. El artista que se exhibe busca el amor y espera calmar estas ansias con el favor del público. (¡La circunstancia de que esto no sea posible hace que, por un lado, constantemente se «supere» y por el otro, se siente cada vez más desgraciado!) Con o sin estimulante, aquí la adicción se llama: éxito con el que se pretende calmar el hambre de amor.
La heroína permite dejar atrás definitivamente los problemas de este mundo.
Las drogas psicodélicas (LSD, mescalina, hongos, etc.) son distintas de las citadas hasta ahora. El que consume estas drogas tiene el propósito (más o menos consciente) de realizar experiencias mentales y trascendentales. Las drogas psicodélicas tampoco crean hábito en el sentido estricto. No es fácil determinar si son medios legítimos para abrir nuevas perspectivas a la conciencia, ya que el problema no se halla en la droga propiamente dicha sino en la mente del individuo que la utiliza. El ser humano sólo tiene derecho legítimo a aquello que conquista con su esfuerzo. Por lo tanto, suele ser muy difícil controlar el nuevo espacio mental que nos abren las drogas y no ser invadido por él. Cuanto más se adentra uno en el camino de la verdadera búsqueda, menos necesita de las drogas, desde luego. Todo lo que pueda conseguirse por medio de las drogas se consigue también sin ellas, sólo que más despacio. ¡Y la prisa es mal compañero de viaje!
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XIV. CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)
Para comprender el cáncer hay que dominar el pensamiento analógico. Tenemos que tomar conciencia de la circunstancia de que todo lo que nosotros percibimos o definimos como unidad (una unidad entre unidades) es, por un lado, parte de una unidad mayor y, por otro lado, está compuesta por otras muchas unidades. Por ejemplo, un bosque (como unidad definida) es, por un lado, parte de una unidad mayor, «paisaje», y, por otro, está compuesto por muchos «árboles» (unidades menores). Lo mismo puede decirse de «un árbol». Es parte del bosque y, a su vez, se compone de tronco, raíces y copas. El tronco es al árbol lo que el árbol es al bosque o el bosque al paisaje.
Un ser humano es parte de la Humanidad y está compuesto de órganos que, a su vez, se componen de muchas células. La Humanidad espera del individuo que se comporte de la manera más adecuada para el desarrollo y supervivencia de la especie. El ser humano espera de sus órganos que funcionen de la manera mejor para asegurar su supervivencia. El órgano espera de sus células que cumplan con su cometido tal como exige la supervivencia del órgano.
En esa jerarquía que aún podría prolongarse hacia uno y otro lado, cada unidad individual (célula, órgano, individuo) está siempre en conflicto entre la vida propia personal y la supeditación a los intereses de la unidad superior. Cada organización compleja (Humanidad, Estado, órgano) se basa para su buen funcionamiento en que la mayoría de las partes se sometan a la idea común y la sirvan. Normalmente, todo sistema soporta la separación de algunos de sus miembros sin peligro para la totalidad. Pero existe un límite y, si éste es superado, el conjunto corre peligro.
Un Estado puede apartar a unos cuantos ciudadanos que no trabajen, que tengan un comportamiento antisocial o que combatan al Estado. Pero, cuando este grupo que no se identifica con los objetivos del Estado crece y alcanza una magnitud determinada, constituye un peligro para el todo y, si llega a conseguir la superioridad, puede poner en peligro la existencia del todo. Desde luego, el Estado tratará durante mucho tiempo de protegerse contra este crecimiento y de defender su propia existencia, pero cuando estos intentos fracasen su caída es segura. La mejor política consiste en atraer a los grupitos de ciudadanos disidentes a los objetivos del bien común, proporcionándoles buenos incentivos. A la larga, la represión violenta o la expulsión casi nunca tienen éxito sino que favorecen el caos. Desde el punto de vista del Estado, las fuerzas opositoras son enemigos peligrosos que no tienen más objetivo que destruir el orden y propagar el caos.
Esta visión es correcta, pero sólo desde este punto de vista. Si preguntáramos a los insurgentes oiríamos otros argumentos no menos correctos, desde su punto de vista. Lo cierto es que ellos no se identifican con los objetivos y conceptos de su Estado sino que propugnan sus propias ideas e intereses que quieren ver realizados. El Estado quiere obediencia y los grupos
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quieren libertad para realizar sus propias ideas. Se puede comprender a unos y otros, pero no es fácil dar gusto a ambos al mismo tiempo sin hacer sacrificios.
No se trata aquí de desarrollar teorías ni de exponer creencias sociopolíticas sino de describir el proceso del cáncer en otro plano, a fin de ensanchar un poco el ángulo desde el que suele contemplarse. El cáncer no es un hecho aislado que se presenta únicamente bajo las formas así denominadas sino un proceso muy diferenciado e inteligente que debería ocupar a los seres humanos en todos los planos. En casi todas las demás enfermedades sentimos cómo el cuerpo combate, con las medidas adecuadas, una anomalía que amenaza una función. Si lo consigue, hablamos de curación (que puede ser completa o no). Si no lo consigue y sucumbe en el intento, es la muerte.
Pero con el cáncer experimentamos algo totalmente distinto: el cuerpo ve cómo sus células, cada vez en mayor número, alteran su comportamiento y, mediante una activa división, inician un proceso que en sí no conduce a ningún fin y que únicamente encuentra sus límites en el agotamiento del huésped (terreno nutricio). La célula cancerosa no es, como por ejemplo los bacilos, los virus o las toxinas, algo que viene de fuera a atacar el organismo sino que es una célula que hasta ahora realizaba su actividad al servicio de su órgano y, por consiguiente, al servicio del organismo en su conjunto, a fin de que éste tuviera las mejores posibilidades de supervivencia. Pero, de pronto, la célula cambia de opinión y deja de identificarse con la comunidad. Empieza a desarrollar objetivos propios y a perseguirlos con ahínco. Da por terminada la actividad al servicio de un órgano determinado y pone por encima de todo la propia multiplicación. Ya no se comporta como miembro de un ser multicelular sino que retrocede a una etapa anterior de vida unicelular. Se da de baja de su asociación celular y con una multiplicación caótica, se extiende rápida e implacablemente, cruzando todas las fronteras morfológicas (infiltración) y estableciendo puestos estratégicos (metástasis). Utiliza la comunidad celular, de la que se ha desprendido, para su propia alimentación. El crecimiento y multiplicación de las células cancerosas es tan rápido que a veces los vasos sanguíneos no dan abasto para alimentarlas. En tal caso, las células cancerosas prescinden de la oxigenación y pasan a la forma de vida más primitiva de la fermentación. La respiración depende de la comunidad (intercambio) mientras que la fermentación puede realizarla cada célula por sí sola.
Esta triunfal proliferación de las células cancerosas termina cuando ha consumido literalmente a la persona a la que ha convertido en su suelo nutricio. Llega un momento en el que la célula cancerosa sucumbe a los problemas de abastecimiento. Hasta este momento, prospera.
Queda la pregunta de por qué la que fuera excelente célula hace todas estas cosas. Su motivación debería ser fácil de explicar. En su calidad de miembro obediente del individuo multicelular sólo tenía que realizar una actividad prescrita que era útil al multicelular para su supervivencia. Era una de tantas células que tenía que realizar un trabajo poco atractivo «por cuenta ajena». Y lo hizo durante mucho tiempo. Pero, en un momento dado el
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organismo perdió su atractivo como marco para el propio desarrollo de la célula. Un unicelular es libre e independiente, puede hacer lo que quiera, y con su facultad de multiplicación, puede hacerse inmortal. En su calidad de miembro de un organismo multicelular, la célula era mortal y esclava. ¿Tan raro es que la célula recuerde su libertad de antaño y regrese a la existencia unicelular, a fin de conquistar por sí misma la inmortalidad? Somete a la comunidad a sus propios intereses y, con implacable perseverancia, empieza a labrarse un futuro de libertad.
Es un proceso próspero cuyo defecto no se descubre hasta que ya es tarde, es decir, cuando uno se da cuenta de que el sacrificio del otro y su utilización como tierra nutricia acarrea también la propia muerte. El comportamiento de la célula cancerosa es satisfactorio únicamente mientras vive el casero, su final significa también el fin del desarrollo del cáncer.
Aquí reside el pequeño pero trascendental error en el concepto de la realización de la libertad y la inmortalidad. Uno se retira de la antigua comunidad y no se da cuenta de que la necesita hasta que ya es tarde. Al ser humano no le hace gracia dar su vida por la vida de la célula cancerosa, pero la célula del cuerpo tampoco daba su vida con gusto por el ser humano. La célula cancerosa tiene argumentos tan buenos como los del ser humano, sólo que su punto de vista es otro. Ambos quieren vivir y hacer realidad sus ansias de libertad. Ambos están dispuestos a sacrificar al otro para conseguirlo. En el «ejemplo del Estado» ocurría algo parecido. El Estado quiere vivir y hacer realidad su ideología, un par de disidentes también quieren vivir y hacer realidad sus ideas. En un principio, el Estado trata de eliminar a los disidentes. Si no lo consigue, los revolucionarios sacrifican al Estado. Ninguna de las partes tiene piedad. El individuo extirpa, irradia y envenena las células cancerosas mientras puede, pero si ganan ellas aniquilan al cuerpo. Es el eterno conflicto de la Naturaleza: comer o ser comido. Sí, el ser humano se da cuenta de la implacabilidad y la miopía de las células cancerosas, pero ¿ve también que él se comporta del mismo modo, que nosotros, los humanos, tratamos de asegurar nuestra supervivencia por el mismo procedimiento que utiliza el cáncer?
Aquí está la clave del cáncer. No es casualidad que prolifere tanto en nuestra época ni que se le combata con tanto empeño y tan poco éxito. (¡Las investigaciones del oncólogo norteamericano Hardin B. Jones indican que la esperanza de vida de los pacientes no tratados parece mayor que la de los pacientes tratados!) La enfermedad del cáncer es expresión de nuestra época y de nuestra ideología colectiva. Experimentamos en nosotros como cáncer sólo aquello que nosotros mismos vivimos. Nuestra época está caracterizada por la expansión implacable y la persecución de los propios intereses. En la vida política, económica, «religiosa» y privada, el ser humano trata de extender sus propios objetivos e intereses sin miramientos sobre las fronteras (morfología), establecer puestos estratégicos para favorecer sus intereses (metástasis) y hacer prevalecer exclusivamente sus ideas y objetivos utilizando a todos los demás en beneficio propio (parasitismo).
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Todos argumentamos como la célula cancerosa. Nuestro crecimiento es tan rápido que también nosotros tenemos problemas de abastecimiento. Nuestros sistemas de comunicación se extienden por todo el mundo, pero a veces falla la comunicación con nuestro vecino o con nuestra pareja. El ser humano tiene tiempo libre, pero no sabe qué hacer con él. Producimos alimentos y luego los destruimos, para manipular los precios. Podemos dar la vuelta al mundo cómodamente, pero no nos conocemos a nosotros mismos. La filosofía de nuestro tiempo no conoce otro objetivo que el crecimiento y el progreso. El ser humano trabaja, experimenta, investiga, ¿para qué? ¡Por el progreso! ¿Qué objetivo tiene el progreso? ¡Más progreso! La Humanidad va en un viaje sin destino. Constantemente se fija cada vez nuevos objetivos, para no desesperar. La ceguera del hombre de nuestro tiempo no tiene nada que envidiar a la ceguera de la célula del cáncer. A fin de favorecer la expansión económica, durante décadas el hombre utilizó el medio ambiente como un suelo nutricio y hoy comprueba «consternado» que la muerte del huésped significa también la muerte propia. Los seres humanos consideran todo el mundo su suelo nutricio: plantas, animales, minerales. Todo está ahí únicamente para que nosotros podamos extendernos sobre toda la Tierra.
¿De dónde sacan los hombres que así se comportan el valor y la desfachatez para quejarse del cáncer? ¡Si no es más que nuestro espejo! Él nos muestra nuestra conducta, nuestros argumentos y también el final del camino.
No hay que vencer el cáncer, sólo hay que comprenderlo, para poder comprendernos a nosotros mismos. ¡Pero los seres humanos siempre tratan de romper el espejo cuando no les gusta su cara! Los seres humanos tienen cáncer porque son cáncer.
El cáncer es nuestra gran oportunidad para ver en él nuestros vicios mentales y equivocaciones. Por lo tanto intentemos descubrir los puntos débiles de ese concepto que tanto el cáncer como nosotros utilizamos como ideología. En última instancia, el cáncer naufraga por la polarización «Yo o la comunidad». Él sólo ve esta disyuntiva y se decide por la propia supervivencia, independiente del entorno para comprender demasiado tarde que él depende del entorno. Le falta la conciencia de una unidad mayor y más completa. Él sólo ve la unidad en su propia limitación. Esta falta de comprensión de la unidad es algo que las personas tienen en común con el cáncer. También el individuo se limita en su propia mente, marcando ante todo la división entre Yo y Tú. Se piensa en «unidades» sin advertir que es un concepto aberrante. La unidad es la suma de todo lo que es y no conoce nada fuera de sí. Si se divide la unidad, se forma la multiplicidad, pero esta multiplicidad sigue siendo, a fin de cuentas, parte integrante de la unidad.
Cuanto más se aísla un ego más pierde la conciencia del todo de que él sólo es una parte. El ego concibe la ilusión de poder hacer algo «por sí solo». Pero el verdadero aislamiento del resto del universo no existe. Es algo que sólo puede imaginar nuestro Yo. En la medida en que el Yo se aísla, el ser humano pierde la «religión», la trabazón con el principio del Ser. Después el Ego trata
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de satisfacer sus necesidades y nos traza el camino a seguir. Al Yo le resulta grato todo aquello que favorece la separación, que sirve a la diferenciación, porque con cada acentuación de los límites se percibe más claramente a sí mismo. El Ego sólo tiene miedo de la unión con el todo, porque eso presupone su muerte. El Ego defiende su existencia con ahínco, con inteligencia y buenos argumentos, utilizando las teorías más sacrosantas y los propositos más nobles, cualquier cosa con tal de sobrevivir.
Y así se crean objetivos que no son tales objetivos. El progreso como objetivo es absurdo, ya que no tiene punto final. Un objetivo auténtico sólo puede consistir en una transformación del estado anterior, pero no en la simple continuación de algo que ya existe. Nosotros, los humanos, estamos en la polaridad, ¿de qué nos sirve un objetivo que sólo sea polar? Ahora bien, si el objetivo es la «unidad», ello significa una cualidad del Ser totalmente diferente de la que experimentamos en la polaridad. Al individuo que está en la cárcel no se le motiva proponiéndole otra cárcel, aunque ésta sea un poco más cómoda; pero la libertad es un paso cualitativamente mucho más importante. Ahora bien, el objetivo de la «unidad» sólo puede alcanzarse sacrificando el Yo, porque mientras haya un Yo habrá un Tú y seguiremos en la polaridad. Para «renacer en espíritu» antes hay que morir y esta muerte afecta al Yo. Rumi, el místico islámico, condensa graciosamente el tema en este cuento:
«Un hombre llamó a la puerta de la amada. Una voz preguntó: "¿Quién es?" "Soy yo", respondió él. Y la voz dijo: "Aquí no hay sitio suficiente para mí y para ti" Y la puerta siguió cerrada. Al cabo de un año de soledad y añoranza, el hombre volvió a llamar a la puerta. Una voz preguntó desde dentro: "¿Quién es?" "Eres tú", respondió el hombre. Y la puerta se abrió.»
Mientras nuestro Yo luche por la vida eterna, seguiremos fracasando como la célula del cáncer. La célula del cáncer se diferencia de la célula corporal por la sobrevaloración de su Ego. En la célula, el núcleo hace las veces de cerebro. En la célula cancerosa, el núcleo adquiere más y más importancia y, por lo tanto, aumenta de tamaño (el cáncer se diagnostica también por la alteración morfológica del núcleo de la célula). Esta alteración del núcleo equivale a la hiperacentuación del pensamiento cerebral egocéntrico que marca nuestra época. La célula cancerosa busca su vida eterna en la proliferación y expansión material. Ni el cáncer ni el ser humano han comprendido todavía que buscan en la materia algo que no está ahí, la vida. Se confunde el contenido con la forma y con la multiplicación de la forma, se trata de conseguir el codiciado contenido. Pero ya Jesús advirtió: «El que quiera conservar la vida la perderá.»
Por lo tanto, todas las escuelas iniciáticas enseñan desde tiempo inmemorial el camino opuesto: sacrificar la forma para recibir el contenido o, en otras palabras: el Yo debe morir para que podamos volver a nacer en el Ser. Desde luego el Ser no es mi ser, sino el Ser. Es el punto central que está en todo. El Ser no posee un ser diferenciado, puesto que abarca todo lo que es. Y por fin aquí huelga la pregunta: «¿Yo o los otros?» El ser no reconoce a otro, porque es todo uno. Este objetivo, naturalmente, resulta peligroso para el Ego y poco
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atractivo. Por ello no debemos admirarnos que el Ego haga todo lo que puede por cambiar este objetivo de la unión con el todo por el objetivo de un Ego grande, fuerte, sabio e iluminado. La mayoría de los peregrinos, tanto los que siguen el camino esotérico como los que eligen el religioso, fracasan porque tratan de alcanzar con su Yo el objetivo de la salvación o la iluminación. Muy pocos son los que comprenden que su Yo, con el que aún se identifican, nunca puede ser iluminado ni redimido.
El objetivo supremo exige siempre Sacrificio del Yo, la Muerte del Ego. Nosotros no podemos redimir nuestro Yo, sólo podemos desprendernos de él y entonces estamos salvados. El miedo que en este momento suele sentirse a no ser en adelante, sólo confirma lo mucho que nos identificamos con nuestro Yo y lo poco que sabemos de nuestro Ser. Y precisamente aquí está la posibilidad de solución de nuestro problema con el cáncer. Cuando al fin, lenta y gradualmente, aprendemos a cuestionarnos nuestra obsesión por el Yo y nuestro afán de diferenciarnos, y nos decidimos a abrirnos, empezamos a vivir como parte del todo y también a asumir responsabilidad por el todo. Entonces comprendemos que el bien del todo y nuestro bien son el mismo porque nosotros somos uno con todo (pars pro toto). También cada célula recibe toda la información genética del organismo. ¡Ella sólo debe comprender que, en realidad, ella es el Todo! «Microcosmos = Macrocosmos», nos enseña la filosofía hermética.
El vicio mental reside en la diferenciación entre Yo y Tú. Así se crea la ilusión de que uno puede sobrevivir como Yo sacrificando al Tú y utilizándolo como suelo nutricio. En realidad, la suerte del Yo y del Tú, de la Parte y el Todo, no puede separarse. La muerte que la célula cancerosa produce en el organismo es también su propia muerte, del mismo modo que, por ejemplo, la muerte del medio ambiente trae consigo nuestra propia muerte. Pero la célula del cáncer cree en un Exterior separado de ella, lo mismo que los seres humanos creen en un Exterior. Esta creencia es mortal. El remedio se llama amor. El amor cura porque suprime las barreras y deja entrar al otro para formar la unidad. El que ama no coloca su Yo en primer lugar sino que experimenta una unidad mayor. El que ama siente con el amado como si fuera él mismo. Esto no sólo vale para el amor humano. El que ama a un animal no puede contemplarlo desde el punto de vista del ganadero. No nos referimos a un pseudoamor sentimental sino a ese estado que realmente hace sentir algo de la unión de todo lo que es y no esa actuación con la que con frecuencia uno trata de neutralizar sus inconscientes sentimientos de culpabilidad por las propias agresiones reprimidas, por medio de «buenas obras» y de un exagerado «amor a los animales».
El cáncer no muestra amor vivido, el cáncer es amor pervertido:
El amor salva todas las fronteras y barreras.
En el amor se unen y funden los opuestos.
El amor es la unión con todo, se hace extensivo a todo y no se detiene ante nada.
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El amor no teme la muerte, porque el amor es vida.
El que no vive este amor en su conciencia corre peligro de que su amor pase a lo corporal y trate de imponer ahí sus leyes en forma de cáncer. También la célula cancerosa salva todas las fronteras y barreras. El cáncer pasa por alto la individualidad de los órganos.
También el cáncer se extiende por todas partes y no se detiene ante nada (metástasis).
Tampoco las células cancerosas temen a la muerte.
El cáncer es amor en el plano equivocado. La perfección y la unión sólo pueden realizarse en el espíritu y no en la materia, porque la materia es la sombra del espíritu. Dentro del mundo transitorio de las formas, el ser humano no puede realizar lo que pertenece a un plano imperecedero. A pesar de todos los esfuerzos de los que aspiran a mejorar el mundo, nunca existirá un mundo perfectamente sano, sin conflictos ni problemas, sin fricciones ni disputas. Nunca existirá el ser humano completamente sano, sin enfermedad ni muerte, nunca existirá el amor que todo lo abarca, porque el mundo de las formas vive de las fronteras. Pero todos los objetivos pueden realizarse —por todos y en todo momento— por el que descubre la falsedad de las formas y en su conciencia es libre. En el mundo polar, el amor conduce a la esclavitud: en la unidad, es libertad. El cáncer es el síntoma de un amor mal entendido. El cáncer sólo respeta el símbolo del amor verdadero. El símbolo del amor verdadero es el corazón. ¡El corazón es el único órgano que no es atacado por el cáncer!
XV. EL SIDA
Desde la publicación de este libro, en el año 1983, un nuevo síntoma ha surgido con ímpetu situándose en el centro del interés público y probablemente —a juzgar por los indicios— permanecerá de actualidad durante mucho tiempo. Cuatro iniciales simbolizan la nueva plaga: SIDA, Síndrome de Inmuno– Deficiencia Adquirida. El causante material es el virus HTLV-III/LAV, un agente minúsculo muy sensible que sólo puede vivir en un medio muy específico, por lo cual, para la transmisión de este virus, tienen que pasar al sistema circulatorio de otra persona células de sangre fresca o esperma. Fuera del organismo humano, el agente muere.
Son reserva natural del virus del SIDA ciertas especies de monos del África Central (especialmente el macaco verde). Fue descubierto a finales de los años setenta en un drogadicto de Nueva York. Por la utilización común de agujas hipodérmicas, el virus se extendió primeramente entre los toxicómanos y pasó después a los homosexuales donde siguió extendiéndose por el contacto sexual. Actualmente, entre los grupos de riesgo, los homosexuales ocupan el primer lugar, debido a que la relación anal practicada preferentemente suele producir pequeñas heridas de la sensible mucosa del intestino recto. Ello
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permite a los espermas que contengan el virus pasar a la sangre (la mucosa vaginal es más resistente a las heridas).
El SIDA apareció en el momento en que los homosexuales habían mejorado y legitimado considerablemente su status en América. Después se ha sabido que en el África Central el SIDA no está menos extendido entre los heterosexuales, pero en Europa y América los homosexuales son la tierra de cultivo de la epidemia. Actualmente, la libertad sexual está seriamente amenazada por el SIDA: unos lo lamentan y otros ven en ello el justo castigo de Dios. Lo cierto es que el SIDA se ha convertido en un problema de la colectividad: El SIDA no es cosa de unos cuantos sino de todos. Por consiguiente, tanto a nosotros como a la editorial nos pareció oportuno agregar al libro este capítulo sobre el SIDA, en el que tratamos de esclarecer el fondo de la sintomatología del SIDA.
Al examinar los síntomas del SIDA llaman la atención cuatro puntos:
   1.    El SIDA provoca la destrucción de las defensas del cuerpo, es decir, que ataca la capacidad del cuerpo a aislarse y defenderse de los agentes del exterior. Este daño irreparable causado a las defensas inmunológicas expone a los enfermos del SIDA a las infecciones (y a ciertos tipos de SIDA) que no son una amenaza para las personas con las defensas 
intactas. 
   2.    Dado que el virus HTLV-III/LAV tiene un período de incubación larguísimo 
(entre el momento de la infección y el de la manifestación de los síntomas pueden transcurrir varios años), el SIDA tiene un carácter inquietante. Si descontamos la posibilidad del test (el test Elisa) uno no puede saber cuántas personas puede haber infectadas por el SIDA, ni si lo está uno. Por lo tanto el SIDA es un adversario invisible, muy difícil de combatir. 
   3.    Puesto que el SIDA sólo puede contraerse por contagio a través de la sangre y el semen, no se trata de un problema personal y particular, sino que revela con elocuencia nuestra dependencia de los demás. 
   4.    Finalmente, en el SIDA la sexualidad es factor primordial ya que es prácticamente la única vía de contagio, aparte de las otras dos posibilidades —utilización de agujas de inyección usadas y transfusión de sangre afectada— relativamente fáciles de eliminar. Con ello, el SIDA ha alcanzado categoría de «enfermedad de transmisión sexual» y la sexualidad tiene connotaciones angustiosas. 
Hemos llegado al convencimiento de que el SIDA como peligro colectivo es la continuación lógica del problema que se manifiesta en el cáncer. El cáncer y el SIDA tienen mucho en común, por lo que cabe reunirlos bajo el epígrafe común de «El amor enfermo». Para entender lo que queremos decir con ello será necesario referirnos brevemente al tema «amor» y a lo dicho en capítulos anteriores (pág. 54). En el Capítulo IV de la Primera Parte de este libro (Bien y Mal) vemos que el amor es la única instancia que está en condiciones de superar la polaridad y unir los contrarios. Pero, como sea que los contrarios siempre están definidos por fronteras —Bueno/Malo, Dentro/Fuera, Yo/Tú—, la
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función del amor consiste en superar —o, mejor dicho, derribar— fronteras. Por lo tanto, nosotros definimos el amor, entre otras cosas, como capacidad de apertura, de «aceptar» al otro, de sacrificar la frontera del Yo.
El sacrificio que impone el amor tiene una larga y rica tradición en la poesía, la mitología y la religión; nuestra cultura lo conoce en la figura de Jesús que, por amor a la Humanidad, aceptó el sacrificio de la muerte y con ello siguió el mismo camino que todos los hijos de Dios. Cuando hablamos de «amor» nos referimos a un proceso espiritual, no a un acto corporal; cuando nos referimos al «amor corporal» decimos sexualidad.
Hecha esta distinción, en seguida comprenderemos que en nuestro tiempo y en nuestra cultura tenemos un gran problema con el «amor». El amor apunta, en primer lugar, al alma del otro, no a su cuerpo; la sexualidad desea el cuerpo del otro. Ambos tienen su justificación; lo peligroso —en esto como en todo— es la unilateralidad. La vida es equilibrio, es compensación entre Yin y Yang, Abajo y Arriba, Izquierda y Derecha.
Referido a nuestro tema, esto significa que la sexualidad tiene que equilibrarse con el amor ya que, de lo contrario, nos quedamos en la unilateralidad, y toda unilateralidad es «mala», es decir, insana, enfermiza. Ya casi no nos damos cuenta de la fuerza con la que en nuestro tiempo se subraya el Ego y se marcan los límites de la personalidad, ya que este tipo de individualización ha llegado a hacerse perfectamente natural. Si nos paramos a pensar en el valor que hoy en día tiene el nombre en la industria, la publicidad y el arte y lo comparamos tiempos pasados en los que la mayoría de los artistas quedaron en el anonimato, comprenderemos con claridad lo que queremos decir con la acentuación del Ego. Esta evolución se muestra también en otros campos de la vida, por ejemplo en la transformación de la gran familia en pequeña familia y en la más moderna forma de vida, la del «soltero». Hoy día, el apartamento de una habitación es expresión de nuestro creciente aislamiento y soledad.
El individuo moderno trata de contrarrestar esta tendencia por dos medios: la comunicación y la sexualidad. El desarrollo de los medios de comunicación se ha disparado: Prensa, radio, TV, teléfono, ordenador, télex, etc., todos estamos conectados electrónicamente. Primeramente, la comunicación electrónica no resuelve el problema de la soledad y el aislamiento; en segundo lugar, el desarrollo de los modernos sistemas electrónicos muestra claramente a los seres humanos la futilidad y la imposibilidad de aislarse realmente, de guardar algo en secreto para sí o reivindicar un ego. (¡Cuanto más avanza la electrónica, más difíciles e inútiles se hacen el secreto, la protección de datos y los copyrights!)
La otra fórmula mágica es libertad sexual: cualquiera puede «establecer contacto» con quien le apetezca y, no obstante, permanecer espiritualmente intacto. No es, pues, de extrañar que se pongan los nuevos medios de comunicación al servicio de la sexualidad: desde los anuncios en la Prensa hasta el «telefonsex» y el «computersex», el último juego USA. La sexualidad sirve, pues, para el placer, concretamente, en primer lugar, el propio —la
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«pareja» suele ser un simple accesorio—. Pero, a fin de cuentas tampoco se necesita al otro, ya que el placer se experimenta también por teléfono o a solas (masturbación).
El amor, por el contrario, significa el verdadero encuentro con otra persona; pero el encuentro «con el otro» es siempre un proceso que genera ansiedad, porque exige que uno se cuestione la propia manera de ser. El encuentro con otra persona es siempre encuentro con la propia sombra. Por esto es tan difícil la convivencia. El amor tiene más de trabajo que de placer. El amor pone en peligro la frontera del ego y exige apertura. La sexualidad es un estupendo complemento del amor, para abrir fronteras y experimentar la unión en lo corporal. Pero, si se excluye el amor, la sexualidad por sí sola no puede cumplir esta función.
Nuestra época, ya lo hemos dicho, es egocéntrica en grado superlativo y tiene aversión a todo lo que apunta a la superación de la polaridad. Y nosotros, forzando el énfasis en la sexualidad, tratamos de ocultar y compensar la incapacidad para el amor: nuestro tiempo está sexualizado pero falto de amor. El amor pasa a la sombra. Es un problema de nuestro tiempo y de toda nuestra cultura occidental, un problema colectivo.
Desde luego, el problema incide especialmente en los homosexuales. Aquí no se trata de discutir las diferencias que existen entre homosexualidad y heterosexualidad sino de resaltar la clara tendencia observada entre los homosexuales hacia una disminución de las relaciones estables con una pareja única, y un aumento de la promiscuidad: no es excepcional que, en un solo fin de semana, se establezca contacto sexual con diez y hasta con veinte personas. Cierto, la tendencia y la problemática que acarrea es la misma para homosexuales y para heterosexuales, pero entre éstos está menos acentuada y generalizada. Cuanto más se disocia el amor de la sexualidad y se busca sólo el placer propio, más se disipan los estímulos sexuales. Ello exige una escalada del estímulo que tiene que ser cada vez más original y refinado, y el recurso a prácticas sexuales extremas que denotan clara mente lo poco que cuenta la pareja, que es degradada a la condición de simple estímulo.
Suponemos que estas esquemáticas observaciones pueden servir de punto de partida para comprender el cuadro del SIDA.
Si el amor ya no es vivido interiormente como encuentro e intercambio espiritual entre dos personas, pasa a la sombra y, en última instancia, al cuerpo. El amor es enemigo de fronteras e insta a la apertura y la unión con lo que viene de fuera. La destrucción de las defensas que provoca el SIDA refleja claramente este principio. Las defensas del organismo protegen la necesaria frontera corporal, pues toda forma exige un límite y, por consiguiente, un ego. El enfermo de SIDA vive en el plano corporal el amor, la apertura, la accesibilidad y la vulnerabilidad que rehuyó por miedo en el plano espiritual.
La temática del SIDA es muy parecida a la del cáncer, por lo que catalogamos ambos síntomas con el mismo epígrafe de «amor enfermo». Pero existe una diferencia: el cáncer es más «personal» que el SIDA, es decir, que el cáncer afecta al paciente individualmente, no se contagia. El SIDA, por el
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contrario, nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que cada individualización es una ilusión y que el ego es, a fin de cuentas, una aberración. El SIDA nos hace sentir que somos parte de una comunidad, parte de un gran todo y que, como parte, somos responsables del todo. El paciente del SIDA siente de modo fulminante el peso de esta responsabilidad y debe decidir lo que va a hacer en adelante. El SIDA impone responsabilidad, precaución y consideración hacia los demás, cualidades de las que hasta el momento anduvo escaso el paciente del SIDA.
Por otra parte, el SIDA exige la total renuncia a la agresividad en la sexualidad, ya que, si hay sangre, la pareja se contagia. El uso del condón (y guantes de goma) reconstruye artificialmente la «frontera» que el SIDA había derribado en el plano corporal. Con el abandono de la sexualidad agresiva, el paciente tiene la posibilidad de adquirir ternura y delicadeza como forma de relación y, además, el SIDA lo pone en contacto con los temas soslayados de debilidad, indefensión, pasividad, en suma, con el mundo del sentimiento.
Es evidente que los aspectos que el SIDA obliga a replegar (agresividad, sangre, desconsideración...) se hallan situados en la polaridad masculina (Yang) mientras que los que obliga a cultivar corresponden a la polaridad femenina (Yin) (debilidad, indefensión, delicadeza, ternura, consideración). No es de extrañar, pues, que el SIDA tenga tanta incidencia entre los homosexuales, puesto que el homosexual rehuye el debate con lo femenino (¡por más que el homosexual asuma tan ostensiblemente la feminidad en su manera de actuar, ya que este comportamiento en sí es síntoma!).
Los mayores grupos de riesgo del SIDA son los formados por drogadictos y homosexuales. Son, en general, grupos automarginados que suelen rechazar e, incluso, odiar al resto de la sociedad y que, a su vez, suscitan repulsa y aversión. El SIDA enseña al cuerpo a renunciar al odio: al destruir las defensas, implanta el amor indiscriminado.
El SIDA enfrenta a la Humanidad con una zona de la sombra muy profunda. El SIDA es un emisario del «submundo», y en más de un sentido, ya que la puerta de entrada del agente se encuentra en el «submundo» del ser humano. El agente propiamente dicho permanece mucho tiempo en «la oscuridad», ignorado, hasta que, poco a poco, se manifiesta a través de la vulnerabilidad y el debilitamiento del paciente. Entonces el SIDA conmina a la conversión, a la metamorfosis. El SIDA nos resulta inquietante porque actúa desde lo oculto, lo invisible, lo inconsciente: el SIDA es el «enemigo invisible» que hirió de muerte a «Anfortas», el rey del Grial.
El SIDA tiene una relación simbólica (y, por consiguiente, temporal) con el peligro de la radiactividad. Después de que «el hombre moderno», a costa de tantos esfuerzos, se liberara de todos «los mundos invisibles, intangibles, de números y desconocidos», ahora los mundos declarados «inexistentes» contraatacan; devuelven al hombre al miedo primitivo, tarea que en los viejos tiempos incumbía a demonios, espíritus, dioses coléricos y monstruos del reino de lo invisible.
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Es sabido que la fuerza sexual es una fuerza misteriosa e inquietante que tiene la facultad de separar y de unir, según el plano en el que actúe. Desde luego, no se trata de condenar y reprimir nuevamente la sexualidad, pero sí de dotar a una sexualidad entendida de forma puramente física de una «apertura espiritual» llamada, sencillamente, «amor».
En resumen:
Sexualidad y amor son los dos polos de un tema llamado «unión de contrarios».
La sexualidad se refiere al cuerpo y el amor al alma del otro.
La sexualidad y el amor deben estar en equilibrio.
El encuentro psíquico (amor) se considera peligroso y angustioso, ya que
atenta contra las fronteras del Yo. El énfasis en la sexualidad corporal hace que el amor pase a la sombra. En estos casos, la sexualidad tiende a hacerse agresiva e hiriente (en lugar de atacar la frontera psíquica del Yo se atacan las fronteras corporales y corre la sangre).
El SIDA es la fase terminal de un amor que ha descendido a la sombra. El SIDA derriba en el cuerpo las fronteras del Yo y hace experimentar al cuerpo el miedo al amor que fuera rehuido en el plano psíquico.
Por lo tanto, en definitiva, también la muerte no es sino la forma de expresión corporal del amor, ya que realiza la entrega total y la renuncia al aislamiento del Yo (véase el cristianismo). Ahora bien, la muerte no es más que el principio de una transformación, el comienzo de una metamorfosis.
XVI. ¿QUÉ SE PUEDE HACER?
Después de tantas reflexiones y consideraciones dirigidas a comprender el mensaje de los síntomas, el enfermo se pregunta: «Y ahora que ya sé todas estas cosas, ¿qué tengo que hacer para curarme?» Nuestra respuesta es siempre la misma: «¡Abrir los ojos!» Esta invitación en un principio, suele considerarse trivial, simplista e inoperante. Y es que uno quiere hacer algo, quiere cambiar, actuar de otro modo. ¿Y qué se cambia con «abrir los ojos»? Nuestro constante afán de «cambio» es uno de los mayores peligros que acechan en el camino. En realidad, no hay nada que cambiar, excepto nuestra visión. Por eso nuestro consejo se reduce a «abrir los ojos».
En este mundo, el ser humano no puede hacer más que aprender a ver, aunque, desde luego, es lo más difícil. La evolución se funda únicamente en la modificación de la visión: todas las funciones externas son mera expresión de la nueva visión. Comparemos, por ejemplo, el actual estado de desarrollo de la técnica con el de la Edad Media y la única diferencia es que desde entonces hemos aprendido a ver determinadas leyes y posibilidades. Son leyes y posibilidades que ya existían hace diez mil años, sólo que entonces nadie las había visto. El ser humano gusta de imaginar que él crea algo Nuevo, y habla con orgullo de sus inventos. Pero no se da cuenta de que más que inventar, lo que hace es encontrar una posibilidad ya existente. Todos los pensamientos y
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las ideas están ahí en potencia, pero el ser humano necesita tiempo para integrárselos.
Por mucho que les duela a los que se empeñan en mejorar el mundo, en este mundo no hay nada que mejorar ni que cambiar, más que la propia visión. Los más complicados problemas se reducen, en última instancia a la vieja fórmula de ¡conócete a ti mismo!. Esto, en realidad, es tan difícil y tan arduo que continuamente tratamos de desarrollar complicadas teorías y sistemas a fin de conocer y cambiar a nuestros semejantes, nuestras circunstancias y nuestro entorno. Después de tantos afanes, es irritante que las ampulosas teorías, sistemas y elucubraciones, sean barridos de la mesa y sustituidos por un simple «conócete a ti mismo». Ahora bien, el concepto puede parecer simple pero su puesto en práctica no lo es.
Jean Gebser escribe: «El necesario cambio del mundo y de la Humanidad no será operado por los intentos de reformar el mundo; los reformadores, en su lucha por un mundo mejor como ellos dicen, rehuyen la tarea de mejorarse a sí mismos; practican la vieja táctica, humana pero lamentable, de exigir a los demás lo que ellos no hacen por pereza; pero los éxitos aparentes que consiguen no les disculpan de haber traicionado no sólo al mundo sino a sí mismos.» (Decadencia y participación.)
Pero mejorarse a sí mismo no es sino aprender a verse tal como uno es. Reconocerse a sí mismo no significa conocer su Yo. El Yo es al Ser lo que un vaso de agua es al océano. Nuestro Yo nos enferma, el Ser está sano. El camino de la salud es el camino que va del Yo al Ser, de la cárcel a la libertad, de la polaridad a la unidad. Cuando un síntoma determinado me indica lo que (entre otras cosas) me falta para alcanzar la unidad, tengo que aprender a ver esta carencia y asumirla conscientemente. Con nuestras interpretaciones pretendemos conducir la mirada hacia aquello que siempre pasamos por alto. Cada uno lo ve, bastará con que no lo pierda de vista y lo mire con más y más atención. Sólo una observación constante y atenta vence las resistencias y hace crecer ese amor que es necesario para asumir lo observado. Para ver la sombra hay que iluminarla.
Errónea —pero frecuente— es la reacción de querer librarse lo antes posible del principio que el síntoma revela. Así el que al fin descubre su agresividad subconsciente se pregunta con horror: «¿Y qué hago yo ahora para librarme de esta terrible agresividad?» La respuesta es: «Nada. ¡Disfrútala!» Es precisamente este «no querer tener» lo que provoca la formación de la sombra y nos pone enfermos: ver la agresividad nos sana. Quien lo considere peligroso olvida que no por mirar hacia otro lado vamos a hacer desaparecer un principio.
El principio peligroso no existe, sólo es peligrosa la fuerza desequilibrada. Cada principio es neutralizado por su polo opuesto. Aislado, todo principio es peligroso. El calor solo es tan malo para la vida como el frío solo. La mansedumbre aislada no es más noble que la intemperancia aislada. Sólo en el equilibrio de las fuerzas está la paz. La gran diferencia entre «el mundo» y «los sabios» consiste en que el mundo siempre trata de hacer realidad un polo, mientras que los sabios prefieren el justo medio entre los dos polos. El que
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llega a comprender que el ser humano es un microcosmos, poco a poco pierde el miedo a ver en sí todos los principios.
Si en un síntoma descubrimos un principio que nos falta, basta con aprender a querer el síntoma ya que él hace realidad lo que nos falta. El que espera con impaciencia la desaparición del síntoma no ha comprendido el concepto. El síntoma expresa el principio que está en la sombra: si nosotros aceptamos el principio, mal podemos rechazar el síntoma. Aquí está la clave. La aceptación del síntoma lo hace superfluo. La resistencia provoca mayor presión. El síntoma desaparece rápidamente cuando al paciente se le ha hecho indiferente. La indiferencia indica que el paciente acepta la validez del principio manifestado en el síntoma. Y esto se consigue sólo con «abrir los ojos».
Para evitar malas interpretaciones, repetiremos una vez más que nosotros hablamos del plano esencial de la enfermedad y en ningún caso pretendemos prescribir el comportamiento a observar en el plano funcional. El examen de la esencia del síntoma no tiene por qué excluir determinadas medidas funcionales. Nuestra explicación de la polaridad ya debe de haber dejado claro que nosotros, en cada caso, evitamos las disyuntivas y no excluimos ninguna opción. Por ejemplo, ante una perforación de estómago, nuestro planteamiento no será: «¿Operamos o explicamos?» Lo uno no excluye lo otro sino que le da sentido. Pero la simple operación pronto perderá todo sentido si el paciente no lo capta, como la explicación pierde también todo sentido si el paciente se muere. Por otra parte, no hay que olvidar que la gran mayoría de los síntomas no presentan peligro de muerte y, por lo tanto, la cuestión de las medidas funcionales a adoptar no se plantea con tanta urgencia.
Las medidas funcionales, sean eficaces o no, nunca afectan al tema de la «curación». La curación sólo puede realizarse en la mente. En cada caso queda en el aire la duda de si un paciente llega a conseguir ser sincero consigo mismo. La experiencia nos ha hecho escépticos. Incluso personas que han dedicado la vida al trabajo intelectual suelen tener una sorprendente ceguera ante sí mismos. Ésta es, pues, la medida en que cada cual podrá beneficiarse de las interpretaciones de este libro. En muchos casos, será necesario someterse a procesos más enérgicos e incisivos para descubrir lo que uno no quiso ver. Estos procesos para vencer la propia ceguera se llama hoy psicoterapia.
Nos parece necesario desterrar el viejo prejuicio de que la psicoterapia es un método para tratar síntomas psíquicos o a las personas que sufren trastornos mentales. Quizás esta idea pueda aplicarse a los métodos orientados a los síntomas (como el conductismo o terapia del comportamiento) pero no a la psicoterapia profunda ni a los sistemas transpersonales. Desde que empezó a practicarse el psicoanálisis, la psicoterapia está orientada al autoconocimiento y toma de conciencia de elementos inconscientes. Para la psicoterapia, no existe el individuo «tan sano» que no necesite urgentemente tratamiento psíquico. El terapeuta de la forma Erving Polster escribió: «La terapia es muy valiosa como para reservarla sólo a los enfermos.» La misma
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opinión la formulamos nosotros, tal vez con un poco más de contundencia al decir: «El ser humano en sí está enfermo.»
El único sentido comprensible de nuestra encarnación es la toma de conciencia. Asombra lo poco que la gente se preocupa del único tema importante de su vida. No carece de ironía que se derrochen tantos cuidados y atenciones en el cuerpo, a pesar de que es sabido que un día ha de ser pasto de los gusanos. Y también está bastante claro que un día uno tiene que dejarlo todo (familia, dinero, casa, nombre). Lo único que perdura más allá de la tumba es la conciencia y es lo que menos preocupa. Tomar conciencia es el objetivo de nuestra existencia y sólo a este objetivo sirve todo el universo.
En todas las épocas, los seres humanos han tratado de desarrollar los medios para recorrer el arduo camino de tomar conciencia y encontrarse a sí mismos. Llámese yoga, zen, sufismo, cábala, magia o como quiera, el método y las prácticas son diferentes, pero el objetivo es el mismo: el perfeccionamiento y liberación del ser humano. Los últimos de la serie, la psicología y la psicoterapia, han nacido de la filosofía occidental y cientifista. En un principio, cegada por la arrogancia y el atolondramiento de la juventud, la psicología no supo ver que estaba empezando a estudiar algo que, con otro nombre, ya se conocía desde hacía tiempo. Pero, puesto que toda criatura tiene que aprender por sí misma, también la psicología hubo de acumular experiencia hasta que, lentamente, enderezó sus pasos por la vía común de todas las grandes doctrinas del alma humana.
Los pioneros del movimiento de integración son los propios psicoterapeutas, pues la consulta diaria corrige los prejuicios teóricos mucho más deprisa que la estadística y los ensayos. Así hoy, en la aplicación de la psicoterapia, observamos la confluencia de ideas y métodos de todas las culturas, signos y épocas. En todas partes se busca una nueva síntesis de las antiguas experiencias en el camino de la toma de conciencia. Que en procesos tan entusiastas se produzca también mucho material de desecho no debe desanimarnos.
La psicoterapia es el medio por el que hoy en día más y más personas ensanchan la mente y aprenden a conocerse a sí mismas. La psicoterapia no produce iluminados, pero esto es algo que ninguna técnica pretende. El verdadero camino es largo y arduo y sólo accesible a unos pocos. Pero cada paso que se da en la dirección de ampliar la conciencia es un progreso y sirve al desarrollo. Por lo tanto, por un lado, no hay que poner en la psicoterapia unas esperanzas exageradas, pero por otro lado hay que ver que hoy en día es uno de los mejores medios a los que recurrir para hacernos más conscientes y más sinceros.
Al hablar de psicoterapia, es inevitable que, en primer lugar, nos refiramos al método que nosotros aplicamos desde hace años y que llamamos «Terapia de la Reencarnación». Desde la primera exposición de este concepto, hecha en 1976, en mi libro Das Erlebnis der Wiedergeburt, esta definición ha sido utilizada para describir todos los ensayos terapéuticos imaginables, con la consiguiente desvirtuación del concepto, así como las más diversas
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asociaciones. Por lo tanto, creemos conveniente decir unas palabras sobre la terapia de la reencarnación, a pesar de que no tenemos el propósito de explicar detalles concretos de esta terapia.
Toda idea preconcebida que un cliente traiga de esta terapia será un obstáculo. Las ideas preconcebidas distorsionan la visión de la realidad. La terapia es una empresa aventurada y así debe entenderse. La terapia quiere librar al hombre de su encogimiento y de su pusilánime afán de seguridad por medio de un proceso de transformación. Además, una terapia no debe basarse en un esquema rígido, que podría impedirle ajustarse a la personalidad del cliente. Por todos estos motivos, poca información concreta daremos sobre la terapia de la reencarnación: nosotros no hablamos de ella, nosotros la aplicamos. Pero es lamentable que este vacío sea llenado por las ideas, teorías y opiniones de quienes no tienen ni remota idea de nuestra terapia.
La parte teórica de nuestro libro indica ya, entre otras cosas, lo que no es la terapia de la reencarnación: nosotros no buscamos las causas de un síntoma en una vida anterior. La terapia de la reencarnación no es un psicoanálisis prolongado en el tiempo ni una terapia del grito primitivo. De ello no se desprende que en la terapia de la reencarnación no se utilice ni una sola técnica que no se aplique ya en otras terapias. Al contrario, la terapia de la reencarnación es un concepto claramente diferenciado que, en el aspecto práctico, acoge muchas técnicas acreditadas. Pero la diversidad de técnicas es sólo el instrumental de todo buen terapeuta y no constituye la terapia en sí. La psicoterapia es algo más que técnica aplicada; por ello la psicoterapia casi no puede enseñarse. Lo esencial de una psicoterapia se sustrae a la explicación teórica. Es un gran error creer que basta imitar con exactitud un proceso externo para conseguir los mismos resultados. Las formas son el vehículo del contenido, pero también hay formas vacías. La psicoterapia —como cualquier técnica esotérica— se convierte en farsa cuando las formas carecen de contenido.
La terapia de la reencarnación debe su nombre a que en ella ocupan lugar preponderante la toma de conciencia y el reconocimiento de la existencia de encarnaciones anteriores. Dado que para muchas personas el trabajar con encarnaciones tiene todavía algo de espectacular, muchos pasan por alto que la toma de conciencia de encarnaciones es un método de trabajo y no un fin en sí mismo. La sola vivencia de encarnaciones no es terapia, como tampoco es terapia el dar alaridos; pero lo uno y lo otro pueden aplicarse con fines terapéuticos. Nosotros no tomamos conciencia de encarnaciones anteriores porque consideremos importante o emocionante saber qué hemos sido antes, sino que utilizamos las encarnaciones porque actualmente no conocemos otro medio para alcanzar el objetivo de nuestra terapia.
En este libro hemos expuesto detenidamente que el problema de una persona está siempre en su sombra. El encarar la sombra y asimilarla progresivamente es, pues, el tema central de la terapia de la reencarnación. Desde luego, nuestra técnica permite el encuentro con la gran sombra kármica que supera en mucho la sombra biográfica de esta vida. Afrontar la sombra no
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es fácil, desde luego, pero es la única vía que conduce a la curación en el verdadero sentido de la palabra. De nada serviría decir más acerca del encuentro con la sombra y su asimilación, ya que la experiencia de realidades espirituales profundas no puede transmitirse por medio de palabras. Las encarnaciones ofrecen aquí la posibilidad, difícilmente asequible por otras técnicas, de vivir e integrar la sombra con plena identificación.
No trabajamos con recuerdos: las encarnaciones se hacen presente al vivirlas. Esto es posible porque, fuera de nuestra mente, el tiempo no existe. El tiempo es una posibilidad de contemplar procesos. Por la física sabemos que el tiempo puede convertirse en espacio porque el espacio es la otra manera de contemplar una serie de circunstancias. Si aplicamos esta transformación al problema de las encarnaciones sucesivas, la sucesión se hace simultaneidad o, en otras palabras: de la cadena de vidas situadas en el tiempo se forman vidas en paralelo. Por supuesto, la disposición espacial de las encarnaciones no es ni más correcta ni más equivocada que el modelo temporal: ambas apreciaciones representan puntos de vista subjetivos de la menta humana legítimos (compárense las teorías onda–corpúsculo de la luz). Todo intento de vivir lo simultáneo en el espacio convierte otra vez el espacio en tiempo. Ejemplo: en una habitación hay varios programas de radio a la vez. Si queremos oír estos programas que están en la habitación simultáneamente, tendremos que establecer un orden. Para ello sintonizaremos con el receptor las distintas frecuencias sucesivamente, y el aparato nos pondrá en contacto con diferentes programas, según el modelo de resonancia. Sustituyamos en este ejemplo el receptor de radio por nuestra mente, en la que se manifiestan las encarnaciones correspondientes a cada modelo de resonancia.
En la terapia de la reencarnación instamos al cliente a abandonar momentáneamente su frecuencia (su identificación) actual para dejar lugar a otras resonancias. En el mismo momento, se manifiestan otras encarnaciones que son vividas con la misma sensación de realidad que la vida con la que hasta el momento se identificaba el cliente. Dado que «las otras vidas» o identificaciones existen paralela y simultáneamente, pueden ser experimentadas con todos los sentidos. El «tercer programa» no está más lejos que el «primero» o que el «segundo programa»; desde luego, nosotros sólo los captamos uno a uno, pero podemos sintonizarlos a voluntad. Es decir, variamos la «frecuencia mental» para cambiar el ángulo de incidencia y la resonancia.
En la terapia de la reencarnación jugamos deliberadamente con el tiempo. Bombeamos tiempo en las diferentes estructuras de la mente que se hinchan y se hacen visibles y abandonamos otra vez el tiempo para que se vea que todo sigue estando en el Aquí y Ahora. A veces, se oyen críticas de que la terapia de la reencarnación es bucear inútilmente en vidas anteriores, cuando los problemas tienen que ser resueltos aquí y ahora. En realidad, lo que nosotros hacemos es diluir la ilusión del tiempo y causalidad y confrontar al cliente con el eterno Aquí y Ahora. No sabemos de otra terapia que elimine tan
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completamente todas las superficies de proyección y transfiera al individuo la plena responsabilidad.
La terapia de la reencarnación trata de poner en marcha un proceso psíquico: el proceso en sí es lo importante, no su orden intelectual ni la interpretación de los hechos. Por ello, al final de este libro hemos vuelto a hablar de psicoterapia, ya que está muy extendida la opinión de que con la psicoterapia se curan trastornos y síntomas psíquicos. Ante los síntomas puramente somáticos, todavía se piensa poco en las posibilidades de la psicoterapia. Desde nuestro punto de vista y experiencia, podemos afirmar que precisamente la psicoterapia es el nuevo y prometedor método para curar verdaderamente los síntomas corporales.
Al final de este libro, huelgan estas explicaciones. El que haya desarrollado la visión para observar cómo en cada proceso y cada síntoma corporales se manifiesta un factor psíquico, ése sabrá también que sólo los procesos de la conciencia pueden resolver los problemas que se han exteriorizado en el cuerpo. Por lo tanto, nosotros no dictaminamos sobre indicaciones ni contraindicaciones de la psicoterapia. Sólo vemos a unos seres humanos que están enfermos y a los que los síntomas empujan a la curación. Ayudar al ser humano en este proceso de evolución y transformación es misión de la psicoterapia. Por ello, en el tratamiento, nos aliamos con los síntomas del cliente y les ayudamos a conseguir su objetivo, porque el cuerpo siempre tiene razón. La medicina académica hace todo lo contrario: se alía con el paciente en contra del síntoma. Nosotros nos situamos siempre en el lado de la sombra y la ayudamos a salir a la luz. Nosotros no peleamos contra la enfermedad y sus síntomas sino que tratamos de utilizarlos como eje de la curación.
La enfermedad es la gran oportunidad del ser humano, su mayor bien. La enfermedad es la maestra de cada cual, que guía en el camino de la curación. Existen varios caminos que conducen a este objetivo, la mayoría duros y complicados, pero el más próximo e individualizado suele pasarse por alto: la enfermedad. Es el camino menos propicio para hacer que nos engañemos a nosotros mismos o alimentemos ilusiones. Por ello es tan poco grato. Tanto en la terapia como en este libro queremos sacar a la enfermedad del habitual y estrecho marco en el que siempre se la contempla y exponerla en su verdadera relación con la existencia humana. El que no esté dispuesto a guiarse por este otro sistema de valores es que ha entendido mal nuestras explicaciones. Pero al que entienda la enfermedad como un camino se le abrirá un mundo de perspectivas nuevas. Nuestra manera de tratar la enfermedad no hace la vida ni más fácil ni más sana; lo que nosotros pretendemos es dar al ser humano el valor que necesita para mirar cara a cara los conflictos y problemas de este mundo polar. Nosotros queremos disipar las ilusiones de este mundo enemigo de conflictos, que piensa que sobre la falta de sinceridad puede levantarse un paraíso terrenal.
Hermann Hesse dijo: «Los problemas no existen para ser resueltos, son únicamente los polos entre los que se genera la tensión necesaria para la vida.» La solución está más allá de la polaridad; pero para llegar a ella hay que
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unificar los polos, reconciliar los contrarios. Este difícil arte de la unión de los contrarios sólo lo domina el que ha conocido los dos polos. Para ello hay que estar dispuesto a encarar e integrar con valentía todos los polos. «Solve et coagola», dicen los viejos textos: disuelve y coagula. Primeramente tenemos que ver las diferencias y sentir la separación y la división antes de poder aventurarnos a la gran obra de las bodas químicas, la unión de los contrarios. Por ello primeramente el hombre tiene que descender a la polaridad del mundo material, en materia, enfermedad, pecado y culpa, para encontrar, en la noche más negra del alma y en la más profunda zozobra, la luz del conocimiento que le permita ver su camino a través del sufrimiento y el dolor como un acto significativo que le ayudará a encontrarse allá donde siempre estuvo: en la unidad.
Conocí el bien y el mal
pecado y virtud, justicia e infamia;
juzgué y fui juzgado
pasé por el nacimiento y por la muerte,
por la alegría y el dolor, el cielo y el infierno; y al fin reconocí
que yo estoy en todo
y todo está en mi.
HAZRAT INAYAT KHAN
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RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS

  
Aparato genital Boca
Cabello
Corazón
Dientes
Encías
Espalda Estómago Extremidades Garganta Hígado
Huesos
Intestino delgado Intestino grueso Manos
Matriz Músculos Nariz Oídos Ojos Pene Piel
Pies Pulmones Riñones Rodilla Sangre Uñas Vejiga Vesícula
Sexualidad
Apertura
Libertad, poder
Capacidad afectiva, emotividad Agresividad, vitalidad Confianza
Rectitud
Sensibilidad, aceptación
Agilidad, flexibilidad, actividad
Angustia
Valores morales, ideología, vinculación Firmeza, disciplina
Reflexión, análisis
Inconsciente, avaricia
Aprehensión, capacidad de manejo Entrega
Movilidad, flexibilidad, actividad
Energía, orgullo, sexualidad
Obediencia
Entendimiento
Energía
Aislamiento, normas, contacto, delicadeza
Comprensión, firmeza, arraigo, modestia Contacto, comunicación, libertad Compañerismo
Modestia
Vitalidad
Agresividad
Distensión
Agresividad
 
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ÍNDICE
PRÓLOGO ........................................................................................ 2
Primera parte
CONDICIONES TEÓRICAS PARA LA COMPRENSIÓN DE LA ENFERMEDAD Y LA CURACIÓN
   I.     ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS .................................................... 2 
   II.    POLARIDAD Y UNIDAD ............................................................. 6 
   III.   LA SOMBRA ............................................................................. 14 
   IV.  BIEN Y MAL.............................................................................. 17 
   V.   EL SER HUMANO ES UN ENFERMO...................................... 21 
   VI.  LA BÚSQUEDA DE LAS CAUSAS ........................................... 23 
   VII. EL MÉTODO DE LA INTERROGACIÓN PROFUNDA..............27 
Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
   I.     LA INFECCIÓN......................................................................... 35 
   II.    EL SISTEMA DE DEFENSA ..................................................... 40 
   III.   LA RESPIRACIÓN.................................................................... 42 
   IV.  LA DIGESTIÓN......................................................................... 46 
   V.   LOS ÓRGANOS SENSORIALES ............................................. 53 
   VI.  DOLOR DE CABEZA ................................................................ 56 
   VII. LA PIEL .................................................................................... 59 
   VIII.         LOS RIÑONES ......................................................................... 62 
   IX.  LA SEXUALIDAD Y EL EMBARAZO ........................................ 66 
   X.   CORAZÓN Y CIRCULACIÓN ................................................... 70 
   XI.  EL AP ARA TO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS .................. 73 
   XII. LOS ACCIDENTES...................................................................79
XIII.SÍNTOMAS PSÍQUICOS.........................................................82 XIV.CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)....................................87 XV. EL SIDA....................................................................................90 XVI.¿QUÉ SE PUEDE HACER? ..................................................... 93

RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS....................97

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